Capítulo veinticinco

Al día siguiente, antes de hacer ninguna otra visita, Fabel se pasó por la Jensen Buchandlung, la librería de su amigo Otto, en las galerías Arkaden, junto al Alster. Otto Jensen era su mejor amigo, aun más que Werner. La suya era una amistad no contaminada por intereses profesionales. Habían ido juntos a la universidad y luego habían mantenido la amistad, pese a que Otto no había visto con buenos ojos que Fabel se convirtiera en policía. «Qué modo de desperdiciar una mente brillante», había dicho. Repetidamente. Desde joven, Fabel había sido consciente de su inteligencia, de poseer un cerebro bien dotado. Pero cuando había conocido a Otto en la universidad, había descubierto una mente que funcionaba a un nivel totalmente distinto. Jensen era la única persona a quien el comisario jefe acudía para analizar todo cuanto le resultaba desconcertante o misterioso. Fuera cual fuese el asunto, Otto siempre tenía una respuesta. Aunque Fabel sabía, por otra parte, que su amigo estaba espectacularmente desprovisto del sentido común necesario para manejar las cosas prácticas de la vida. El éxito de su librería había que atribuírselo por entero a su esposa, Else.

Esperó mientras Otto atendía a un cliente. Y al mirarlo de lejos, vio de golpe a un hombre de mediana edad, de ojos cansados y calvicie avanzada. Esa imagen lo entristeció, porque siempre que pensaba en él, tenía la imagen de un joven alto y desgarbado, de pelo largo, rubio y lacio. Era, comprendió, el mismo mecanismo mental que había borrado por un momento de su mente la muerte de Dirk Stellamanns: siempre conservabas de las personas una imagen que no parecía envejecer y que quedaba fijada en la época en que las conociste.

—¿Qué es esto? —exclamó Otto cuando el comisario se acercó al mostrador—. ¿Una redada?

—No te alarmes —dijo Fabel—. No hay ninguna ley contra los sabihondos. Por ahora. En cuanto la haya, te pondré en el primer lugar de la lista de los más buscados. En realidad, me gustaría saber si tienes tiempo para tomar un café. Necesito exprimir ese cerebro privilegiado.

Jensen le pidió a uno de los dependientes que ocupara su lugar, y llevó a Fabel a una zona de la librería con sofás y una máquina de café en un rincón. Así, rodeados de libros, ambos tomaron asiento y entablaron la obligada charla preliminar sobre asuntos de poca monta. Después, Fabel entró en materia y le explicó todo lo que sabía del Proyecto Pharos y de sus ideas sobre la consolidación, la simulación de realidades y la desconexión de la humanidad de la biosfera.

—No acabo de entenderlo —dijo al terminar—. Se supone que se trata de un grupo ecologista y, sin embargo, están obsesionados con la idea de la realidad simulada. Dejando aparte esa extraña concepción de que dicha realidad permite a la humanidad retirarse del medio ambiente y, por tanto, salvarlo…, lo cual, dicho sea de paso, no me cabe en la cabeza: ¿por qué salvar un medio del que quieres huir? En fin, aparte de eso, no comprendo cómo se compagina una cosa con otra.

—Te equivocas, Jan. Las dos cosas han ido siempre más o menos juntas. A finales del siglo diecinueve, algunos de los geólogos más destacados del mundo —Eduard Suess, Nikolai Fyodorov, Vladimir Vernadsky y muchos otros— plantearon ambas ideas, considerándolas inextricablemente unidas. Dos de ellos postularon que la biosfera no era más que una simulación.

—Sí, ya… —Fabel puso cara escéptica—. Esos rusos chiflados…

—No, Jan, no deberías subestimarlos tanto. Entre sus postulados había algunas ideas que ahora forman parte del pensamiento dominante. En aquel entonces, Vernadsky pensaba que la fuerza más importante que modelaba la geología de la Tierra era el intelecto humano. Algunos geólogos creen hoy en día que deberíamos llamar a esta época Antropoceno en lugar de Holoceno, porque somos nosotros quienes hemos cambiado tan radicalmente el planeta.

—¿Y qué me dices de esa idea de realidad simulada sobre la que insiste tan machaconamente el Proyecto Pharos?

—Bueno, si retrocedemos un poco más, Fyodorov, que había influido en Vernadsky, creía que en un futuro lejano la humanidad desarrollaría una «sociedad ortopédica». Ya no existiría la vejez ni la muerte. También pensaba que llegaríamos a adquirir una especie de supersingularidad (y no olvides que concibió estas teorías en la década de mil ochocientos noventa), de manera que seríamos capaces de reproducir absolutamente todos los estados cuánticos cerebrales, es decir, que todo el mundo que ha existido en la historia sería devuelto a la vida: la resurrección cuántica. De golpe y porrazo, una ciencia atea se convierte en una profecía religiosa.

—Pero es una locura. ¿Cómo podrías simular un mundo entero?

—Es que tú eres un viejo tecnófobo, Jan. Te pegarías un susto de muerte si vieras lo que llegan a hacer actualmente los diseñadores de juegos: mundos simulados hiperrealistas. Además, ¿no te das cuenta de que crear una realidad simulada es la cosa más fácil del mundo? Lo hacemos todos los días… cuando soñamos. Mientras soñamos, creemos que experimentamos esa realidad. ¿Cuántas veces no te habrá pasado que has tenido un sueño y que, al despertarte, has necesitado realizar un gran esfuerzo para recordar lo que ha sucedido realmente y lo que, únicamente, ha ocurrido en el sueño?

Fabel pensó en lo vívidos que habían llegado a ser sus sueños a lo largo de los años, cuando los muertos se alzaban de nuevo y lo apuntaban con dedo acusador por no haber atrapado a sus asesinos, o cuando charlaba en el estudio de su padre con Paul Lindemann, el joven agente al que habían matado de un disparo mientras participaba en una operación que él había organizado y dirigido.

—¿Sabías que hay algunos científicos respetados que creen muy improbable que nada de todo esto… —Otto señaló alrededor, abriendo los brazos—… sea real?, ¿que piensan que todo cuanto experimentamos es una simulación altamente sofisticada?

—Yo preferiría morir que vivir una mentira.

—¿Por qué? ¿Qué diferencia hay? Esto es lo único que has experimentado en tu vida. Esta es tu realidad. A decir verdad, no importa si es una realidad exterior o una simulación interior. Quizá es eso lo que Dios es…, un analista de sistemas. ¿No te parece una idea deprimente?

—Pero esto es real, Otto.

—La realidad es, simplemente, lo que hay en tu cabeza, Jan. Deberías leer Simulacro y simulación de Jean Baudrillard. O consigue una copia de El mundo en el alambre de Fassbinder. O bien estudia la psicología de Jung; pregúntale a Susanne…, aunque yo siempre la he considerado una freudiana… —dijo Otto con una expresión exageradamente maliciosa—. Estamos programados por nuestro entorno, por signos y símbolos. Si alguien pronuncia la palabra «vaquero», nosotros pensamos en John Wayne, aunque los vaqueros de verdad eran bajitos, casi como un jinete de hípica, porque sus caballos tenían que cargar con ellos doce horas diarias. La verdad no está ahí fuera.

—Oye, si quieres puedo darte el número de teléfono del Proyecto Pharos…

—¡Ja, ja, qué gracioso! Yo estoy muy satisfecho con mi realidad, gracias. —Se puso serio de golpe—. Pero sí sé alguna cosa sobre Pharos, Jan, y no es nada bueno. Aterrorizan a las familias de los antiguos miembros, acosan a todo el que se atreve a criticarlos… Vete con cuidado con esa gente.

Fabel apuró su taza de café.

—Me voy. Me das dolor de cabeza, ¿lo sabías, Otto?

—Quizá esa sea toda mi razón de ser. Nos vemos, poli.

El comisario cruzó el centro de la ciudad y aparcó frente al café de Schanzenviertel. Antes de ir a ver a Jensen, se había pasado el día revisando las pruebas reunidas sobre el caso Föttinger y, al fin, había decidido que ya estaba en condiciones de empezar a hablar con los testigos. Era el proceder que seguía siempre, por costumbre: no se fiaba de las declaraciones que estos hacían. No porque creyera que los agentes de turno no formularan las preguntas adecuadas; era más bien que leerlas simplemente en un informe suprimía la dimensión humana: a veces lo importante no era qué decía un testigo, sino cómo lo decía. Una vacilación, una duda o un prejuicio podían revelar infinidad de indicios.

Se había adentrado en el barrio de Schanzenviertel con una extraña sensación de optimismo. Quizá fuese el clima. Por primera vez desde hacía semanas, daba realmente la impresión de que había un atisbo primaveral en el aire de media tarde. Con frecuencia reflexionaba sobre los efectos que tenía el clima en sus cambios de humor, y esa idea le recordó lo que Müller-Voigt había dicho sobre la conexión del hombre con su entorno: una conexión, según sus palabras, que habíamos perdido.

Al cruzar la calle, observó que dos de las grandes lunas del café habían sido reemplazadas con planchas de contrachapado y que la madera de los marcos estaba ennegrecida. Supuso que la intensidad del calor del coche incendiado había provocado que estallaran los cristales.

Al entrar, advirtió que solo estaban ocupadas tres mesas de las más de veinte que había en el local.

—Veo esto muy tranquilo esta tarde —le dijo al camarero, mostrándole su identificación. El hombre, que estaba encorvado sobre una mesa, se incorporó y se encogió de hombros, demostrando ostentosamente que no se sentía impresionado. El Schanzenviertel era una parte de Hamburgo donde la gente, en general, no se dejaba intimidar por la policía. No se debía a que el barrio estuviera poblado por delincuentes, sino a que era una zona bien conocida por sus ideas alternativas y allí reinaba una desconfianza instintiva hacia las fuerzas del orden. Cosa que no le molestaba a Fabel, sino que más bien lo agradecía: ese carácter peculiar y esa sana indiferencia ante la autoridad era lo que convertía a Hamburgo en Hamburgo, a fin de cuentas.

—Curioso, sí —dijo el camarero, reanudando la tarea de recoger y limpiar la mesa que acababa de quedar vacía—. Creíamos que incluir a un cliente flambeado en la carta atraería a la gente en manada. —Se irguió con cansancio. Fabel observó que era más viejo de lo que le había parecido al principio. Un tipo larguirucho y delgado, de rostro enjuto surcado de arrugas y vestido de un modo que le habría sentado mejor una década antes—. Supongo que ha venido por eso, ¿no?

—¿Conocía a la víctima? —Fabel miró su cuaderno—. Se llamaba Daniel Föttinger.

—Como les dije a los otros polis, era un habitual. Venía todos los miércoles, siempre a la misma hora y siempre se encontraba con la misma mujer. Almorzaban y, luego, se iban juntos.

—¿Qué significa que se iban juntos?

—Pues que llegaban cada uno en un coche, pero después de comer se iban en el coche de ella. Yo había observado siempre que el Mercedes descapotable se quedaba ahí fuera un par de horas y que desaparecía a primera hora de la tarde. Más de una vez pensé que él se estaba arriesgando un poquito, con todos esos coches quemados por esta zona. Pero nunca me habría imaginado que podría suceder algo así a plena luz del día, justo frente a la puerta. Ni mucho menos que el pobre infeliz acabaría también abrasado.

—¿Qué sabe de él?

—Lo que sé de todos los clientes: qué piden, qué beben y qué propina dejan. No era de los que dan palique.

—Pero dice que venía a menudo, ¿no?

—Qué quiere que le diga. A algunos clientes resulta fácil conocerlos. A él, no.

—Pero al menos debía de tener usted una impresión sobre él…, sobre el tipo de persona que era.

El camarero soltó una risita.

—¿Cómo le diré? No parecía que tuviera mucha personalidad; pero sí tenía todo el aspecto de un gilipollas arrogante. Cada vez que entraba y se sentaba era como si fuese la primera vez. Ya me entiende: yo lo atendía siempre, pero él actuaba como si no me conociera de nada. Algunos clientes son así. Te tratan como si no existieras o no importaras como ser humano, como si vivieras simplemente para su conveniencia.

—¿Y la mujer?

—Ella no era tan estúpida. Al menos, te hablaba; te reconocía como persona. Es un auténtico bombón y yo no acababa de entender qué hacía con él. Quiero decir, a mí él me parecía un tipo bastante limitado.

—¿Así que usted daba por supuesto que eran pareja?

—Sí. Pero no casada. Y tampoco compañeros o colegas. Era evidente que había una relación estable entre ellos. Cuando llevas tanto tiempo sirviendo mesas como yo, aprendes a adivinar cuál es el motivo de la cita, lo que hay detrás del almuerzo, no sé si me entiende. Pero había algo en ellos que no encajaba.

Fabel arqueó una ceja, sorprendido.

—Bueno, no sé. —El camarero redobló sus esfuerzos para sacarle brillo a la mesa, exhibiendo su irritación por el interrogatorio—. Pegaban bastante: él rico, ella preciosa… Pero es que él parecía tan…, no sé…, tan aburrido. Se lo aseguro, si yo tuviera a una mujer semejante en mi mesa, no perdería tanto tiempo con mis juguetitos electrónicos.

—¿A qué se refiere?

—Él se pasaba el rato escribiendo mensajes o recibiendo llamadas en su móvil. Una de las veces que vinieron, estuvo la mitad del tiempo trabajando en su portátil. A veces pienso que no era la calidad de nuestra cocina lo que lo traía aquí; más bien debía de ser nuestra conexión Wi-Fi gratuita. Pero le digo una cosa, su novia estaba empezando a hartarse. Yo diría que poco le faltaba para darle la patada.

—¿Y todo esto lo deduce simplemente atendiendo una mesa? —Fabel no había pretendido que la pregunta sonara con un deje de superioridad, pero el camarero se disgustó.

—Si a ustedes los polis los obligaran a trabajar como camareros durante seis meses, a lo mejor aprenderían a calar mejor a la gente. Las personas cada vez viven más aisladas unas de otras, y más alejadas de la realidad. Toda esa mierda tecnológica. Yo llevo este negocio porque me permite observar a la gente, vivir en el mundo real. —Miró a Fabel con desdén—. Usted, por ejemplo. Usted es un poli, pero veo, por su modo de vestir y de expresarse, que se cree distinto de sus restantes compañeros. Esa chaqueta que lleva: corte inglés, tweed… No es el típico traje impersonal para ejecutivo de doscientos euros que los polis de Hamburgo llevan siempre. Yo diría que usted no se siente del todo cómodo siendo un poli y que le complace pensar que tiene algo más aquí arriba —dijo dándose unos golpecitos en la sien con el dedo índice—. Hace un tremendo esfuerzo para encajar a base de no encajar del todo. Pero ¿qué voy a saber yo? Un tipo que solo atiende mesas.

—Muy bien. O sea que es usted el Gran Observador, el vigilante supremo. Entendido. Veamos, les dijo a los agentes que vio a uno de los pirómanos antes del ataque. Supongo que sus poderes de observación no podrán llegar a ofrecer una buena descripción de él…

—Lo vi, ya lo creo. Estaba merodeando en la acera de enfrente, bajo ese árbol… —El camarero chasqueó la lengua al darse cuenta de que la plancha de contrachapado le tapaba el árbol desde aquella posición—. Bueno —dijo, resignado—, estaba por allí. De entrada, pensé que era un yonqui. Daba una especie de saltitos alternando los pies, nerviosamente, y no paraba de revisar esa bolsa negra de viaje que tenía en la mano.

—¿Lo reconocería si volviera a verlo?

—Lo dudo. Llevaba una especie de gorro de lana que se bajó sobre la cara, a modo de antifaz, cuando incendió el coche. Pero sí me fijé en un detalle. No se lo comenté a los otros polis porque lo recordé más tarde…

—¿Qué era?

—Una cojera. Estoy seguro de que el tipo cojeaba. O al menos caminaba con cierta rigidez.

—Gracias.

El delgado y larguirucho camarero se encogió de hombros y siguió limpiando mesas.

La siguiente visita de Fabel fue en Harvestehude: un impresionante edificio de la época Guillermina, con fachada de estuco blanco oculta tras una pantalla de árboles y arbustos impecablemente recortados. Encontró el nombre que buscaba y llamó al timbre.

—Polizei de Hamburgo —dijo cuando sonó en el interfono una voz distorsionada—. Quería hablar con usted, Frau Kempfert.

—Enséñeme su placa —contestó la voz—. Hay una cámara por encima del interfono.

El comisario jefe alzó su identificación hacia el ojo electrónico, y enseguida sonó un zumbido estridente y un clic. Empujó la maciza puerta y subió por una escalera decorada con hermosos azulejos hasta la tercera planta del edificio. Una mujer joven y atractiva, de pelo oscuro, lo observó recelosamente desde la puerta de su casa mientras se acercaba.

—Ya les expliqué a los agentes todo lo que sé.

—Verá, Frau Kempfert, todo el mundo dice siempre lo mismo. Pero a mí me gusta oírlo con mis propios oídos. Y nunca se sabe, siempre podría ser que recordara algo nuevo. ¿Le importa? —dijo Fabel, señalando el interior del apartamento.

—No… —dijo ella, sin sonreír, haciéndose a un lado—. Pase.

La joven lo guio por un largo pasillo y llegaron a un salón esquinero, espacioso y profusamente iluminado, de puertas cristaleras que daban a un balconcito con balaustrada. Por lo que había visto del edificio, Fabel dedujo que el apartamento contaba, probablemente, con ese salón, con una o tal vez dos habitaciones, una cocina comedor y el baño. El estilo, como era típico en Harvestehude, evocaba una época más elegante y más ceremoniosa en la que privaban los techos altos, los grandes ventanales y los ostentosos detalles del estucado. No era un apartamento muy grande, pensó el comisario, pero debía de resultar bastante caro. El mobiliario y los cuadros eran de colores llamativos, en abierto contraste con las blancas paredes. El conjunto hablaba de un gusto refinado y sofisticado.

Victoria Kempfert se desplomó en un gran sillón rojo y señaló el sofá con un gesto mecánico, indicándole a Fabel que tomara asiento. «Mensaje recibido —pensó él—; te estoy robando tu tiempo». Aunque la experiencia le había enseñado a desconfiar de la gente que enfatizaba demasiado la molestia de tener que atender a la policía. Por lo general, cuando alguien había perdido la vida, los testigos estaban más que dispuestos a dedicarte su tiempo. Procuraban ayudarte a desentrañar una muerte que, con frecuencia, no parecía tener ningún sentido. Era una manera, para la mayoría, de tratar de restablecer el equilibrio natural del universo.

—¿Solían venir aquí después de sus almuerzos? Usted y Herr Föttinger, quiero decir.

—Sí. Veníamos aquí y follábamos. —Le sostuvo la mirada a Fabel, desafiante, arqueando las cejas.

—Bien —dijo él, impasible, anotándolo en su cuaderno—. ¿Y dónde follaban usted y Herr Föttinger? ¿En el dormitorio o aquí donde estoy sentado?

La expresión de Victoria Kempfert se ensombreció más. Estaba a punto de soltar una réplica explosiva, pero no encontraba las palabras.

—Escuche, Frau Kempfert. Sé que ha sufrido una experiencia terrible; y usted ya ha dejado claro el desagrado que le inspira la policía. Pero yo hace mucho que soy detective de homicidios y ya quedan pocas cosas en el mundo capaces de impresionarme. De manera que la petulancia y el lenguaje adolescente difícilmente van a desconcertarme. Aunque, si lo desea, podemos continuar la conversación en ese tono. ¿Con qué frecuencia follaban usted y Herr Föttinger aquí?

Ella bajó la vista. Era una mujer bella. Rasgos duros, una melena de tupido cabello oscuro… No se diferenciaba mucho de Susanne. Totalmente de su tipo, advirtió contra su propia voluntad.

—Daniel y yo veníamos aquí todos los miércoles, después de almorzar. Aunque solíamos vernos otra vez durante la semana, dependiendo de nuestros horarios. Él viajaba mucho. —Hizo una pausa—. Lo lamento si he sido… Es que después de haber visto aquello, de ver lo que le ocurrió… —Se mordió el labio, y su mirada volvió a endurecerse. Era evidente que estaba decidida a no llorar.

—Lo comprendo —replicó Fabel con más delicadeza—. ¿Los agentes con los que habló le informaron sobre los servicios de asistencia a las víctimas?

—No necesito ningún psicólogo, Herr Fabel. Lo superaré. Con el tiempo.

—¿Vio a los atacantes?

—No…, bueno, sí… Quiero decir, yo no sabía entonces que eran los atacantes. Los hijos de puta se quedaron allí mirando cómo ardía Daniel. Primero pensé que eran transeúntes, como todos los demás. Después advertí que llevaban pasamontañas o algo parecido. Se tapaban la cara. Yo ni siquiera me di cuenta en principio de que era un incendio premeditado. No comprendía qué había ocurrido.

—¿Hubo algo en ellos que le llamara especialmente la atención?

—¿Aparte de los pasamontañas? Nada. Estaba demasiado aturdida mirando a Daniel. Y luego… ¿Por qué querrían hacer una cosa así?

—Lo que necesito aclarar es si pretendían hacer lo que hicieron. En Schanzenviertel muchos coches de lujo son incendiados. Cabe la posibilidad de que esa fuera su única intención.

—No lo sé… —dijo ella muy despacio, con la mirada perdida, como rebobinando la escena en su imaginación—. Era su modo de esperar. De observar. Sobre todo, el de uno de ellos.

—Eso podría indicar que estaban consternados por las consecuencias de sus actos.

La mujer meneó la cabeza con energía.

—Ahí está… Me ha preguntado si algo me llamó especialmente la atención. Mire, justo antes de que se montara en la parte trasera de la moto y de que salieran los dos zumbando, yo juraría que el tipo del pasamontañas…, yo juraría que se estaba riendo. Y no se te ocurre reírte cuando estás consternado por las consecuencias de tus actos.

—No…, seguramente no. Pero, aunque le cueste creerlo, podría ser el resultado de la impresión. O una peculiaridad psicológica. Una risa paradójica.

—No había nada paradójico en esa risa. Ese hijo de puta se estaba riendo de lo que había hecho.

Fabel la observó unos instantes.

—¿Cuánto tiempo llevaba con Herr Föttinger?

—Un par de meses. Quizá tres. Aunque ya se estaba acabando.

—¿Sabía que estaba casado?

—Él no lo ocultaba. Y yo no ocultaba que me daba igual. Nos conocimos por el trabajo. Yo me dedico a diseñar páginas web y había hecho varios encargos para su empresa. Pero ya había terminado hacía meses cuando se inició nuestra relación. Él contrató a otra persona. Luego, hace diez o doce semanas, me lo encontré en una recepción profesional: la típica cena precocinada con gráficos y Power Point de postre, ya me entiende.

—Me temo que no del todo. No es mi medio natural, la verdad. ¿Así que empezó entonces a verlo?

—Una semana después de esa recepción, más o menos, me llamó y me invitó a comer. Y empezamos a vernos cada semana. Aunque la cosa ya se estaba volviendo… cargante.

—¿En qué sentido?

—A primera vista, Daniel era interesante y encantador. Pero le faltaba algo. Era como si fuese nada más que apariencia y no hubiera nada debajo. Ya sé que suena raro, pero en momentos íntimos y todo daba la impresión de que estuviera solo. Hubo veces en que llegó a resultar desagradable. Parecía que yo no existiera para él en realidad. Suena a locura, lo sé. Pero ese es el motivo de que no tuviéramos futuro.

Fabel reflexionó un momento en las palabras de Victoria Kempfert. Era casi exactamente lo que el camarero había dicho de Föttinger.

—¿Qué sabe de la empresa de Herr Föttinger?

—Solo lo que vi mientras trabajaba en su página web: tecnología medioambiental. Daniel estaba metido en toda clase de técnicas de captura y almacenamiento de carbono. Estaba previsto que interviniera en esa cumbre de «Hamburgo, problemas globales». Le suena, ¿no?

—Algo he oído. —Fabel se calló un momento—. ¿Qué me dice de Frau Föttinger? ¿Algún indicio de que ella se hubiera enterado de la relación que su marido mantenía con usted?

—¿Cómo? ¿Una esposa desdeñada? No, no creo que Kirstin Föttinger pagara a esos tipos para que le incendiaran a Daniel el coche porque se hubiera enterado de lo nuestro. Créame, no es una mujer tan entregada.

—¿Qué quiere decir?

—En muchos aspectos, ella es como Daniel; tiene el mismo perfil, aunque más acusado, para que me entienda. Kirstin es la auténtica chiflada del ecologismo. Una radical. Es vegetariana estricta y cree que los humanos deberíamos tener un impacto cero en el planeta. Al parecer, se metió en un grupo de ideas estrambóticas; estrambóticas de verdad. Daniel también estaba metido, aunque no tanto como ella. Yo creo que fue Kirstin quien lo arrastró. Lo más triste, a mi modo de ver, es que durante una época no muy lejana él la quería de verdad. Pero, para utilizar sus propios términos, ella sencillamente desapareció…, se desvaneció. No creo que él se hubiera liado conmigo si su esposa no se hubiera vuelto tan extraña. Lo más curioso es que yo percibía que a Daniel le estaba pasando igual. Estaba desvaneciéndose. Volviéndose raro, vaya.

—¿Un grupo, dice? ¿Qué clase de grupo? —preguntó el comisario, aunque ya estaba seguro de cuál iba a ser la respuesta.

—Más bien es una secta. Se llaman Pharos o algo así.

Fabel asintió despacio, mirando su cuaderno: un movimiento deliberado para ocultarle a Victoria Kempfert la importancia de lo que acababa de decirle.

—¿Dice que él también estaba metido en ese grupo, pero no con la misma intensidad?

—Sí, bueno… Por lo que yo deduje, ellos no creían en distintos grados de compromiso. Se suponía que debías entregarte por completo. A mí me resultaba un poco espeluznante. Mejor dicho, más que un poco. Daniel era un tipo brillante. Tenía grandes ideas, pero no disponía de dinero suficiente para llevarlas a cabo. Su esposa sí estaba forrada y fue quien lo financió al principio, pero él consiguió convertir su empresa en la número uno del sector. El precio que tuvo que pagar fue convertirse en miembro de Pharos. Solía bromear al respecto. —La joven adoptó un gesto ceñudo—. Luego dejó de hacerlo y también dejó de bromear en general.

—¿Quiere decir que cambió?

—Estaba cambiando. Yo le dije que saliera del grupo mientras le fuese posible. Me daba cuenta de que una parte de él lo deseaba, pero era como si, cada vez que nos veíamos, esa parte se hubiera reducido; como si le hubieran absorbido un fragmento más de su personalidad, una parte de su voluntad. A eso me refería cuando he dicho que la cosa se estaba volviendo cargante. —Guardó silencio un instante—. Mire, Herr Fabel, yo no estaba muy colada por Daniel, ni siquiera al principio. Era algo divertido; él mismo lo era cuando nos conocimos. Pero después todo se volvió un poco pesado. Sin contar todas las cosas raras de ese grupo en el que se habían metido él y su esposa.

—¿Usted quería dejarlo?

—Se lo dije mientras comíamos, precisamente antes de que sucediera todo. ¿Se imagina cómo he de sentirme?

—Usted no podía adivinarlo, Frau Kempfert. ¿Cómo se lo tomó Herr Föttinger?

—Bien. Tan bien, realmente, que casi fue un golpe para mi ego. Como si no le importara. O mejor dicho, como si se sintiera aliviado.

Al cruzar la calle para recoger su coche, Fabel no necesitó girarse para saber que Victoria Kempfert lo estaba mirando por la ventana. Ella había estado todo el rato de uñas, desafiante, puramente hostil. Cosa que formaba parte —él lo sabía muy bien— del proceso de negación que se producía tras un trauma como el que ella había sufrido. Pero había algo más; algo que ella había querido contarle, pero que no se había decidido o había temido decir en voz alta. Y en lugar de decirlo, lo había rodeado con un cerco de púas verbales. El detective sacó el móvil y pulso el botón de marcación rápida de la brigada de homicidios, sin darse cuenta de que este era el teléfono de repuesto y no tenía el número guardado. Tardó un momento en recordar el número y marcarlo: una de las ironías de la tecnología era que se te olvidaba cómo hacer las cosas por ti mismo. Respondió Anna Wolff.

—Anna, necesito que me hagas un par de comprobaciones. Y las necesito deprisa.

—De acuerdo. Cualquier cosa por nuestro sospechoso número uno. La última vez que pidió que comprobaran unos datos, la persona interesada acabó muerta.

—Cuando esto termine, comisaria Wolff, haré que te trasladen a Buxtehude, donde el momento culminante de la semana, no, qué digo, de todo el mes, será un robo de bicicleta.

—¡Oh, no! —exclamó ella, fingiendo horror—. ¡Demasiado lejos de la cárcel de Billwerder! No podré ir a verlo nunca. ¿Quiénes son las personas que quiere que compruebe?

—El tipo que acabó quemado cuando le incendiaron el coche en Schanzenviertel, Daniel Föttinger. Y la mujer que estaba con él, Victoria Kempfert.

—De acuerdo. ¿Viene para aquí?

—Más tarde. Me queda otra visita que hacer. —Abrió el BMW con el mando a distancia y se deslizó en el asiento del conductor. Echó un vistazo al retrovisor. Sí. Aún seguía ahí—. Anna, necesito que mires otra cosa en el ordenador. Y esto no lo comentes: me están siguiendo. Es un cuatro por cuatro Volkswagen; un Tiguan, me parece. Lo he visto todo el día por el retrovisor. Sospecho que es de los nuestros, o bien un equipo de la BfV. Quiero asegurarme.

—Mierda. ¿No pensará que alguien sospecha realmente…?

—Lo dudo, pero tal vez me están vigilando «solo para hacer las cosas correctamente», como diría el director general Van Heiden.

—¿Matrícula?

Fabel estiró el cuello para distinguirla por el retrovisor y se la dictó a Anna.

—Deme un par de minutos —pidió ella.

La arquitectura de Hamburgo manifiesta de un modo discreto y decoroso que esta es una ciudad donde se gana dinero en serio. Y la casa de Daniel Föttinger, situada en la zona donde Nienstedten se convertía en Blankenese, se las arreglaba para proclamar silenciosamente la enorme riqueza de sus dueños. Ocupaba cuatro hectáreas de una de las zonas urbanas más caras de toda Alemania. Dada la naturaleza de la empresa de Föttinger, Fabel más bien se había esperado una construcción ultramoderna y totalmente exenta de carbono, como la casa de Müller-Voigt en el Altes Land. Pero no. Se trataba de una villa aristocrática del siglo XIX, blanca y elegante, con postigos verdes y una pajarera-invernadero de dos pisos en el ala este. Los jardines estaban dispuestos como los de un parque inglés, de césped impecable salpicado de viejos robles seculares.

No era en modo alguno la vivienda que había imaginado. Aunque también había previsto que la viuda Föttinger no estaría sola. Y en eso sí acertó.

De entrada, dado el esplendor del lugar, Fabel dio por sentado que el hombre bajo y fornido, extremadamente pulcro, de cabeza rasurada y con perilla, que le había abierto la puerta principal era el mayordomo. Su traje y su actitud decían, sin embargo, que no se trataba de un sirviente. El hombre lo hizo pasar a una inmensa y luminosa sala de estar. Al fondo, había otro hombre, más joven, junto a un magnífico piano. También él llevaba un traje de ejecutivo, pero de color gris y de una calidad inferior. Lo más llamativo de él era el contraste entre su pálida tez y su pelo, muy corto, extremadamente oscuro.

La única persona que había en la sala, aparte de ese hombre, era una mujer de unos treinta y cinco años que se hallaba sentada en un diván de palisandro. Era delgada, de ondulada melena de color castaño rojizo peinada hacia atrás, que le llegaba a los hombros y dejaba despejada una cara delicada y pálida, ligeramente pecosa. Llevaba un sencillo vestido negro sin mangas que se ceñía a su esbelta figura de un modo solo accesible a los tejidos más refinados, y la elegancia de su porte resultaba tan perfecta que daba la impresión de estar sentada en el diván prácticamente sin tocarlo.

La primera impresión que le produjo a Fabel fue que estaba hecha de porcelana fina.

En cuanto a atractivo, estaba a la misma altura que la amante de Föttinger, pero el suyo era un tipo de belleza totalmente distinto. Mientras que Victoria Kempfert era la clase de mujer que los hombres deseaban, Kirstin Föttinger era como un objeto de lujo, frágil y hermoso, cuidadosamente conservado. Y algo había en ella, pensó el detective, que la hacía parecer como de otro mundo.

—Me alegro de que haya podido encontrar un momento para reunirse conmigo, Frau Föttinger —dijo—. Comprendo que debe de estar conmocionada por lo sucedido.

Ella le dirigió una educada sonrisa de porcelana. Al comisario, a decir verdad, no le parecía que estuviera muy conmocionada, y menos aún apenada. Tal vez era un autocontrol forzado que la había despojado temporalmente de expresión.

—Frau Föttinger ha tomado algo para ayudarla a sobrellevar la situación. Un ligero sedante recetado por el médico —dijo el hombre mayor, el que le había abierto la puerta y acompañado al salón.

—¿Y usted es? —preguntó Fabel, volviéndose del todo hacia él.

—Peter Wiegand. Un amigo de la familia. También era socio de Daniel.

—¿Peter Wiegand? Usted es el líder número dos del Proyecto Pharos, ¿no es así?

—He trabajado con Dominik Korn durante casi treinta años. Mi cargo es el de vicepresidente y director de operaciones de la corporación Korn-Pharos. Pero, en efecto, también participo activamente en el Proyecto Pharos. Kirstin es miembro del proyecto, como lo era su marido, así que estoy aquí para prestarle mi apoyo y mi consuelo en este momento tan difícil.

—Me hago cargo. —Fabel miró con toda intención al otro hombre.

—Ah, perdón… —dijo Wiegand—. Este es Herr Bädorf. El jefe de seguridad del grupo. He pensado, dadas las violentas circunstancias de la muerte de Daniel, que debía venir con él.

—¿Del grupo? —se extrañó Fabel, mirando a Bädorf—. ¿Eso significa de la corporación Korn-Pharos o del Proyecto Pharos?

—Yo no soy miembro del proyecto —contestó Bädorf. Fabel notó que tenía cierto acento del sur. Suabo, aventuró—. Trabajo para el grupo empresarial Korn-Pharos. Lo crea o no, comisario jefe, uno no se ve obligado, ni siquiera presionado, a sumarse al proyecto solo porque trabaje en la corporación.

—Me hago cargo —dijo Fabel de nuevo. Pero recordó lo que había leído en el informe que Menke le había pasado: los rumores sobre la Oficina de Consolidación y Objetivos, que sonaba en apariencia como si tuviera que ver con fusiones y procedimientos empresariales, pero que era, en realidad, la policía secreta del Proyecto Pharos. Al mirar a Bädorf, tuvo la seguridad de que tenía delante a un consolidador: uno de alto rango, además. Lamentablemente, había tenido que concertar la cita por anticipado y sabía que, al hacerlo, le daba la oportunidad al Proyecto de enviar a alguien cuya presencia condicionaría las respuestas de Kirstin Föttinger.

El comisario se volvió hacia la distinguida viuda pelirroja, y le sugirió:

—Frau Föttinger, ¿podríamos hablar en privado?

—Yo prefiero que Herr Wiegand y Herr Bädorf estén presentes. Herr Wiegand ha sido una gran ayuda para mí.

—Como guste. ¿Me permite? —Fabel señaló el sillón situado frente a ella. Había valido la pena intentarlo, aunque suponía de entrada que no le iban a permitir interrogar a la viuda de Föttinger sin la presencia de algún miembro de Pharos. Ella asintió y Fabel tomó asiento.

—Ya sé que es un asunto muy doloroso, Frau Föttinger, pero ¿estaba usted al corriente de la relación entre su marido y Victoria Kempfert?

—Yo no sabía nada de una relación semejante hasta que me lo dijeron después de la muerte de Daniel. —La respuesta parecía ensayada.

—¿Conoce a Victoria Kempfert?

—Nunca la he visto.

—¿Se le ocurre alguna idea por la que alguien pudiera querer hacer daño a su marido, o incluso matarlo?

—Yo tenía el convencimiento de que la muerte de Daniel fue un accidente… —Era Wiegand el que había intervenido—. Bueno, un accidente precisamente, no. Pero creía que la intención de los atacantes había sido quemar el coche mientras él estaba en el café.

—¿Qué me responde, Frau Föttinger? —Fabel hizo caso omiso de la interrupción.

—No. No en un sentido personal. Daniel no era el tipo de persona que se creaba enemigos. Pero es posible que algunos grupos lo mirasen con cierta desconfianza, a causa de las actividades de la empresa.

—¿Por ejemplo?

—Tecnologías Medioambientales Föttinger es una empresa líder en tecnologías de captura y almacenamiento de carbono de tipo marítimo. Y mi marido era un promotor clave y uno de los organizadores de la cumbre «Hamburgo, problemas globales».

—¿Por qué habría de oponerse alguien a la captura de carbono?

—Es más bien por la técnica que utilizamos. Daniel perfeccionó un sistema más efectivo de siembra de hierro.

—¿Siembra de hierro?

—Tal vez yo pueda explicárselo —intervino otra vez Wiegand—. Era en este campo donde la empresa de Herr Föttinger colaboraba con la corporación Korn. La siembra de hierro es lo que parece: consiste en sembrar el fondo oceánico de polvo de hierro.

—¿Con qué fin? —preguntó Fabel.

—En términos sencillos: para captar el dióxido de carbono de la atmósfera en el fondo del mar. Esta teoría existía hacía cierto tiempo y se han realizado varios ensayos con resultados desiguales. Me imagino que los agentes de la Polizei de Hamburgo son conscientes de que el peligro fundamental que afrontamos en el planeta es el incremento de ese compuesto químico en la atmósfera, que podría llevar a un calentamiento global catastrófico. Las dos causas más importantes son las emisiones a la atmósfera y la deforestación, que están reduciendo la capacidad de la biosfera terrestre para procesar el dióxido de carbono. ¿Qué sabe usted acerca del plancton, Herr Fabel?

—Que lo comen las ballenas. Poco más.

—Existen dos tipos de plancton: el fitoplancton y el zooplancton. En esencia, el primero que he citado está compuesto de plantas microscópicas, y el segundo, de vida animal microscópica. El principio básico de la siembra de hierro consiste en que el polvo de hierro sembrado en el océano actúa como un fertilizante y produce una explosión de la población de fitoplancton. Y este, dada su composición vegetal, emplea el proceso de la fotosíntesis: absorbe dióxido de carbono y emite oxígeno a la atmósfera. Es un hecho, aun en las condiciones actuales, que un gran porcentaje de la «respiración» del planeta lo realiza el fitoplancton. La teoría consiste en que aumentando los volúmenes de esas plantas microscópicas en el océano, podremos compensar el déficit provocado por la reducción de la selva amazónica y de otras grandes masas de vegetación terrestre. En muchos de los ensayos ha habido, en efecto, incrementos masivos de fitoplancton. El proceso de fotosíntesis genera, además, materia orgánica, azúcares, que provocan que el fitoplancton se hunda lejos de la luz, hacia las profundidades oscuras del océano, inmovilizando el carbono efectivamente en el fondo marino. Lo más irónico es que ese plancton muerto se acabará convirtiendo, al cabo de un período geológico, en petróleo.

—¿Y cómo es que no está todo el mundo tratando de aplicar este sistema? —preguntó Fabel.

—Existe un problema. Dicho crudamente: las plantas producen oxígeno y los animales, dióxido de carbono. El zooplancton, que crea dicho dióxido de carbono, también vive en las zonas iluminadas del océano, y se alimenta de fitoplancton. Por este motivo, en algunas de las zonas donde se ha ensayado la siembra de hierro, el zooplancton ha aumentado en la misma proporción que el fitoplancton, y amenaza con neutralizar los beneficios de esta técnica. Así se explica que entre algunos sectores de la comunidad ecologista la siembra de hierro siga siendo un tema polémico. Algunos lo consideran un peligro, en lugar de un remedio.

—¿Hasta el punto de granjearle a Herr Föttinger unos enemigos dispuestos a matarlo?

Encogiéndose de hombros, Wiegand respondió:

—El policía es usted, Herr Fabel.

—Si la siembra de hierro es tan polémica, ¿por qué ustedes y Tecnologías Medioambientales Föttinger estaban tan interesados en aplicarla? —preguntó el comisario. Se daba cuenta de que no estaba interrogando a quien había ido a interrogar, pero aceptó conscientemente que distrajeran su atención por el momento.

—Porque si logramos quitar hierro a las dificultades, y valga el juego de palabras, los beneficios potenciales son enormes. Podría, literalmente, salvarnos la vida. Y además, porque los investigadores de Daniel están a punto de desarrollar correcciones efectivas a esta técnica: han añadido elementos a la mezcla que acelerarían el proceso, de manera que el fitoplancton se hundiría mucho más deprisa. El zooplancton no puede sobrevivir por debajo de los trescientos metros, de modo que si logramos sumergir grandes cantidades de fitoplancton por debajo de esa profundidad, una vez realizada la fotosíntesis pero antes de que el zooplancton pueda alimentarse de él, habremos alcanzado la solución.

—Comprendo. ¿Tienen rivales…, o competidores, en este sector?

Wiegand se echó a reír y respondió:

—Nadie es capaz de matar para tomar la delantera. La industria medioambiental no funciona así. El bien del planeta siempre va por delante del beneficio.

Fabel volvió a centrarse en Kirstin Föttinger. Le formuló las preguntas habituales, estableciendo una cronología lo más detallada posible de los movimientos de su marido. Al concluir, revisó las respuestas que había anotado.

—Por lo que me ha contado, Frau Föttinger —observó—, su marido pasaba, mejor dicho, ambos pasaban más de seis horas todas las tardes navegando por Internet o trabajando con ordenadores.

—Así es —dijo ella inexpresivamente. No había en su rostro de porcelana el menor indicio de que tal conducta tuviera que ser considerada extraña—. Era parte de su trabajo y de su posición. De la mía, también. A los dos nos gustaba estar conectados.

El comisario asintió y dejó el asunto de lado, pero decidió comentar más tarde con su equipo la posibilidad de conseguir una orden judicial para examinar los ordenadores de Föttinger. Aunque, bien pensado, sería inútil, porque cuando los expertos de la Polizei de Hamburgo les echaran mano, los expertos todavía mejores del Proyecto Pharos ya habrían eliminado cualquier cosa que pudiera resultar comprometedora para la secta.

—Su marido conocía muy bien a Berthold Müller-Voigt, creo.

—No tan bien. Naturalmente, se veían a menudo.

—Pero Herr Müller-Voigt era uno de los directivos de Tecnologías Medioambientales Föttinger…

—Un directivo sin poderes ejecutivos. Berthold solo tenía funciones de asesor.

—Yo habría creído que eso constituía un conflicto de intereses para él, siendo senador de Medio Ambiente.

—Él la registró en el Senado como una entidad de interés declarado. De todos modos, nuestra empresa no opera en la zona de Hamburgo. No existe la posibilidad de que se le concedan contratos ni nada por el estilo.

—Pero usted comprende que yo debo examinar cualquier conexión entre su marido y el senador Müller-Voigt, ¿no?

—¿Realmente cree que hay alguna conexión? —preguntó el número dos de Pharos—. Murieron bajo circunstancias muy distintas, ¿no es así? La muerte del pobre Daniel tal vez ni siquiera fue intencionada; en cambio, por lo que he leído, Berthold fue asesinado por una persona a la que él mismo dejó entrar en su casa.

Fabel se volvió hacia Wiegand y le sostuvo la mirada unos instantes. La intención del comentario era evidente: Wiegand sabía de algún modo que el comisario jefe había estado en la casa de Müller-Voigt poco antes de que se produjera su muerte. Así pues, replicó:

—No sé si hay una conexión o no. Por ahora. Entiendo que usted también conocía a Berthold.

—Sí, lo conocía. Lógicamente nuestros caminos se cruzaron, dada nuestra implicación en cuestiones medioambientales.

—Claro —concedió Fabel—. ¿Conoció a su pareja, Meliha Yazar?

—La verdad es que no —respondió Wiegand sin traslucir ninguna reacción.

—¿Y usted, Frau Föttinger?

—El nombre no me suena. Yo creía que Berthold no mantenía una relación exclusiva con nadie. Tenía fama de ser muy mujeriego, como sin duda sabrá.

Fabel le dio las gracias a Kirstin Föttinger, le transmitió de nuevo sus condolencias por la pérdida sufrida y se despidió. No ignoraba que parecía un actor que abandonaba el escenario: no había habido nada natural o espontáneo a lo largo de la entrevista. Pero no quedaba nada más que averiguar allí. Igual que al entrar, Peter Wiegand se ocupó de acompañarlo.

—Su «sociedad» me intriga, Herr Wiegand —aseguró Fabel cuando llegaron junto a su coche—. Dígame, ¿realmente cree usted en la consolidación? ¿Cree que todos pueden ser «subidos» a un gran ordenador central?

—Herr Fabel, cada religión, cada sistema de creencias, posee un principio básico abierto a multitud de interpretaciones. Sea cual sea el sistema de creencias, unos adeptos considerarán literal ese principio y otros lo considerarán una metáfora. En todo caso, por lo que yo sé, todo esto… —Wiegand extendió el brazo, señalando los jardines, los árboles de la casa y lo que había traspasados los muros de esta—…, quizá todo esto es la consolidación. A lo mejor no es la verdadera realidad, y nosotros solo somos programas conscientes de sí mismos en un modelo ambiental generado en una etapa poshumana. Pero suponiendo que sea la realidad, y yo creo firmemente que lo es, no cabe duda de que va a llegar a su fin si no hacemos algo radical, y, además, rápidamente. —Se calló y miró a Fabel, como evaluándolo—. Será usted bien recibido si quiere visitarnos, Herr Fabel. ¿Ha visto el edificio Pharos, nuestra sede central, en la zona de la costa de Hörne? No queda lejos de la casa de Berthold Müller-Voigt. Y creo que ha estado usted allí.

—No, la verdad es que no he visto el edificio Pharos —replicó el comisario sin picar el anzuelo.

—¡Entonces debería venir! Es una pieza arquitectónica realmente excepcional. El Pharos está construido como una prolongación de un antiguo faro del siglo diecinueve. El edificio entero se proyecta sobre el agua. Hay zonas con suelo de cristal donde puede bajar la vista y ver el mar, veinte metros más abajo. —Le tendió una tarjeta—. Venga a vernos, por favor, Herr Fabel. Estamos abiertos a todo el mundo, a los policías también. Lo que sí le pido es que llame primero, para que sepamos cuándo hemos de esperar su visita. Y la otra cosa que le pido es que traiga una mente bien abierta.

—¿Para que la puedan ustedes cerrar?

—Pese a lo que tal vez le hayan dicho sus colegas de la BfV, no somos una secta. Somos un grupo de acción medioambiental.

—Debo confesar que no me entusiasma la idea de estar suspendido por encima del agua.

—¿Tiene miedo al agua, Herr Fabel?

—No…, miedo no. Yo me crie en Norddeich. El mar me inspira un saludable respeto.

—La única agua que yo temo —dijo Wiegand, de repente menos afable y más serio— es el agua oscura. ¿Sabe lo que es el efecto albedo? El albedo es la capacidad de una superficie de reflejar los rayos solares. El casquete polar refleja los rayos del sol y evita el calentamiento del mar. Cuanto más hielo, más fría está el agua y más estable es el clima. Cuanto mayor es la proporción de agua oscura frente al hielo blanco, más rápidamente se calienta el planeta. Cada año hay menos hielo en los polos y más agua oscura. Quiero que comprenda, Herr Fabel, prescindiendo de lo que piense de mí o del Proyecto Pharos, que yo siento un genuino temor ante el cataclismo que nos aguarda y que estoy verdaderamente decidido a hacer cuanto pueda, a utilizar cualquier arma a mi alcance, para impedir que se produzca ese cataclismo. Esto no es ningún juego. Es una batalla por la supervivencia.

El comisario jefe asintió, mientras reflexionaba. En realidad, estaba pensando en lo lejos que Wiegand estaría dispuesto a llegar, y en qué tipo de armas se atrevería a utilizar. Pero también había leído que la fortuna personal de este hombre se contaba en miles de millones, no en simples millones; estaba claro que podía sacarse provecho de cualquier apocalipsis.

—Quizá sí le haga una visita, Herr Wiegand —dijo. Miró la tarjeta que le había dado, donde figuraba aquel mismo ojo estilizado del cartel que había visto de camino al aeropuerto—. Próximamente.

Una vez en su coche, Fabel volvió a encender el móvil. Sonó casi de inmediato. Era Anna Wolff.

—Bueno —dijo ella—. La cosa se pone interesante. He comprobado esos dos nombres y tengo los datos de la matrícula que me ha pasado… Si es cierto que ese coche lo está siguiendo, ya le digo que no es de los nuestros ni tiene nada que ver con la BfV. Está registrado por Seamark International, que, según me dicen, es una empresa privada de seguridad marítima.

—¿Cómo? ¿Por qué demonios me está siguiendo una empresa privada de seguridad?

—¿Quiere que envíe a alguien a sus oficinas para averiguar?

—No, aún no. No quiero que sepan que estoy sobre su pista. Si vuelvo a ver a ese coche siguiéndome, lo obligaré a parar. Lo que sí puedes hacer es indagar sobre Seamark International. Me jugaría el sueldo de un mes a que es una filial de la corporación Korn-Pharos. ¿Qué hay de los nombres que te he pedido que comprobaras?

—Victoria Kempfert está limpia como una patena. Ni condenas, ni detenciones, ni tropiezos de ninguna clase con la policía. Es con Daniel Föttinger con quien se pone la cosa interesante. Al parecer, era el tipo de hombre que no acepta un «no» por respuesta. Hay una acusación por acoso sexual, presentada el año pasado por una empleada, y dos acusaciones —dos— por violación. La primera proviene de cuando era estudiante, y la segunda tuvo lugar en 1999. Las tres acusaciones fueron retiradas en cuanto la policía se puso a investigar. Según parece, papá Föttinger tenía dinero suficiente para hacer desaparecer cualquier problema desagradable…, y, naturalmente, igual ocurrió más tarde con Föttinger hijo.

—¡Vaya, vaya! Esto sí que es interesante.

—Y hay más: los padres de Föttinger, después del incidente de su época de estudiante, lo metieron en un hospital de lujo en Baviera: un hospital psiquiátrico. He pedido una orden judicial para conseguir su historial. He pensado que querría verlo. No sé qué importancia podrá tener para el caso, pero se me ha ocurrido que cabe la posibilidad de que alguien se estuviera vengando.

—Buen trabajo, Anna. —Fabel reflexionó en lo que su ayudante acababa de decirle—. Consígueme los nombres y las direcciones de las víctimas, ¿quieres? Me gustaría hablar con ellas. O al menos con una de ellas.

—Claro, Chef, pero deme un poco de tiempo. Estoy en la brigada, pero salgo dentro de diez minutos. Voy a ver a ese discapacitado con el que usted habló, Johann Reisch. Dos agentes van a revisar su ordenador: uno del departamento técnico y otro de la unidad de cibercrimen. Que, por cierto, no están nada contentos con usted. Dicen que, al aplazar la revisión de su ordenador, él podría haber borrado gran parte de las pruebas.

—Reisch no es nuestro hombre, Anna. Y eso lo sé gracias al viejo instinto policial, prescindiendo de la tecnología.

—Bueno, el problema es que ahora mismo están en casa de Reisch y nadie contesta. Y ese tipo esperaba su visita. Habían concertado la hora con él por teléfono.

—No suena nada bien, Anna. Reisch está prácticamente confinado en casa. Llévate a un equipo de uniformados. Si no te abren, fuerza la puerta. Voy para allá ahora mismo. O mejor: espera a que llegue yo. Y mira a ver si consigues el número de su asistente social. Mierda, se me ha olvidado su nombre…

—Rössing… Ya estoy en ello. Nos vemos allí.