Capítulo diecinueve

Roman Kraxner se había pasado dos horas en Virtual Dimension. Más de dos horas.

Estaba irritado consigo mismo por su falta de disciplina. Pero algo raro ocurría. No había visto a Veronika534 desde hacía días pese a que ella había quedado con él a una hora determinada junto a los Estanques Lunares, al final de las lagunas de Nueva Venecia. Claro que, por otro lado, eso pasaba continuamente. De repente la gente se veía absorbida otra vez por la vida real, y a veces no volvía a aparecer por Virtual Dimension. Pero Veronika534 no le había dado la impresión de ser de las que desaparecían sin más ni más. También era cierto que ella había pasado mucho tiempo últimamente con Thorsten66. Quizá habían ligado en el mundo real.

La verdad era que Roman tenía la paranoia de que las personas con las que interactuaba en Virtual Dimension llegaran a calarlo a través de su personalidad: temía hacer o decir algo que permitiera atisbar su realidad. Él era orgulloso: se sentía extraordinariamente seguro de sus capacidades intelectuales y miraba con desdén a la humanidad entera, como si todos fuesen inferiores. Pero eso sucedía con su mente, con la parte de su ser que se conectaba por medio de la tecnología. En cuanto al resto de su persona, es decir, a su físico, sabía de sobra que a los ojos de la gente no era más que un gordo y un pringado; un obeso chiflado de la informática que sudaba y apestaba, que resoplaba y jadeaba continuamente.

Y eso era lo que temía que los demás vislumbraran en Virtual Dimension. Jamás de los jamases encontraría un ligue en el mundo real.

En una ocasión, había habido una chica en el mundo real. La única chica con la que había tenido una relación. Elena era divertida y muy inteligente. Desde luego no tan inteligente como él, pero sí muy, muy inteligente. Se habían conocido cuando ella le había llevado su portátil para que se lo arreglara. Mientras trabajaba en la reparación, él había fisgoneado en todos los rincones de la vida privada de Elena, accediendo a sus datos personales, a sus fotografías, a sus compras on-line… Todo ello le había permitido descubrir a una persona casi tan solitaria como él. De algún modo, sin recurrir a la tecnología, Roman había reunido el valor para pedirle que salieran. Ambos habían descubierto una afinidad mutua y se habían visto durante unas semanas.

Pero la verdad, la cruel ironía del asunto, había sido que la encontraba físicamente repulsiva. Porque ella, también ella, estaba gorda. Y si había algo que Roman encontraba poco atractivo en una mujer era el exceso de peso.

Él había apartado la idea de la mente. Si se habían juntado, había sido más que nada en busca de compañía, y ninguno de los dos parecía muy interesado en el sexo, de modo que a él le había resultado más fácil olvidar su repugnancia a la gordura. Y así fue hasta que salieron una noche al cine. Solían encontrarse en el local de comida rápida que quedaba más o menos equidistante de sus respectivos apartamentos, pero esa noche habían quedado en ir a ver una película. Un grupito de adolescentes se había fijado en ellos y los siguieron a unos metros de distancia, partiéndose de risa, mofándose cruelmente, haciendo chistes vulgares y comentarios soeces sobre la obesidad de ambos. Al final los chicos se habían cansado, pero el daño ya estaba hecho. Al salir del cine, Roman y Elena se habían despedido sabiendo que no volverían a verse. Era evidente por la expresión de ambos que ninguno de los dos podía disimular. Una expresión de mutua repulsión.

Después de tal suceso, Roman se alejó cada vez más del mundo real. Fue por esa época cuando dejó su empleo en la tienda de ordenadores. Él siempre se había mostrado despectivo con los clientes por su ignorancia y estupidez, y esa actitud se fue volviendo cada vez más hostil y suscitó varias quejas. En todo caso, ya estaba ganando ilegalmente por las noches cinco veces más. Al dejar el trabajo, pudo dedicar más tiempo a sus actividades fraudulentas. Y se libró de la obligación de salir todas las mañanas de su apartamento.

El hombre examinó su perfil en la página de Virtual Dimension. Una ficción dentro de otra ficción. Se había puesto un nombre inglés, Rick334, y se había atribuido una biografía completamente falsa, descargando de otra web las fotografías de un tipo rubio, delgado y apuesto. Había ampliado la ficción, basando su avatar en Virtual Dimension en esa cara y ese cuerpo robados. Las normas establecían que solo permitías que otra persona viera tu perfil «real» cuando hacía un tiempo que la conocías en el mundo virtual de Nueva Venecia, la ciudad de imposible belleza que constituía el centro del universo de fantasía del programa. Él había permitido que Verónica534 viera su perfil, y ella le había dado acceso al suyo. Ambos vivían en Hamburgo, lo cual hacía factible la posibilidad de un encuentro en la vida real. Peligrosamente factible, desde el punto de vista de Roman. En realidad, él no creía que fuera una gran coincidencia que ambos residieran en la misma ciudad. Virtual Dimension atraía a gente de todo el mundo, pero había deducido que, para cumplir su promesa de «consolidación» de las realidades física y virtual, el programa debía de analizar la situación geográfica de cada dirección IP y agrupar a los usuarios según su ubicación en el mundo real.

Desde luego, Roman habría podido evitar esta dificultad. Él conocía un montón de maneras de conectarse con una dirección IP sin región específica, y sus servidores ilegales le permitían ocultarse tras los datos de otras personas registradas. Sin embargo, siempre que entraba en Virtual Dimension, utilizaba la misma dirección IP no dinámica y geográficamente correcta. Por increíble que parezca, era la dirección legal y registrada de su domicilio real. La usaba solo para Virtual Dimension y, en cierto modo, ello le permitía demostrar un medio de conexión con Internet perfectamente legal, que no podía asociarse con sus actividades fraudulentas.

Clavó los talones en el suelo y su enorme corpachón, sostenido por la silla hecha a medida, se desplazó sin dificultad y fue a situarse frente a otro monitor. Accedió a su cuenta de Internet a través de una compañía telefónica de Buenos Aires, y la conectó con una cuenta segura on-line de Hong Kong; esta efectuó una transferencia desde una cuenta de Londres en euros, que se convirtieron a su vez en dólares en Nueva York. Hubo algunas dificultades menores, pero ninguna que requiriese más de quince minutos para ser burlada. Transcurrido ese tiempo, el tipo era cinco mil dólares más rico. La cuenta de la que había sustraído el dinero tenía un balance de más de seis millones y medio. Del mismo modo que se había apropiado de la modesta suma de cinco mil dólares, habría podido vaciarla del todo. Pero así era como él operaba. Los investigadores pensarían que, si la transacción fuese fraudulenta, podrían haber desaparecido todos los fondos con la misma facilidad. Razón por la cual, les parecería absurdo suponer que se trataba de un fraude. Se pasarían meses examinando las cuentas para intentar determinar qué había ocurrido con los cinco mil. Y al final decidirían que estaban gastando en la investigación más de lo que había sido sustraído. El asunto sería archivado, y ellos se limitarían a cambiar el dispositivo de seguridad y a estrechar la vigilancia.

Roman no volvía ya a desvalijar esa cuenta. Con frecuencia, se llevaba un poco de dinero de muchas otras distintas. Fraudes sin vinculación entre sí que tan solo podrían relacionarse con él si un investigador contara con todos los datos de las cuentas, desvinculadas entre sí, en las que depositaba el dinero. Y, naturalmente, como trabajaba saltándose las fronteras nacionales, lo más habitual era que fuesen varias agencias, cada una de ellas con jurisdicción limitada, las que realizaban la investigación.

A veces le entraba un mal presentimiento: intuía que sus hurtos aislados estaban empezando a ser analizados como parte de una operación a mayor escala. Así pues, de vez en cuando, robaba una segunda suma de la misma cuenta; una suma un poco mayor que hiciera pensar en un ladrón cada vez más confiado. Luego, pirateando los archivos del personal del banco o de la corporación, depositaba el dinero en la cuenta de algún desventurado contable. Pero nunca se detenía a pensar en la injusticia y el sufrimiento personal causados por sus actos. Esa gente no era real para él. Eran simples datos: un número de empleado y una cuenta bancaria. Datos que flotaban como el plancton en un océano cibernético.

No era gente real. No era el mundo real.

A todo esto, se percató de que una pista que había ido siguiendo lo había conducido sin querer hasta la central de una empresa de tecnología medioambiental en San Francisco. Se batió rápidamente en retirada, borrando sus huellas mientras retrocedía. Nunca atacaba empresas radicadas en Estados Unidos o en Rusia. No porque sintiera ningún afecto por esas naciones, sino porque, como todo el mundo sabía, los americanos podían ser muy sofisticados —y tenaces— cuando se trataba de rastrear a los hackers y defraudadores. Si por casualidad pirateabas una empresa que resultaba ser proveedora del inmenso complejo militar estadounidense, el FBI te perseguía implacablemente sin importar en qué parte del mundo estuvieras.

Y los rusos…, bueno, con los rusos nunca se sabía a quién le estabas robando realmente, y ellos contaban con los mejores talentos del mundo en pirateo informático. Los americanos y los rusos tenían los mejores ciberpolicías y cibercriminales del planeta. Era conveniente mantenerse alejado de ellos.

Se retiró apresuradamente de la compañía americana. Quince minutos después se había enriquecido en otros seis mil. Euros esta vez, procedentes del fondo de pensiones de una compañía aérea británica.

Roman siempre hacía cambios con sus fondos, a veces durante meses, redistribuyéndolos, concentrándolos, volviendo a distribuirlos, para depositarlos por fin en pequeñas cantidades en las diversas cuentas alemanas a las que tenía acceso directo. Estaba planeando construir un nuevo ordenador más rápido que todos los equipos de los que disponía; probablemente, más rápido y más potente que el de cualquier ciberpolicía. Tenía que transferir el dinero suficiente a su tarjeta de crédito para adquirir dos HyperDrive5 SATA-interface. Era una suma mucho más elevada de lo que prefería transferir de una sola vez, pero necesitaba esos discos.

Al terminar, cerró su equipo, cosa que llevaba su tiempo y no siempre hacía. Existía el riesgo de que se produjeran problemas al reiniciar, y, además, ello le impedía reaccionar de forma inmediata si alguno de los cuerpos de seguridad llamaba entretanto a su puerta. Pero le gustaba que el hardware se enfriara de vez en cuando. Y siempre tenía listo el electroimán para cualquier eventualidad.

Arrastrando los pies y contoneándose como un pato, entró en la cocina, regresó a la sala de estar con una bolsa familiar de patatas fritas y se instaló en la depresión permanente que su cuerpo había dejado en el sofá. Encendió la televisión y vio un programa en el que una mujer, que quería volver a trabajar, tenía que buscar a una abuela de Baviera para que enseñara a su marido a hacer las tareas de la casa y a mantener el piso limpio, utilizando métodos tradicionales pero respetuosos con el medio ambiente: zumo de limón, vinagre…, ese tipo de cosas.

—¿Por qué? —exclamó Roman con un bufido despectivo antes de quitar el sonido y coger el móvil de la mesita de café.

Examinó el teléfono. Era bueno. Un Nokia 5800 con conexión a Internet y GPS incorporado.

Ignoraba por qué lo había robado. Él estaba almorzando en el café cuando la chica había entrado y se había sentado en la mesa de al lado. Hizo un esfuerzo para no mirarla, pero no pudo por menos que advertir lo preciosa que era: pelo oscuro, grandes ojos negros, alta, delgada y elegante. El tipo de mujer que jamás le echaría a él una segunda mirada (salvo que fuera una mirada de repugnancia). Y sin embargo, era exactamente el tipo de mujer que él deseaba; el único tipo de mujer que él deseaba. Lo más opuesto posible a Elena.

Pero no era su belleza lo que más recordaba de ella. Algo había percibido en esa mujer —su modo de sentarse, de mirar a todos lados— que lo había turbado. Habría jurado que estaba asustada. No dejaba de vigilar la puerta del café, como si temiera que alguien fuese a entrar tras ella. Lo más llamativo, no obstante, había sido cómo había dejado el móvil sobre la mesa, tapándolo con una servilleta, para salir a continuación del local como si se lo dejara olvidado. Por eso lo había cogido: no porque la mujer se lo hubiera olvidado y él pretendiera devolvérselo, sino porque su manera de abandonarlo allí resultaba falsa. No se lo había olvidado: lo estaba dejando a propósito en un sitio público donde ella sabía que el primero que lo encontrara, se lo quedaría.

Era intrigante. Ella misma era intrigante. Y por un momento, cuando la mujer ya se había ido, Roman Kraxner, el obeso chiflado de la informática convertido en defraudador profesional, se transformó en su personaje on-line, Rick334, detective privado de Nueva Venecia. Tras pagar la cuenta, estrujando su corpachón entre las mesas, había pasado junto a la que ella había ocupado. Fingió que la agenda electrónica con la que había estado trabajando se le caía sobre la mesa y, al recogerla, se apoderó también del Nokia.

Un subterfugio totalmente innecesario, porque nadie miraba hacia allí. Era uno de los consuelos de los feos y los gordos: no se trataba de que la gente no se fijara en ti; más bien hacían un esfuerzo para no mirarte.

La curiosidad de Roman se había redoblado cuando llegó a su casa y examinó el contenido del teléfono. No había ningún contacto en la agenda, y dedujo que el aparato había sido limpiado deliberadamente antes de ser abandonado. También el historial del GPS estaba borrado, así como los mensajes de texto.

Pero había quedado algo intacto: el tono de llamada. Y estaba programado para todas las funciones: llamadas entrantes, mensajes de texto, alertas… «Message in a Bottle» de The Police. Al advertirlo, tuvo la convicción de que todo aquello que había percibido instintivamente en la mujer del café era cierto. Ella había dejado adrede el teléfono para que él lo recogiera. Como un náufrago que arroja una botella al océano, había metido algo en ese móvil. Un mensaje. Lo único que Roman tenía que hacer era encontrarlo.

Cosa que no representaba un problema para él. Lo bueno de los teléfonos móviles era que constituían una tecnología convergente: un móvil era una cámara, una agenda, un navegador de Internet, un reproductor de mp3… A diferencia de los modelos antiguos, los de esta generación se parecían más a un ordenador que a un teléfono. Y él tenía el software necesario para recuperar los datos que habían sido borrados.

Fue entonces cuando la cosa se puso interesante.