Capítulo trece

Roman Kraxner se hallaba tras la puerta de su piso, con la cabeza ladeada, el oído pegado a la madera y la pecosa y sudada frente fruncida debido a la concentración. Trataba de respirar silenciosa y superficialmente para escuchar todo lo que pudiera de lo que ocurría abajo. Era una tarea difícil, porque su obesidad convertía cada inspiración en un prolongado resoplido a través de unas vías respiratorias comprimidas por la grasa.

Se oía una grave voz masculina en el hueco de la escalera desde el piso de abajo. Sonaba en un murmullo, demasiado baja para que él pudiera distinguir exactamente qué decía, pero parecía serena, controlada, fuerte. Autoritaria.

Otra voz provocó que Roman se apartara sin ruido de la puerta. Esta sonaba más alta, airada, brutal. Con un marcado acento.

—¡Seguro que ha sido ese cerdo gordinflón, ese repulsivo pedófilo de arriba! —La voz se oía con claridad, y Kraxner se imaginó al albanés apoyado en la barandilla de la escalera, gritando deliberadamente hacia lo alto.

«Claro que he sido yo —pensó Roman—. Yo los he llamado. Y voy a mandar un correo electrónico al propietario. Tenlo por seguro».

—Debería usted subir —gritó el albanés para que su obeso vecino lo oyera—. Se lo digo. Le digo que lo que usted debería… Que lo que debería hacer… Debería investigar qué tiene en todos esos ordenadores. Niños, niñas pequeñas… Me juego el cuello.

Kraxner sintió que le subía de muy adentro una oleada de una sensación a medio camino entre el miedo y la furia. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía esa gentuza a decir esas cosas de él?

La otra voz se percibía un poco más alta, aunque serena, más autoritaria y con un atisbo amenazador en el tono. Aunque se arrimó más a la puerta, el hombre tampoco pudo distinguir lo que decía el policía. Solo unas palabras: la orden de no molestar a Roman, la advertencia de que bajara la música, una alusión a las ordenanzas de la ciudad de Hamburgo… Ahora todas las voces se oían más bajas. Más tranquilas.

La voz grave estalló en una risotada ante un comentario del albanés. ¿De qué se reía? ¿De quién se reía? ¿Acaso se reían de él? ¿Por qué se reía el policía? Se suponía que estaba allí para hacerlos callar, para interrumpir esa música estúpida. Si él había llamado a la policía, era para eso.

Roman ya no oyó más la voz del policía. Le llegó el estrépito de la puerta exterior del bloque al cerrarse. Unas palabras masculladas en albanés y luego otro portazo: el apartamento de abajo.

Permaneció junto a la puerta unos instantes, aguzando el oído por si sonaban pisadas en la escalera: el albanés dispuesto a plantarle cara. No, nada. Dio media vuelta y apoyó la espalda en la puerta. Notaba algo en la parte superior del pecho, casi en la garganta: un aleteo. Sabía que volvería a sentirlo cada vez que pasara frente a la puerta del albanés. Y aunque hacía todo lo posible para no tener que salir del piso, cuando no le quedaba más remedio, le costaba una eternidad asfixiante pasar frente al apartamento del albanés.

¡Cómo odiaba vivir allí, por Dios! Él merecía algo mejor. Mejor que toda esa gente que lo rodeaba. Mejor que este minúsculo piso de mierda. Mejor que vivir en Wilhelmsburg.

Por encima de todo, odiaba vivir encima de los albaneses. Su país de origen era totalmente irrelevante para él: odiaba vivir encima de cualquiera, porque lo que más aborrecía de este piso era tener que subir por la escalera. Desde que había perdido su empleo en la tienda de informática, era un esfuerzo que había de hacer cada vez menos. Su apartamento estaba en la segunda planta, pero le bastaba subir esos dos pisos para quedarse completamente sin aliento, con la cara sudorosa y pálida y los pulmones reclamando oxígeno a gritos. Con frecuencia, cuando llegaba arriba, la comida que había comprado ya estaba fría. Él nunca cocinaba. En ocasiones, recalentaba la comida en el microondas, pero nunca había llegado a prepararse siquiera una taza de café en la cocinita del piso. Todo lo que comía y bebía salía de una lata, de una caja o de un recipiente de poliestireno.

El piso constaba de tres habitaciones; cuatro, contando el baño. El edificio era bastante nuevo y el propietario lo mantenía en buen estado, y cuando Roman se había mudado allí, la decoración parecía nueva e impecable. Pero, actualmente, el interior estaba hecho un desbarajuste y lleno de mugre. Kraxner encontraba muy cansadas las tareas domésticas: no eran aburridas, sino extenuantes, como si le chuparan hasta la última gota de energía. Diez minutos arrumbando desperdicios de una punta a otra de la habitación lo dejaban exhausto, chorreante de sudor, jadeando entrecortadamente… Y diez minutos de limpieza no cambiaban gran cosa aquel panorama de libros y revistas apilados, de latas de refrescos vacías y envoltorios de comida preparada esparcidos por todas partes.

No es que a él le importara mucho el aspecto del apartamento. Nadie iba nunca allí: ni amigos ni mujeres ni nadie. Y tampoco sentía un apego personal por ese lugar, ni le otorgaba la categoría de un hogar. En el fondo, Roman Kraxner no tenía muy claro lo que era un hogar. Al menos, en el mundo físico. Sí tenía un sentido de pertenencia, aunque no estaba anclado en ninguna realidad tangible. Para él, había otro universo lleno de posibilidades, un universo libre de las limitaciones de su cuerpo, que constituía su verdadero medio ambiente. Era a ese universo al que pertenecía de verdad, donde él verdaderamente existía.

Cuando se convenció de que el albanés había vuelto a entrar en su apartamento y no intentaba subir por la escalera para enfrentarse con él, Roman cruzó arrastrando los pies la caótica sala de estar, pasó junto a la colección de monitores, altavoces, discos duros y teclados dispuestos sobre la mesa de la pared del fondo, y se dirigió al baño. Le dolían las tripas, como siempre le ocurría cuando estaba nervioso —es decir, prácticamente siempre—, y notó que la necesidad de vaciar los intestinos se volvía más acuciante. Colocándose los auriculares del iPod, se bajó los pantalones del chándal y procedió a aposentar los ciento ochenta kilos de su corpachón sobre el retrete. Mientras escuchaba música y jugaba con juegos de ordenador, apretó y apretó; la respiración se le volvió aún más agitada y el rostro más lívido de lo normal. Nada.

Como le había explicado el médico, este era el resultado inevitable de su dieta, desprovista de cualquier elemento que pudiera dar la más mínima impresión de haber sido cultivado en la tierra. Lo que no le había respondido a su médico era que él despreciaba todo lo que oliera siquiera al mundo natural; que disfrutaba la artificialidad, la pura apariencia de lo sintético. Cuanto más procesada, cuanto más fabricada pareciera la comida, más le gustaba. Prefería la carne picada, machacada, y modelada artificialmente. La única fibra que consumía se encontraba oculta en la guarnición indiscernible que engrosaba sus hamburguesas y salchichas, sus empanadas de carne y sus pedazos de pollo rebozado. Los bollos y panecillos que acompañaban la carne que tomaba debían ser blancos y mullidos, sin textura ni el menor atisbo del cereal original. Su preferencia por los vívidos colores artificiales en los postres, helados y bebidas le permitía marcar una distancia radical entre su persona y cualquier derivado lácteo. Esta era la razón principal de que fuera más partidario de las cadenas de comida rápida americanas que de los puestos locales de comida Schnellimbiss o Würstchenbude. Se requería toda una ciencia y un arte para lograr que la comida diera la impresión de tener poco o nada que ver con el mundo natural; y resultaba lógico, a su modo de ver, que semejante virtuosismo lo hubiera alcanzado la misma nación que había llevado al hombre a la Luna.

Al cabo de veinte minutos de esfuerzo, las ganas de defecar no se le habían pasado, pero los espasmos de sus intestinos no habían logrado producir nada. Había transcurrido más de una semana desde que le habían funcionado de un modo productivo. Dando un suspiro, se subió los pantalones del chándal y cruzó otra vez la sala comedor para instalarse frente a la mesa donde tenía los ordenadores. Esta era la puerta a ese otro universo, a esas otras identidades. Lo recibieron con un ronroneo: el suave zumbido de los ventiladores de refrigeración de los dos Mac Pro 8-core, el enorme HP y los cinco discos duros externos, entre todos los cuales le proporcionaban siete terabytes de capacidad de almacenamiento para el servidor blade que él mismo se había montado. Miles de euros de tecnología informática lo invitaron con ese ronroneo a ingresar en otra vida.

Esta pequeña área de relucientes aparatos era la única parte del piso que se veía limpia y aseada. Roman la mantenía impoluta, ordenada e iluminada, a diferencia del resto de la sala de estar, que permanecía sumida en la penumbra. Era aquí, asimismo, donde tenía sus muebles más caros: la robusta mesa sobre la cual se hallaban sus equipos, semejante al cuadro de mandos de la sala de control de una misión espacial, y la silla que se había hecho fabricar especialmente para él. Esta era el objeto más caro que había adquirido en su vida; más que cualquiera de los ordenadores. La silla se amoldaba a su cuerpo (o su cuerpo a ella); giraba, se ladeaba y se deslizaba automáticamente —así le parecía— obedeciendo a su voluntad. Era el último grito en sillas para ordenador, según decía el folleto. Pero el verdadero gasto se había producido al tener que fabricarla por encargo para que soportara el peso de Roman. Los fabricantes de Múnich habían enviado a un técnico a Hamburgo para que fuera a visitarlo. El técnico, de entrada, se había mostrado receloso al ver el aspecto humilde y casi miserable del piso, pero todas sus sospechas se disiparon cuando hizo un cálculo rápido del coste de los equipos informáticos desplegados sobre la mesa. Había sido casi como si hubiera entendido a aquel hombre; como si ya hubiera conocido a otros como él.

Kraxner recordaba que, cuando se había sentado por primera vez en aquella silla, la sensación de comodidad había sido sublime. Parecía que le sujetara sin esfuerzo cada centímetro cuadrado del cuerpo, de manera que se sentía —irónicamente— casi ingrávido. En estos momentos, al acomodarse en la silla, experimentó en parte esa sensación de alivio, de sublime confort, aunque no con igual intensidad. No ignoraba el motivo: la silla había sido fabricada para que se le adaptara a la perfección cuando la había encargado. Ahora, tres meses después y con siete kilos más, ya no se le adaptaba con idéntica perfección.

Suspiró profundo (o tan profundo como se lo permitía su síndrome de hipoventilación-obesidad, que lo obligaba a dormir todas las noches con una mascarilla de oxígeno), y encendió las cuatro pantallas planas, configuradas para ofrecer una imagen continua. Una sola ventana.

Este instante le encantaba a Roman: la inmersión. Ahora podía desconectarse de la masa de su cuerpo, de la masa del mundo. Como una ballena varada en la playa que se revolviera de repente y regresara al mar, a un medio natural y favorable, él se transformaba en un ser carente de peso y forma, y accedía a un mundo donde su mente, y nada más que su mente, importaba. Aquí se comunicaba con otros seres también sin forma. Aquí podía ser cualquiera, cualquier cosa. Aquí no había ruidosos vecinos albaneses, ni cólicos intestinales, ni esa sensación de desagrado ante la imagen que le devolvía el espejo.

Pasaría las siete horas siguientes, hasta bien entrada la madrugada, en el mundo cibernético. Chatearía, jugaría, sería otro. Estaría la mayor parte de ese tiempo en Virtual Dimension, donde se había registrado desde hacía casi un año. En ese programa él era delgado, atractivo y exitoso. Oficialmente, trabajaba como detective privado, tenía multitud de amantes, un apartamento en un ático, que daba a las lagunas de Nueva Venecia, y un Ferrari 250 GT de 1962 descapotable. Contaba con docenas de amigos y asistía a fiestas en las que había drogas digitales. Además, no tenía problemas de peso, ni un piso mugriento en Wilhelmsburg ni ningún vecino albanés. Se moría de ganas de volver a entrar.

Pero antes tenía cosas que hacer.

A decir verdad, aunque detestara vivir en aquel barrio, habría podido permitirse el lujo de mudarse en cualquier momento. Lo único que le impedía decidirse eran las preguntas que surgirían sobre cómo había conseguido amasar semejante fortuna. Tenía siempre enchufado a la corriente un potente electroimán de cinco kilos, que podía activar simplemente pulsando el interruptor y deslizarlo rápidamente sobre los discos duros para destruir los datos que contenían. Las pruebas.

Por si llegaban a presentarse.

Jugaría a Virtual Dimension enseguida. Previamente, sin embargo, tenía que atender sus negocios. Estaba sentado ante una tecnología de miles de euros que requería actualizaciones, mantenimiento y ampliaciones constantes. Para costear los gastos, desviaba grandes sumas de dinero de todas partes del mundo y las ingresaba en las cuentas que también tenía por todo el mundo.

Pero él era más que un mero defraudador: era un artista. Nadie lo investigaba de momento, porque nadie tenía conocimiento de que el dinero había desaparecido. Cada institución, organismo o compañía a la que había defraudado sufría de inmediato el ataque de un virus informático que borraba datos, destruía archivos y eliminaba las huellas de su intromisión. Cada virus era distinto. Cada uno de estos, una creación única, singular. Una obra de arte.

Y el mayor virus de todos —el troyano de los troyanos— era el virus Klabautermann: su obra maestra en programación destructiva.

Porque el obeso y solitario Roman Kraxner —veintiocho años, ciento ochenta kilos, sin título universitario, pero con una calificación máxima de bachillerato y un coeficiente intelectual de 162, afincado en un mugriento apartamento de tres habitaciones de Wilhelmsburg— era uno de los hackers y defraudadores de Internet más exitosos del mundo.

Y ya era hora de que se pusiera a trabajar.