Poppenbüttel quedaba al norte del centro de la ciudad, en el distrito Alstertal de Wandsbek, y marcaba el límite entre Hamburgo y Schleswig-Holstein. Este era otro de los lugares que, en varias etapas de su historia, habían sido alemanes o daneses. En la actualidad, era una de las zonas menos densamente pobladas de Hamburgo, donde el paisaje de la ciudad se veía interrumpido por grandes espacios verdes de parques y bosques. Durante doscientos años, el Poppenbütteler Schleuse había proporcionado a la ciudad dos servicios. Su función principal, como parte de un sistema integrado de canales y esclusas, había sido siempre controlar el caudal del Alster hacia el centro de Hamburgo, asegurando un nivel constante del agua en la ciudad. Pero la gente lo conocía mucho más por su segunda función: detrás de las compuertas de la esclusa del Poppenbütteler Schleuse se había formado una extensión acuosa a medio camino entre un estanque profundo y un pequeño lago; casi una versión en miniatura de los tres lagos Alster —el Pequeño, el Interior y el Exterior—, que se encontraban en el centro de la ciudad. Todos los fines de semana y durante las vacaciones, la gente iba a nadar a ese estanque, o alquilaba un bote para remar por sus plácidas aguas. El lugar quedaba oculto tras una densa barrera de árboles y rodeado por el espacio verde del parque Henneberg. Era, pensó Fabel mientras aparcaba, el sitio ideal para arrojar un cadáver: situado dentro de la ciudad y conectado con una serie de avenidas, pero al mismo tiempo aislado y recoleto.
Cuando el comisario llegó allí, la policía uniformada ya había acordonado el escenario del crimen con cinta de plástico, aunque Holger Brauner y su equipo no se habían personado aún para montar su tienda forense. Fabel estacionó frente a Saseler Damm, junto al puesto de alquiler de canoas. Mientras caminaba a lo largo de la orilla, vio a un par de agentes que hablaban en voz baja con un hombre de mediana edad y cara muy pálida, aferrado a su caña de pescar como si fuese una cuerda de salvamento.
Werner Meyer lo esperaba en el camino de sirga que discurría junto al lago. Detrás de él, a unos veinte metros, yacía boca abajo el cuerpo desnudo de una joven. Tenía la cabeza vuelta de lado y el húmedo pelo esparcido por la cara. A diferencia del torso hallado tras la tormenta, este cuerpo no parecía a simple vista un cadáver. De no ser por el tiempo inclemente, habría sido fácil confundirlo con el de una mujer tomando el sol.
—Supongo que la ha encontrado nuestro pescador, ¿no?
—Sí —dijo Werner—. ¿Dónde estabas? He tratado de localizarte en el móvil. No conseguía comunicar contigo.
—¿En serio? —Fabel se extrañó—. Lo he llevado encima toda la mañana. ¿Quién la ha sacado del agua?
—Un par de guardias locales. El tipo de la caña ha avisado con su móvil. Los agentes pensaban que podía tratarse de un suicidio, pero después han visto las marcas que tiene en el cuello y la garganta. Y obviamente, el Asesino de la Red está en la mente de todos.
—Vamos a echar un vistazo. —Fabel tomó los guantes de látex que Werner le tendía y se los puso. Levantaron la cinta de plástico y pasaron. Acuclillándose junto al cuerpo, el comisario jefe le apartó de la cara las hebras de oscuro cabello. La chica tendría unos treinta años, calculó, y daba la impresión de que se mantenía en buena forma física. Le examinó las manos, empezando por las uñas, buscando fracturas en los dedos o abrasiones en las palmas, el dorso o las muñecas. Nada. Por lo que se apreciaba, no había signos de heridas defensivas. Igual que en las otras mujeres.
Volvió el cuerpo boca arriba. Lo hizo con delicadeza, como si temiera hacer daño a alguien que, evidentemente, estaba más allá de todo daño. La piel pálida y brillante de la mujer resaltaba sobre el asfalto mojado del camino de sirga. Le apartó nuevamente un mechón de la cara. Tenía los ojos cerrados; los labios, de un leve tono azul, le habían quedado entreabiertos. Era, o había sido, una chica guapa. Le levantó los párpados con cuidado; el blanco de los ojos estaba enrojecido y surcado de capilares rotos: hemorragias petequiales, un signo inequívoco de estrangulamiento. Examinó el rostro y siguió la curva del cuello: había otra hemorragia petequial, esta vez un rombo de piel lívida en la garganta, justo por encima de la escotadura yugular, en el punto donde las clavículas se unían al esternón. Observó que tenía solo una ligera magulladura en el cuello, allí donde el asesino había presionado con los dedos para hundir a continuación los pulgares y aplastarle la laringe. La magulladura era muy limitada, dedujo Fabel, porque la muerte había sido rápida y no había dado tiempo a que se formara un moretón.
—Lo hace limpiamente, debo reconocérselo —le dijo a Werner, incorporándose—. No nos deja nada para continuar investigando.
—En efecto, pero ahora parece estar jugando —contestó Werner—. Y eso acabará siendo su perdición. Estos chalados siempre terminan haciendo estas cosas. Es como si quisieran que los atraparan.
—¿De qué estás hablando, Werner?
—Bueno, yo diría que es bastante obvio que está intentando comunicarse. Me refiero al mensaje de texto. Ese por el que nos has preguntado a Anna y a mí. Tiene que haber sido él.
—Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué cambia de repente su modo de actuar? Nunca nos había dado una pista. Lo más raro del asunto, en todo caso, es que el mensaje parecía proceder del número de Susanne.
Fabel sacó su móvil y lo abrió.
—Mira. —Empezó a repasar la lista de mensajes—. Un momento, enseguida… —Hizo una mueca.
—¿Qué ocurre, Jan?
—Este maldito…
—¡Ah, mierda…! —Werner lo interrumpió, dándole unos golpecitos en el brazo con el dorso de la mano y señalándole hacia el lado por el que habían venido. Fabel se dio media vuelta y vio a Horst van Heiden caminando hacia ellos con paso decidido.
—Joder —masculló entre dientes Fabel—. ¿Cómo se las ha arreglado para llegar antes que el equipo forense? Debe de tener una conexión permanente con el centro de operaciones. —Cubrió su irritación con una sonrisa postiza y saludó al director general cuando llegó junto a ellos—. Herr director, no pasa todos los días que te veamos en la escena de un crimen.
—¿Tenemos un nombre? —preguntó Van Heiden, señalando a la figura tendida en el camino.
—Ni siquiera tenemos la ropa. Mucho menos una identificación. Tardaremos un tiempo en averiguar el nombre.
—Pero es una víctima de ese maníaco de Internet, ¿no?
—Tampoco puedo confirmarlo aún. Pero sí, yo diría que hay una elevada probabilidad de que lo sea. El modus operandi de arrojar el cuerpo en un canal de la ciudad encaja en el perfil.
—Y encima te envió esa advertencia críptica sobre el lugar del crimen. Es una lástima, Fabel, que no te dieras cuenta de que era un aviso anticipado del sitio donde arrojaría el cuerpo. No es que te culpe tampoco… Nadie se lo habría imaginado.
—¿Cómo es que…?
—He hablado con Frau Wolff. —Van Heiden volvió a observar el cadáver y frunció el entrecejo.
—Supongo que no has venido a comprobar mis dotes de investigación en el lugar del crimen, ¿no? —dijo Fabel.
—No exactamente. Pero hemos de encontrar a este chiflado. Me han dicho que vas a ejecutar esta tarde las órdenes de registro.
—Bueno, se va a encargar Anna. Yo habré de quedarme aquí a supervisarlo todo. No podemos efectuar detenciones en esas redadas, pero la orden nos autoriza a llevarnos los ordenadores al departamento de Kroeger. Quizá tengamos suerte. También voy a darle mi móvil a Kroeger.
—¿Para que rastree quién te envió ese mensaje? —preguntó el director general.
—Bueno, no exactamente… —Fabel resopló—. No consigo encontrarlo. Quizá lo haya borrado sin querer, pero no sé cómo.
—Ya veo… —masculló Van Heiden. Era un hábito suyo ese «ya veo» elíptico cuando hablaba con sus subordinados. De ti dependía interpretar lo que se ocultaba tras la elipsis: «Ya veo… que he escogido al hombre equivocado para el caso. Ya veo… que esta vez la has cagado a base de bien».
—Y estamos dando por supuesto que el mensaje es significativo —dijo el comisario en jefe—. Podría tratarse de una coincidencia.
Van Heiden le echó una mirada: esa clase de mirada que le habría lanzado a alguien que hubiera entrado en el Präsidium proclamando que había sido abducido por extraterrestres.
—Vale —se defendió Fabel—. Sería una coincidencia brutal. Le pediré a Kroeger que investigue. Has dicho que me estabas buscando esta mañana…, ¿para qué?
—Bueno es que, después de nuestra conversación de esta mañana, he pensado que tenía que ponerte al corriente sobre el asunto del coche incendiado en Schanzenviertel. Acaban de informarme de que Föttinger ha muerto. Así pues, tenemos un homicidio involuntario, Fabel, y el caso te corresponde. Aunque quizá nos resulte difícil demostrar que ha sido homicidio, dado que Föttinger estaba dentro del café cuando el coche fue incendiado. Él salió y se expuso a las llamas que lo han matado.
—Quizá eso formaba parte del plan: incendiar el coche para inducirlo a salir —aventuró Fabel—. Pero intuyo que este no es el único motivo por el que has venido aquí.
—No. O al menos no del todo. Quería preguntarte si Berthold Müller-Voigt te dijo algo ayer cuando salisteis de la reunión.
—¿Qué quieres decir? ¿Por qué me lo preguntas?
Van Heiden lo cogió del brazo y lo condujo un poco más lejos para que Werner no pudiera oírlos.
—Escucha, Jan. Ya conoces los rumores sobre el pasado de Müller-Voigt. Las acusaciones publicadas en la prensa sobre su posible vinculación, a principios de los ochenta, con grupos terroristas de extrema izquierda.
—No creo que tuviera nada que ver con terrorismo. Creo que su vinculación nunca pasó de ser política. —Fabel no quería explicarle a su jefe que había hurgado en profundidad en los antecedentes del senador durante la investigación que lo había puesto en contacto por primera vez con él.
—Tanto si estuvo implicado como si no, a mí me resulta incómodo tener que compartir ciertas informaciones con él, en tanto que miembro del comité de seguridad de «Hamburgo, problemas globales». Aparte de sus antecedentes, el senador es un cerdo intrigante y manipulador. Me consta que tú tuviste trato con él en el pasado. Solo me preocupaba que estuviera intentando sacarte información.
—Información… ¿sobre qué?
—No lo sé. Lo único que sé es que, antes de que tú llegaras, se mostró muy insistente con Menke. Le preguntó una y otra vez a qué grupos ecologistas radicales estaba investigando la BfV. Naturalmente, teniendo en cuenta el florido historial de Müller-Voigt, Menke no estaba dispuesto a informarle más que de lo estrictamente necesario.
—Pero el senador es un miembro destacado del Gobierno de Hamburgo. Prescindiendo de que lo haya sido o dejado de ser en el pasado, es un funcionario electo de la Administración. Yo habría creído que debíamos colaborar con él al máximo.
—Claro… —Van Heiden parecía algo desconcertado—. Claro que estamos colaborando. Pero es que sus preguntas…, no sé…, estaban fuera de lugar.
—Bueno, te puedo asegurar que él no habló conmigo en el ascensor de nada semejante. Yo me bajé en la planta de la brigada, de forma que no pudimos hablar demasiado.
—Bien… —dijo el director distraídamente, frotándose la barbilla—. Bien…, pero quería preguntártelo. Ese hombre puede llegar a ser muy taimado.
Fabel no sabía muy bien por qué no le había contado a su jefe lo que realmente habían hablado él y el senador. Simplemente, sentía que debía guardárselo, al menos de momento. Al fin y al cabo, le había prometido al político que haría sus pesquisas de modo extraoficial y sin comunicárselo a nadie.
Cuando Van Heiden se fue, el comisario se dedicó a supervisar los trabajos en el escenario del crimen tal como había hecho tantas veces a lo largo de su carrera. Holger Brauner llegó en compañía de su equipo y, con su intempestiva jovialidad de siempre, examinó el cadáver, recogió con cinta adhesiva cualquier elemento extraño de la piel de la víctima, colocó indicadores numerados, sacó fotografías, metió los restos de la joven en una bolsa de vinilo negro y se la llevó del lugar. Los agentes mantenían a raya a la creciente multitud de mirones. Thomas Glasmacher y Dirk Hechtner aparecieron al poco rato, tomaron declaración al pescador y empezaron a hacer un recorrido puerta a puerta por los alrededores.
Era la coreografía cuidadosamente ensayada del comienzo de una nueva investigación por asesinato. Y Fabel dirigía el espectáculo bajo la grisácea llovizna. Esta vez no había horror, ni mutilaciones ni hedor a putrefacción. Únicamente, la triste realidad de una joven vida malograda.
Otra cosa a la que el comisario en jefe no había aprendido a habituarse.