Fabel, Nicola Brüggemann y Werner Meyer bajaron la vista y contemplaron sin decir palabra el cuerpo que el celador había llevado a la sala de la morgue sobre una camilla con ruedas. Vista desde fuera, la actitud de los tres podía tomarse como una muestra de respeto: un momento de silencio y recogimiento. En realidad, estaban llevando a cabo lo que habían aprendido a hacer como agentes de policía: uno debía tomarse unos momentos para mirar, observar y evaluar; para acercarse con la mente despejada a la muerte de un ser humano.
El cuerpo que yacía en la camilla mortuoria era flaco y pálido; las costillas se le marcaban sobre la lívida piel y los brazos tenían un aspecto esquelético. A pesar de la barba incipiente del mentón, el muerto parecía más un chico que un hombre. Se le apreciaban cuatro orificios, ya sin sangre, en el cráneo: dos por encima del nacimiento del pelo y dos por debajo, perforándole la amplia frente. Fabel observó que la piel alrededor de estos dos últimos orificios presentaba un moteado oscuro: las quemaduras de un disparo a bocajarro. Y pensó: «Debía de estar de rodillas cuando lo mataron. Seguramente, suplicando por su vida».
Había una herida más grande y mucho más fea por debajo del maxilar, en el punto por donde había salido una de las balas. En el pecho izquierdo llevaba un tatuaje verde oscuro, algo así como un pequeño lazo invertido.
—Son, al parecer, los restos mortales de un tal Harald Jaburg —informó Werner haciendo una mueca, como si acabara de probar algo amargo—. Hemos encontrado su documento de identidad en el bolsillo de los vaqueros. Desempleado. Veintiocho años.
—Creía que sería más joven —comentó Fabel, abstraído—. ¿Has visto, Nicola? Nuestro número de casos parece crecer exponencialmente. A este paso vamos a necesitar refuerzos.
—Tiene un tatuaje en el pecho —replicó ella—. Justo encima del corazón. Un símbolo.
—Sí, ya lo veo —dijo Fabel—. Parece como una gamma griega minúscula. —Giró los brazos del cadáver para examinar la parte interior de los antebrazos—. No hay marcas de pinchazos.
—A mí no me parece un estudiante de Clásicas —terció Werner.
—No… —añadió Fabel—. A mí tampoco. ¿Tenemos su dirección?
—Billbrook. Ya se encargan unos agentes —informó Werner—. Por Dios, Jan, como sigamos así, tendremos que alquilar un bote de pesca para rastrear el Elba y sacar todos los fiambres del agua.
—No nos darían el visto bueno —intervino Brüggemann—. Creo que ya hemos excedido nuestra subvención comunitaria.
—A mí me lo vas a contar —dijo Fabel—. Werner, ya sé que estás a tope de trabajo, y he tenido que dejar a Anna en el apartamento de Meliha Yazar, pero me gustaría que tú y Henk os ocuparais también de esto. Introduce su nombre en la base de datos y habla con la división del crimen organizado. Esto parece un asunto de drogas, pero él no era un adicto por lo que veo. Pregúntales si conocen alguna banda que utilice el símbolo gamma como distintivo.
—De acuerdo, Jan. Aunque, para mí, aun tiene menos pinta de gánster que de estudiante de Clásicas.
—Tal vez era un matón de poca monta —aventuró Brüggemann—. Un sospechoso de haberse chivado o de estafar a la banda. Pero es cierto, estoy de acuerdo: no tiene la pinta.
El celador de la morgue reapareció con una recia bolsa de plástico transparente y la dejó sin contemplaciones sobre el pecho del muerto.
—Han pedido las ropas ¿no? —les espetó—. Las han guardado en esta bolsa para los forenses. Están mojadas. Como no vengan pronto y las saquen de la bolsa, se van a llenar de moho.
—Qué tipo tan alegre —dijo Werner con sarcasmo cuando el celador volvió a dejarlos solos—. Debe de ser el trabajo lo que lo vuelve tan optimista.
Fabel leyó en voz alta la lista adosada a la bolsa:
—«Sudadera negra u oscura con capucha; vaqueros negros o gris oscuro; camiseta verde oscura; muñequera de cuero claveteado en la muñeca derecha; reloj de pulsera con correa ancha de cuero en la muñeca izquierda; cadena para el cuello de aleación metálica, con símbolo colgante…». —Fabel sacudió y ladeó la bolsa transparente. Había una cantidad considerable de agua aceitosa atrapada entre las ropas, pero consiguió encontrar la cadena. Tal como sospechaba, el colgante también tenía la forma de una gamma griega—. «Calcetines de color rojo oscuro; botas de motorista de cuero negro; billetera de cuero con documento de identidad, veinticinco euros en billetes y otros quince en monedas, y calzoncillos bóxer blancos».
—Curioso —dijo Brüggemann—. Yo habría dicho que los llevaba de tipo eslip.
Fabel no respondió. Abrió su cuaderno y retrocedió un par de páginas. Cuando encontró lo que buscaba, se inclinó sobre el cadáver y le tendió el cuaderno abierto a Werner, que se puso muy serio al leer las notas de su jefe.
—No… —dijo Werner, devolviéndole el cuaderno—. ¿No creerás…? —Señaló el cadáver que yacía entre ambos.
—Sus ropas encajan con toda exactitud con la descripción del conductor de la moto.
—Es una indumentaria muy corriente, Chef.
—¿Estáis hablando del caso del coche incendiado? —preguntó Brüggemann.
—Hemos de averiguar el momento de la muerte de este tipo —instó Fabel—. Apuesto a que se produjo después del ataque de Schanzenviertel.
—¿Todavía quieres que contacte con la división del crimen organizado? —preguntó Werner.
—Sí. Podría tratarse de otra cosa. Pero hay una línea de investigación que quiero seguir personalmente…
Esta vez no le cabía la menor duda. Ya al dejar atrás el bloque de apartamentos de Meliha Yazar le había parecido que un gran Tiguan Volkswagen salía de detrás de una furgoneta aparcada y se sumaba al tráfico, a cuatro o cinco coches de distancia. Luego lo había perdido de vista y ya no había vuelto a detectar ni rastro de él mientras se dirigía a la morgue de Butenfeld, en Eppendorf. Al abandonar la morgue, sin embargo, había vuelto a verlo, de nuevo manteniendo una distancia de cuatro o cinco coches. A veces daba la impresión de que al Volkswagen no le hacía falta tenerlo siempre a la vista. En un par de ocasiones, cuando el cuatro por cuatro se había quedado rezagado tras una esquina, Fabel había salido bruscamente de la avenida y tomado otra ruta…, solo para volver a divisarlo a su espalda tras unas cuantas manzanas.
Aun así, siguió adelante hacia su destino: los muelles. Ahora había mucho menos tráfico y al Volkswagen le resultaba difícil camuflarse entre los demás vehículos. Estaba solamente a dos coches de distancia. Fabel llamó al Präsidium con el teléfono móvil. Le contestó Anna Wolff, que ya había vuelto del apartamento de Meliha Yazar.
—Tengo una noticia buena y otra mala, Anna. La buena es que no me estoy volviendo paranoico con la edad.
—¿El coche que lo seguía? ¿Está seguro?
—Esta vez sin duda. Acabo de pasar frente al Fischmarkt. ¿Puedes llamar al centro de operaciones y pedir que sitúen un coche sin distintivos en el cruce de Grosse Elbestrasse y Kaistrasse? Es un lugar bastante tranquilo para obligarlos a parar y mantener una charla.
—Ahora mismo. Pero yo también voy para allá —le contestó su ayudante, y colgó antes de que él pudiera responder. Fabel siguió hacia el oeste. De nuevo, no había ni rastro del Volkswagen a su espalda. Habían tenido que parar en un semáforo y, obviamente, habían aprovechado para aumentar un poco la distancia que los separaba del coche del comisario.
Ya estaba en Sankt Pauli Hafenstrasse cuando volvió a verlos, tres o cuatro vehículos más atrás. Esos tipos eran buenos. O contaban con ayuda. El comisario jefe empezaba a preguntarse qué podrían haberle adosado a su coche durante la visita guiada por el edificio Pharos.
Anna lo llamó al móvil:
—Los agentes uniformados están en posición.
—Bien. Mi amiguito aún me sigue. Estoy en Hafenstrasse… Diles a los agentes que se preparen para interceptarlo.
—De acuerdo. Llegaré en un par de minutos.
Fabel colgó y echó un vistazo al retrovisor. Solo había un coche entre él y el voluminoso Volkswagen. Le pareció distinguir la silueta de dos hombres a través del vidrio tintado.
«Vamos a hacerlo más interesante», se dijo entre dientes. Vio a la izquierda un estrecho pasaje adoquinado que salía de la avenida principal y conducía al otro lado de los edificios que flanqueaban el río, prácticamente hasta el borde del agua. Era un acceso que el tráfico normal no utilizaba. El carril contrario estaba despejado de tráfico, así que viró a la izquierda sin avisar y frenó en seco en una plaza de aparcamiento junto a la orilla del río. El coche que iba detrás pasó de largo, no sin que el conductor le reprochara con un bocinazo que no hubiera puesto el intermitente. Fabel observó que el Volkswagen pasaba también a toda velocidad frente al pasaje: o bien el conductor creía que ya no podía hacer un brusco viraje o bien pretendía demostrarle que no lo estaba siguiendo.
Fabel llamó a Anna:
—El Tiguan acaba de adelantarme. No le he dejado alternativa. Dile a la unidad de uniformados que se dirige hacia su posición y que lo intercepten. Yo iré detrás. Si ha parado o dado media vuelta, te avisaré.
Había empezado a girarse en el asiento para salir marcha atrás hacia la avenida principal cuando vio que un cuatro por cuatro se lanzaba a gran velocidad hacia él. Apenas tuvo tiempo de registrar esa primera impresión porque el vehículo embistió contra la parte trasera del BMW, y él se vio lanzado violentamente hacia delante, aunque el mecanismo retráctil del cinturón lo retuvo con un doloroso tirón.
—¡Hijo de puta! —gritó mirando el retrovisor. Pisó a fondo el freno y se soltó el cinturón. Trató de comprender lo sucedido. No estaba seguro, pero le pareció que el cuatro por cuatro era de otra marca. No era el mismo que lo había estado siguiendo. ¿Dos vehículos?
Al menos, eso facilitaba las cosas en un sentido: podía detener al conductor por conducción imprudente, o bajo la sospecha de conducir borracho. Se giró y vio que el cuatro por cuatro daba marcha atrás. Sonó un desagradable chirrido metálico al separarse los dos vehículos y luego un tintineo: alguna pieza de la parte trasera del BMW debía de haber caído sobre los adoquines del muelle. Ahora comprobó que no era el Volkswagen: este era un Land Rover.
Acababa de agarrar la manija de la puerta cuando el cuatro por cuatro embistió de nuevo contra la parte trasera de su coche. Esta vez se vio lanzado hacia delante sin la retención del cinturón de seguridad y se dio con el volante un golpe brutal en el pecho, que le vació los pulmones de aire. Jadeó, prácticamente sin resuello, sintiendo la necesidad urgente de oxígeno. Entre sus desesperados jadeos, sacó torpemente la automática reglamentaria de su funda. Otro impacto. La SIG-Sauer se le escapó de los temblorosos dedos y se le cayó al suelo. Se giró de nuevo en el asiento: el Land Rover volvía a dar marcha atrás rápidamente. Fabel se sentía mareado por la falta de oxígeno, y el pecho le dolía a cada inspiración. Buscó el móvil. Vio en el retrovisor el chasis enorme del cuatro por cuatro abalanzándose sobre él y embistiendo de nuevo al BMW. Pero esta vez el impacto fue distinto: el motor del Land Rover aulló enloquecido cuando el conductor pisó a fondo el acelerador.
Fabel comprendió lo que estaba pasando: el muy hijo de puta pretendía sacarlo del muelle y empujarlo hasta el río.
Instintivamente, pisó el freno. Una maniobra inútil, advirtió en el acto, así que metió la marcha atrás de un manotazo y arremetió contra el cuatro por cuatro. Era un combate desigual, y sus neumáticos, rechinando y sacando humo, fueron resbalando impotentes por los adoquines.
Tenía que bajar. Tenía que bajarse antes de que el BMW cayera por el borde. Pero él estaba en el lado malo del coche, en el lado del agua. Miró desesperado la rejilla del Land Rover, que llenaba totalmente el espejo retrovisor. Que llenaba todo su universo. Había decidido arriesgarse a saltar cuando sintió una repentina ingravidez y comprendió que su coche había rebasado el borde del muelle.
Hubo otro impacto, esta vez el del coche contra la superficie del agua, y Fabel se vio arrojado de un lado para otro en el recinto metálico del vehículo. Todo se volvió oscuro; por un instante, creyó que se había desmayado. Entonces, mientras el interior del coche se llenaba de agua fría, aceitosa y oscura, comprendió que se estaba hundiendo en el fondo del río Elba.