—¿Dónde estás?
—En el coche. Con el manos libres.
—Me dejas impresionada —dijo Susanne—. Bienvenido al siglo veintiuno.
—Esto no es el siglo veintiuno —replicó Fabel—. Recuerdo con toda claridad que en los años setenta prometían en la tele que a estas alturas nos desplazaríamos en coches volantes, con monos plateados, y que iríamos de vacaciones a la Luna. ¿Qué tal Wiesbaden?
—Burgués. Más burgués que Hamburgo, que ya es decir. ¿A dónde vas? ¿Estás aprovechando mi ausencia para citarte con una rubia despampanante?
—¡Qué va! Voy a ver a Berthold Müller-Voigt. A su casa, ¿qué te parece?
—¿Desde cuándo te codeas con la jet set? ¿Para qué tienes que verlo?
—No lo sé. Me lo ha pedido él. Cosa curiosa…
—¿En qué sentido?
—Él siempre muestra un gran aplomo y un dominio total de la situación. Y por lo visto, ha sufrido una grave conmoción. Supongo que estoy a punto de conocer el motivo. ¿Me añoras?
—Terriblemente, pero el joven camarero italiano del restaurante me ayuda a olvidarlo. Volveré pasado mañana.
—Por cierto, ¿qué querías decir con Poppenbütteler Schleuse?
—¿Cómo?
—El mensaje de texto que me has enviado. Enigmático sí era, te lo reconozco.
—Jan, no tengo la menor idea de qué me estás hablando.
—A mediodía —dijo él con paciencia—, estaba almorzando en el café Fährhaus y he recibido un mensaje de texto tuyo. Decía Poppenbütteler Schleuse. Nada más.
—Y yo que creía que no bebías a la hora del almuerzo.
—No es broma, Susanne. Procedía de tu número.
—Pues yo no te lo he enviado. Sin la menor duda. Quizá sí tienes una rubia escondida por ahí y te estaba diciendo dónde quedar para esa cita romántica. Creo que hay allí un restaurante muy bueno.
—Hablo en serio, Susanne.
—Y yo también —replicó ella enérgicamente—. Yo no te he enviado ese mensaje. ¡Ay, Jan, ya sabes que eres un desastre con la tecnología! Me costó una eternidad enseñarte a manejar el reproductor de mp3, aunque ahora no podrías pasar sin él. Ese mensaje no puede ser mío. Mejor será que averigües en el trabajo. Quizá haya sido Anna Wolff. ¿Sabes una cosa? A veces me da la sensación de que la propia Anna estaría encantada de tener una cita romántica contigo en Poppenbütteler Schleuse.
—¿Anna? —Fabel soltó un bufido—. Estás totalmente equivocada. Para ser psicóloga, tienes una pésima intuición. Preguntaré mañana en la oficina, de todas formas, a ver si ha sido alguno de ellos quien me ha enviado el mensaje.
El comisario se dio cuenta de que se acercaba a Stade. No soportaba hablar por teléfono mientras conducía; pese a usar el manos libres, tenía la sensación de que no veía por dónde andaba. Sobre todo cuando pretendía averiguar al mismo tiempo quién y por qué le había enviado un mensaje tan críptico.
—He de dejarte. Te llamo mañana —dijo—. Que duermas bien.
El cielo se había despejado un poco y el sol, ya muy bajo, teñía de rojo las casas de Stade. Fabel pensó que el crepúsculo le confería a la población un resplandor casi psicodélico que poco tenía que ver con su auténtica atmósfera. Stade era un pueblo pequeño y pintoresco de aire soñoliento, lleno de canales, calles empedradas y casas medievales con gablete, situado en el límite del Altes Land —la Tierra Antigua—, en la orilla sur del Elba, unos cuarenta kilómetros al oeste de Hamburgo. Era la clase de lugar que le transmitía una sensación de confort y que estimulaba al historiador que había en él: aquel pueblo tenía más de mil años de antigüedad y era uno de los asentamientos más vetustos del norte de Alemania. Durante la Edad Media esta pequeña ciudad de provincias había sido, sucesivamente, una urbe sueca, una fortaleza danesa y una ciudad estado hanseática por propio derecho. En la actualidad, formaba parte de la región metropolitana de Hamburgo, aunque no parecía haber cambiado mucho y seguía —silenciosa, bella y tranquila— junto a la orilla del río Schwinge, contemplando el paso del tiempo y las locuras humanas con regia indiferencia.
Fabel soltó una maldición cuando se sorprendió atravesando el centro histórico de la población. Él ya había estado en la casa de Müller-Voigt, situada en las afueras, y para llegar allí no hacía falta cruzar el pueblo. Había salido con la convicción de que la encontraría fácilmente y no se había molestado en introducir la dirección en el GPS. Aunque la verdad era que raramente lo programaba. Algo en su interior le decía que no había nada más humano que hallar tu propio camino, y que, a menudo, si te perdías, era cuando hacías los mejores descubrimientos y te pasaban las mejores cosas de la vida.
Todo lo cual estaba muy bien en un plano filosófico, pensó, pero no cuando llegabas con retraso a una cita con uno de los políticos más influyentes de Hamburgo.
Cruzó el bello centro histórico de Stade, salió a la carretera y volvió a orientarse, tomando un estrecho camino asfaltado que discurría junto a las elevadas orillas del canal. El sol se colaba entre las copas de los árboles y asomaba apenas por una ranura de cielo abierta entre las tierras llanas y un banco de nubes oscuras que se cernían en lo alto. Los árboles se fueron adensando y formaron una espesa franja junto a la carretera; finalmente, Fabel enfiló el largo sendero de acceso que llevaba a la casa del senador.
Era tal como la recordaba: enorme, imponente, moderna, toda ángulos y cristal. Y lo que no era de cristal parecía revestido de mármol azul, aunque en su visita anterior se había enterado de que se trataba de una fachada construida totalmente con paneles solares.
El tipo de edificio que los arquitectos exhibían para darse publicidad. Un mezcla de obra maestra y fondo de pensiones.
Müller-Voigt llevaba pantalones de algodón, una camisa azul de pana, camiseta blanca, debajo, y zapatillas deportivas de lona. Un atuendo de lo más informal, aunque el comisario calculó que debía de costar mucho más que el mejor de sus trajes.
—Gracias por venir —dijo el político al abrirle la puerta. Fabel tuvo la misma sensación que cuando habían hablado en el ascensor del Präsidium, es decir, que tenía delante a un hombre angustiado. Lo cual era desconcertante, porque nunca había visto al senador en ese estado. De hecho, siempre lo había visto tranquilo y relajado, con pleno dominio de sí mismo.
Como millones de alemanes, había visto y oído a Müller-Voigt en muchas situaciones complicadas. El senador de Medio Ambiente de Hamburgo era el tipo de invitado que hacía las delicias de los productores de radio y televisión, pues tenía un don innato para dar noticias provocativas y beligerantes sin perder nunca la calma ni la compostura. El suyo era un estilo displicente y agresivo a la vez. Y resultaba ideal para las entrevistas en los grandes medios. Parecía crecerse en los entornos polémicos, y lo más interesante para los presentadores era la destreza con la que lograba sacar de sus casillas a otros políticos. Sus oponentes terminaban la entrevista dando la sensación de falta de dominio y seguridad en sí mismos. Müller-Voigt explotaba al máximo y con gran eficacia la conocida máxima según la cual quien pierde los estribos pierde la discusión. Él no perdía ni lo uno ni lo otro.
Esta noche, en cambio, Fabel veía algo muy distinto. Mejor dicho, a alguien muy distinto.
El político le hizo pasar a un inmenso salón revestido de madera de pino, de techo abovedado de doble altura y una galería con balaustrada arriba. Tal como la otra vez que había estado allí, el comisario en jefe se irritó por la leve punzada de envidia que sentía al contemplar la elegante morada. Elegante, pero totalmente respetuosa con el medio ambiente. Aquella casa constituía una declaración de principios: ser ecologista era fenomenal.
Se sentaron en un gran sofá rinconero que miraba hacia los ventanales de dos pisos de altura. El sol parecía teñido de un color distinto a través del cristal.
—Lo puedo ajustar a mi antojo —explicó Müller-Voigt, como si le hubiera leído el pensamiento—. Es tecnología de última generación: vidrios solares. No solo aíslan y evitan que se escape el calor de la casa, sino que captan la luz del sol y la convierten en energía.
—Ya, ya —dijo Fabel—. Impresionante.
—Sé que mucha gente cree, no sé si será usted uno de ellos, que todo esto es un truco publicitario en mi caso y que estoy más interesado en la política que en la preservación de la naturaleza. Normalmente, me tendría sin cuidado lo que usted o cualquier otro pensara, pero necesito que comprenda una cosa, Herr Fabel: estoy auténtica, completa e irreversiblemente comprometido en la misión de cambiar el modo que tiene la humanidad de tratar el medio ambiente. Es más que una convicción política; es como veo la vida.
—No tengo motivos para ponerlo en duda.
—Bueno, como digo, algunos sí los tienen. —Había una pizca de amargura en el tono del senador—. Como raza, como especie, hemos perdido el rumbo, Herr Fabel. Y eso va a acabar con nosotros. Hemos perdido nuestra capacidad más elemental para entender la naturaleza, la geografía y el clima en que vivimos. Consideremos este lugar donde nos encontramos. —Señaló vagamente con la mano el paisaje que se extendía ante los ventanales—. Yo construí esta casa sobre un geest, un montón de arena y grava —la morrena resultante de la última glaciación—, en mitad de una llanura de páramos, marismas y brezales. Si recorre la región, verá que casi todos los pueblos, incluido Stade, están construidos sobre un geest.
»Cuando se crearon estos asentamientos, nuestros ancestros estaban conectados con la naturaleza y el paisaje. Ellos sabían descifrar los signos del entorno y aprendían por experiencia las pautas de los cambios climáticos. Y por esa razón sabían dónde construir sus hogares. ¿Sabe una cosa? Estos geest han proporcionado durante un milenio de asentamientos una protección perfecta contra los estragos de las tormentas. Las marismas que los rodeaban funcionaban como inmensas esponjas, y esos montones de arena y grava por sí mismos constituyen barreras naturales frente a las inundaciones: gigantescas bolsas de arena naturales. ¿Y se ha fijado en los knicks que discurren junto a los canales y los ríos? —Se refería a los taludes de césped, coronados de árboles y arbustos, que se encontraban a lo largo del Altes Land y de gran parte del norte de Alemania—. Algunos de ellos son más antiguos que las pirámides de Guiza. Los construyeron nuestros antepasados hace más de cinco mil años. Y, ¿sabe qué?, siguen constituyendo la mejor protección que posee este tipo de paisaje frente a la erosión eólica y fluvial. —Soltó una risita—. Fíjese en los millones y millones de euros gastados en Hamburgo en barreras contra la inundación. No me malinterprete; son necesarias para proteger a la gente y preservar la propiedad. Pero si observa las pautas de las inundaciones de Hamburgo a lo largo del último siglo, identificará las zonas que han quedado indemnes. Y a ver si lo adivina… Todas corresponden a las zonas de asentamiento más antiguas de la ciudad, situadas sobre las lomas de los geest de Hamburgo. Es eso lo que hemos perdido, Fabel: la conexión.
—Entiendo, Herr senador. Aunque doy por supuesto que no me ha citado aquí por eso.
—Así es, en efecto. Pero quiero que retenga lo que le he dicho porque, aunque no lo crea, está relacionado con el asunto del que tengo que hablar con usted. El medio ambiente es objeto de mucho debate en los medios y ha ido escalando puestos, poco a poco, en la lista de prioridades políticas. Pero no está lo bastante arriba. Nos espera una catástrofe, Herr Fabel, y la tenemos a la vuelta de la esquina. Hay mucha gente que cree que ha llegado el momento de llevar a cabo acciones extremas. Realmente extremas. ¿Una copa? —le preguntó acercándose al mueble bar.
—No, gracias.
—Claro. No bebe cuando está de servicio. —Esbozó una sonrisa desganada.
—No bebo cuando conduzco. En todo caso, ahora no estoy de servicio. Esto es extraoficial, por ahora.
—Se lo agradezco, Herr Fabel. ¿No le importa que yo me tome una?
—Adelante. —Se le ocurrió pensar que el senador no era el tipo de persona que necesita normalmente un estimulante para afrontar las cosas.
Sonó el tintineo del hielo en el vaso mientras Müller-Voigt se acercaba con su whisky de malta y se sentaba frente al comisario.
—De veras le agradezco que haya venido a verme, habiéndole avisado con tan poca antelación.
—Bueno, estaba claro que es algo urgente.
—Urgente, pero por ahora extraoficial, como usted mismo ha dicho. —El político se arrellanó en el sofá y contempló el vaso un instante—. Como es obvio, yo me mantengo plenamente informado de todo cuanto ocurre cuando Hamburgo se ve perjudicado por un suceso tan importante como la última tormenta. Las tormentas y los daños subsiguientes entran de lleno en mi esfera, como sin duda se imaginará…
—Supongo.
—Así que ya comprenderá que me informen con urgencia de cualquier herido o víctima mortal que se produzca en tales casos. Como, por ejemplo, del cuerpo arrastrado por la corriente hasta el Fischmarkt. Ese cuerpo acerca del cual le he preguntado esta mañana en la reunión.
—Como ya hemos comentado, senador, la mujer que resultó arrastrada hasta el Fischmarkt no era una víctima subsiguiente. Ella no murió a causa de la tormenta o de la inundación.
—Está bien. Pero ¿cómo sabe que no fue a resultas de la tormenta? ¿Y qué le hace pensar que no era una víctima de ese Asesino de la Red?
—Escuche, senador, comprendo su interés, pero lo único que puedo decirle es que la víctima no murió a causa de la tormenta. Todo lo demás es asunto de la policía por el momento.
—Asunto de la brigada de homicidios, querrá decir…
—Herr senador… —dijo Fabel con un tono de advertencia.
Müller-Voigt depositó el vaso y dijo, decidido:
—Quiero ver el cuerpo.
—¿Cómo?
—Quiero ver el cuerpo de la mujer que apareció en el Fischmarkt. Creo que quizá pueda ayudarlo a identificarla.
—Lo dudo. El cadáver se encuentra en un estado que lo haría muy difícil. Obviamente, usted quiere contarme algo. ¿De qué se trata? ¿Por qué me ha pedido que venga?
Müller-Voigt dio otro trago rápido de whisky. Entonces explicó:
—Usted conoce mi fama, Herr Fabel. Con respecto a las mujeres, me refiero. Por lo que cuenta la prensa de Hamburgo, cualquiera diría que soy una especie de aventurero sexual sin escrúpulos. Bueno, mi vida privada es privada. Estoy soltero y tengo la suerte de disfrutar de la compañía de mujeres bellas e inteligentes. Desde siempre. Y por algún motivo que nunca he podido desentrañar, ellas disfrutan de la mía. Pero no estoy casado ni lo he estado nunca, así que no falto a ningún voto matrimonial, a diferencia, habría que añadir, de más de la mitad de mis virtuosos colegas del Senado de Hamburgo. Ni me llevo a la cama con artimañas a ingenuas de mirada inocente, ni pago por mantener sórdidos escarceos en la Reeperbahn. No engaño a nadie y trato con respeto y dignidad a las mujeres con las que me relaciono.
—¿Por qué me cuenta todo esto? Su vida personal es asunto suyo.
—De todas las mujeres con las que me he relacionado a lo largo de los años solamente ha habido tres por las que he albergado sentimientos profundos. Profundos de verdad. Una de ellas murió hace mucho. La segunda aventura se marchitó, por así decirlo, sin dar fruto. La tercera es la mujer con la que mantuve una relación hasta hace dos semanas. —Müller-Voigt se levantó, cruzó el salón, cogió de un escritorio una fotografía enmarcada y regresó. Jugueteó con ella unos instantes antes de tendérsela a Fabel. Este advirtió entonces que se trataba de un marco digital de fotografías y que el senador había estado seleccionando la imagen que quería enseñarle. Era la foto de una joven de pelo oscuro y ojos extraordinariamente azules; sonreía a la cámara mostrando su blanca dentadura, pero parecía incómoda. Tímida. Era también, advirtió, muy guapa.
—Se llama Meliha. La he estado viendo estos últimos tres meses. Como puede observar, es considerablemente más joven que yo.
—Una mujer muy atractiva —dijo Fabel, devolviéndole el marco. El político no hizo ademán de cogerlo.
—Mírela con atención, Fabel. Ha desaparecido.
—¿Quiere decir que no se han visto? ¿Desde cuándo?
—No. Quiero decir que ha desaparecido. Como le comentaba, mantuve con ella una relación hasta hace dos semanas, y de repente, desapareció sin dejar rastro.
—¿Y usted cree que el cuerpo arrastrado por la tormenta podría ser el suyo?
—No sé… —Müller-Voigt se encogió de hombros, pero no había ninguna indiferencia en el gesto ni tampoco en su rostro. Fabel percibía claramente su desazón—. Podría ser.
—Entonces, ¿la última vez que supo de ella fue hace dos semanas?
—Sí…, bueno, no… —El senador hizo un gesto de exasperación—. Es complicado. Recibí un correo electrónico suyo hace dos días. Rompía conmigo. O eso era lo que parecía.
—Escuche, Herr Müller-Voigt, empiezo a hacerme un lío. Dice que esta mujer lleva dos semanas desaparecida y ahora me cuenta que recibió un correo electrónico suyo hace dos días. —Fabel, ceñudo, añadió—: Una cosa es segura: ella no puede ser la mujer encontrada tras la tormenta. Esa mujer llevaba en el agua al menos dos semanas…
—Que es exactamente el tiempo que Meliha lleva desaparecida. Escuche, yo mido mucho mis palabras. Cuando digo que ella ha desaparecido, quiero decir que ha desaparecido. Sé que debe de estar pensando que he recurrido a usted porque pretendo mover los hilos para que investigue discretamente y evitar el escándalo. Pero no es así en modo alguno. Alguien se ha dedicado a eliminar sistemáticamente cualquier indicio de que Meliha haya existido siquiera. Y yo no puedo denunciar su desaparición si ella ya no existe. En cuanto a ese correo, estoy seguro de que es falso.
—¿Puedo verlo?
Soltando una risa amarga, el político respondió:
—No. Ya no existe tampoco. No lo imprimí porque yo nunca imprimo nada, si no es imprescindible. A causa de mis principios ecológicos, naturalmente. Me atrevo a suponer que habrá oído usted hablar del virus Klabautermann, ¿verdad?
—Por supuesto. Conozco al agente al que le han encomendado la investigación sobre los responsables de ese virus.
—No tengo la menor idea de lo que saca esa gente destruyendo los datos de otras personas. Seguramente, la satisfacción de demostrar que son cerebritos más inteligentes que los cerebritos que diseñaron el software… En todo caso, lamentablemente, hay gente por ahí que dedica su tiempo a desarrollar virus informáticos cada vez más agresivos y destructivos. Este último, el Klabautermann, ha sido pensado para atacar específicamente las redes oficiales de intranet y los servidores gubernamentales de correo electrónico del norte de Alemania. Ahora bien, ¿qué sentido tiene una cosa así, aparte de perturbar la vida de la gente corriente? Y esos hijos de puta tal vez ni siquiera vivan en el norte de Alemania. Podrían estar en San José, en Bombay o Pekín. O podría tratarse de un adolescente granujiento e insignificante encerrado en una habitación diminuta de Bönningstedt. Sean quienes sean, y estén donde estén, han infectado el correo del Gobierno de la ciudad y del estado de Hamburgo. Pues bien, como yo estoy conectado a esa red, el virus entró en mi portátil y borró todas mis carpetas de mensajes, aunque no sin antes reenviarse a sí mismo todos los contactos de mi libreta de direcciones. En resumen, gracias al virus Klabautermann, ya no tengo ese mensaje.
—¿Por qué está tan convencido de que no se lo había enviado ella?
—Simplemente presentí que no era suyo. Es difícil de explicar. Todo el mundo tiene…, no sé…, un estilo al escribir un correo.
—¿Y nada más?
—Bueno, ya sé que parece un disparate, pero era demasiado gramatical. Meliha es turca. No quiero decir turco-alemana, sino ciudadana turca. Su alemán era excelente, pero cometía errores, como todos los que no son nativos. Ese mensaje era…, era demasiado perfecto. Y en cualquier caso, el correo electrónico no constituía nuestro medio de comunicarnos.
—Humm… —murmuró Fabel. Recordó que Kroeger había hablado en la sesión informativa de la detección de identidades falsas en Internet. Quizá el senador había captado la falsificación en ese mensaje—. La verdad, Herr Müller-Voigt, no sé qué hacer. A mí esta historia no me suena a homicidio. Y para serle sincero, tampoco me parece un caso de desaparición. Pero puedo ponerme en contacto con la policía local y pedirles que investiguen. —Dicho esto, se puso de pie.
—Escuche… —El senador se adelantó como para cerrarle el paso—. No sé qué piensa de mí, pero estoy seguro de que no me toma por un histérico. Si acaso, soy conocido más bien por lo contrario. Le estoy diciendo que tengo la absoluta seguridad de que la mujer con la que mantenía una relación ha sido raptada o asesinada. Y le estoy diciendo que no solo no puedo aducir ninguna prueba objetiva de que ha sido así, sino que ni siquiera tengo ninguna prueba objetiva de que Meliha haya existido jamás. —Retrocedió señalando el sofá—. Por favor, necesito su ayuda.
—Sabrá dónde vive —dijo el comisario, aunque permaneció de pie.
—Yo no iba a su casa. Tenía su dirección, pero cuando fui allí, el piso estaba vacío. No quiero decir que ella no estuviera en casa; quiero decir que el piso estaba desocupado. Pregunté por la muchacha a una vecina y lo único que conseguí fue despertar las sospechas de la mujer. Me marché antes de que llamara a la policía. Pero sí me dijo que el apartamento llevaba más de un mes vacío.
—¿Dice que esa joven era ciudadana extranjera?
—Turca, sí.
—¿Y estaba legalmente en Alemania?
—Que yo sepa, sí.
—Entonces habrá un registro de su entrada en el país. ¿Cuál es su nombre completo? —preguntó Fabel, sacando el cuaderno de notas y el bolígrafo del bolsillo de la chaqueta.
—Meliha Yazar. Era de un lugar de las afueras de Estambul. Creo que Silivri.
Fabel lo anotó.
—¿Podría haber algún motivo para que le hubiera mentido sobre el sitio donde vivía?
—No se me ocurre ninguno. Ya sé que parece una locura, pero no creo que me mintiera. Creo que vivía en ese apartamento. Verá, la conocí en una conferencia sobre el medio ambiente que tuvo lugar en el Centro de Congresos de Hamburgo.
—¿Ella estaba metida en el movimiento ecologista?
—En efecto, era una militante, una activista. O al menos, eso decía. Por lo que pude averiguar, tenía un título sobre Ciencias de la Tierra que había obtenido en Estambul. Me contó que había trabajado como investigadora en una agencia de protección medioambiental, pero se mostró muy evasiva cuando le pregunté en cuál. La verdad era que yo sospechaba que pudiera ser una periodista de investigación y, al principio, estaba un poco en guardia con ella. Ahora no me cabe la menor duda de que se había metido en asuntos que la pusieron en peligro.
—¿Qué tipo de asuntos?
Müller-Voigt miró el vaso ya medio vacío de whisky y lo dejó sobre la mesa.
—Voy a hacer café —dijo con decisión—. Es una larga historia.