Capítulo veinticuatro

La declaración se prolongó toda la mañana y continuaba a mediodía. Van Heiden mandó que les llevaran el almuerzo de la cantina.

Aquella era la situación más extraña en la que Fabel se había visto implicado. Nadie usaba abiertamente la palabra «sospechoso», pero así se habría descrito él a sí mismo. En efecto, antes de que empezaran a hablar de la muerte de Müller-Voigt, Van Heiden le había recordado al comisario en jefe sus derechos según la Constitución de la República Federal.

—Es para hacer las cosas correctamente —le había dicho el director general. También por eso, supuestamente, había ordenado que grabaran la declaración. Menke, el agente de la BfV, también estaba presente.

—No pensarás en serio que tuve nada que ver con la muerte de Müller-Voigt, ¿verdad? —había protestado Fabel.

—Claro que no. Pero hemos de demostrar que llevamos el asunto con todas las de la ley.

Así pues, se habían sentado y habían repasado con todo detalle las conversaciones que Fabel había mantenido con el senador, deteniéndose sobre todo en la visita que le había hecho: cuándo había salido hacia allá y cuándo había llegado.

—No se me habría ocurrido —dijo Menke— que pudiera haber tardado tanto en llegar allí.

—Me extravié un poco —explicó Fabel—, y acabé cruzando todo el centro de Stade.

—Pero usted ya había estado en casa de Müller-Voigt.

—Hace dos años, sí.

Van Heiden, un hombre que no tenía precisamente el don de la improvisación, llevaba una lista de preguntas preparada en un cuaderno. Las formuló una a una, tomando notas, pidiendo aclaraciones adicionales y reflexionando de vez en cuando con cara de preocupación. Menke no intervenía mucho, pero Fabel observó que las pocas preguntas que hacía eran mucho más pertinentes que las del director de homicidios. A las tres y media, este apagó la grabadora, indicando que la declaración formal había concluido.

—Bueno —dijo Fabel—, ¿vuelvo a sentarme ante mi mesa o bajo a las celdas de preventivos?

—Esto no es para tomárselo a broma —replicó Van Heiden.

—Yo no le encuentro la menor gracia. Han matado a un hombre una hora después de que yo hablara con él, o menos, según deduzco. Resulta que era un individuo que me caía bien. Pero alguien pretende inculparme e implicarme en un caso de asesinatos en serie en el que llevo invertidos seis meses de mi vida. No, Herr director, no me lo tomo a broma en absoluto. —Fabel notó que había empezado a levantar la voz.

—No, no es que… —Menke hablaba sin mirarlo directamente.

—¿Cómo? —soltó el comisario, irritado.

—No es que pretendan inculparlo —concluyó Menke—. O al menos yo no lo creo. Lo que pretenden más que nada, como he dicho antes, es ponerlo en una posición comprometida. Apartarlo del asunto. En definitiva, imposibilitar que usted dirija la investigación de la muerte de Müller-Voigt, o de los crímenes del Asesino de la Red.

Fabel inspiró hondo. Por primera vez en todo el día se sintió menos aislado. Pero el hecho de que su propio jefe no hubiera dicho que creía en su inocencia lo reconcomía por dentro. Respecto a la explicación del hombre de la BfV, opinó:

—Me parece una maniobra muy complicada.

—Para usted o para mí, sin duda. Pero si cuentas con la tecnología y la destreza necesarias, provocar este tipo de confusión apenas requiere esfuerzo —aseguró Menke encogiéndose de hombros, aunque esta vez mirándolo a los ojos un instante.

—¿En qué posición me deja todo esto, pues? —preguntó el comisario a Van Heiden.

—Quizá convendría que te tomaras un permiso.

—¿En mitad de tres investigaciones criminales de gran trascendencia? —exclamó, incrédulo—. Eso es darles exactamente lo que quieren a quienes estén detrás de esto.

—Quizá no sea mala idea —terció Menke—. De momento…

—No lo creo. Yo soy el jefe de la brigada. Si me dicen lo contrario, tendrán mi renuncia esta misma tarde.

—Y eso sería exactamente lo que pretenden que haga los que están tras este embrollo —aseguró Menke.

Van Heiden guardaba silencio. Era evidente que la situación lo superaba ampliamente, y el amago de dimisión del comisario en jefe lo había pillado por sorpresa.

—Escuche, Fabel —prosiguió Menke—, el director general tiene razón. Para decirlo con toda claridad, usted no puede aparecer al frente de una investigación estando usted mismo bajo investigación. —Y dirigiéndose a Van Heiden, le planteó—: ¿Por qué no dejar oficialmente a Werner Meyer al frente del caso Müller-Voigt y encargar a otro agente las pesquisas sobre el Asesino de la Red? Herr Fabel podría seguir ocupándose del coche incendiado y de la muerte de Daniel Föttinger en Schanzenviertel. Y entretanto, considero que sería justo que se le mantuviera informado de los progresos de los otros dos casos. Él sigue dirigiendo el departamento.

Van Heiden no parecía muy satisfecho con la idea y no dijo nada.

—Si no le importa que se lo diga, Herr Menke, se está tomando usted un gran interés en el funcionamiento de la Polizei de Hamburgo y en proteger mi futuro profesional.

—Tenemos algunos intereses mutuos, Herr Fabel —se defendió el agente de la BfV—. Como usted ya ha deducido.

—Dice usted que esa gente tiene los conocimientos y los recursos tecnológicos para llevar a cabo un montaje de tal calado. ¿Estamos hablando del Proyecto Pharos?

—Le recomiendo que lea el expediente que le pasé —contestó Menke, sonriendo—. Con mucha atención.

Después de que Van Heiden y Menke salieran del despacho de Fabel, entró Anna Wolff.

—Está metido en un buen aprieto —dijo sin rodeos.

—A mí me lo vas a contar. —El comisario suspiró, arrellanándose en la silla.

—No me refiero a Robocop ni al Espectro —aclaró ella, sonriendo—. Ha llamado Susanne.

—¡Ah, mierda…! —Fabel se levantó y miró el reloj—. Tenía que ir a buscarla al aeropuerto.

—Hace una hora. No se preocupe. Ha llamado bastante cabreada, pero yo le he explicado que la situación era muy seria. He enviado un coche para que la recogiera y la llevara a casa. Pero yo que usted, le haría una llamada.

—Gracias, Anna. ¿Le has contado algo?

—Por supuesto que no. Como he dicho, le he explicado que la situación era seria. Bueno, siempre lo es, pero le he asegurado que era más seria de lo normal, que usted las había pasado negras y que estaba convencida de que usted mismo se encargaría de contárselo. —Anna cruzó los brazos—. ¿Se encuentra bien?

—¿Qué te ha dicho el director general de homicidios?

—Que debemos mantenerlo bajo estrecha vigilancia y no dejarlo entrar en el centro de coordinación para que no vea su foto en el primer puesto de la pizarra de sospechosos —dijo Anna, imperturbable.

—Muy graciosa… —Fabel puso cara de impaciencia.

—Nos ha comunicado a Werner y a mí que usted habrá de retirarse de las investigaciones de Müller-Voigt y del Asesino de la Red, pero que sigue siendo el jefe de la brigada. Ha venido a decir que usted iba a tomarse un «descanso». Nos ha comunicado también que Werner será el mandamás en el caso Müller-Voigt y que la comisaria en jefe Brüggemann se incorporará para dirigir el expediente del Asesino de la Red.

—¿Nicola Brüggemann?

—Nosotros seguimos en nuestros puestos mientras tanto, pero ella se ocupará de organizar el cotarro.

Fabel asintió. Conocía bien a Nicola Brüggemann: dirigía una unidad especializada en crímenes infantiles que, inevitablemente, debía colaborar a menudo con la brigada de homicidios.

—La comisaria Brüggemann es una magnífica agente. —Fabel le imprimió a la frase un tono de advertencia—. No seas…, no exhibas tu agresividad habitual, Anna. Nicola no tiene la culpa de que yo haya sido…, ¿cómo decirlo?, ni suspendido ni trasladado…, bueno, recolocado. Quiero que Werner y tú os dediquéis por entero al Asesino de la Red. Y, obviamente, quiero que me mantengáis plenamente informado de los progresos de la investigación. Yo, entretanto, he de reunir todos los datos disponibles sobre el coche incendiado en Schanzenviertel.

Susanne lo estaba esperando cuando llegó a casa. No había enfado en su rostro, sino inquietud. Y parecía cansada. Su inquietud aumentó cuando él le contó todo lo sucedido durante su ausencia.

—Dios mío, Jan…, no te puedo dejar solo ni un minuto. ¿Qué va a pasar ahora?

—No lo sé. Está todo patas arriba. Me han recolocado para que me haga cargo personalmente de ese caso de Schanzenviertel: el tipo que murió cuando incendiaron su coche. Oficialmente, sigo dirigiendo los demás casos, pero…

—¿Quién crees que está detrás de todo esto? Porque, vamos, hacen falta muchos recursos y organización…

—De eso hemos hablado hoy. —Le enseñó el expediente—. Mi colega Fabian Menke sospecha del Proyecto Pharos. Qué conexión podría haber entre una secta ecologista y un violador y asesino en serie es algo que me supera, pero esa gente le inspiraba verdadero temor a Müller-Voigt. Él pensaba que su novia los estaba investigando y que por eso desapareció. A decir verdad, tiene que ser algo más que una coincidencia que todos los registros oficiales —todos los registros informáticos— de la existencia de esa mujer en Alemania parezcan haberse esfumado por el mismo agujero negro que mis mensajes de texto. También parece una coincidencia excesiva que Virtual Dimension, ese estúpido juego de rol en el que estaban registradas las víctimas del Asesino de la Red, sea propiedad de la corporación Korn-Pharos.

—¿Crees que esa secta también te ha puesto a ti en la diana? —inquirió Susanne, preocupada.

—Mi hipótesis es que ellos creían que Müller-Voigt sabía más de lo que supo nunca y que me había pasado a mí parte de esa información: la suficiente para que yo empezara a husmear donde no quieren que investigue. La cuestión es que ni soy tan listo ni estoy tan bien informado como ellos sospechan.

—Pero tú eres la policía, por el amor de Dios. No pueden enfrentarse con la policía o el Gobierno, y salirse con la suya.

—Por lo que he averiguado, el Proyecto Pharos y la corporación Korn-Pharos tienen juntos un presupuesto muchos centenares de veces superior —y una cantidad de efectivos diez veces mayor— que la Polizei de Hamburgo. No estamos hablando de una simple empresa comercial o de una secta extravagante, Susanne. Es más bien como un Estado, aunque sin fronteras físicas. No hay que subestimar el poder de Pharos ni tampoco su disposición a recurrir a cualquier medio para lograr sus objetivos. Creo que sería un error fatal.

—Si tan seguros estáis tú y Menke de que Pharos es la clave, ¿por qué no podéis detener a esa gente e interrogarla?

—Después de la serie de preguntas a las que me ha sometido Van Heiden, he hablado con la oficina del fiscal del Estado. Hemos concluido que no tenemos pruebas suficientes para justificar una orden de detención. Y en todo caso, estamos hablando de una corporación y de una secta: grupos de personas, no de individuos. Nos hallamos muy lejos de poder situar a alguien en concreto en cada uno de los escenarios criminales. ¡Ah, no, se me olvidaba! Podemos situar a un individuo en uno de los escenarios…, pues hay una escultura de bronce cubierta de huellas en el almacén de pruebas. Por desgracia, resulta que esas huellas dactilares son las mías. —Soltó un largo suspiro—. Perdona. La cuestión es que no tenemos suficientes pruebas para obtener una orden y, aun si la obtuviéramos, no sabemos qué o a quién estamos buscando.

Susanne se le acercó y le apartó un mechón rubio de la frente.

—Lo conseguirás, no te preocupes —lo animó—. Haz lo que siempre haces y concéntrate en la visión global del asunto. Nadie sabe hacerlo mejor que tú. ¿Tienes hambre?

Él negó con la cabeza y, arrojando el expediente sobre la mesa de la cocina, contestó:

—Voy a ponerme a leer. Tal vez tengas razón, pero creo que esta visión en particular es demasiado global incluso para mí.

A medida que leía el expediente de la BfV, Fabel sintió que se iba adentrando en algo más complejo y de mayor alcance de lo que había imaginado. Y también en un modo de concebir el mundo que, realmente, no lograba comprender.

Leyó lo que Anna y Müller-Voigt ya le habían avanzado: que Dominik Korn, el solitario y genial multimillonario de nacionalidad conjunta americana y alemana, se había hecho cargo del imperio empresarial de su padre y lo había transformado en la corporación Korn-Pharos, el primer grupo del mundo en tecnología medioambiental, y que había invertido millones en programas ambientales, incluido el malhadado proyecto Pharos Uno de exploración submarina, pensado para estudiar el verdadero impacto de las prospecciones petrolíferas en aguas profundas. Ciertamente, se había demostrado que las inquietudes de Korn eran correctas al producirse en el Golfo de México, en 2010, el desastre de la plataforma Deepwater Horizon de la empresa BP. Pero el viaje inaugural del sumergible Pharos Uno había acabado también en desastre, y Dominik Korn había sufrido graves lesiones neurológicas al ascender sin protección.

Apenas se lo había visto desde entonces. Había pasado meses gravemente enfermo y tan solo había realizado una breve aparición (en silla de ruedas durante una rueda de prensa, hablando mediante la voz artificial de un ordenador), aproximadamente un año después del accidente. Había convertido esa aparición pública en una proclama dirigida a toda la humanidad para «desconectarse» del medio ambiente, y para reducir a cero el impacto de este en el mundo natural. Un objetivo imposible. Los ecologistas de todo el mundo, sin embargo, se habían sentido inspirados por su valor y su entrega. Fabel comprendía por qué una joven como Meliha Yazar había establecido una comparación con Mustafa Kemal Atatürk. La verdad es que parecía que Korn ofrecía realmente una visión nueva y radical: había propuesto una estructura política completamente novedosa para el mundo, en la cual los problemas globales, como el medio ambiente, fueran abordados desde un punto de vista global, de tal manera que ningún país tuviera los derechos o el control sobre un recurso natural concreto. Gran parte de las ideas iniciales de este personaje le parecían sensatas a Fabel, aunque no se le ocultaba que esas concepciones tan originales habrían de ser consideradas un peligro tanto para los intereses creados como para los gobiernos nacionales.

Pero tras aquella única comparecencia, Korn se había ido encerrando más y más en sí mismo, y sus pronunciamientos, realizados a través de la oficina de prensa de su corporación, se volvieron cada vez más excéntricos. Anunció la fundación del Proyecto Pharos, presentado como un movimiento medioambiental internacional, y su filosofía de la «desconexión» se fue radicalizando gradualmente. Cuando empezó a reclamar un control estricto de la población mundial —mediante la eutanasia y la esterilización forzada—, saltaron todas las alarmas, especialmente en Alemania.

Mientras el proyecto adquiría ribetes casi religiosos y su actitud hacia los detractores se convertía en más agresiva, un nombre —Peter Wiegand— salió a la luz y cobró creciente protagonismo. Wiegand era el segundo de Korn. Había sido él quien había dirigido el rescate de su jefe del Pharos Uno y quien, al quedar este incapacitado, había tomado las riendas del grupo provisionalmente, hasta que Korn se había restablecido lo bastante como para volver a asumir el mando, aunque fuese desde una silla motorizada y sin aparecer nunca en público. Wiegand era de nacionalidad alemana, y Pharos instaló su sede europea en la República Federal, aunque manteniendo oficialmente la base principal en Estados Unidos. En realidad, la sede alemana, el innovador edificio Pharos, situado en la orilla norte del Elba, se consideraba actualmente la central mundial de ese movimiento medioambiental. Korn tal vez había sido el rey, pero Wiegand era su príncipe regente.

Cuando el director de un periódico de carácter sensacionalista había comparado algunas de las ideas del Proyecto Pharos con las de los nazis, refiriéndose al vicepresidente de la secta como «el Himmler de Pharos», Wiegand le había puesto una demanda millonaria y había ganado.

Fabel veía con claridad el origen de la inquietud de la BfV: Pharos cumplía casi todos los criterios de una secta destructiva y de una ideología antidemocrática. De entrada, la típica adoración incondicional al líder: un personaje convenientemente distante e inaccesible, cuya invalidez había sido reinterpretada como una expresión de su peculiar ascetismo. Por no hablar del sometimiento total del individuo: al integrarte en la organización, tu identidad quedaba absorbida en una única conciencia superior. Lo cual significaba, por supuesto, que todos los bienes personales que poseyeras pasaban a ser propiedad de la secta. Este era el primer paso de tu «desconexión» del mundo físico. Y como casi todas las sectas, esta también tenía su propio Día del Juicio: la consolidación.

Transcurrió una primera hora; luego la segunda y la tercera. Al final, Susanne entró en la cocina, preparó un sándwich y colocó el plato sobre el expediente que Fabel estaba leyendo. Le pasó también una cerveza Jever abierta.

—Come —dijo sentándose al otro lado de la mesa.

—No me digas que te estás volviendo una casera… —masculló él, mirando el sándwich con suspicacia.

—Me he dado cuenta del error que cometí yendo a la universidad y siguiendo mi propia carrera. He decidido quedarme en casa para satisfacer todos tus caprichos. —Susanne señaló el sándwich—. Es una receta mía: pan, queso y mantequilla.

Fabel sonrió y dio un bocado. Arrellanándose en la silla, echó un trago de cerveza y dijo:

—Ahora entiendo por qué Menke se ha mostrado tan servicial. La unidad de sectas de la BfV tiene a todo un equipo trabajando en el Proyecto Pharos, pero no ha encontrado nada sobre ellos; tampoco el FBI, que alberga las mismas sospechas. La sede europea de esa organización está un poco más arriba de la orilla del Elba, y la Polizei de Baja Sajonia tiene a un equipo vigilándolos.

—Pero ¿cuál es concretamente la idea del dichoso proyecto? ¿Un meteorito que los llevará a otra galaxia? ¿Huir del control de los lagartos gigantes que se han disfrazado de francmasones? ¿O simplemente que Jesús va a llegar en una nave espacial? Esa siempre funciona.

—¿Sabes qué es la «singularidad»?

—Escucha, listillo. Que te haya preparado un sándwich no quiere decir que se me haya derretido el cerebro. Claro que sé lo que es la singularidad tecnológica: es el punto previsto de la historia en el cual los ordenadores y las máquinas serán capaces de construir otros ordenadores y otras máquinas que nosotros no podemos concebir a causa de las limitaciones de la inteligencia humana. A saber cuántas películas de ciencia ficción se han basado en esa idea.

—Pues el Proyecto Pharos tiene una definición diferente de la singularidad. Ellos creen que nosotros nos volveremos mucho más inteligentes porque llegaremos a ser «uno» con la tecnología, y que nos potenciaremos a nosotros mismos a través de la ingeniería genética y, sobre todo, añadiendo elementos tecnológicos a nuestro organismo: nanochips en el cerebro, artilugios microscópicos que patrullarán por nuestro interior y destruirán las células cancerígenas o limpiarán de colesterol nuestras arterias, ayudándonos a vivir mucho más tiempo… En fin, este tipo de cosas.

—Sí… También he oído hablar de esa interpretación de la singularidad: transhumanismo, posthumanismo… Se trata de que nosotros mismos arranquemos la siguiente fase de la evolución humana.

—Bueno, esa es la visión de Dominik Korn.

—Muy comprensible cuando llevas años conectado a tubos y ordenadores durante las veinticuatro horas del día. Por fuerza ha de creer que está a punto de inventarse una máquina mejor para mantenerlo con vida.

—Por lo que he leído, el Proyecto Pharos afirma que la humanidad podrá desconectarse del medio ambiente «subiéndose a sí misma» a una especie de gran computador central.

Susanne sacó de la nevera una botella de vino blanco, se sirvió una copa y dijo:

—Ya he oído otras veces ese cuento sobre la idea de que llegaremos a ser capaces de digitalizar la conciencia humana y de almacenarla en ordenadores superrevolucionados.

—¿No lo crees?

—Yo soy psicóloga, Jan. Trabajo todos los días con la mente humana. Existe un elemento aleatorio inherente al pensamiento humano, a las señales electroquímicas del cerebro y a la activación de las dendritas, que le confiere a la mente una complejidad que ningún ordenador podrá reproducir jamás. Si yo te digo la palabra «árbol», tu cerebro capta esa señal acústica y genera pensamientos relacionados con el concepto. De acuerdo, un ordenador puede hacer algo parecido, tener una «idea» de árbol. Pero si, diez segundos más tarde, vuelvo a decirte la misma palabra, aunque tú tienes un concepto fundamental de lo que es un árbol, el estímulo de esa palabra te activará un millar de ideas nuevas, completamente distintas de las surgidas la primera vez. Para desarrollar un ordenador capaz de albergar el intelecto humano, tendrías que sintetizar la estructura orgánica del cerebro. —Meneó la cabeza y soltó una risotada desdeñosa—. ¿Digitalizar la conciencia humana? Es una chorrada inmensa, Jan. Nunca será posible.

—¿Cómo puedes estar tan convencida? Seguro que en el futuro…

—Está bien, no pensemos siquiera en un ordenador. Consideremos el trasplante de cerebro, que ha alimentado el cine de terror desde Frankenstein. El cerebro es la sede de la mente, de la personalidad, ¿de acuerdo?

—Por supuesto.

—Entonces, si un trasplante de cerebro fuera posible, la mente y la personalidad del donante del cerebro sería transplantada al cuerpo receptor, ¿correcto?

—Sí.

—Falso. Si trasplantas un cerebro, lo conectarás a un sistema endocrino totalmente distinto, a una psicología completamente diferente. Nuestros humores, las variaciones de nuestra personalidad, derivan de los enzimas, de las hormonas y de los procesos bioquímicos de nuestro cuerpo. La razón de que los hombres sean más agresivos que las mujeres no es compleja: los hombres tienen testículos y las mujeres no, así de sencillo. Trasplanta el cerebro de un hombre al cuerpo de una mujer y la mente se le feminizará porque estará conectada a una bioquímica completamente distinta que causará, de hecho, cambios físicos en el cerebro. Así que si digitalizas y «subes» una mente humana a un ordenador, lo que tendrás no será una mente humana. En el mejor de los casos, no pasará de ser un programa informático «consciente» de sí mismo. Créeme, Jan, la idea de una singularidad hombre-máquina es un disparate.

—Bueno, pues es el disparate que vende el Proyecto Pharos. La corporación Korn-Pharos está investigando activamente en esa dirección y es líder mundial en simulaciones de ordenador, y no me refiero a los juegos de una videoconsola. El padre de Korn amasó su fortuna desarrollando modelos informáticos para el ejército americano y luego para la NASA. Esos programas eran capaces de recrear sistemas estelares enteros, agujeros negros, ese tipo de cosas. Empezaron siendo simples modelos matemáticos, pero acabaron convirtiéndose en universos hiperrealistas albergados en un ordenador central. Según Dominik Korn, la corporación que preside se encuentra solo a una década de crear un sistema de hardware y software capaz de actualizarse permanentemente y de repararse a sí mismo. Cuando llegue el día glorioso de la consolidación, siempre según Korn, todos los miembros del Proyecto Pharos serán «subidos» a esa simulación informática hiperrealista que les permitirá vivir para siempre en un mundo que parecerá tan real como este. Y al hacerlo, al desconectarse de la realidad, salvarán el medio ambiente real.

—Parece de novela: la cibervida después de la muerte.

—Después de la muerte, esa es la clave. Al menos, por lo que se refiere a la Oficina de Seguridad Constitucional, a la BfV. Porque «subes» tu conciencia, y luego… ¿qué? ¿Dónde te hallas de verdad? Tu mente está en dos sitios a la vez: en el mundo real y en el virtual. Después de ese proceso, por lo que a ti respecta, nada ha cambiado. A menos…

—A menos que dejes de existir en el mundo real. —Susanne dejó su copa de vino y de nuevo meneó la cabeza—. Suicidio en masa.

—Suicidio-asesinato en masa, más bien. No nos engañemos, es el elemento esencial de todo este tipo de sectas: Jonestown, la Orden del Templo Solar, La Puerta del Cielo, los Davidianos… Y bajo la apariencia de alta tecnología que el Proyecto Pharos le ha dado, es la vieja promesa de siempre de trasladarse a un plano superior. Lo único que debes hacer es morirte.

Los interrumpió el timbre del teléfono. Fabel se llevó una sorpresa al comprobar que era Astrid Bremer, de la brigada forense; la segunda de Holger Brauner.

—Trabajas hasta muy tarde —le dijo.

—Sí, es la tercera semana seguida que hago el turno de tarde —repuso ella—. Mi vida social está agonizando. ¿Quiere oír una buena noticia?

—Sí, por favor.

—He pensado que debía saber que hemos hecho un análisis exhaustivo de huellas y restos de ADN en la escultura utilizada para matar a Müller-Voigt. Como usted preveía, las suyas y las del senador son las únicas huellas dactilares que hemos encontrado y no hay restos de ADN de ningún tercero.

—Fantástico. Tienes un extraño concepto de lo que es una buena noticia.

—Bueno, de hecho lo es. No hay otras huellas porque quien golpeó a Müller-Voigt usaba guantes. Hay borrones y manchas que afectan a las huellas que usted dejó. Lo cual demuestra que usted no fue la última persona que tocó la escultura. Por supuesto, no quiere decir que no hubiera podido ponerse después unos guantes, pero ya me entiende.

—Gracias, Astrid. Algo es algo.

—Hay un detalle…

—Dime.

—Encontramos en la escena del crimen unas fibras extrañas de tejido gris. Yo diría que de una chaqueta de hombre. ¿Llevaba usted una chaqueta gris?

—No. Ni Müller-Voigt tampoco.

—Eso lo sabemos. No hemos encontrado en su guardarropa nada que coincida.

—¿Ya lo sabes con seguridad?

—Sí… Se trata de una fibra verdaderamente insólita; parece contener una cantidad increíblemente elevada de poliéster. Y lo que no es poliéster es otro tipo de fibra sintética. Es lo más raro que he visto. O sea, ya sé que en los setenta la gente se pirraba por los tejidos sintéticos, pero hoy en día… En todo caso, voy a enviarlo a un laboratorio especializado para obtener un análisis más preciso de su composición.

—Gracias, Astrid —dijo Fabel, y colgó el teléfono, mientras trataba de entender por qué le parecía que lo que la forense acababa de decirle era importante.