Capítulo quince

A la mañana siguiente, cuando llegó al Präsidium, Fabel se sentía cansado e irritable. No se había equivocado respecto al café: lo había mantenido despierto la mitad de la noche. O mejor dicho: el café, la ausencia de Susanne a su lado en la cama y el incesante desfile de imágenes parpadeantes en su mente (en el que aparecía una y otra vez la mujer de la fotografía que Müller-Voigt le había enseñado) lo habían desvelado.

—¡Uf, tienes un aspecto fatal…! —le soltó Werner a modo de saludo cuando el comisario salió del ascensor—. ¿Resaca?

—¡Ojalá! —respondió—. Insomnio. ¿Cómo va el asunto del Asesino de la Red? ¿Ya tenemos las órdenes judiciales?

—Anna dice que hay cuatro direcciones donde podemos efectuar un registro esta tarde. Propone que nos reunamos a las tres y procedamos a hacerlo simultáneamente. Nos vendrían bien unos cuantos agentes uniformados en cada punto.

—Yo me encargo.

Anna Wolff salió del despacho que compartía con Henk Hermann y saludó a Fabel.

—Tiene un aspecto horrible…

—Eso ya lo hemos hablado —la interrumpió Werner—. Alega que ha sido el peso de su intelecto lo que lo ha tenido despierto toda la noche, pero yo apostaría más bien por una botella de malta.

—Cuando hayas terminado… —dijo Fabel—. Dime una cosa, ¿tú me enviaste ayer un mensaje de texto?

—¿Yo? —Werner frunció el entrecejo—. No…, yo no.

—¿Y tú, Anna?

—Yo tampoco, Chef. ¿Es importante?

—No lo sé. No…, seguramente, no. Lo único que decía era Poppenbütteler Schleuse.

—Suena como si se lo hubieran mandado por error —dijo Anna—. ¿Conoce a alguien que viva en Poppenbüttel?

—La verdad es que no. ¿Puedo hablar un minuto con vosotros dos?

Werner y Anna lo siguieron a su despacho.

—Sé que estamos muy agobiados de trabajo, pero he de comprobar un par de cosas esta mañana —les expuso Fabel—. Podéis llamarme al móvil si me necesitáis. Antes de irme, me encargaré de reclutar a los agentes uniformados para las redadas de esta tarde. Les diré que vengan a las dos y media. ¿Te ocuparás tú de informarlos, Anna?

—Claro. Aquí están las cuatro direcciones. Me temo que están diseminadas por toda la ciudad. Por cierto, el director general Van Heiden lo estaba buscando. Lo ha llamado hace unos quince minutos.

—Está bien. —Pero la idea de «qué querrá ahora» se le pasó por la cabeza—. Hay un asunto que me gustaría que me investigarais los dos. Es posible que no esté relacionado con ningún caso, pero necesito información sobre una organización llamada Proyecto Pharos. De momento no es nada oficial, ya digo, pero cabe la posibilidad de que tenga algo que ver con el cadáver que apareció ayer. He hecho un nuevo amigo en la BfV, así que voy a preguntarle también si nos puede dar información sobre Pharos. ¿A vosotros os suena de algo?

Werner, que aún estaba tomando notas, meneó la cabeza e inquirió:

—¿Es Faros con efe o con pe y hache…?

—Con pe y hache…, al modo griego —informó Fabel—. Lo dirige un tipo llamado Dominik Korn.

—Yo sí he oído hablar de ellos —terció Anna—. Creía que era un grupo ecologista como Greenpeace.

—Nada de eso —dijo el comisario en jefe, echándose a reír—. Yo soy miembro de Greenpeace, pero no me verás cerca de esa gente de Pharos. Al parecer, empezó como un grupo legal, pero ahora da la impresión de que se ha convertido en una secta peligrosa.

—Le echaré un vistazo —se ofreció Anna, mirando con una sonrisita a Werner—. Al menos sé cómo se deletrea.

—¿Algo más, antes de que me vaya? —preguntó Fabel.

—Solo que tenemos un homicidio potencial en el Schanzenviertel. Estamos esperando a ver si la víctima sobrevive. El pobre tipo tiene quemaduras en el sesenta por ciento del cuerpo.

—¿Cómo ha sido?

—Uno de esos incendios de coches que salió mal.

—¿Un coche incendiado? —El humor de Fabel se ensombreció al recordar su conversación del día anterior con Menke, el hombre de la BfV—. ¿Y dices que murió alguien?

—El dueño salió corriendo al ver su coche en llamas —explicó Werner—, pero los atacantes habían arrojado dentro del vehículo varios recipientes llenos de queroseno que prendieron justo cuando el pobre idiota llegaba junto al coche. Se convirtió en una antorcha humana, según parece.

—Fantástico —explotó el comisario—. Ya me imagino para qué me llamaba a primera hora el director general Van Heiden. Será mejor que le devuelva la llamada. Nos veremos de nuevo aquí hacia la una y media para preparar las redadas.

Cuando Werner y Anna se fueron, Fabel cogió la lista de direcciones que esta le había dado y llamó a la sala de control del Präsidium para que asignaran agentes de apoyo a cada redada. Explicó que habría por lo menos dos detectives de la brigada de homicidios en cada dirección y pidió que mandaran a un par de agentes uniformados de las comisarías respectivas.

Van Heiden aceptó en el acto la llamada de Fabel. Se trataba exactamente de lo que este había imaginado: la reacción del director general a la noticia del coche incendiado. Él intuyó que su jefe se regodeaba un poco recordando a todo el mundo la clarividencia que había demostrado al afirmar que «alguien acabará muerto tarde o temprano».

Desde luego, el grueso de la conversación lo dedicó a señalarle a su subordinado lo importante que era —suponiendo que muriese la víctima— que los agresores fueran detenidos con celeridad. Fabel nunca entendía por qué sentía Van Heiden la necesidad de recalcar la importancia de un caso en particular: como si él no se tomara en serio la pérdida de una vida humana sin necesidad de que se lo subrayaran desde las altas instancias. Para él, cualquier asesinato se destacaba ya lo bastante por sí mismo.

—Quizá este caso tenga más trasfondo de lo que parece, Fabel —dijo Van Heiden—. Y hay otro motivo para darle prioridad: la víctima, el dueño del Mercedes, es un tal Daniel Föttinger, un personaje muy importante en el mundo de las tecnologías medioambientales. Tanto que es uno de los organizadores de la cumbre «Hamburgo, problemas globales».

—Entonces, ¿opinas que es un asunto político?, ¿que iban deliberadamente a por él y que estamos ante un intento de asesinato?

—Podría ser. Como mínimo, no me gusta la coincidencia. Me parece que aquí es donde entra en juego tu especial talento. No sé si podremos demostrar premeditación, quizá resulte difícil. Pero dudo que acabe siendo intento de asesinato.

—¿No crees que salga de esta?

—Según el hospital, tendrá suerte si aguanta las próximas veinticuatro horas.

Después de colgar, Fabel introdujo en el buscador de Internet el nombre de Daniel Föttinger. A medida que estudiaba los resultados, su inquietud fue en aumento. Deseaba con toda su alma que no se tratara de otro homicidio, fuera en grado de intento o no. La brigada ya estaba saturada con el caso del Asesino de la Red. A lo cual se añadía el torso aparecido en el Fischmarkt y su posible relación con la mujer que, según Müller-Voigt, había desaparecido. Pero cuanto más leía acerca de Tecnologías Medioambientales Föttinger y de su director general y principal accionista, Daniel Föttinger, menos creíble le parecía que el incendio del coche hubiera sido un ataque al azar.

Había otra cosa que lo inquietaba: Föttinger y Berthold Müller-Voigt aparecían en fotografías tomadas en diversas recepciones, siempre con aire de ser muy amigos. Aunque, por otro lado, pensó, no era de extrañar que el senador de Medio Ambiente de Hamburgo y la figura más importante del mundo de las tecnologías medioambientales se hubieran tropezado con frecuencia; máxime cuando Föttinger era uno de los organizadores de la cumbre «Hamburgo, problemas globales».

Pero pese a ello, no conseguía librarse de una sensación peculiar en las tripas. Un mal presentimiento.

Fabel fue en coche a la dirección de Meliha que Müller-Voigt le había dado. Era un bloque de apartamentos de los años sesenta, con galerías que miraban a la arboleda y al pequeño lago del Wandsee. Encontró el apartamento en el tercer piso y, tal como le había dicho el senador, los postigos estaban cerrados. Llamó a la puerta contigua y le abrió una cuarentona menuda, de cabello amarillo pajizo y raíces oscuras. La mujer lo examinó con recelo y musitó algo así como que no quería comprar nada antes de que él le mostrara su identificación de policía. Su expresión pasó del recelo a la abierta hostilidad.

—Estoy buscando a la mujer que vivía en la puerta de al lado. Meliha Yazar. ¿Sabe dónde o cuándo podría encontrarla?

—Ya vino alguien hace unos días a preguntar lo mismo. Aunque no era un policía. Le digo lo mismo que le dije a él: ese apartamento no ha estado ocupado desde hace un par de meses. Y era una familia —una familia alemana— la que vivía ahí.

—¿Quién es el dueño del edificio? —preguntó Fabel.

—Este edificio es público. No hay dueño; pertenece a la ciudad y al estado de Hamburgo, señor.

El comisario dio las gracias a la mujer y se retiró. Mientras bajaba a buscar el coche llamó al Präsidium y le pidió a Henk Hermann que se pusiera en contacto con el Gobierno de la ciudad y consiguiera los registros de alquiler de los apartamentos.

Acababa de subir al coche cuando sonó el teléfono. Vio que la llamada era de la brigada.

—Hola, Henk, qué rápido…

Chef, soy Anna. Será mejor que vuelva aquí. Parece que el Asesino de la Red ha vuelto a actuar: un cuerpo de mujer arrojado a un canal de la ciudad. Werner ya está en el lugar.

—Mierda… —Echó un vistazo al reloj—. Tendrás que encargarte tú sola de la sesión informativa de esta tarde. Me encontraré con Werner en el escenario del crimen. ¿Dónde ha aparecido la víctima?

Anna hizo una pausa antes de responder. Fabel habría jurado que la oía inspirar hondo.

—No se lo va a creer, Chef —dijo al fin—. Werner está en Poppenbüttel. El Asesino de la Red ha arrojado a su última víctima a la esclusa del Alster de Poppenbütteler Schleuse.