Capítulo veintitrés

Cuando Roman Kraxner tenía ocho años, sus padres lo habían llevado al médico de familia, que había meneado la cabeza y fruncido el entrecejo repetidamente y los había derivado a un psiquiatra infantil, el cual, por su parte, no había meneado la cabeza ni fruncido el entrecejo. De hecho, Roman no había advertido ninguna expresión en absoluto en el rostro del especialista, quien había hablado acerca de él con sus padres de un modo inconexo, casi incoherente. Recordaba eso del psiquiatra; eso y las gafas de gruesa montura negra que llevaba puestas. «Para esconderse —había pensado—; para no tener que mirar a nadie a los ojos». Y en cuanto hizo este descubrimiento, todas sus angustias habían cesado. También cesaron las de sus padres, porque el psiquiatra los tranquilizó, asegurando que su hijo no padecía ninguna dificultad grave de aprendizaje, ni signo alguno de trastorno mental.

—Su hijo tiene una personalidad esquizotípica —había dicho el médico, jugueteando con sus gruesas gafas negras y sin mirar a nadie a los ojos—. Pero…, no es que…, no padece un trastorno esquizotípico de la personalidad, ni una esquizofrenia…, no…, también hemos descartado un posible síndrome de Asperger. Pero…, sí tiene…, es decir…, muestra una falta de reacción afectiva y un exceso de introspección.

—¿Eso qué significa? —había preguntado el padre.

—Bueno, el niño… no ha desarrollado una capacidad relacional…, humm…, tendrá dificultades para desenvolverse socialmente. No acaba de entender a los demás. Pero todo eso es típico de una personalidad esquizotípica y no significa que no pueda disfrutar de una vida plena y exitosa. Hay ciertas compensaciones: posee a todas luces una inteligencia excepcional, y es sabido que una personalidad de ese tipo puede manifestarse en una mente extremadamente imaginativa y creativa. Muchos grandes compositores, pintores, escritores, matemáticos, físicos…, en fin, para muchas profesiones constituye una ventaja.

Roman, que lo escuchaba atentamente, se había preguntado por qué aquel médico incoherente que se ocultaba tras unas gruesas gafas no había añadido «psiquiatras» en su lista.

Sus padres nunca habían comprendido del todo las implicaciones de lo que el psiquiatra había dictaminado. Tras un período de tranquilidad, las antiguas dudas habían vuelto a resurgir en su mente: el especialista había dicho esquizotípico, ¿no? Y eso sonaba un montón a esquizofrénico. Entretanto, Roman había evolucionado, pasando de ser un niño raro sin amigos a un adolescente aún más raro sin amigos. No era tanto que los demás lo evitaran —aunque también, sin duda—, sino que él evitaba a los demás. En el colegio solo había una persona con la que mantenía una relación algo parecida a una amistad: Niels Freese. Pero este era todavía más extraño que Roman y había pasado fuera del colegio largas temporadas para ser sometido a tratamiento. No obstante, durante el tiempo que estuvieron juntos, habían descubierto que, cada uno a su manera, veían el mundo de un modo totalmente distinto al resto de sus compañeros.

Más adelante, cuando Niels fue trasladado definitivamente a una escuela especial, Roman había rechazado cualquier otro contacto o amistad. No es que hubiera tenido que esforzarse mucho: sus compañeros de clase lo evitaban o no le hacían el menor caso. Y los que se lo hacían era para atormentarlo.

Al llegar a la pubertad, tomó conciencia de que su rechazo a todo tipo de relación era más profundo de lo que había supuesto. La explosión hormonal subsiguiente no había logrado despertarlo gran cosa en el terreno del deseo sexual, ni por un género ni por el otro. La idea de la intimidad física con otra persona no le resultaba tan aborrecible como superflua. Realmente, no veía qué sentido tenía.

No obstante, se dio cuenta de que no era completamente asexual, porque descubrió que los hormigueos de excitación que sentía estaban relacionados con chicas o con mujeres que quedaban totalmente fuera del alcance del orondo adolescente en que se había convertido. Pues lo único que suscitaba en él algo semejante al deseo era la auténtica belleza: la simetría perfecta, la piel perfecta, la figura perfecta. Pero a pesar de todo, su grado de excitación se encontraba más bien amortiguado. Con frecuencia se había preguntado si no sería el hecho mismo de que fuesen inalcanzables lo que le atraía de esas mujeres: la conciencia de que tales deseos eran irrealizables y que no desembocarían en un contacto físico real.

Se había ensimismado cada vez más profundamente en su propio mundo. Raramente salía de su habitación y pasaba horas y horas leyendo, escuchando música y, sobre todo, soñando despierto. Esos sueños jugaban un papel fundamental en su vida: fantasías en las cuales un álter ego suyo —más delgado, más guapo y más feliz— era rico, popular y deseado. No es que se sintiera desdichado con su vida: encerrarse en un mundo mejor de su propia creación era exactamente lo que él quería.

Y entonces, un día, su vida cambió para siempre.

Los padres de Roman no habían dejado de preocuparse por su único hijo. Se angustiaban constantemente. Les inquietaba su peso descomunal y que malgastara sus evidentes dotes intelectuales. El chico descubrió más tarde que había sido idea de su madre comprarle un ordenador por su decimocuarto cumpleaños. De repente, todo un nuevo espectro de posibilidades se abrió ante él. Aquel mundo de fantasía suyo, tan cuidadosamente construido, ahora contaba con un entorno que existía más allá de su mente.

Sus padres, claro, se quedaron desolados cuando decidió no ir a la universidad. Aunque no dejaba de ser un alivio en cierto modo: nunca habían conseguido imaginarse cómo iba a poder desenvolverse aquel hijo obeso y enfermizamente solitario en el ambiente de un campus. Y pronto quedó claro que poseía un talento extraordinario para diseñar juegos de ordenador. Hasta encontró trabajo en una empresa de software más interesada en los juegos que el chico había concebido en su habitación que en cualquier titulación universitaria.

La cosa no duró, sin embargo. Pese a su evidente talento, la incapacidad de Roman para relacionarse hizo que lo acabasen despidiendo. Había encontrado otro trabajo similar, pero tampoco le duró. Después le ofrecieron un empleo peor pagado. Y finalmente, el trabajo en la tienda de ordenadores, donde debía vender modelos de Mac y PC a unos idiotas que no paraban de preguntar: «¿Cuánta memoria tiene?», aunque ellos no tuvieran por su parte ni la más mínima idea de lo que esa pregunta, o su respuesta, significaban.

Varado en casa de sus padres, había considerado imposible soportar la cansada tristeza que veía en sus ojos cada vez que lo miraban. Eran buenos con él, no obstante, y siempre que necesitaba dinero para un nuevo equipo informático se las arreglaban para conseguirlo. Y entonces, un día interminable que se había prolongado hasta la tarde y luego hasta la noche, mientras perdía el tiempo navegando ociosamente por la Red, había encontrado el modo de introducirse en una página de pago seguro. Le había resultado fácil y no lo había hecho con un objetivo definido, pero advirtió que era capaz de efectuar pagos on-line a proveedores. Y lo probó. No se trataba de mucho dinero ni, técnicamente, de un fraude, porque él no se beneficiaba personalmente de la transacción. Lo había hecho simplemente porque podía. Al día siguiente volvió a entrar en la página web y vio que los ajustes de seguridad no se habían modificado, así que restituyó a su lugar inicial el dinero que había transferido. Comprendió que si se hubiera descubierto la discrepancia en el balance, habrían revisado los registros IP de la gente que había accedido a la página. Antes de intentar de nuevo nada semejante, tendría que camuflar su presencia.

Tardó seis meses en montar un complejo sistema de botnets (ordenadores pirateados en línea), cuentas shell, servidores Proxy y bouncers para ocultar su identidad. Su primer robo fue abultado: más de treinta mil dólares que transfirió de inmediato a la cuenta de una organización ecológica. No obtuvo ningún beneficio personal. Aún seguía en la tienda de ordenadores y debía llevar a cabo su trabajo real por las tardes y las noches. Tardó otros tres meses en montar la compleja red internacional de cuentas bancarias y tarjetas de crédito a través de la cual poder canalizar los ingresos de sus estafas. Se dedicó a observar las transacciones de la cuenta de la que había sustraído el dinero: la empresa tardó un mes en descubrir el robo y otro mes en averiguar que se había cometido on-line; solo entonces cambiaron y estrecharon las medidas de seguridad.

Fue entonces cuando tuvo clara la dirección que su vida debía tomar.

Desde luego, existía el riesgo de ser detectado, de que lo detuvieran y condenaran. De acabar en la cárcel, en una palabra.

Pero para un eremita como él, cuyo expansivo universo mental ya se hallaba confinado en la pesada mole de su propio físico, la amenaza de reclusión en una celda no dejaba de ser limitada. Y, desde luego, en caso de que lo enviaran a la prisión Billwerder de Hamburgo, sabía que allí hacían cursos de informática. Por lo demás, aunque llegaran a atraparlo, jamás podrían rastrear todo el dinero que hubiera sustraído. Sería rico al salir de la cárcel. De modo que valía la pena arriesgarse por la recompensa y por la emoción.

Sus padres se habían llevado una sorpresa cuando les anunció que estaba trabajando como autónomo para una gran empresa de creación de juegos de realidad virtual. Les enseñó la página web y las cartas con el contrato que le habían mandado. Ambas cosas —la Web y las cartas— las había confeccionado él mismo, claro. Pero sus padres se quedaron satisfechos al creer que todos los nuevos equipos que llegaban se los proporcionaban sus jefes. Y estuvieron encantados cuando su hijo les comunicó al fin que ganaba lo suficiente como para buscarse un pequeño apartamento. Aunque sería mejor —les dijo— alquilarlo a nombre de ellos. Para que no se inquietaran, les entregó un depósito de ocho mil euros.

Desde entonces, Roman había amasado una fortuna personal, distribuida por todo el mundo, que rondaba los cuatro millones de euros. Sabía que jamás gastaría ni siquiera una parte de esa suma. De hecho, solo podía acceder a sus fondos en pequeñas cantidades. Y por lo demás, no ignoraba que con los problemas de salud derivados de su obesidad tendría mucha suerte si llegaba a cumplir los treinta años. Había montado un dispositivo de transferencia automática en virtud del cual, si se moría de repente y no se introducía el código correcto de cancelación a final de mes, un millón de euros sería transferido a la cuenta de sus padres. Les había dejado una nota entre sus papeles restantes explicándoles que había cobrado unos royalties astronómicos por uno de los juegos que había creado y que los beneficios acumulados irían a parar a sus manos.

Sentado en su silla hecha de encargo, Roman miró distraídamente por la ventana. Por alguna razón, hoy había abierto las persianas. El cielo se cernía sobre Wilhelmsburg como una gran sábana grisácea con un ribete horizontal algo más claro, que se veía interrumpido por la angulosa silueta de los demás edificios. Lo que veía ahora no era para él más real que ese otro mundo que contemplaba por las ventanas de sus pantallas de ordenador. Estuvo contemplando un rato el paisaje urbano antes de zambullirse de nuevo en su medio natural.

Una de las cosas que hacía habitualmente era entrometerse en las vidas de personas desconocidas.

No hacía, pensaba, ningún daño con esas intrusiones: los interesados no se enteraban de que había estado allí y él no tenía la sensación de cometer ninguna violación mientras despegaba, una tras otra, las capas de su identidad, rastreando su pasado, conociendo a sus familiares y amigos, e indagando sus aficiones. Aquello le permitía, durante algo así como una hora, vivir otra vida: experimentar, aunque fuera indirectamente, la sociedad de la que estaba, por lo demás, excluido. Escogía a alguien al azar en Facebook o MySpace, o cualquiera de las innumerables redes sociales, y rastreaba su «firma ciberradiativa». Este término, de su propia invención, describía a la perfección, a su modo de ver, la presencia, o el grado de presencia, de cada individuo en el ciberespacio.

La idea se le había ocurrido durante una noche de insomnio. Debido a su obesidad, sufría una serie de problemas que amenazaban con matarlo cada noche mientras dormía. Se acostaba con una mascarilla de oxígeno para combatir la apnea del sueño y para elevar sus niveles de oxígeno en sangre, que tendían a descender peligrosamente a causa del síndrome de hipoventilación-obesidad. No dejaba de ser una ironía que una persona tan desconectada como él del mundo físico tuviera que dormir bajo la constante amenaza de quedar asfixiado, literalmente, por su propio peso.

Dormir, para Roman, era como sumergirse en el agua. El riesgo de morir por hipoxia cerebral, a la cual se exponía cada vez que se acostaba, era exactamente el mismo riesgo que afrontaban los nadadores y los buceadores a pulmón. Había leído documentación sobre el desvanecimiento que se producía tanto en aguas someras como en aguas profundas: incluso un buceador experimentado y en plena forma podía perder el conocimiento porque cuando el dióxido de carbono en sangre alcanzaba niveles peligrosos, el instinto de respirar quedaba anulado. De este modo el suministro de oxígeno al cerebro se veía interrumpido sin previo aviso ni síntomas físicos. Y el buceador se desmayaba y se ahogaba. Sería, pensaba Roman, una muerte indolora y pacífica.

Más de una noche había considerado la posibilidad de dormir sin la mascarilla.

Pero durante la mayor parte de la jornada evitaba el sueño y los peligros que acechaban en sus profundidades. Se quedaba frente a su escritorio hasta bien entrada la madrugada y solo se iba a la cama cuando lo obligaba el agotamiento. Trabajaba y jugaba en su medio natural. Cuando no estaba robando fondos de empresas de todo el mundo, dedicaba una gran parte del tiempo a leer e investigar. Sus lecturas se centraban con frecuencia en los más arcanos y abstractos dominios del conocimiento, muy distantes de todo aquello que él necesitaba saber para llevar a cabo sus actividades criminales. La física y la mecánica cuántica, la filosofía de la mente y los estudios sobre la conciencia, la biotecnología y la historia de la ciencia constituían sus temas favoritos. Se quedaba totalmente absorto leyendo o escuchando videoconferencias sobre entrelazamiento cuántico, teoría de cuerdas o simulación por ordenador. Lo que le gustaba sobre todo era explorar con su aguda inteligencia cada aspecto de una materia, incluidos los recovecos más estrafalarios. Digamos que disfrutaba examinando las auténticas implicaciones filosóficas de la física cuántica, pero también los disparatados enfoques de estilo New Age que abordaban muchos blogs y foros de discusión. La teoría holográfica del universo, por ejemplo, que resolvía el problema de los agujeros negros contradiciendo la segunda ley de la termodinámica, era, a fin de cuentas, una nueva interpretación de la distribución de la materia, pero él había encontrado montones de páginas New Age y de blogs inspirados en la teoría de la conspiración que afirmaban que, después de todo, realmente estábamos viviendo en Matrix.

Se sentía totalmente inmune a la paranoia de los teóricos de la conspiración y a la absurda significación espiritual que los adeptos al New Age atribuían a la belleza intrínseca de algunas teorías cuánticas. Lo cual, le constaba, era tremendamente insólito en una persona de sus características, puesto que los esquizotípicos eran muy conocidos por su «pensamiento mágico», como lo llamaban los psiquiatras, dado que creían en espectros, en percepción extrasensorial, telepatía y telequinesia; también tenían una gran tendencia a la paranoia. Pero él siempre había sabido que todas esas cosas eran chorradas. No existían los fantasmas, ni los duendes, ni Dios. Había descubierto que podía dar rienda suelta a todo el pensamiento mágico que quisiera dentro de los límites de la ciencia. Le bastaba con un Big Bang en el vacío; no necesitaba un extraterrestre verde.

Estos conocimientos —que los físicos abordaran ahora el universo como si estuviera compuesto de información más que de materia— eran los que lo habían impulsado a concebir su idea de «firma ciberradiativa». Tal vez, pensaba, la hipótesis de Bostrom era cierta y la realidad que experimentábamos no era real, después de todo, sino una simulación ancestral altamente sofisticada. En cuyo caso, la humanidad estaba quizá a punto de crear su propio universo simulado dentro de un universo simulado. Y la base de esa simulación sería Internet.

Este pensamiento, a su vez, lo llevó a la idea de que la gente ya estaba empezando a «existir» de algún modo en Internet: había personas que interaccionaban entre sí exclusivamente a través de la Red, pero que no se habían reunido ni se reunirían jamás en la vida real. Si una personalidad era la suma de las percepciones de los demás, entonces había personalidades que existían solo en el ciberespacio. Este no constituía una realidad mediatizada, ni siquiera una realidad virtual, sino que era el principio de una realidad efectiva (aunque alternativa) y absoluta.

Pero no era aún una realidad compartida por todos. Si pasabas de los cincuenta, lo más probable era que tuvieras poca ciberidentidad o ninguna; cuanto más joven eras, más probabilidades había de que usaras Internet como medio social principal, y mayor «masa» tenía, por ende, tu «firma ciberradiativa». Roman había empezado a concebir Internet tal como los físicos habían concebido el espacio-tiempo. Era un continuo, y, en su interior, las personas y las ideas poseían una masa que creaba su propio campo de irradiación. Cada grado de conexión figuraba en ese campo: cada persona se hallaba conectada con otro círculo de personas, y cada círculo entrecruzado con otros círculos, en una red continua que se extendía por todo el ciberespacio. Y en el centro de cada presencia había un nombre: el quantum de identidad, la unidad más pequeña e indivisible del ser. La gente se convertía así en un conjunto de hechos diseminados. El núcleo lo constituía su nombre, el corazón de su identidad, pero luego esa persona podía aparecer en cualquier otro punto, con diferentes nombres de usuario: todos ellos existiendo simultáneamente en distintas ubicaciones, aunque sin existir realmente en ninguna. Exactamente, había advertido Roman, como en la superposición cuántica.

Por difusa o nebulosa que fuese una identidad, o por engañoso que resultara el nombre del usuario en el núcleo, él lo investigaba y le daba forma. Entre sus búsquedas por la Red, entre su navegación constante y sus robos, él escogía a una persona al azar en una red social; buscaba los intereses comunes, los amigos compartidos, las localizaciones anteriores… Con frecuencia llegaba a acceder a las cuentas bancarias de esa persona, a las asociaciones donde estaba inscrita, o bien a las instituciones benéficas a las que hacía donaciones. Contaba con el software necesario para probar un millón de permutaciones alfanuméricas por minuto en las contraseñas, y había descubierto que, una vez pirateada la contraseña utilizada en una página, resultaba que esa persona la usaba también para muchas otras páginas, a veces inclusive para las protegidas con un sistema de seguridad. En general, la gente empleaba solo un par de contraseñas, ambas escogidas por la facilidad para recordarlas. Lo cual las convertía aún en más fáciles de desentrañar. Era asombroso lo que podías llegar a descubrir sin necesidad de profundizar demasiado. Roman había llegado a la conclusión de que la Red sacaba a la luz al ególatra que todo el mundo lleva dentro. Todas las voces que permanecían en silencio en el mundo real vociferaban aquí sus opiniones.

A ella, sin embargo, no la encontraba. Por ninguna parte.

Simplemente, no existía.

Lo primero que había hecho había sido desactivar la función de búsqueda del teléfono móvil que había recogido en el café. Estaba cada vez más convencido de que la atractiva mujer que se lo había dejado allí lo había hecho ex profeso, y la única razón plausible que se le ocurría era que ella temía ser rastreada mediante el teléfono. Él mismo contaba con un software de identificación celular que permitía situar un móvil con un margen de diez metros. Si lo que había deducido sobre esa mujer era cierto, es que alguien, en alguna parte, estaría tratando de localizar su teléfono. Roman se había cuidado muy mucho de encenderlo: no hacía falta hacer o recibir una llamada para rastrear el aparato. En cuando lo encendiera, el Nokia empezaría a emitir su señal para buscar una red a la que conectarse; así que lo primero que hizo fue desmontarlo y quitarle la antena.

Y fue entonces cuando lo descubrió: un chip GPS especial. Alguien le había implantado al móvil un sistema de rastreo más preciso si cabe. En cuanto hizo el descubrimiento, extrajo el chip GPS, lo examinó y lo destruyó. Notó que sudaba profusamente, más de lo normal. Algo pasaba con ese teléfono. Algo que lo ponía nervioso, muy nervioso.

Una vez desactivado el sistema de rastreo, ya pudo descargar el contenido del teléfono en su ordenador y ponerse a descifrar cualquier información oculta o protegida.

Tardó poco más de una hora en llegar a odiar a la mujer del café. La odió porque comprendió que ella estaba en grave peligro cuando la había visto. Y porque, al dejar el móvil para que él se lo llevara, le había transferido ese peligro.

Contempló las pantallas de ordenador que tenía delante. Su portal a otro universo. Su elemento. Su refugio. Pero aun allí —especialmente allí— podían encontrarlo.

Y no tenía la menor duda de que si lo encontraban, lo matarían.