Fabel ya sabía que no iba a encontrar una calurosa acogida. Había llamado para concertar una cita con Tanja Ulmen, la primera de las supuestas víctimas de Daniel Föttinger, y ella le había preguntado si no podían hablar por teléfono. Ahora era una mujer felizmente casada y con hijos; vivía en Bad Bramstedt, una pequeña población situada entre Hamburgo y Kiel. Su familia no sabía nada del incidente con Daniel Föttinger cuando ella era aún una estudiante. Pero aquello formaba parte de una investigación por asesinato, le había dicho Fabel, de manera que la conversación no podía desarrollarse por teléfono. La verdad era que a él le molestaba todo cuanto pudiera impedirle captar directamente las reacciones de las personas interrogadas. Tanja Ulmen accedió a regañadientes a verlo cuando saliera del trabajo. Era maestra de una escuela de secundaria, le dijo. Él se había quedado un tanto perplejo cuando Ulmen insistió en que fuese acompañado de una mujer policía.
Fabel y Anna tardaron cuarenta minutos en llegar a Bad Bramstedt y otros diez en encontrar el área de descanso de la autopista 207, al oeste de la población. En el trayecto, Anna había notado que su jefe miraba el retrovisor más de lo normal.
—¿Está ahí otra vez? —preguntó—. El cuatro por cuatro, digo.
—No. Me ha parecido que quizá…, pero no. A lo mejor me estoy volviendo paranoico en la vejez.
—Si de verdad cree que lo siguen, sobre todo después de todos esos líos con correos electrónicos y mensajes misteriosamente desaparecidos, yo creo que deberíamos hacer una visita a Seamark International y obtener algunas respuestas.
—Quizá no tenga mayor importancia. Podría ser una coincidencia, o a lo mejor he tomado dos o tres coches distintos por el mismo. Quiero estar bien seguro antes de enseñar nuestras cartas. En todo caso, ahora no está. —Se quedó un momento en silencio; luego añadió con tono vacilante—. Hay otra cosa, Anna. Quiero decir, aparte de los mensajes de texto y demás. Anoche recibí una llamada, una llamada anónima de alguien que dice saberlo todo sobre qué les sucedió a Meliha Yazar y a Müller-Voigt.
—¿Y usted lo cree? —La voz de Anna sonó incrédula—. O sea, después de todo lo que ha pasado, ¿no le parece que podría tratarse de la misma gente que ha estado jugando con usted?
—Yo también lo he pensado. Pero no sé… Había algo peculiar en esa llamada. El tipo me dijo que lo encontrarían y lo matarían, y creo que hablaba en serio. Quizá es un exmiembro de la secta o tiene alguna relación con ellos.
—Entonces, ¿está convencido de que es el Proyecto Pharos el que está detrás de todo esto?
—Más aún, Anna. Empiezo a hacerme una idea de lo que ha ocurrido realmente. Mira, ahí viene…
Era el único coche, aparte del suyo, en toda el área de descanso: un Citroën anticuado. La zona quedaba resguardada de la carretera por una densa barrera de árboles y, al otro lado, había un trecho de bosque muy frondoso. Frau Ulmen se había empeñado en quedar allí: fuera del pueblo, pero lo bastante cerca para poder volver a casa sin levantar sospechas.
—Les he dicho a los niños que tenía unas compras que hacer y que estaré de vuelta en una hora —dijo sin rodeos, a modo de saludo, al subirse al asiento trasero del coche de Fabel—. ¿Dijo que quería hablar conmigo de Daniel Föttinger?
Según el informe, Tanja Ulmen tenía unos treinta y cinco años. El cansancio que se le evidenciaba en el rostro habría dificultado adivinar su edad a simple vista. Era rubia, pero llevaba el cabello desgreñado, todo amontonado en lo alto y sujeto con un pasador que recordaba un arco celta; vestía ropa holgada y vagamente bohemia. En conjunto, tenía toda la pinta de una profesora de arte excéntrica, aunque Fabel había leído que la materia que enseñaba era informática.
—Sí, Frau Ulmen —dijo el comisario—. Nos gustaría hablar con usted de Daniel Föttinger. ¿Sabe que ha muerto?
—Sí. Lo leí en los periódicos.
—Entonces, ¿está enterada de cómo murió?
—Sí. De un modo muy doloroso. Y yo me alegré. Espero que tardara mucho en morirse.
—Tardó, me temo. No se me ocurre una manera peor de irse.
—¿De modo que viene a acusarme de tener algo que ver con su muerte? —Ulmen lo miró con una expresión hosca, desafiante. A Fabel le pareció que aquella mujer deseaba de veras sentirse bien por la muerte de Föttinger, pero que no lo conseguía.
—No, Frau Ulmen. Le he pedido que habláramos porque estoy intentando hacerme una idea más clara de Föttinger. Quería preguntarle qué sucedió entre ustedes.
—No sucedió nada entre nosotros. El hijo de puta me violó.
—¿Y por qué no llevó a término la acusación? —preguntó Anna—. ¿Sabe que él siguió actuando y que cometió al menos otra supuesta violación?
—Su padre me pagó una «compensación», como él dijo. Pero antes de que piense que, sencillamente, me compraron, debe saber que el viejo Föttinger se cuidó de enseñar el palo, además de la zanahoria. Los Föttinger eran una familia asquerosamente rica y muy bien relacionada. Él me dejó claro que las cosas me irían mal, muy mal, si yo seguía adelante. Eran como dos gotas de agua, el padre y el hijo.
—¿Qué quiere decir exactamente? —inquirió Anna.
—Ambos creían que podían conseguir lo que quisieran, cuando ellos quisieran. A los dos les tenía sin cuidado la gente.
—Por favor, Frau Ulmen —rogó Fabel—, me sería de gran ayuda que pudiera explicarme qué sucedió con Föttinger.
—Daniel me pidió que saliéramos juntos cuando los dos éramos estudiantes en Hamburgo. Él estudiaba filosofía…
—¿Filosofía? —exclamó Fabel, muy sorprendido—. Yo había supuesto que había estudiado una carrera científica o tecnológica.
—Quizá lo hizo posteriormente, pero entonces estudiaba filosofía. Y ponía un gran interés. El caso es que me pidió que saliera con él. Era guapo y encantador, pero había algo en él que me daba repelús. Así que le dije que no. Él no pudo entenderlo. Sencillamente, no le cabía en la cabeza que alguien le negara lo que deseaba; no era computable para él. A eso me refiero cuando digo que él y el padre eran iguales; ninguno de los dos era capaz de comprender que el universo no giraba alrededor de ellos.
—¿Así que no aceptó el «no» por respuesta? —preguntó Anna con delicadeza.
—Yo compartía un piso con unas amigas, y él se presentó cuando habían salido. Probó de nuevo su encanto letal, pues continuaba siendo incapaz de creer que alguien se le resistiera. Y cuando no le funcionó, probó un enfoque más directo: me puso un cuchillo en la garganta.
—Comprendo que esto es muy difícil para usted… —dijo Anna.
—No, no lo es. Fue hace mucho, y yo, de algún modo, he conseguido que parezca como si le hubiera sucedido a otra persona…, he conseguido convertirlo en una historia, en vez de que forme parte de la realidad. Fue mi forma de afrontarlo y funcionó. Dicen que todas las células de tu cuerpo son reemplazadas cada siete años más o menos. Por tanto, me digo que lo sucedido no le ocurrió a este cuerpo, a la persona que ahora soy. Pero nunca he dejado de odiarlo, ni de despreciarlo por su arrogancia.
—Lo que iba a preguntarle es cómo se portó él. —Anna se disgustó consigo misma por su torpeza—. Quiero decir, las cosas que el agresor hace o dice, los detalles superfluos, pueden revelarnos mucho sobre su estado mental.
—Él se limitó a mantener el cuchillo en mi garganta. No actuó con violencia, por lo demás. Como no dejó de especificar su padre, yo no tenía ningún golpe que mostrar a la policía, ni el menor signo de que hubiera luchado para defender mi virtud, según dijo el viejo hijo de puta. —Ulmen contempló un momento por la ventanilla el verde intenso del bosque—. Aunque parezca raro, y sé que suena muy raro, yo no creo que Daniel creyera ni por un segundo que estaba haciendo algo malo. He pensado mucho en ello a lo largo de los años, siempre tal como he dicho: imaginando que era un suceso que lees en el periódico y que le ha pasado a otra… Así resulta más fácil ser objetiva. En fin, cuando recuerdo cómo se portó, me da la sensación de que era como si él no fuese del todo consciente de que yo estaba allí. Ya saben, la teoría de la mente o de la simulación, o como la llamen los psicólogos. Yo creo que ambos, el padre y el hijo, eran sociópatas de algún tipo. No lo digo por despecho; de veras lo creo así. Pienso sinceramente que Daniel Föttinger no acababa de comprender que yo tenía una conciencia independiente capaz de dar o negar su consentimiento.
—O sea…, ¿como si usted no estuviera presente? —insinuó Fabel.
Tanja Ulmen lo miró a los ojos y, animándose por primera vez en toda la conversación, afirmó:
—Sí. Exactamente así. Como si yo no estuviera presente.
En el camino de vuelta a Hamburgo, Fabel le preguntó a Anna la dirección del restaurante turco que frecuentaban Meliha Yazar y Müller-Voigt.
—¿Puedes llamarlos y preguntar si ese camarero ha vuelto de vacaciones? —le pidió—. Y si ha vuelto, pregunta también si podemos pasarnos ahora para hablar con él.
Anna telefoneó y le confirmó a su jefe que el camarero los estaría esperando.
—¿Ya ha visto el informe que ha enviado ese tal Tramberger, el tipo de la «brigada de desastres»? —preguntó Anna—. Ha llegado esta mañana.
—Ah, ¿lo del «Elba Virtual», dices? No, no he podido leerlo.
—Pues debería. Según su modelo, y afirma que lo ha aplicado varias veces, el torso fue arrojado a tres kilómetros corriente arriba, pero justo en mitad del río, en el canal profundo.
—¿Desde un bote?
—Eso parece. Dice que habríamos de pedirle al patólogo que mire si había signos de que le hubieran puesto pesos para que se hundiera. Él cree que lo arrojaron allí porque es la parte más honda a esa altura del Elba. Por esa zona navegan pocos buques grandes, más bien lanchas, y hay pocas probabilidades de que un cadáver sea arrastrado a la superficie. La intención, según dice, era que el torso se quedara en el fondo del río y no volviera a aparecer jamás. Tiene lógica, Jan. Yo creo que la cabeza y los miembros están esparcidos también por el fondo. Quien la arrojó al río no quería que fuese identificada.
El Palacio Otomano era mucho menos imponente de lo que indicaba su nombre, pero tenía cierto estilo. Nada de clichés ni carteles turísticos de Turquía decorando las paredes. Era un restaurante sencillo, con algunos detalles (como el vistoso tapiz kilim de la pared) que aludían a la cultura originaria de su cocina. Mientras esperaban a Osman, el camarero que había atendido habitualmente a Müller-Voigt y a su pareja, Fabel echó un buen vistazo al restaurante. No era el tipo de local que frecuentaba el senador. La elección, prescindiendo de si la había hecho Meliha o él, obedecía en gran parte a la discreción.
Un hombre bajito de unos veinticinco años, de pelo rubio rojizo, salió sonriendo ampliamente de la cocina. Se presentó y le dijo al comisario que haría con gusto todo lo posible para ayudarlo. Osman era una de esas personas cuya exuberante amabilidad, por mucho que trataras de ignorarla, resultaba contagiosa.
—Tenía acento de Estambul —explicó el camarero cuando Fabel le preguntó qué recordaba de Meliha—. Parecía una mujer con estudios y yo saqué la idea de que era bastante rica. Llevaba ropa cara. Era muy guapa.
—Sin embargo, cuando vinimos la otra vez, el dueño dijo que parecía que no le gustara hablar de sí misma.
—Sin duda. Como es natural, cuando un cliente me habla en un turco tan perfecto, yo le pregunto de dónde es. En cuanto se lo pregunté a ella, tuve la sensación de haber metido la pata. Es curioso lo que pasa con los clientes. A veces hay que cambiar de tema deprisa. Lo último que deseas es que se sientan incómodos —dijo con mucha convicción.
—¿Y ella se mostró especialmente susceptible en lo referente al lugar de donde procedía?
—Saqué esa idea. Cuando se lo pregunté, me dijo que era de Silivri, en la costa, cerca de Estambul. Pero las persianas se bajaron de golpe, no sé si me entiende. Así que yo, como digo, cambié de tema rápidamente.
—¿Parecían felices?
—Mucho. Sobre todo él. Formaban una bonita pareja. Se les veía muy bien a los dos juntos, no sé si me entiende. Había mucha diferencia de edad, claro, pero parecían completamente colados el uno por el otro.
—¿Mantuvieron contacto con otras personas? ¿Trajeron alguna vez amigos o invitados al restaurante?
—No. Venían siempre solos. Ni siquiera recuerdo que otros clientes los saludaran. Aquella era su mesa habitual… —Señaló una mesa situada al fondo del restaurante, la última de todas. Lo cual confirmaba la teoría de Fabel de que el restaurante había sido escogido porque ofrecía un completo anonimato: nadie tenía que pasar junto a aquella mesa para salir del local o entrar en el baño. Meliha y Müller-Voigt solo habían tenido que soportar las amables interrupciones del camarero.
—Quiero que lo piense muy bien, Osman —dijo Fabel—. ¿Recuerda algo de ellos, algún detalle que le pareciera fuera de lo común?
El hombre se concentró como Fabel le había pedido. Tras unos instantes, dijo:
—No, lo siento mucho. Nada en particular. Eran simplemente una pareja feliz que parecía muy unida. Me llevé un gran disgusto cuando supe lo de Herr Müller-Voigt. Realmente, me gustaría poder ayudarlo más…
—Gracias, Osman. Ha sido muy amable. —Fabel sonrió. Se daba cuenta de que el joven camarero había hecho todo lo posible para tratar de recordar algún detalle útil. Se despidieron del dueño y se dirigieron hacia la puerta.
—Me sorprendió que ella no viniera más a menudo —dijo Osman cuando ya salían—. Vivía tan cerca…
Anna y Fabel se quedaron paralizados en el umbral. Ambos retrocedieron, dejando que la puerta se cerrara a su espalda.
—¿Sabe dónde vive? —preguntó Fabel, sintiendo que una corriente eléctrica le hormigueaba en la nuca.
—Bueno…, sí. Me parece. Salvo que fuese de visita. Pero a mí me pareció que vivía allí.
—¿Qué quiere decir?
—Hay un bloque de apartamentos a tres manzanas. Yo pasaba un día (mi primo vive en el bloque siguiente), y vi a Frau Yazar entrando en el portal con una bolsa de comestibles.
—Póngase la chaqueta, por favor —le pidió Fabel al camarero, y sostuvo la puerta abierta mientras lo esperaba.
No hicieron falta más que quince minutos de charla con los vecinos para averiguar que Meliha Yazar vivía en el tercer piso del edificio. Era un bloque moderno y, como había dicho Osman, quedaba solo a tres manzanas del Palacio Otomano.
En cuanto estuvo claro que habían encontrado el sitio, Fabel mandó de vuelta al restaurante al joven camarero, que sonreía satisfecho al ver que había aportado algo de importancia. El comisario jefe se había encargado de disipar los temores que sentía Osman de que Meliha tuviera problemas con la policía.
—En absoluto —le había dicho en tono tranquilizador—. Lo que nosotros pretendemos es ayudar a Frau Yazar. Usted la ha ayudado mucho, téngalo por seguro.
Osman se había ido a trabajar muy contento.
Aunque enseguida salió a la luz que Meliha Yazar no era Meliha Yazar.
—Usted se refiere a Frau Kebir —dijo la joven madre que abrió la puerta contigua del tercer piso, con un crío pegado a las faldas—. Hace mucho que no la veo. Quizá un mes. Viaja mucho. Por su trabajo, supongo. Quizá viaja también a Turquía.
—¿Sabe a qué se dedica? —preguntó Anna.
—No, no podría decirle.
—¿Y no ha entrado nadie en el apartamento durante un mes?
—Yo no he dicho eso. Ella no viene desde hace un mes, pero le estaban haciendo unas reparaciones en el apartamento. Hará como tres semanas, después de que ella se hubiera ido, vino una cuadrilla de operarios. Pero estaba todo en orden, porque ella me pasó una nota por debajo de la puerta un par de días antes, precisamente para avisarme.
—¡Ajá…! —exclamó Fabel—. ¿Le dejó Frau Ya…, digo Frau Kebir…, le dejó alguna llave, por casualidad?
—¡Ah, no! —La joven madre cogió en brazos al crío, que no paraba de moverse—. Era muy callada. Muy reservada.
El comisario le dio las gracias y la mujer volvió a entrar en su casa.
—¿Sabes una cosa, Anna? —masculló Fabel cuando se quedaron solos ante la puerta del apartamento—. Tampoco son tan buenos como los presentan.
—¿Quiénes?
—Los del Proyecto Pharos. Yo he creído durante todo este tiempo que ellos habían borrado cualquier rastro de Meliha Yazar. Pero no fueron ellos. La dirección falsa que Meliha le dio a Müller-Voigt, su falso apellido (una astuta jugada, debo reconocerlo: mantienes tu nombre de pila por si te tropiezas en público con un viejo conocido), todo era obra de ella misma. Ella no quería dejar ningún rastro de Meliha Yazar.
—¿Una especie de estafa? ¿Quiere decir que estaba metida en algo de ese estilo?
Fabel meneó la cabeza y aclaró:
—No, nada de eso. Más bien, en una misión secreta.
Anna contempló un momento la puerta de aspecto recio.
—¿Quiere que solicite una orden judicial urgente para entrar? —preguntó.
Fabel, por toda respuesta, le dio una patada a la puerta. Tuvo que asestarle otro patadón para que se astillara la madera alrededor del cerrojo y acabara cediendo.
—Tenemos motivos para creer que la ocupante de esta casa se encuentra en peligro —dijo—. No nos hace falta una orden.
La puerta daba a un largo pasillo. Estaba todo reluciente e inmaculado. Al fondo, había un gran póster enmarcado desde el cual un hombre apuesto de mediana edad le devolvió a Fabel la mirada con unos penetrantes ojos claros. El hombre llevaba un traje anticuado y metía los pulgares en los bolsillos del chaleco. Había una increíble determinación en sus ojos, uno de los cuales se veía ligeramente caído a causa (Fabel lo sabía de antemano) de una herida de metralla de la Primera Guerra Mundial.
—Es su apartamento, no hay duda —dijo señalando el póster.
—¿Quién es ese? —preguntó Anna.
—Su ídolo: Mustafa Kemal Atatürk, el padre de la Turquía moderna. Meliha Yazar (o Kebir, o como se llamara de verdad) estaba buscando un nuevo Atatürk. Un «Atatürk del ecologismo», me dijo Müller-Voigt. ¡Vamos! Echemos un vistazo.
Revisaron una habitación tras otra. El piso estaba lleno de libros en turco, alemán e inglés: clásicos literarios, tratados sobre el medio ambiente, libros de texto de geología y ecología… Fabel entró en el dormitorio. La cama estaba hecha y reinaba un orden perfecto, como en el resto del apartamento. Un orden absolutamente perfecto.
—Era ordenada, eso he de reconocérselo —murmuró Anna, que se había quedado detrás del comisario.
—Demasiado —comentó este, examinando los tres libros de bolsillo que reposaban en la mesita de noche—. Lo han repasado todo. Hasta el último rincón. Cada detalle. Yo diría que primero lo fotografiaron todo y luego, cuando lo hubieron registrado, lo volvieron a colocar. Un trabajo impecable, no se puede negar.
—¿Los operarios de los que ha hablado la vecina?
En vez de responder, Fabel barajó lentamente los libros de bolsillo como si fuesen naipes: una edición inglesa de Mil novecientos ochenta y cuatro de George Orwell; una edición alemana de El juez y su verdugo de Friedrich Dürrenmatt, y un ejemplar, también en inglés, de Primavera silenciosa, de Rachel Carson. Volvió a repasarlos uno a uno. Había algo significativo en esa combinación de libros, pero no se le ocurría qué era. Salió del dormitorio, con los libros en las manos. Cuando terminaron de recorrer el piso, llegó el equipo forense.
—¿Has tocado algo más, aparte de esto? —le preguntó Holger Brauner, señalando los libros que sostenía.
—No vas a encontrar nada aquí, Holger —advirtió Fabel—. Echa un vistazo. ¿Qué ves de raro?
Brauner recorrió la habitación con la vista y luego se dio la vuelta hacia el comisario, encogiéndose de hombros.
—Ni idea…, aparte de que está todo increíblemente ordenado.
—Se nos han adelantado —dijo Fabel—. Auténticos profesionales. Han limpiado cualquier rastro.
—Ojalá le dieran un repaso a mi apartamento —dijo Anna—. No le vendría mal una buena limpieza.
—Pero eso no es lo único raro. Tú también, Anna. ¿No notas nada extraño?
Los dos volvieron a recorrer la habitación con la vista. Anna arrugó el entrecejo un momento y, finalmente, se le iluminó la cara.
—¿Lo mismo que con la última víctima del Asesino de la Red?
—Exacto —asintió Fabel. Brauner lo miró con perplejidad—. Ningún ordenador… Ni ordenador, ni teléfono móvil, ni cargadores, ni lápices de memoria. Ni siquiera una calculadora electrónica.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Brauner—, ¿que el Asesino de la Red también ha estado aquí?
—Te puedo garantizar que no fue el Asesino de la Red en ninguno de los dos casos, Holger. De eso estoy seguro. No fue él quien revisó este piso de arriba abajo, ni tampoco quien se llevó el ordenador y el teléfono móvil de Julia Henning. Fue alguien que no quería que averiguásemos quién era el Asesino de la Red y qué había ocurrido con él.
—Ahora me ha despistado también a mí —intervino Anna.
—Todo a su debido tiempo —dijo Fabel—. Entretanto, ¿quieres encargarte de hacer aquí el seguimiento, Anna? Yo tengo que volver al Präsidium. He de hablar con Fabian Menke sobre…
Lo interrumpió el timbre de su móvil.
—Hola, Jan, soy Werner. No vas a creerlo… Hemos encontrado otro cuerpo en el agua. La Policía del Puerto acaba de notificarnos que han pescado un cadáver en el río, en la boca del muelle de Peutehafen. Lo han trasladado a Butenfeld. —Werner usaba el nombre abreviado con el que se conocía entre la policía la morgue del Instituto de Medicina Legal, a donde se trasladaban las víctimas de las muertes repentinas o sospechosas.
—Voy ahora mismo —respondió Fabel.