Capítulo veintiuno

Fabel se despertó con un sobresalto. Había estado soñando otra vez y algo lo había aterrorizado, pero el sueño se había escabullido de su memoria en cuanto despertó. Tenía la vaga sensación de que la mujer de la noche anterior aparecía en él.

No había amanecido del todo y encendió la lamparita de noche. Miró el reloj y vio que faltaban unos minutos para las seis. Extendió el brazo hacia la mesilla, cogió el móvil de repuesto y frunció el entrecejo. Ninguna llamada de Susanne. Ni siquiera un mensaje de texto para decirle en qué vuelo regresaba.

Se levantó y se duchó, pero se sentía cansado. Indolente. Salió temprano del apartamento y fue a desayunar a un café. Era un local al que acudía bastante a menudo para ser reconocido, pero no tanto como para que lo considerasen un parroquiano. Lo cual le ahorraba el esfuerzo de dar conversación a esas horas de la mañana. El café estaba muy tranquilo; los únicos clientes eran una pareja sentada al fondo, lejos de los ventanales de la entrada. Tanto el hombre como la mujer iban con traje gris y, cuando él entró, lo miraron inexpresivamente un instante ante de seguir ingiriendo sus cafés sin entusiasmo. Por algún motivo que él no entendía, el café ofrecía una serie de desayunos bautizados en inglés con el nombre de diversas ciudades portuarias: The Hamburg Breakfast, The Liverpool Breakfast, The Rotterdam Breakfast. Pidió el Rotterdam y le sirvieron un Uitsmijter al estilo holandés: un huevo escalfado sobre un lecho de jamón, queso y tostada, y una taza de café fortísimo. Estuvo jugando desganadamente con la comida durante diez minutos mientras contemplaba por el ventanal la llovizna que caía sin convicción sobre el Elba.

Le sonó el móvil.

—Pero ¿qué demonios ha pasado? —exclamó Susanne, impaciente, saltándose los preliminares.

—Yo también me alegro de oírte —dijo Fabel—. Llevo días intentando comunicar contigo. ¿Es que no has recibido mis mensajes de texto?

—¿Qué mensajes? El único mensaje tuyo que he recibido ha sido uno que me ha llegado esta mañana desde tu nuevo móvil. ¿Qué sucede, Jan? ¿Qué ha pasado con el otro teléfono?

—Estaba dando problemas. Lo típico, ya sabes: fallo de cobertura, bajo rendimiento de la batería…, y encima ha predicho la ubicación de la siguiente víctima del Asesino de la Red.

—¿Cómo?

—Ese mensaje de texto sobre el que te pregunté. Seguro que lo recordarás… Poppenbütteler Schleuse. Recibí el mensaje y al cabo de unas horas apareció un cuerpo flotando en el Poppenbütteler Schleuse.

—Estás de broma… ¿Has averiguado quién lo envió realmente?

—Ahí es donde se pone la cosa interesante: el mensaje ha desaparecido. Se ha borrado por sí solo. Por eso me han dado este móvil. Están analizando el antiguo para intentar recuperar el mensaje. ¿Ya te vas hacia el aeropuerto de Fráncfort?

—Sí…, pero mi vuelo no sale hasta mediodía. Voy a hacer primero unas compras. ¿Vendrás a recogerme?

—Claro. ¿A qué hora llegas?

Ella le dijo la hora de llegada prevista.

—Oye, Jan —añadió con un tono teñido de inquietud—. ¿Dices que me enviaste varios mensajes de texto desde ese teléfono?

—Sí. Y un mensaje de voz.

—No me han llegado. Y por lo que estás diciendo, tú tampoco has recibido los míos.

—¿Me dejaste mensajes? No, no recibí ninguno.

—Pero es absurdo. Los mensajes de voz no se almacenan en el teléfono, sino en la red de tu proveedor de telefonía. Intenta recuperarlos con el PIN de ese teléfono. No me gusta nada todo esto, Jan. Es como si te hubieran pirateado el móvil; como si lo hubieran clonado o algo así.

—No lo sé, Susanne. Suena muy rebuscado. A lo mejor yo los he borrado sin querer. En todo caso, el departamento técnico me dirá algo pronto. —Hizo una pausa—. Te he echado de menos.

—Yo también a ti. —Restaba un deje de inquietud en su voz—. Nos vemos en el aeropuerto.

Dejando intacto casi todo su Rotterdam Breakfast, Fabel pagó la cuenta y volvió a subir al coche. Se sentía excitado después de aquel café tan fuerte y, mientras conducía por la ciudad hacia el Präsidium, encendió su reproductor de mp3 para serenar un poco su ánimo. Lars Danielsson esta vez.

«Quizá tendría que haber sido sueco», pensó.

La música tuvo el efecto acostumbrado en él y, para cuando llegó al aparcamiento del Präsidium, pese al chute de cafeína, se sintió capaz de afrontar lo que el día hubiera de depararle.

No habría podido estar más equivocado.