Capítulo veintiséis

Al final, no tuvieron que forzar la puerta para entrar en casa de Reisch. Frau Rössing, la asistente social del discapacitado, se presentó con la llave en el preciso momento en que Fabel llegaba. Este notó que la asistente parecía verdaderamente preocupada.

—Estaba bien esta mañana cuando me he ido —dijo la mujer mientras buscaba entre su manojo de llaves.

—Espere usted aquí —le indicó Anna cuando hubo abierto la puerta—. Hemos de entrar nosotros primero.

Encontraron a Reisch en el mismo lugar donde estaba la otra vez cuando Fabel había hablado con él: sentado ante la mesa, mirando la pantalla del portátil. Pero esta vez la miraba a través de la bolsa transparente que le cubría la cabeza y que tenía atada al cuello con un cordón. La bolsa era grande y estaba hinchada, como si se hubiera llenado de aire. Al comisario se le ocurrió que parecía un casco espacial de talla excesiva, o la capucha de esos trajes para manejar material radioactivo. Reisch se mantenía erguido (el collar cervical de la silla de ruedas impedía que se desplomara), y su vacía mirada apuntaba directamente a la pantalla.

Fabel le hundió dos dedos en un lado del cuello, justo debajo de donde había sido tensado el cordón. Se volvió hacia Anna y meneó la cabeza.

—Mierda. —Anna observó al inmóvil y erguido muerto—. ¿Cree que lo han matado por su relación con Virtual Dimension?

Fabel no respondió. Pero telefoneó al Präsidium y preguntó quién estaba de guardia en el departamento forense.

—Mantén alejada de aquí a la asistente, Anna —dijo Fabel bajando la voz, después de colgar—. Pero dile que Reisch ha fallecido. Holger Brauner ya viene con su equipo.

Cuando su ayudante y el agente uniformado salieron, Fabel examinó con más atención la mesa de Reisch. Había un paquete postal desgarrado bruscamente; al lado, un artilugio que debía de ser un bote de oxígeno, supuso, con un tubo adosado. Se sacó del bolsillo de la chaqueta un guante de látex y lo utilizó, sin ponérselo, para girar el tubo. Tenía el símbolo He grabado: no era oxígeno, sino helio.

Observó la pantalla del portátil. Reisch estaba en Virtual Dimension cuando había muerto. Ahora su avatar se movía sin rumbo fijo por un mundo hiperrealista recreado con gráficos informáticos. Eso era lo que había visto mientras moría; lo último que su cerebro agonizante había registrado. En estos momentos, daba la impresión de estar mirando todavía a su álter ego cibernético.

Una vez que Brauner llegó con su equipo, Fabel esperó fuera con Anna y el agente. Cuando no habían pasado más de quince minutos, el forense lo llamó para que volviera a entrar y le dijo:

—De este ya puedes olvidarte, Jan, si quieres mi opinión. Desde luego, habrás de esperar a los resultados de la autopsia, pero esto no es un asesinato. Bueno, es un autoasesinato, pero eso a ti no te interesa.

—Pero alguien ha de haberle atado esa bolsa al cuello. Si lo hubiese hecho él mismo, en cuanto se hubiera empezado a asfixiar, habría intervenido el instinto de supervivencia.

—No, Jan. Eso que ves ahí es lo que llaman una Exit Bag, una bolsa de suicidio. Se cierra con un cordón que tensas tú mismo. Y el instinto de supervivencia del que hablas se llama «respuesta de alarma hipercápnica». Es el pánico que sientes cuando tu nivel de dióxido de carbono en sangre se vuelve peligrosamente elevado: tu cerebro te dice que has de empezar a respirar urgentemente. Pero él no ha experimentado nada semejante. Para eso era el tubo: llenas la bolsa o los pulmones —o ambos— con un gas inerte como el nitrógeno o el helio, y el gas confunde a tu cerebro y anula la respuesta de alarma hipercápnica. Tú sientes que respiras normalmente, sin dolor, sin pánico, y luego te desmayas y ya no vuelves a despertar. Lo creas o no, puedes comprar una Exit Bag en Internet, o bajarte las instrucciones para confeccionarla tú mismo. Hemos guardado el paquete postal en el que llegó. Tal vez puedas averiguar a quién se lo había encargado. Y supongo que también encontrarás información ahí… —Brauner señaló el portátil.

—¿O sea que estás convencido de que ha sido un suicidio?

—No hay ninguna prueba que indique lo contrario. ¿Por qué estaba en silla de ruedas?

—Una enfermedad motoneuronal. Pobre tipo.

—Entonces no lo culpo. Yo actuaría igual en su lugar, antes de que ya no pudiera hacerlo por mí mismo. Y la verdad sea dicha, estas Exit Bag no son el peor modo de irse. Eso sí: mejor que no te salven a última hora. Si te repones después de un intento con estas bolsas, te queda el cerebro hecho papilla.

En ese momento entró la agente de la unidad de cibercrimen que dirigía Kroeger. Era ella quien había avisado a Anna; luego se había quedado esperando a que los forenses terminaran. No tenía aspecto de policía: bajita y de cabello rojizo recogido en una coleta, iba vestida con vaqueros y con una chaqueta informal que le llegaba apenas a la cintura. Podría haber sido perfectamente una estudiante universitaria, de camino a la facultad. Algo había en ella que le hizo pensar a Fabel en su hija: Gabi también tenía el cabello castaño rojizo y había manifestado el deseo de seguir la carrera de su padre en la Polizei de Hamburgo. Él advirtió que la joven agente hacía un esfuerzo para no mirar al muerto de la silla de ruedas.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Sí, Herr comisario jefe. Perdón. ¿Todavía quiere que nos llevemos el portátil para examinarlo?

—Claro. —Volvió a mirar la pantalla: Thorsten66, el personaje virtual de Reisch, aún vagaba por la Nueva Venecia de Virtual Dimension. En una esquina de la pantalla, bajo la foto del musculoso joven que él había escogido porque le recordaba a sí mismo cuando era un hombre joven y sano, había mensajes de otros usuarios, invitándolo a fiestas junto a las lagunas, o a participar en la Olimpiadas de Nueva Venecia. No era casual que Reisch hubiera tenido ese panorama en la pantalla ante sus ojos mientras moría. Tal vez creía realmente que, mediante un esfuerzo de voluntad, podría proyectarse en el momento de su muerte en aquella realidad falsa, pero infinitamente preferible.

La joven agente de la unidad de cibercrimen se inclinó para cerrar el portátil y llevárselo.

—Déjalo —le ordenó Fabel; y luego, con más delicadeza—: Déjalo encendido. En un minuto te lo llevo fuera.

En el trayecto de vuelta al Präsidium, Fabel continuó vigilando por el retrovisor. Pero no había la menor señal de que lo siguiera ningún cuatro por cuatro Volkswagen y empezó a preguntarse si la paranoia no sería contagiosa. Siempre le había parecido extraño el tipo de cosas de su trabajo que lo afectaban. No siempre era la violencia o el horror, o la exposición constante a la peor parte del ser humano. En estos momentos, mientras conducía hacia Alsterdorf, era la imagen de un Reisch agonizante frente a su ordenador, tratando de convencerse de una mentira. Sí, eran la tristeza, la vulnerabilidad y la desesperación que veía en su trabajo cotidiano los sentimientos que más lo afectaban.

En el Präsidium, estaba reunida de nuevo la brigada al completo para efectuar el resumen habitual de la situación e informar de las novedades de cada caso. Según lo acordado con Van Heiden, Nicola Brüggemann se había hecho cargo del caso del Asesino de la Red y dirigía la investigación.

Brüggemann tenía ese tipo de complexión que la madre de Fabel habría descrito con uno de sus eufemismos preferidos: era «rellenita» y «achuchable». Pero apenas había nada más en la comisaria jefe de crímenes infantiles que encajara en esos términos. Ella paseaba su aspecto rollizo en un armazón de metro ochenta al menos, dotado de unos hombros que habrían puesto en evidencia a un profesional del fútbol americano. La masculinidad de su aspecto se veía reforzada porque llevaba el oscuro cabello corto por los lados y abundante en la parte superior. Originaria de Schleswig-Holstein, la comisaria era, como bien sabía Fabel, una mujer práctica, de modales ásperos e ingenio cáustico. Pero su actitud arisca no era la misma que él veía a diario en Anna Wolff, sino más bien una forma de profesionalidad directa e intransigente. Si todos ellos formaban parte del «negocio» de la policía, Nicola Brüggemann venía a ser la oferta básica, sin lujos ni adornos. Fabel la respetaba mucho como colega, y mientras ella repasaba los progresos en el caso del Asesino de la Red, no dejó de sentirse agradecido al ver que solicitaba su autorización para distribuir agentes y recursos. Quería dejar bien claro que él seguía siendo el jefe.

Cuando Brüggemann terminó de resumir la situación, Fabel explicó brevemente lo ocurrido en la residencia de Reisch, en Schiffbek. Era poco probable, repitió, que aquello tuviera relación con cualquiera de las otras investigaciones.

Thomas Glasmacher y Dirk Hechtner formaban un equipo curioso: Glasmacher era alto, rubio y fornido; Hechtner, bajo, moreno y flaco. Glasmacher era reservado; Hechtner, extrovertido. Fabel los había reclutado y emparejado hacía más de un año y estaba satisfecho de cómo se habían acoplado profesionalmente. Dirk, que era quien solía llevar la voz cantante, confirmó que había llegado el informe completo sobre el cuerpo encontrado en Poppenbütteler Schleuse. Como las demás víctimas, Julia Henning había sido violada y estrangulada, y una vez más, los forenses y el patólogo no habían encontrado restos de ADN, ni ningún otro rastro del asesino.

Pero la autopsia había revelado una novedad.

—Según parece, el cadáver no era tan reciente como creímos en un principio —explicó Dirk.

—¿Qué quieres decir? —preguntaron a la vez Nicola Brüggemann y Jan Fabel.

—Que el análisis de sangre de la víctima muestra signos de conservación en frío. No propiamente de que la hubieran congelado, pero sí de que la mantuvieron a baja temperatura; tal vez en una cámara frigorífica.

—¿Como si hubieran pretendido confundirnos sobre el momento de la muerte? —preguntó Fabel.

—Eso parece —dijo Thomas Glasmacher—. No se puede saber cuánto tiempo pasó en un frigorífico ni cuánto tiempo la mantuvieron luego a temperatura ambiente. O sea que, sí, parece que el asesino ha intentado despistarnos. Y que lo ha logrado.

—Pero ¿por qué? —dijo Werner—. ¿Y por qué justamente ahora? No había hecho nada parecido hasta el momento.

—A lo mejor nuestro hombre piensa que ha cometido un desliz —insinuó Dirk—. Tal vez cree que ha sido visto. Es posible que haya tratado de manipular el momento de la muerte para que no se le pueda relacionar con el escenario del crimen.

Fabel reflexionó la respuesta de Hechtner, y opinó:

—Es posible, pero no acaba de encajar con su modus operandi. No sé, Dirk. Es un cambio extraño, no cabe duda.

Lo dejaron aparcado por el momento, y Thomas Glasmacher y Dirk Hechtner siguieron ofreciendo su informe sobre la víctima. Nada revelador; salvo que Julia Henning era una joven abogada, guapa y brillante, aunque soltera y reservada, que había trabajado en un despacho de derecho mercantil de Hamburgo, especializado en pleitos sobre derechos de autor. Thomas y Dirk habían hablado con los padres de la joven, con sus colegas y amigos; estos últimos bastante escasos. Aunque era una chica atractiva, no había tenido muchos novios y no estaba saliendo con nadie en el momento de su desaparición. Vivía sola en un piso situado en la dirección que le había dado a Fabel la mujer del muelle, y no había sido vista desde que salió de la oficina el viernes por la tarde. Habrían podido matarla en cualquier momento del fin de semana.

Una cosa llamaba la atención, sin embargo. En principio, al registrar su piso, todo les había parecido en orden. Pero cuando ya se disponían a irse, Dirk había advertido que faltaba algo. Algo que cobró relevancia instantáneamente por su ausencia: un ordenador. Hasta entonces, todas las víctimas del Asesino de la Red se habían conectado con él en las redes sociales.

—Se nos ocurrió que, si no tenía ordenador, quizá tuviera un teléfono móvil con conexión a Internet…

—Déjame que lo adivine —lo interrumpió Fabel—: tampoco había móvil.

—Julia Henning debe de haber sido la única chica de veintisiete años de Hamburgo sin ordenador ni teléfono móvil. Así que salimos del piso y enviamos a un equipo forense. Es bastante obvio que alguien ha estado allí y se ha llevado sus cosas. Probablemente, nuestro asesino.

—¿Los vecinos han visto algo?

Thomas Glasmacher, el más grandullón y callado de los dos detectives, intervino esta vez:

—No…, no han visto nada raro ni tampoco a ningún desconocido entrando o saliendo. Encontramos una caja de zapatos llena de recibos y garantías, y las hemos estado revisando. También hemos pedido al banco de la chica todos los detalles de sus gastos. Apuesto a que descubrimos un recibo domiciliado de una compañía de telefonía. Aunque demostrar que tenía ordenador y teléfono móvil no nos servirá para hallarlos.

Fabel soltó un gruñido. Era como si estuvieran todo el tiempo moviéndose a tientas por la niebla.

—Hay algo raro en este caso —dijo el comisario en jefe frotándose la barbilla—. Da la impresión de que el asesino ha tratado de borrar sus huellas y de despistar sobre el momento del crimen. Pero, como dice Werner, ¿por qué ahora? ¿Por qué ha sentido la necesidad de introducir cambios, precisamente, con esta víctima?

Pasaron entonces a la investigación del caso Müller-Voigt. Werner repasó los progresos realizados. Confirmó lo que Astrid Bremer ya le había explicado a Fabel acerca de las huellas dactilares y de las hebras de fibra de color gris halladas en la escena del crimen. Fabel percibió la tensión que se producía en la sala cuando Werner leyó el pasaje del informe que decía que solo se habían encontrado en el arma homicida las huellas del comisario y del político. Por lo demás, la investigación del asesinato parecía también estancada, aunque resultaba obvio que Werner estaba haciendo todo lo posible para eliminar cualquier sospecha, por ínfima que fuera, de que su jefe podía estar implicado en el crimen.

Anna Wolff intervino entonces diciendo:

—La mujer misteriosa de Müller-Voigt ya es menos misteriosa, aunque solo un poco menos.

—¿Ah, sí? —dijo Fabel, repentinamente interesado.

—Había una larga serie de restaurantes que Müller-Voigt frecuentaba con compañía femenina. Me habría facilitado las cosas que hubiera sido un hombre de costumbres más fijas, pero los he comprobado todos y, al parecer, nadie lo vio con ninguna mujer que encaje en la descripción de Meliha. Luego pensé que quizá era ella la que llevaba la batuta y decidía a dónde iban a cenar. Y siendo como era turca, se me ocurrió probar en algunos de los restaurantes turcos de la ciudad. Créame, hay una infinidad de ellos en Hamburgo. Me tomé la libertad de cobrarme un favor que me debía un agente de policía e hice circular una fotografía de Müller-Voigt y una descripción de Meliha Yazar. Tuvimos suerte en Eimsbüttel, cosa que no sucede todos los días. Hay un restaurante en Schulterblatt, junto al Schanzenviertel, y el dueño asegura que Müller-Voigt y Meliha eran habituales. A él lo reconoció en la foto, aunque no tenía ni idea de que fuese un político; a ella la recuerda porque le hablaba en turco. Meliha le había dicho que era de Silivri, en la costa. Ella también había ido a ese restaurante por su cuenta un par de veces, pero no hay registro de su tarjeta de crédito, porque o bien pagaba Müller-Voigt o bien lo hacía Meliha en metálico. Y me temo que esto es todo. El hombre no pudo explicarme nada más. Sí me dijo que el camarero que los atendía está de vacaciones ahora, pero que volverá esta semana. También me explicó que le dio la sensación de que a ella no le gustaba que le hicieran preguntas. Por lo demás, afirma que era simpática y que él tenía la impresión de que formaban una pareja muy unida.

«Otro camarero con ínfulas de psicólogo», pensó Fabel.

—Bueno, ya es algo. Más que algo. Buen trabajo, Anna. Al menos podemos demostrar que Meliha Yazar existió.

El comisario reanudó el procedimiento formal de repaso de los casos en curso, con la esperanza de que les saltara a la vista algún dato revelador. Normalmente, el trabajo de la brigada de homicidios consistía en encontrar puntos comunes y establecer vínculos entre los casos. El problema ahora, pensó Fabel, era que no dejaban de aparecer puntos en común y vínculos donde no debería haberlos: el caso del Asesino de la Red, probablemente, no tenía ninguna relación con el torso aparecido en el Fischmarkt; el asesinato de Müller-Voigt tal vez podía estar relacionado con el torso, mientras que la muerte de Daniel Föttinger (esa muerte, posiblemente, no intencionada) debía mantenerse, en buena lógica, separada de todo lo demás.

Y sin embargo, había vínculos, había puntos en común. O, como mínimo, una cantidad de coincidencias que llevaban las leyes de la probabilidad a extremos increíbles.

La novia de Müller-Voigt había estado indagando sobre el Proyecto Pharos y el cuerpo hallado en el Fischmarkt había permanecido en el agua un período casi equivalente al que ella había pasado desaparecida. Por su parte, Müller-Voigt era director no ejecutivo de Tecnologías Medioambientales Föttinger, y tanto Daniel como Kirstin Föttinger eran miembros del Proyecto. Aun el caso del Asesino de la Red presentaba un vínculo inesperado (acaso fortuito) con Pharos a través de la empresa que había creado y desarrollado Virtual Dimension. Luego, naturalmente, estaba el hecho de que alguien se había esforzado todo lo posible para implicar a Fabel en el caso del Asesino de la Red y en el asesinato de Müller-Voigt; y ese alguien, fuera quien fuese, disponía de unos conocimientos y unos recursos tecnológicos enormes. Como el Proyecto Pharos.

—Pero ¿qué relación podría haber entre el Proyecto Pharos y esas mujeres violadas y estranguladas al modo típico de un caso de asesinato en serie? —planteó Nicola Brüggemann—. Asesinatos rituales, tal vez. Eliminación de antiguos miembros: eso sería lo más probable, pero nos consta que ninguna de las mujeres tenía relación con Pharos.

—Dejando aparte que Virtual Dimension es propiedad de una empresa de Korn-Pharos —aportó Werner.

—Cierto, pero tampoco se trata de una gran coincidencia. Entre todas las empresas del grupo, Korn Pharos genera un montón de contenidos de Internet.

—¿Qué hay de ese tal Reisch, Jan? —preguntó Werner—. Su muerte podría considerarse otra coincidencia. También él estaba metido en Virtual Dimension, y sabemos que había mantenido contacto con las mujeres asesinadas. Tal vez se suicidó porque se sentía culpable por sus muertes.

—Pero él era físicamente incapaz de cometer los crímenes —dijo Fabel.

—Creo que Werner tiene razón, de todos modos —dijo Brüggemann con su grave voz de contralto—. Que fuera incapaz de cometer los crímenes no quiere decir que no estuviera implicado de algún modo. Tal vez formaba parte de un grupo de asesinos, movidos por alguna locura del tipo folie à deux o folie à trois. O bien obtenía una especie de ciberorgasmo indirecto al facilitar que un cómplice cometiera el acto por él.

—No. Eso no encaja, Nicola. Pero aun así lo investigaremos. La unidad de cibercrimen está llevando a cabo un análisis forense de su disco duro. Quizá encontremos algo. Pero yo creo que Reisch era solo un pobre infeliz al que le habían tocado las peores cartas posibles. Y, simplemente, decidió dejar la partida. Al menos esta es mi impresión, vaya.

—¿Hay alguna novedad de la oficina del fiscal del Estado? ¿Cuándo van a concedernos una orden judicial? —preguntó Henk Hermann.

—No disponemos de bastantes datos sobre el Proyecto Pharos. A decir verdad, en la oficina del fiscal son reacios a enfrentarse con todo el poder legal de la corporación Korn-Pharos sin estar totalmente seguros del terreno que pisan. —Fabel suspiró—. Y no los culpo. Estamos hablando de un grupo que dispone de los recursos de un pequeño país. Hemos de averiguar más sobre Pharos y encontrar algo sólido, probatorio, en vez de simples coincidencias.

—Es extraño —dijo Henk—. Normalmente, siempre tenemos a un individuo, a una sola persona, en el primer puesto de la lista de sospechosos. Pero esta vez resulta que tenemos a un grupo de gente: un grupo amorfo y anónimo de gente. Sería más bien como un crimen corporativo.

Fabel se lo quedó mirando. Y lo miró tanto rato que el agente empezó a sentirse incómodo y acabó riéndose nerviosamente.

—¿Qué pasa? —inquirió.

—Tienes razón, Henk —respondió Fabel, animándose. Se levantó y tomó el expediente que Menke le había entregado—. Los crímenes no los comete un organismo corporativo. He leído aquí, en alguna parte… —Buscó entre las páginas del informe de la BfV—. Aquí está… Una de las ideas de la secta subraya la importancia del egregor, la mente colectiva.

Y comenzó a leer el pasaje en cuestión:

—«… el egregor es un concepto que ha estado presente en el pensamiento ocultista y místico desde hace más de un siglo, pero el Proyecto Pharos lo ha adoptado en un sentido mucho más moderno que procede de la legislación empresarial y mercantil contemporánea, en la cual se atribuye a las corporaciones un sola mente o una cultura corporativa, al menos en lo que se refiere a la responsabilidad y a las obligaciones de la empresa. Como todas las sectas destructivas, el Proyecto Pharos trata de reducir la conciencia individual y de potenciar la idea de una única mente grupal. Para ello, los miembros del proyecto son sometidos a un sistema de programación psicológica que se prolonga durante largos períodos, además de tener que seguir una rutina diaria enormemente estructurada, sometida a una jerarquía y a una disciplina férrea. Un elemento para fomentar ese sentido corporativo es el uso exclusivo del inglés como lengua de comunicación, recurso que el Proyecto Pharos ha tomado de las grandes corporaciones alemanas, que llevan a cabo todas las reuniones de los cuadros directivos en ese idioma, aun cuando todos los participantes sea nativos de lengua alemana. Otro elemento de la cultura de carácter corporativo de Pharos es la obligación que tienen todos sus adeptos de llevar uniforme. Pero dadas las restricciones que las leyes federales imponen al uso de tal prenda por parte de los grupos políticos o parapolíticos, ellos han empleado el sencillo recurso de obligar a todos sus miembros a llevar trajes idénticos de ejecutivo: de color gris claro para la tropa, gris oscuro para los consolidadores y negro para los altos cargos de la organización. Ello evita cualquier problema con las regulaciones federales y aporta un cierto grado de anonimato, pues los trajes suministrados no difieren significativamente de la indumentaria normal de los ejecutivos…».

Cerró el informe y solicitó:

—Werner, ¿quieres hablar con Astrid Bremer y preguntarle si nos puede pasar los datos detallados de esa fibra de color gris que encontró en casa de Müller-Voigt? Ella me dijo que se trataba de una fibra muy insólita porque es totalmente sintética. Apuesto a que el Proyecto Pharos adquiere a peso sus uniformes a algún mayorista del sector textil. Anna, engatusa a tu contacto en la oficina del fiscal del Estado y dile que necesitamos una orden limitada de allanamiento para requisar un par de chaquetas del Proyecto Pharos y someterlas a un estudio comparativo.

Se calló en seco y miró a Nicola Brüggemann.

—Adelante —lo animó ella sin un ápice de antagonismo—. Es tu departamento.

—Gracias —dijo Fabel, pero frunció el entrecejo, como quien trata de recordar dónde ha dejado las llaves del coche—. Esa mujer que me encontré en los muelles… llevaba un traje de color gris oscuro.

—¡Por Dios, Jan, eso ya es muy rebuscado! —exclamó Brüggemann—. Un traje es solo un traje.

—Quizá sí. Pero estoy convencido de que esa mujer era un consolidador. Ahora empieza a encajar todo: los crímenes del Asesino de la Red están vinculados con el Proyecto Pharos. Pero no acierto a comprender por qué. —Recogió su chaqueta del respaldo de la silla—. Lo dejo todo en tus manos, Nicola. He de salir.

—¿A dónde vas?

—Voy a hacer un viajecito al faro del mar del Norte.