En cuanto salió del ascensor, Fabel supo que algo iba mal.
Vio que Anna venía por el pasillo en dirección contraria. La comisaria vaciló un instante y movió los labios como para decir algo, pero la interrumpió Van Heiden, que apareció en el pasillo por detrás de ella y le indicó a Fabel que lo siguiera al interior de la brigada de homicidios. Anna pasó de largo, pero no sin lanzarle a su jefe una mirada de advertencia: una mirada tan alarmante que este sintió de golpe que se le encogía el estómago.
Lo estaban esperando en la oficina principal de la brigada: Horst van Heiden, Fabian Menke —el hombre de la BfV— y Werner, que le sonrió de un modo que quedaba entre la compasión, la frustración y la desesperación. El nudo que se le había hecho a Fabel en el estómago se le estrechó mucho más.
Con los años, se había acostumbrado a los lúgubres saludos del director general de homicidios. Tenía a menudo la sensación de que su superior era un hombre muy limitado en el sentido emocional. A su modo de ver, el director contaba solo con dos expresiones: una de lúgubre seriedad y otra de seriedad aún más lúgubre. Su malhumor solía desatarse, normalmente, a causa de alguna intrusión de carácter político o mediático en el curso de una investigación todavía abierta, o debido a algún titular de prensa crítico con la Polizei de Hamburgo. Pero esto —Fabel lo notó— era algo distinto. Lo que en ese momento planeaba sobre el rostro del director, nunca lo había visto.
—¿Por qué me da la sensación de que acabo de llegar a un funeral, o mejor dicho, a mi propio funeral? —Fabel le dirigió a Van Heiden una sonrisa y, al ver que no reaccionaba, recordó que su sentido del humor era tan limitado como su capacidad emocional—. ¿Qué ha ocurrido?
—Será mejor que nos acompañes —dijo Van Heiden—. Usted también, comisario superior Meyer.
—Bueno… —Fabel suspiró, mientras subían en ascensor a la quinta planta—. ¿No vas a darme alguna pista?
—Se trata de Müller-Voigt… —empezó a decir Werner, pero la mirada fulminante de Van Heiden lo obligó a enmudecer.
Fabel dejó que su jefe y el hombre de la BfV abrieran la marcha y los siguió. En la quinta planta del edificio que ocupaba la Policía de Hamburgo, si tenías un grado jerárquico como el de Fabel o inferior, te tocaba ir detrás. Aquella era la planta directiva del Präsidium y, cuando Fabel advirtió que se dirigían a las oficinas de presidencia, sus oscuros presentimientos subieron de grado. En cuanto llegaron a recepción, les hicieron pasar al despacho del presidente de la policía.
Hugo Steinbach rodeó su enorme escritorio para recibirlos. Así como Van Heiden no podía ser otra cosa que policía, Steinbach tenía aspecto de ser cualquier cosa menos policía. Fabel siempre había considerado que aquel hombre paternal y, habitualmente sonriente, parecía más bien un médico de familia o un jovial y hospitalario dueño de hotel rural. Pero era un policía, y lo era de pies a cabeza. Había ingresado en el cuerpo como simple agente de barrio, pero había ascendido progresivamente, pasando por todos los grados y por todos los departamentos. Se enorgullecía de saber siempre, cuando hablaba con uno de sus subordinados, cómo era exactamente su trabajo y con qué tenía que vérselas para realizarlo. Lo cual era cierto incluso en el caso de Fabel: Steinbach había sido detective superior en la brigada de homicidios de la Polizei de Berlín.
—¿Esto se debe a mi cuenta de gastos? —preguntó Fabel con una sonrisita insegura.
—Siéntate, por favor —le dijo Steinbach con una amabilidad que lo desconcertó mucho más. Tomó asiento. Su incomodidad empezaba a dar paso a la irritación.
El presidente se sentó con aire informal en la esquina del escritorio, tomó una carpeta y la hojeó brevemente.
—Ayer noche llamaste al Präsidium para comprobar la identificación de una mujer. Una mujer llamada Julia Henning.
—¡Ah, sí…! Sí, en efecto. ¿Qué le pasa?
—Y confirmaste con el agente de guardia que vivía en Eppendorf. ¿Por qué quisiste comprobar ese nombre y esa dirección?
—Fue al salir anoche de la oficina. Pensaba parar a comer algo y se me olvidó… —Fabel se calló. Parecería como mínimo una muestra de insensibilidad confesar que se le había olvidado que su amigo, un amigo de hacía más de dos décadas, había muerto. Y mientras estaba allí con la sensación de ser interrogado, el hecho le sonó extraño—. Bien, se me olvidó que el sitio había cerrado. Entonces apareció una mujer como surgida de la nada. Su actitud resultaba…, bueno, rara. No sé por qué, pero tuve la sensación de que ella sabía quién soy.
—¿Qué te lo hizo pensar? —preguntó Steinbach.
—No lo sé exactamente —dijo Fabel con sinceridad—. Había algo raro en las cosas que decía. Daba la impresión de conocer muy bien al tipo que regentaba en su día ese puesto de comida. Y parecía como si supiera que había sido amigo mío.
—¿Dirk Stellamanns? —inquirió Werner, ceñudo. Exactamente la reacción que Fabel se había temido. Y sonaba extraño, en efecto. Asintió.
—¿Así que le pediste a esa mujer su documentación? —terció Van Heiden.
—Sí. ¿Alguien va a contarme de qué va todo esto?
—A su debido tiempo, Fabel. —Steinbach mitigó la dureza de la respuesta con una sonrisa—. Sé que todo esto resulta insólito, pero el asunto es muy serio y debemos establecer primero los hechos y su cronología. ¿Podrías describir a esa mujer?
Describió someramente a la mujer de aspecto corriente, vestida con un traje gris de ejecutiva, que se había encontrado en el puerto. Mientras lo hacía, le asaltó una idea: la pareja que había visto en el café esa mañana vestía de un modo muy similar. Enseguida desechó la idea. Todos parecían iguales: ejecutivos clónicos.
—¿Dices que era rubia? —preguntó Van Heiden—. ¿No era morena?
—Rubia. Ya lo he dicho.
—¿Y no habías tenido ningún contacto previo con ella o con alguien de ese mismo nombre? —quiso saber el presidente.
—No, nada de eso. ¿Por qué me siento de repente como un sospechoso? ¿Qué importancia tiene esa mujer?
—Por favor, ten un poco de paciencia —dijo Steinbach, dándole una fotografía de la carpeta. El comisario supo sin más que había sido tomada en la morgue de Butenfeld, porque reconoció en el acto a aquella mujer muerta.
—¿No es esta la mujer? —preguntó Steinbach.
—Claro que no. Usted ya lo sabe. Esta es la mujer que encontramos en Poppenbütteler Schleuse. ¿Cómo iba a ser la otra? Esta ya llevaba mucho tiempo en la morgue anoche. Por el contrario, la mujer con la que yo hablé estaba bien viva.
—Tenemos la identificación de la víctima, Jan —explicó Werner—. Ha llegado esta mañana. —Señaló con aprensión la foto que Fabel tenía en las manos—. Esa es Julia Henning. Vivía en la dirección de Eppendorf que tú pasaste por teléfono.
—Shit —exclamó Fabel en inglés—. Entonces, la mujer que me encontré anoche debe de tener algo que ver con los asesinatos.
—Ese no es nuestro mayor motivo de inquietud en estos momentos, Fabel —dijo Van Heiden—. Hemos recibido un informe del comisario jefe Kroeger del departamento técnico sobre el móvil que les entregaste. Dicen que no hay ni rastro de ningún mensaje de texto que dijera «Poppenbütteler Schleuse».
—Como ya expliqué, el mensaje se borró de algún modo.
—Herr Kroeger asegura que aun cuando hubiera sido borrado —explicó el director general—, su equipo habría sido capaz de recuperarlo. Y también han revisado el registro de tu proveedor. Infructuosamente.
—¿Comprendes a dónde nos lleva todo esto, comisario jefe? —dijo Steinbach—. Pareces haber tenido conocimiento previo de dónde iba a ser encontrada la víctima; luego comunicas por radio el nombre y la dirección de esta mucho antes de que nosotros hayamos determinado su identidad.
Fabel miró al presidente, incrédulo.
—¿No pensará en serio que estas coincidencias me convierten en sospechoso?
—Por sí mismas, no… —Menke intervino por primera vez—. Pero no son coincidencias aisladas. Ayer noche hablamos largo y tendido sobre el Proyecto Pharos, y usted le dio instrucciones a Frau Wolff para que reuniera toda la información posible sobre la organización. Y eso ocurrió un día después de que el senador Müller-Voigt me interrogara con insistencia sobre lo mismo.
—¿Y qué? —A Fabel le molestaba que el hombre de la BfV estuviera presente. Aquello era un asunto de la policía.
—Yo te pregunté dónde habías estado hace dos noches —terció Van Heiden—. Tú replicaste con una evasiva. ¿Por qué, Jan?
—Con franqueza, Herr director de homicidios, lo que yo haga con mi tiempo libre no es asunto tuyo. —Fabel empezaba a sentirse en abierta minoría e intercambió una mirada con Werner.
—Al contrario —dijo Van Heiden—. Si estás utilizando tu tiempo para reunirte y hablar de asuntos policiales con un miembro del Senado de Hamburgo sin mi conocimiento, considero que es, indiscutiblemente, asunto mío.
—Si sabías dónde estaba, ¿por qué me lo preguntaste?
—¿Fuiste a ver a Herr Müller-Voigt a su casa hace dos noches? —preguntó Steinbach.
—Sí, en efecto. Al concluir la reunión aquí en el Präsidium, me pidió que fuese a verlo a su casa por la noche.
—¿Por qué?
Fabel inspiró largamente y contó la historia de la novia desaparecida de Müller-Voigt, incluyendo la convicción del senador de que alguien había borrado cualquier rastro de ella, sus sospechas sobre el Proyecto Pharos y la petición que le había hecho a él de que indagara extraoficialmente.
—¿Así que esta es la razón de que tanto usted como él me preguntaran sobre Pharos? —concluyó Menke.
El comisario en jefe asintió y dijo:
—Y cuanto más averiguo sobre el asunto, más factible me parece que pueda tener relación con la desaparición de esa mujer.
—¿Desde cuándo tienes autorización para emprender investigaciones privadas, Fabel? —Una especie de negro nubarrón oscurecía el rostro de Horst van Heiden—. ¿Qué demonios creías que hacías al aceptar fisgonear por ahí para Müller-Voigt?
Alzando las manos, el comisario respondió:
—Vamos a dejar una cosa bien clara: mis indagaciones extraoficiales han sido muy limitadas. De entrada, le dije a Müller-Voigt que no tenía tiempo material para ello, pero luego pensé que cabía muy bien la posibilidad de que el torso arrastrado por la corriente hasta el Fischmarkt fuera el de Meliha Yazar. Únicamente por ese motivo accedí a investigar. Y debo añadir que el senador sabe que no puedo garantizarle que su nombre no acabe saliendo a la luz. Con sinceridad, creo que su único interés es averiguar qué ha sucedido con esa mujer.
Hubo un silencio. Steinbach, Van Heiden y Werner se miraron. Fabel hizo una mueca exasperada.
—Müller-Voigt está muerto, Jan —dijo Werner—. Lo ha encontrado la mujer de la limpieza esta mañana en el salón de su casa. Anna se dirigía hacia allí cuando has llegado.
Fabel estuvo atónito unos instantes. Luego, como si lo hubieran enchufado a la corriente, se levantó bruscamente.
—Voy para allí…
—Eso no sería nada aconsejable, Fabel —dijo Steinbach—. Tú mismo te darás cuenta, dadas las circunstancias.
—¿No insinuará en serio que soy sospechoso?
—Nadie insinúa eso —dijo Van Heiden con un tono vagamente ofendido que no terminó de convencer al comisario jefe—. Pero estás en una posición comprometida en lo relativo a la investigación de estos asesinatos. No puedes aparecer dirigiendo un caso del que tú formas parte. Has de entenderlo.
—¿Y entonces…, qué? ¿Estoy suspendido?
—Por supuesto que no —dijo Steinbach.
—Pues insisto en llevar el caso Müller-Voigt. —No podía creer que se estuviera refiriendo al hombre con el que había charlado dos noches atrás como si se tratara solo de un «caso»—. Es mi trabajo, a fin de cuentas. Y tengo un interés personal en esto…
—Esa es, precisamente, la cuestión —dijo Van Heiden—. Es por tu implicación personal por lo que debemos poner el caso en manos de otro agente.
—Propongo que vayamos todos al escenario del crimen —insinuó Menke—. Este asunto es más complicado de lo que parece. Y a mi juicio, Herr Fabel no se ha colocado en una posición delicada por sí mismo, sino que alguien ha hecho todo lo posible para apartarlo de la investigación.
Fabel lo miró. Le sorprendía que el agente de inteligencia hubiera salido en su defensa.
—Estoy de acuerdo —dijo Werner—. Todo esto son chorradas. Quiero decir, los mensajes de texto y esa mujer con la identidad de la víctima. Está todo pensado para sacar a Jan del caso. A no ser que crean ustedes que es sospechoso. En cuyo caso también pueden suspenderme a mí.
Fabel le lanzó una mirada de advertencia: Van Heiden, que ahora escrutaba ceñudo a Werner, era lo bastante adepto a las normas como para tomarle la palabra y aceptar la sugerencia.
—Dirige tú la investigación, Werner —indicó Fabel—. El director de homicidios tiene razón. Yo estoy demasiado implicado. —Se volvió hacia su jefe—. Pero a pesar de todo quiero ver la escena del crimen de Müller-Voigt.
Fabel se acomodó en el asiento trasero del Mercedes que los llevaba al Altes Land. Werner subió tras él. Apretujado junto a Menke, contemplando el inmenso cielo sobre el paisaje verde y liso como una mesa de billar que se deslizaba a su lado, el comisario en jefe se sentía en gran parte como un sospechoso y soportaba de mala gana la presencia del agente de inteligencia.
—¿Qué le dijo Müller-Voigt sobre esa mujer supuestamente desaparecida? —le preguntó Menke.
Fabel permaneció en silencio un momento. Lo suficiente para dejar claro que le molestaba que lo interrogara.
—Si no le importa que se lo pregunte… —añadió el tipo para llenar el silencio.
—No es solo su desaparición lo que simplemente se supone, sino también su existencia —replicó Fabel, resignado—. El senador me dijo que no había logrado encontrar ni rastro de ella, y me pidió que investigara porque temía que si tenía que buscarla por los canales oficiales, podría dar la impresión de que había perdido el juicio.
—Supongo que es consciente —dijo Menke— de que todo está relacionado: su encuentro con una mujer que le muestra la documentación de una persona que ya ha sido asesinada, sus problemas con esos mensajes que desaparecen…
Van Heiden maniobró como pudo en el asiento de delante, dada la anchura de sus hombros, para girarse hacia Menke.
—Si tiene usted algún dato que debamos conocer, Herr Menke —dijo—, le sugiero encarecidamente que nos lo comunique.
Encogiéndose de hombros, el investigador de la BfV replicó:
—Estaba haciendo una observación. Nada más.
Holger Brauner y su equipo ya llevaban un buen rato en el escenario del crimen cuando Fabel entró en la casa con Menke, Van Heiden y Werner. Anna Wolff, que se encontraba en el vestíbulo hablando con un agente uniformado, se dirigió directamente a Fabel, ignorando al director general a propósito.
—Müller-Voigt está ahí dentro —dijo señalando el salón donde el político había hablado con el comisario hacía dos noches. Este vio desde la entrada que había libros y revistas esparcidos por el suelo, junto a la mesita de café. Los pies del político asomaban apenas por detrás: obviamente, se había derrumbado entre el sofá y la mesita. Había un arco de salpicaduras rojas en la superficie de cuero del sofá—. ¿Quiere verlo?
Anna le dio unos protectores elásticos azules para los zapatos y un par de guantes de látex, pero siguió sin hacer caso de Van Heiden. El director de homicidios ya empezaba a echar humo, y Fabel le dirigió a Anna una mirada de advertencia. Entonces ella le entregó al director un juego de protectores y guantes. Anna era una agente muy dotada y prometedora, pero Fabel sabía que su evidente problema con la autoridad le impediría ascender muy por encima de su rango actual. Cosa que lo contrariaba, aunque también, en el fondo de los fondos, estos pequeños numeritos lo reconfortaban: después de todo, quizá el espíritu rebelde de Anna no se había agotado.
—¿Signos de lucha? —preguntó Fabel, mientras se acercaban al cuerpo.
—Mínimos. Da la impresión de que conocía a su atacante. No hay indicios de que la puerta haya sido forzada, y este desbarajuste —indicó Anna, señalando los libros y revistas que había en el suelo— puede haberse producido cuando él se cayó, o como máximo tras un breve forcejeo.
Fabel saludó a Holger Brauner y le preguntó:
—¿Puedo echar un vistazo?
—Mientras no me contamines la escena —dijo Brauner, sonriendo.
El comisario bajó la vista hacia Müller-Voigt, y este le devolvió la mirada con una rígida expresión de sorpresa. En realidad, no era una expresión, el detective lo sabía de sobra, sino la desencajada mirada del rigor mortis. La parte lateral de la cabeza del político, por encima de la sien derecha, estaba gravemente deformada, como si se le hubiese abollado, y entre el pelo se le apreciaba una honda herida allí donde había recibido el impacto de un objeto pesado; alrededor de la cabeza se le había formado un gran cerco de sangre oscura, espesa y viscosa. Fabel sintió un cosquilleo sombrío y desagradable en el estómago al advertir que el senador llevaba la misma ropa que la última vez que lo había visto.
—¿Cuánto tiempo lleva muerto, más o menos? —le preguntó a Brauner.
—No está fresco —comentó el jefe forense—. Más de un día. Tal vez dos.
Fabel se puso muy tenso.
—¿Cómo ha dicho? —dijo Van Heiden, asomándose por encima del hombro del comisario jefe.
Brauner soltó una risita y miró a Fabel con aire burlón, antes de volverse hacia Van Heiden.
—He dicho que la víctima lleva muerta más de un día. ¿Pasa algo?
—Yo me reuní con la víctima anteayer por la noche —explicó Fabel con voz apagada—. Aquí.
—¡Ah…! —exclamó Brauner.
—Espera un momento. —Fabel se volvió hacia Menke—. ¿No me dijo que Müller-Voigt se saltó ayer una reunión, pero mandó un mensaje para disculparse?
—Sí…, bueno… —dijo el hombre de la BfV lentamente—. La cuestión es que ya no tenemos ese correo electrónico. Ni ningún otro, por el momento. Me temo que la inquietud de usted sobre la seguridad del correo electrónico estaba justificada, después de todo. Verá, el mensaje enviado desde el ordenador de Müller-Voigt corrompió todo nuestro sistema. Al parecer, ha sido infectado con el virus Klabautermann. Y desde luego, un correo no demuestra que estuviera vivo: el asesino podría haberlo mandado desde su cuenta.
—El senador me dijo que su ordenador también había sido infectado —informó Fabel—. Pero que lo había enviado a que lo desinfectaran y repararan. Me explicó que estaba trabajando con otro nuevo y que usaba una cuenta de correo nueva también. Así que yo diría que ese mensaje infectado que ustedes recibieron no podía proceder de él.
—Herr Meyer… —Van Heiden le hizo una seña a Werner—. Me gustaría que sea usted exclusivamente quien se haga cargo de la investigación. —Se volvió hacia Fabel—. Creo que lo entenderás, dada la delicada posición en la que nos hallamos.
—A mi modo de ver —dijo el comisario jefe—, yo soy el único que se encuentra en una posición delicada.
—Has dicho que viste una fotografía de esa misteriosa mujer desaparecida cuando estuviste aquí —dijo Van Heiden—. ¿Dónde está?
Fabel señaló el marco digital:
—Ahí.
Inclinándose sobre el sofá, Brauner recogió el marco y se lo tendió a Fabel. Van Heiden se adelantó, lo cogió él mismo y, cejijunto, observó las imágenes. Observó:
—Aquí solo veo paisajes.
—Es un marco digital —le dijo Fabel—. Tiene almacenadas centenares de fotografías. ¿Me permite?
Pulsó el botón y cada vez surgía en la pantalla una nueva imagen: paisajes marinos, montones de paisajes marinos; algunas imágenes campestres de Altes Land; varias vistas del litoral, muchas de ellas con faros… Pero ninguna donde apareciera Müller-Voigt, ni ninguna de las otras fotografías que él había visto cuando el político las había ido pasando. Antes de que hubieran mirado la mitad de las imágenes, ya tuvo la certeza de que no iban a encontrar la foto de Meliha Yazar.
—¿Estás seguro de que viste en este chisme a la mujer que, según el senador, había desaparecido? —le preguntó Van Heiden, una vez revisadas todas las imágenes.
—Sin la menor duda. Alguien la ha borrado. Y también muchas otras fotos.
—Igual que el mensaje de texto que dices haber recibido con el nombre del lugar donde luego apareció la víctima.
—Exactamente igual. —Fabel le tendió el marco digital a Brauner—. Será mejor que lo precintes también. El que ha matado a Müller-Voigt ha estado manipulando sus juguetitos.
Brauner asintió y, agachándose y recogiendo una bolsa transparente del suelo, dijo:
—Por cierto, esto parece ser el arma homicida. Un objeto horrible, si quieres mi opinión. En todo caso, tiene sangre, pelo y restos de piel en la base; y tanto su peso como su forma parecen encajar con la herida del cráneo. Lo someteremos a un análisis exhaustivo de huellas digitales. ¿Qué pasa, Jan?
Fabel miraba fijamente el contenido, manchado de sangre, de la bolsa de pruebas que Brauner sostenía. En ese momento, sintió que su carrera y su vida entera se tambaleaban.
—Es una escultura de bronce de Rahab, un demonio del mar hebreo. —La voz del comisario jefe sonó apagada, distante. Hizo un esfuerzo para recordar las palabras exactas de Müller-Voigt—: «Rahab…, creador de las tempestades y padre del caos». Creo que será mejor que te diga desde ahora que encontrarás en él unas huellas perfectamente conservadas: las mías.