Capítulo veintisiete

Susanne aún estaba en el Instituto de Medicina Legal cuando Fabel la llamó desde el coche, mientras se dirigía —una vez más— hacia Altes Land y Stade. Esta vez, en lugar de cruzar la ciudad, tomó una carretera que discurría junto al río, aunque el agua quedaba oculta por el ondulante terraplén que él veía deslizarse a su derecha. A la izquierda, la tierra estaba parcelada en campos largos y angostos de color verde oscuro o dorado deslucido; cada uno de ellos, delimitado por ese tipo de talud de césped llamado knick del que Müller-Voigt le había hablado. El conjunto tenía todo el aspecto de una colcha de retales multicolores, impecablemente planchada y totalmente lisa salvo por la ondulación del terraplén.

Tardó algo más de una hora en llegar al edificio Pharos. Un poco antes, paró en la cuneta y se bajó del coche para admirarlo de lejos. La luz empezaba a decaer y el cielo nublado lo agrisaba todo, pero el comisario comprobó que el senador no había exagerado: el Pharos era realmente una pieza arquitectónica extraordinaria. Pegado al nuevo edificio, había un faro antiguo de cuatro o cinco pisos de altura; el tipo de faro tradicional del mar del Norte alemán: no precisamente esbelto, pero macizo, achaparrado y cuadrado, provisto de una gran galería iluminada, de estructura entrecruzada de hierro. Obviamente, había sido remodelado a fondo y tenía un aspecto rutilante, casi como si acabaran de construirlo y no llevara allí, plantado en aquel paraje, más de un siglo y medio.

Pero fue el edificio principal, adosado al faro original, lo que realmente impresionó a Fabel. Estaba compuesto de tres secciones, que casi parecían módulos. La primera, sobre cuyo flanco se apoyaba el faro, era un bloque de dos pisos. La intención había sido, evidentemente, preservar la vista del faro original desde cualquier punto. Esta sección se extendía unos cincuenta metros hacia el borde del agua; la segunda, un bloque de cinco pisos con la forma de un inmenso paralelogramo (un romboedro, recordó de golpe Fabel de las matemáticas de bachillerato) prolongaba el Pharos hacia el agua y se proyectaba sobre ella. Esta sección quedaba perfilada por un armazón de vigas reforzadas de hormigón, aunque los lados del edificio eran todos de cristal. La tercera sección era, en realidad, una extensión de la planta superior que se proyectaba aún más sobre el Elba, sostenida por dos hileras de columnas enclavadas en el lecho del río. Desde el tejado de ese nivel suspendido, una fina aguja de láser de color azul claro, ya visible en el crepúsculo, se internaba entre las nubes del cielo: la luz del Pharos.

Aquello, pensó Fabel, era más que un edificio. Era una declaración de principios; una afirmación contundente de poder y riqueza. Para tratarse de un supuesto grupo medioambiental, le pareció que era una agresiva declaración del dominio humano sobre la naturaleza, una declaración no exenta de cierto tono amenazador.

Siguió conduciendo por la estrecha carretera costera hasta alcanzar la entrada de la vía de acceso que llevaba al Pharos. Todavía era más imponente visto de cerca. El módulo inferior estaba revestido de materiales naturales: madera clara, cristal y grandes bloques de piedra. Abandonó la carretera y enfiló la vía de acceso. Tras un breve trecho, llegó a una verja cerrada. Había una pequeña garita al otro lado de la valla, pero tuvo que tocar la bocina para que saliera alguien. No le sorprendió comprobar que el joven de pelo rubio cortado al rape que emergió de la garita vistiera traje gris, camisa blanca y corbata de un gris más oscuro. El joven permaneció tras la valla de grueso alambre, mirándolo con aire impasible, pero sin hacer el menor gesto de abrirle la verja.

El comisario se bajó del coche. Calculó que la altura de la valla, que se extendía todo alrededor, era de unos tres metros y lo bastante sólida como para mantener a raya a cualquiera, salvo a un intruso muy osado.

—Me gustaría hablar con Herr Wiegand. —Le mostró su identificación. El hombre de la verja continuó callado e impasible—. Ahora… —dijo con más énfasis.

—No se permite el paso a nadie sin una cita. —La voz del portero sonaba tan fría e inexpresiva como Fabel había previsto—. No permitimos que nadie acceda al Pharos a menos que su visita haya sido concertada por anticipado.

—Yo no necesito ninguna cita. Soy la policía. —Fabel advirtió que el portero tenía un auricular Bluetooth en el oído.

—Entonces, o necesita una cita o una orden judicial.

—Creo que no lo entiende. Estoy aquí por invitación personal de Herr Wiegand, su director general.

El hombre siguió mirándolo fijamente. Lo que le pasara por la mente no llegaba a la superficie.

Tras un lapso que pareció prolongarse una eternidad, el joven portero rompió su silencio.

—Espere aquí.

Se alejó unos metros dándole la espalda a Fabel. Este supuso que el tipo se estaba comunicando con el edificio. Al cabo de un rato, volvió y abrió la verja.

—Deje su coche aquí —indicó—. No permitimos la circulación de vehículos a partir de este punto.

Fabel se encogió de hombros, cerró el coche con el mando a distancia y entró en el complejo. El portero lo guio hacia la entrada principal del Pharos, donde lo estaba esperando otro escolta de aire hosco, también con un auricular en el oído. El comisario observó el edificio de cerca: tenía un aspecto amenazador. No por casualidad usaba el Proyecto Pharos los símbolos y el lenguaje del mundo corporativo internacional: aquel edificio aspiraba a rebasar con su tamaño todo lo meramente humano. Tal como la sede central de cualquier empresa multinacional, había sido construido para encarnar y glorificar lo corporativo y reducir al mínimo lo individual. Era el mismo recurso que habían utilizado los arquitectos medievales de catedrales: se suponía que la magnitud representaba a Dios, pero, en realidad, se trataba de exteriorizar el poder de la Iglesia, la gran corporación multinacional de la Edad Media.

El comisario jefe siguió a su guía hasta un enorme atrio donde mantenían una iluminación de poca intensidad con la intención, supuso, de destacar la atracción principal: un círculo de haces de luz de tonos cambiantes se elevaba hacia lo alto, enfocando lo que le pareció una especie de medusa gigante, translúcida y preciosa, con un núcleo central rojo y un cerco de tentáculos transparentes suspendidos en el aire. Era una proyección holográfica verdaderamente lograda que plasmaba la medusa en tres dimensiones, haciendo que palpitara y cambiara de color. Pero lo que más le sorprendió fue su propia reacción: durante una fracción de segundo le había parecido increíblemente real, aunque enseguida, de modo instintivo, comprendió que se trataba de un artificio.

El edificio también era impresionante por dentro. Mientras cruzaban vestíbulos y corredores, y subían en ascensor a la planta superior, Fabel no perdió de vista en ningún momento el paisaje circundante. En cualquier punto, incluso en el ascensor, había siempre una perspectiva despejada a través del cristal. Observó que todo el mundo llevaba el mismo tipo de traje de color gris, aunque algunas personas, por ejemplo su acompañante, lucían un tejido de tono levemente más oscuro. Pasaron junto a una serie de habitaciones, de paredes de cristal, que no parecían distintas de cualquier oficina corriente. Pese a que su guía mantenía deliberadamente un paso enérgico, Fabel procuró observar todo cuanto pudo. En cada oficina había docenas de mesas con terminales informáticas, aunque de un diseño que él nunca había visto: los monitores eran increíblemente planos, y la gente trabajaba con teclados que debían de estar reducidos a la mínima expresión, porque él no llegaba a verlos. Al pasar junto a una oficina más pequeña cuya terminal quedaba más cerca de la pared de cristal, comprendió por qué. Los dedos de la mujer de traje gris sentada frente a la pantalla se movían por un teclado virtual: la luz era proyectada sobre el tablero de la mesa.

Recordó haber leído algún artículo sobre lo extraordinariamente tóxicos que resultaban para el entorno los metales pesados de los componentes del hardware electrónico. Para tratarse de un grupo de presión medioambiental, pensó, el Proyecto Pharos mostraba una gran pasión por ese tipo de juguetes. La otra cosa que le llamó la atención mientras recorría el edificio era lo mucho que se parecía a una oficina de trabajo: los hombres y las mujeres que veía circular de aquí para allá no tenían aspecto de miembros de una secta o de acólitos místicos, sino de empleados de un banco internacional.

Peter Wiegand lo estaba esperando en su oficina; aunque el comisario tuvo que hacer un esfuerzo para aplicar la palabra «oficina» a un espacio tan inmenso como aquel. Wiegand dirigía la empresa desde la última estancia de la planta superior proyectada sobre el río. Este despacho abarcaba toda la anchura del edificio y su longitud era aún mucho mayor. Las tres paredes de cristal ofrecían una vista diáfana en cualquier dirección. Era en esta zona donde el Elba empezaba a ensancharse para desembocar en el mar, y el agua era el elemento que dominaba la vista. Fabel vio que también había un gran rectángulo de cristal en el suelo, a través del cual vio el agua oscura y ondulante a sus pies. Con toda intención, caminó bordeando el rectángulo.

—Por favor, Herr Fabel —dijo Wiegand, saliendo de detrás de un escritorio que ponía en ridículo el de Van Heiden—. No se inquiete. Este cristal reforzado es más resistente que el propio hormigón. Se puede andar sobre él con toda confianza.

Le estrechó la mano y le indicó una silla.

—Hay que reconocer que es una… —dijo Fabel, buscando la palabra indicada—… una pieza muy interesante la que tienen en recepción. El holograma, quiero decir. Es precioso, aunque se trate de una elección un tanto extraña. ¿Fue por la historia submarina de Dominik Korn por lo que escogió una medusa?

—No la escogí yo. Fue idea del señor Korn. Simboliza casi todo aquello en lo que consiste el Proyecto Pharos.

—¿Ah, sí?

—El medio es el mensaje, Herr Fabel. Dominik eligió un holograma para reflejar la naturaleza holográfica del universo, que está compuesto de bits de información. Y, por supuesto, esa es la gran filosofía de Dominik: que prácticamente todo puede convertirse en información y ser transferido. Almacenado.

—No sabía que el universo fuese holográfico. —Fabel no logró disimular un deje desdeñoso.

—Entonces no está al corriente de los últimos descubrimientos de la física cuántica. No le estoy soltando ninguna monserga de misticismo New Age, si es eso lo que cree. Hablo de los últimos avances en la teoría de cuerdas.

—Y ese es su argumento clave de ventas, ¿no? La inmortalidad digital.

Wiegand no permitió que su sonrisa flaqueara, y replicó:

—Permítame que le haga una pregunta: ¿cree usted en la inmortalidad?

—No. Todo muere. Es simplemente una ley de la naturaleza, del universo. Ya sé que usted cree que podemos vivir eternamente en un ordenador central, pero eso no es vida. Ni siquiera puede llamarse existencia, porque no sería real y porque no sería usted; no la experimentaría usted mismo. La inmortalidad es imposible. Todo acaba muriendo.

—De nuevo, Herr Fabel, no hace usted más que demostrar su ignorancia. La inmortalidad sí existe. Existe aquí y ahora en su mundo real. La imagen holográfica del atrio es de una Turritopsis nutricula. Es preciosa, sí, pero la proyección del atrio es miles de veces mayor que la criatura real. En la realidad, ese organismo tiene solo cuatro o cinco milímetros. Pero ¿sabe por qué mister Korn escogió la Turritopsis nutricula como símbolo?

—Tengo la impresión de que va usted a contármelo.

—Porque es, verdaderamente, realmente inmortal. La única criatura viviente del planeta que es inmortal.

—¿Cómo es posible? —preguntó Fabel, intrigado a su pesar.

—Las medusas nacen, maduran y se aparean. Normalmente, tan pronto como se han apareado, mueren. Pero la medusa inmortal, como se conoce también la Turritopsis nutricula, no muere. Pasa un proceso llamado transdiferenciación, en el cual transforma literalmente la estructura de sus células. Y el resultado de la transformación es que esas células vuelven a adoptar su estado juvenil. El organismo se salta la senectud y engaña a la muerte convirtiéndose otra vez en un pólipo. Luego madura, se aparea, pasa la transdiferenciación y vuelve a convertirse en un pólipo. Y puede seguir ese ciclo indefinidamente. Así pues, la inmortalidad existe, Herr Fabel. Y el holograma del atrio representa la combinación de la digitalización y la inmortalidad. Posee asimismo un mensaje medioambiental: la Turritopsis nutricula fue descubierta en su día únicamente en el Caribe, pero ha sido transportada a todo el mundo en los tanques de lastre de los barcos. Nuestras actividades han provocado una explosión demográfica de esa criatura. Una explosión demográfica de una criatura que crece y se multiplica, pero nunca muere.

—¿Sabe una cosa, Herr Wiegand? Tengo entendido que es usted la segunda persona más poderosa de esta organización, y estoy seguro de que la mayor parte de sus miembros se tragan todas estas chorradas de la cibervida eterna, sobre todo porque les lavan el cerebro para que las crean. Pero… ¿usted? No sé por qué, pero dudo mucho que se crea una sola palabra. Me parece que todo esto es un modo de controlar a la gente y de generar riqueza. Qué otra cosa anda tramando es lo que me interesa en especial. Usted oculta algo.

Wiegand le dedicó su sonrisa de multimillonario: una sonrisa afable, pero ligeramente condescendiente.

—Habrá visto que usamos el cristal ampliamente en nuestros edificios —dijo—. Lo hacemos por dos motivos. Primero, porque reduce nuestra dependencia de la luz y la calefacción artificial. Todas nuestras ventanas son de vidrios solares y el tejado es básicamente un gigantesco panel solar. Y el segundo motivo es que el cristal transmite a nuestros miembros y a los visitantes como usted que el Proyecto Pharos es, absolutamente, transparente. No tenemos nada que ocultar, Herr Fabel. Nada.

—Tal vez esa es la impresión desde aquí dentro cuando se mira al exterior. Pero no estoy tan seguro de que los grandes ventanales sirvan de mucho a quienes están fuera y los consideran herméticos y manipuladores; a quienes piensan que explotan ustedes a sus miembros e intimidan a cualquiera que se atreva a criticarlos.

—Me alegro de que aceptara mi invitación, Herr comisario en jefe. —Hizo oídos sordos a las palabras de Fabel—. Tal vez lo encuentre una experiencia instructiva y descubra que no hay nada malévolo ni sectario en el Proyecto Pharos. Aunque habría preferido que llamara con anticipación, como le pedí. Suelo ser un hombre muy ocupado, y debido a mis deberes como vicepresidente de la corporación Korn-Pharos, mis visitas al Pharos América de Maine y mi participación en varios programas medioambientales de todo el mundo, raramente estoy aquí.

—Pero ha pasado aquí la mayor parte de su tiempo en los últimos meses, Herr Wiegand. Debe de tener alguna preocupación especial que lo retiene en este momento.

—¿Preocupación especial? No, yo no diría eso. Ah… ¿se refiere a la cumbre «Hamburgo, problemas globales»? Desde luego, eso me ha quitado mucho tiempo.

—No, no me refería a eso. Pensaba que acaso tendría que ver más bien con Meliha Yazar.

—¿Quién? ¡Ah, sí! Ya me la mencionó. Alguien con quien, supuestamente, tenía relación el pobre Berthold. No, me temo que no entiendo su pregunta. No conozco a ninguna Meliha Yazar.

—Permítame que le refresque la memoria. Era la mujer que sorteó sus medidas de seguridad y realizó un descubrimiento alarmante sobre el Proyecto Pharos. Tan alarmante que podría ser muy perjudicial para usted. Tal vez personalmente.

El vicepresidente de Pharos se arrellanó en la silla y observó al detective, sonriendo. Ya no era la sonrisa afable de vendedor que Fabel había contemplado otras veces en el multimillonario. Era una sonrisa mucho más oscura. Maligna.

—Debo reconocer, Herr Fabel, que ha escogido un buen sitio para una excursión de pesca. —Señaló vagamente el río.

—¿Reconoce que le obsesiona la seguridad de un modo casi paranoico? Vamos, hasta en las cárceles del estado de Hamburgo hay guardias más relajados que el tipo que tiene apostado en la verja. Lo cual indica que hay algo que usted no quiere que conozca el mundo exterior. Todas las personas que el proyecto recluta no solo sufren un lavado de cerebro, sino que son investigadas. Pero Meliha Yazar sorteó de algún modo su sistema de seguridad, y llegó al corazón mismo de su gran secreto, ¿no es así?

—Ya he dejado perfectamente claro que no tengo ni idea de quién me está hablando. Y no hay ningún «gran secreto» aquí. Por supuesto, hemos de tener en cuenta la seguridad. Hay muchas personas e instituciones que albergan graves prejuicios contra nosotros. Hay que decir que la BfV es una de esas instituciones. Mire: usted puede acusarnos de malvados y chiflados, de ser una secta malévola, pero lo cierto es que el mundo se encamina hacia un cataclismo. El Proyecto Pharos es objeto de todo tipo de rumores, sospechas e investigaciones y, en cambio, nadie somete a un escrutinio semejante a las empresas que siguen buscando nuevas reservas de petróleo para sangrar y contaminar el planeta, y para envenenar a los demás mientras ellos se enriquecen. No veo que la BfV dedique el mismo tiempo y los mismos efectivos a investigar las multinacionales que permiten que se tale y se queme una hectárea tras otra de selva tropical para proporcionar pastos al ganado y para que un obeso adolescente de Minnesota pueda atiborrarse de hamburguesas baratas.

—¿Para eso trabaja con los Guardianes de Gaia? ¿O son más bien ellos los que trabajan para el Proyecto Pharos? Me llama la atención que se hayan organizado ustedes casi como un estado. Y todos los estados tienen un ala militar. Un ejército. ¿Es ese el trato con los Guardianes?

Otra sonrisa; más fría que la anterior.

—Herr Fabel, no debería ser yo quien haya de señalarle qué ocurre hoy en el mundo. Las creencias políticas defendidas con tanta pasión en el pasado ya no son eficaces. Las fuerzas que controlan nuestras vidas ya no son políticas; son corporativas. Los estados nacionales no detentan el poder como antes. Son las compañías multinacionales, los estados corporativos los que modelan las vidas de cada hombre, mujer o niño de este planeta. El Proyecto Pharos es una idea original de Dominik Korn, quien, ante todo, es un hombre de negocios clarividente y genial. Nosotros hemos adoptado la misma forma que nuestros enemigos, las corporaciones globales. Nuestra lucha tiene lugar en comités y salas de juntas, pero en ningún otro campo de batalla. Mister Korn es, además, un pacifista, como lo soy yo y todos los integrantes del proyecto. Así que no: si los Guardianes de Gaia están implicados en actos violentos, por más que nosotros comprendamos los motivos, condenamos tales actos. No hay lugar para la violencia en nuestra filosofía. Todo lo que representamos está orientado a terminar con ella: con la violencia ejercida sobre nuestro ecosistema.

—Si eso es cierto, no tendrá objeción en hacerme un pequeño favor. ¿Podría pedirle al caballero que me ha escoltado hasta aquí que vuelva a entrar un momento?

Wiegand suspiró, como consintiendo a un niño, y aceptó:

—Como guste. —Pulsó un botón y pronunció unas palabras en inglés. El joven que había acompañado a Fabel desde el vestíbulo hasta la oficina del vicepresidente entró de nuevo.

—Entiendo que tiene usted un almacén lleno de trajes como este —dijo Fabel—. Quiero decir, es evidente que se los facilitan a sus miembros…

—Así es, en efecto. Nos ocupamos de todas las necesidades materiales de nuestros miembros.

—Entonces, ¿podría reemplazar la chaqueta de este caballero si yo le pidiese que me la diera?

—¿Para qué demonios quiere su chaqueta? Puedo hacerle traer de nuestros almacenes una que no esté usada.

—Deme ese gusto, Herr Wiegand. Quiero asegurarme de que la chaqueta que me llevo es justamente de la clase que luce este caballero. —Se volvió hacia él, que aguardaba junto a la puerta—. ¿Acierto si doy por supuesto que trabaja usted en la Oficina de Consolidación y Objetivos?

El consolidador no respondió, pero miró a su superior para saber qué debía hacer.

—Haga el favor de darle su chaqueta al comisario en jefe. ¿Para qué la necesita, Herr Fabel?

—Me gustaría comparar el tejido de la chaqueta con una fibra que encontramos en la escena del crimen de Müller-Voigt.

—¡Ah, vaya! —Alzó una mano para detener al consolidador, que ya se había quitado la chaqueta y estaba a punto de entregársela a Fabel—. En ese caso, si media algún tipo de acusación, debería obtener tal vez una orden judicial.

—¿Es necesaria una orden? ¿Me está diciendo que se niega a colaborar?

Wiegand no dijo nada de momento; luego le hizo una seña al consolidador, quien le dio a Fabel la chaqueta.

—Veo que sospecha que algún miembro del Proyecto Pharos está implicado en el asesinato de Berthold Müller-Voigt —dijo Wiegand cuando el consolidador se hubo retirado—. Obviamente, la idea resulta del todo irrisoria, pero si es así debería habérmelo dicho antes. Puedo asegurarle que el proyecto colaborará sin reservas con la policía en cualquier investigación. Debo añadir que es imposible que uno de nuestros miembros intervenga en nada semejante. Tenemos consejeros y mentores en el seno de nuestra comunidad que identificarían a cualquier persona con inclinaciones violentas o antisociales.

—No se me habría pasado por la cabeza que incitaran ustedes a ninguna forma de acción individual. Me da más bien la impresión de que el proyecto prefiere verse a sí mismo funcionando como un egregor, es decir, como una mente colectiva.

—¿Y por qué el Proyecto Pharos habría de tener el deseo colectivo de causarle daño a Berthold Müller-Voigt?

El número dos de Pharos mantenía la calma. Si Fabel estaba logrando irritarlo, él no pensaba exteriorizarlo.

—Quizá cundió la sospecha de que Meliha Yazar le había explicado lo que había descubierto sobre el proyecto. O quizá se trata de algo tan importante que cualquiera que pudiera estar al corriente corre peligro.

—Eso es pura fantasía. Un ejemplo típico, debo añadir, de la clase de acusaciones fabricadas que las autoridades alemanas creen poder lanzar contra nosotros con toda impunidad. Pero debo advertirle, Herr Fabel, que si repite usted estas acusaciones fuera de este despacho será mejor que esté en condiciones de respaldarlas ante un tribunal.

—Esa es precisamente mi intención, Herr Wiegand.

El vicepresidente se levantó para indicar que la conversación había concluido. Fabel permaneció sentado.

—Hay otro asunto del que me gustaría hablar. —El comisario dobló con todo cuidado la chaqueta del consolidador sobre su regazo, pasando los dedos por el tejido. Estaba seguro de que era del mismo tipo que Astrid le había descrito: carecía de elasticidad y tenía el tacto del nylon—. Como sin duda sabrá, estamos trabajando en el caso de cuatro jóvenes asesinadas por alguien a quien habían conocido en Internet.

—El caso del Asesino de la Red. Sí, estoy enterado.

—Bueno, hace varias noches, se me acercó una mujer vestida con un traje de este mismo estilo… —Señaló la chaqueta—. Y me facilitó una falsa identidad. De hecho, la identidad de la siguiente víctima del Asesino de la Red. Pero me la facilitó antes de que encontráramos el cuerpo. Lo interesante del caso es que el cadáver, cuando apareció posteriormente, presentaba signos de haber sido mantenido cierto tiempo en una cámara frigorífica.

—¿Y?

—Nada…, salvo que todo esto me hace pensar que el cuerpo fue mantenido a baja temperatura el tiempo suficiente para que alguien se me pudiera acercar usando el nombre de la víctima, y también para despistarnos sobre el momento de su muerte. Como si fuera importante que creyéramos que esa muerte se había producido más tarde de lo que realmente se produjo.

—¿Y qué tiene que ver eso conmigo? —preguntó Wiegand con cansancio.

—He reflexionado mucho sobre ello. Y creo entender lo que significa. Creo que me indica lo que Meliha Yazar descubrió.

—¿Que es…?

—Mejor que lo dejemos para otra ocasión. —Fabel se puso de pie—. Gracias por su tiempo, Herr Wiegand. Espero con impaciencia nuestra próxima charla. —Recorrió la oficina con la vista: las paredes de cristal y la masa de agua, apenas iluminada, que los rodeaba—. La próxima será en mi oficina, me parece.

Ya había oscurecido del todo cuando Fabel enfiló de nuevo la angosta carretera hacia Stade. No circulaba ningún coche, ni vislumbró faros en el retrovisor. De todas formas, pensó, Wiegand sabía muy bien por dónde había llegado y qué camino tomaría para volver a la ciudad. Por ello, no le hacía falta seguirlo hasta que alcanzara la red principal de carreteras.

Jan Fabel era un hombre al que le gustaba hacer lo correcto en cada situación y atenerse estrictamente a las normas. Ahora le pesaba en la conciencia la sensación de haber hecho algo que jamás habría permitido a uno de sus agentes: exponerse deliberadamente al peligro. Había llegado a la conclusión de que jamás podría presentar una acusación sólida contra una organización tan sofisticada, tan preparada y sobrada de recursos como el Proyecto Pharos. Tenía que sacarlos de su escondrijo. Tenía que provocar a Wiegand. Cuando este le había dicho durante la conversación que parecía que hubiese salido de pesca, había acertado; aunque él mismo era el cebo. El comisario había insinuado que él poseía la misma información que había causado la perdición de Meliha Yazar y provocado que fuese secuestrada y, muy probablemente, asesinada. A Müller-Voigt, por la simple sospecha de que pudiera poseer dicha información, le habían hecho papilla el cráneo. Ahora creerían que Fabel lo sabía todo. Y siendo como era alguien que podía perjudicarlos mucho más que Yazar o el senador, sin duda irían tras él.

A decir verdad, empezaba a creer que sí sabía lo que Meliha había descubierto. Cómo podría llegar a demostrarlo ya era harina de otro costal.

Cuando ya estaba acercándose a Stade, le sonó el móvil.

—¿Comisario en jefe Fabel? —Una voz masculina. Grave, demasiado grave y vagamente robótica; interrumpida por roncas y profundas inspiraciones. Fabel comprendió que estaba distorsionada por medios electrónicos.

—¿Quién es?

—Llámeme el Klabautermann; parece lo más apropiado.

—¿Bromea? —Fabel soltó una risotada—. ¿Pretende que lo llame el Klabautermann? Deduzco que ha leído demasiados cómics. ¿O cómo los llaman ahora? ¡Ah, sí! «Novelas gráficas». Bueno, usted sabe que está hablando con un agente de policía, así que le sugiero que no me haga perder más tiempo…

—Espere… —El tono amenazador de la voz electrónicamente distorsionada se disipó de golpe. La persona que había detrás se había puesto nerviosa—. Tiene que escucharme…

—Deje de imitar a Darth Vader y quizá podamos hablar.

Hubo un silencio. Después sonó un clic en la línea.

—¿Quién es? —preguntó Fabel.

—No puedo decírselo. —Ahora la voz resultaba más natural. Una voz masculina, pero estridente e interrumpida por algunos resoplidos.

«Un tipo obeso», dedujo Fabel.

—Entonces no puedo hablar con usted.

—Me matarán —dijo su interlocutor, y algo en su tono indujo al comisario a creerle.

—¿Quién?

—Los mismos que mataron a Meliha Yazar. Lo sé todo sobre Meliha Yazar. Sobre Müller-Voigt. Sobre Daniel Föttinger.

Fabel paró el coche en la cuneta y encendió las luces de emergencia. Sacó el móvil de su horquilla y apagó el altavoz.

—¿Qué es lo que sabe?

—No puedo contárselo aún. Seguramente, están escuchando ahora mismo. Al obligarme a apagar el distorsionador de voz, les va a resultar más fácil localizarme. Aunque ellos la habrían decodificado de todos modos. Son capaces de cualquier cosa con la tecnología. Recuérdelo, Fabel. No utilice tecnología.

—¿Dónde está Meliha Yazar? —inquirió Fabel con energía—. ¿Qué le sucedió?

—Eso usted ya lo sabe. Lo que debe preocuparle más bien es por qué le sucedió. Yo tengo algo que ellos están buscando. Algo que Meliha dejó para que yo lo encontrase. Y moriré por haberlo encontrado. Darán conmigo, Fabel. Darán conmigo y me matarán. También lo matarán a usted y a cualquiera que ellos crean que lo sabe.

—¿Saber…, saber qué? Escuche, si realmente cree que su vida corre peligro, dígame dónde está. Le daremos protección.

Sonó un resoplido al otro lado de la línea.

—No haga promesas que no puede cumplir. —Se calló—. Me volveré a poner en contacto más adelante. He de encontrar un modo de contactar con usted sin que ellos intercepten la comunicación. ¿Entiende?

Tras un instante, Fabel respondió, ceñudo:

—Sí. Lo entiendo.

El teléfono enmudeció.