Niels Freese aguardó bajo un árbol en la esquina, observando el café de la acera de enfrente. Sujetaba firmemente el asa de una bolsa de viaje que sostenía en la mano. Llevaba vaqueros y una holgada chaqueta de combate oscura, así como un gorro negro de lana en lo alto de su estrecha y alargada cabeza. El gorro era, en realidad, un pasamontañas enrollado, con el que podría cubrirse los huesudos rasgos cuando llegara el momento.
Y el momento se acercaba.
Comprobó de una ojeada que Harald seguía en su puesto, manteniendo al ralentí la moto robada. Luego aferró con la mano la automática cargada que guardaba en el bolsillo, y se concentró en el Mercedes que ya se aproximaba.
Freese tenía veintiocho años y estaba tan lleno de ira como pueda estarlo un joven. Aunque la palabra «ira» se quedaba corta, pues no era suficiente para describir sus sentimientos mientras permanecía al acecho, aguardando a que el coche de lujo aparcara. Él era un hombre clarividente en un mundo poblado por ciegos. Por ciegos voluntarios. Aunque, por otro lado, siempre había poseído un punto de vista distinto.
Eran esa ira y esa frustración de Niels lo que los Guardianes de Gaia habían sabido aprovechar, modelar y encauzar. Él era un ejemplo andante —con cojera— de los efectos de la arrogante explotación del medio ambiente llevada a cabo por el hombre. Los médicos habían intentado convencerlo de otra cosa, pero él sabía —simplemente lo sabía— que habían sido los productos químicos de la fábrica donde su madre trabajaba los que habían provocado los problemas de su nacimiento; los que lo habían dejado con un daño cerebral irreparable.
No es que fuera un retardado: el daño había sido de carácter neurológico y le había causado una moderada parálisis, dando lugar a esa leve cojera. Pero los otros síntomas le habían causado alteraciones: toda su vida había tenido dificultades para procesar la información y reaccionar ante el entorno de modo inmediato. Ello lo había llevado a tener «problemas de desarrollo» peculiares, tal como lo describían los médicos. De entrada, el déjà vu. Todo el mundo tenía algún déjà vu de vez en cuando, pero Niels lo experimentaba diariamente, en ocasiones veinte veces en un día. Era como si los cables se le hubieran cruzado y sufrieran cortocircuitos continuamente. Con el tiempo, el déjà vu se había desarrollado y había desembocado en una paramnesia reduplicativa completa. De adolescente, había sufrido episodios de despersonalización durante los cuales creía que no existía realmente. También había experimentado el delirio de que no vivía ya en su casa real, sino en una réplica exacta de la misma, y de que esa réplica se hallaba a millones de años luz. Había pasado cierto tiempo internado y lo habían tratado en el departamento de psiquiatría del hospital Hamburgo-Eilbek, administrándole litio y, luego, inmunoglobulina y corticoides. Los delirios se habían debilitado sin desaparecer del todo, pero Niels había aprendido a lidiar con ellos. El déjà vu persistía con la misma intensidad.
La dolencia mental lo había distanciado de los demás en el colegio, dejándolo completamente aislado y sin amigos. O casi sin amigos, porque se había relacionado con Roman, un chico gordito que también era un solitario y parecía más raro todavía que él. La verdad es que no congeniaban, pero al menos compartían la sensación de tener algo en común.
Fue al dejar el colegio y ponerse a trabajar en el departamento forestal cuando se había obsesionado con el medio ambiente. Entonces empezó a considerar su modo peculiar de percibir el mundo no como una minusvalía, sino como un don. Y comprendió que él, y tal vez solo él, podía percibir qué le estaba pasando realmente al mundo.
Niels levantó la vista un momento y contempló el cielo a través de las desnudas ramas del árbol. Las hojas habían tardado más en salir este año en todos los árboles de la ciudad, pero ese espécimen en particular ni siquiera mostraba signos de rebrotar. No tenía la menor posibilidad aquí, pensó, con las raíces apresadas entre el asfalto y el follaje estrangulado por la contaminación. El cielo que contemplaba a través del enrejado de ramas lampiñas parecía encajar exactamente con lo que él sentía por dentro: una emoción que le era imposible describir. Era odio y cólera y, en mayor proporción, una inmensa sensación de frustración; de frustración por el hecho de que los demás no fueran conscientes de lo que para él resultaba tan dolorosamente obvio y tan urgente. Pero por encima de todo, en el núcleo de esa emoción que le quemaba por dentro había una aflicción descarnada: una desolación infinita ante una muerte que podía prever, pero que se sentía impotente para evitarla. Y aunque fuera imposible describir esa emoción apropiadamente, sí era posible expresarla. Y no le faltaban más que unos segundos para hacerlo.
Se centró otra vez en el Mercedes descapotable. Un Mercedes nuevo, quizá de solo unas semanas. Reluciente. Ya se disponía a estacionarse al otro lado de la calle. El hombre que se apeó tenía el aspecto típico que cabía esperar de alguien que aparcaba un coche carísimo, símbolo inequívoco de estatus social, frente a un café ultramoderno y artificiosamente «alternativo» del barrio de Schanzenviertel, es decir, un hombre de treinta y pico, sin corbata, luciendo un traje de marca que parecía hecho a juego con el coche y que estaría, en cambio, fuera de lugar en una sala de juntas tradicional. En fin, un tipo punto.com, guay, puro diseño y alta tecnología. Diez años atrás habría lucido una coleta.
El joven despreciaba a esa clase de gente aun más de lo que odiaba a la vieja guardia. Al menos, los integrantes de esa organización no trataban de ocultar lo que eran; dejaban claro que lo suyo era ganar dinero y evitar que lo ganasen los demás; eran gente abiertamente exclusiva y exhibían una descarada arrogancia del tipo «que se joda el planeta». Por el contrario, estos hijos de puta —los hijos de puta como ese Merc-Man modernillo— eran mucho peores. Tenían exactamente la misma obsesión por el dinero y el estatus, pero la disimulaban bajo un disfraz estupendo, comprometido y ecológico. Estaban jodiendo el planeta igual que los otros, pero lo hacían subrepticiamente. Con hipocresía.
Niels no conocía al hombre que había aparcado el Mercedes. El Comandante no le había dicho el nombre de la víctima ni le había explicado nada sobre él, pero lo odiaba igualmente. Lo odiaba con todo su ser. Y pronto iba a poder dar rienda suelta a ese odio. Pronto, el Merc-Man comprendería que cada elección, cada decisión que tomabas tenía consecuencias, por mucho que no las conociera.
Observó cómo aparcaba detrás del descapotable una mujer con un Alfa-Romeo Giulietta también nuevo, feo y prepotente. Todo en ella —el aspecto, la ropa, el cabello—, le indicaba a Niels que era el equivalente femenino del Merc-Man. En cuanto se bajó del coche, saludó al hombre con un beso y una carcajada, y ambos entraron en el café.
Adelante. Siguiente fase. Hasta ahora, el grupo se había limitado a quemar coches de esa clase por las noches. Pero, en el barrio de Schanzenviertel, ya era casi una tradición que los coches de los ricos se convirtieran de vez en cuando en objetivo de destrucción, aunque nunca quedaba claro qué grupo había sido el responsable. Con frecuencia, se trataba de individuos que protestaban simplemente por el aburguesamiento del barrio y la erosión de su carácter rompedor y alternativo. Pero no era eso lo que representaban Niels y el grupo. Ellos eran los Guardianes de Gaia; los Protectores de la Tierra. Soldados de una guerra emprendida para defender el aire, el mar y la tierra.
Volvió a echar un vistazo al final de la calle, donde Harald continuaba teniendo dispuesta la moto que habían robado la noche anterior. También quemarían esa moto después. De acuerdo con las instrucciones del Comandante, Harald no sabía nada de la automática que su compañero llevaba en el bolsillo, ni tampoco que este incendio premeditado de un coche a la luz del día era una ejecución.
Niels puso la bolsa en el suelo y abrió la cremallera. No sacó nada; únicamente se estaba preparando. Volvió a recogerla y cruzó la calle con aire decidido. Se acercó al Mercedes por el lado de la calzada y, con la mano libre, sacó de la chaqueta de combate un martillo con cabeza de punta. Al llegar junto al coche, oyó el zumbido chillón de la moto a sus espaldas; Harald ya daba gas para arrancar. Freese destrozó la ventanilla del conductor con el martillo, y la alarma se disparó con un aullido acuciante. Empujando la bolsa a través de los cristales rotos, siguió caminando mientras volvía a guardarse el martillo. Cuando ya estaba a unos cuantos metros del coche, se volvió: Harald, a quien el casco le ocultaba la cara, frenó al lado del Mercedes y arrojó dentro el cóctel Molotov encendido para alejarse a todo gas y volver a parar de un frenazo junto a Niels.
—¡Sube! —le gritó tendiéndole un brazo.
La pareja ya estaba en la calle. Había salido precipitadamente del café al oír la alarma del Mercedes. Niels vio que las llamas crecían en el interior del vehículo; aunque era solo el cóctel Molotov lo que ardía: los cinco litros de líquido inflamable de la bolsa no habían entrado todavía en combustión.
—¡Que subas! —gritó Harald con un tono más urgente. Pero Freese estaba hipnotizado por las llamas que lamían la parte interior del parabrisas. La tela de la capota ardía y aleteaba. Merc-Man y su novia habían llegado junto al coche, pero estaban demasiado pendientes del incendio para mirar hacia donde él se encontraba. Merc-Man parecía muy alterado y se tiraba del pelo, mientras ejecutaba una pequeña danza de decisión-indecisión: un paso hacia el coche, otro paso hacia atrás. No sabía qué hacer, obviamente. Niels supuso que quería rescatar algo del interior del coche.
El chico cerró la mano en torno a la culata de la pistola que mantenía en el bolsillo. Pero por algún motivo vaciló. Había algo en esa situación, en ese entorno, en ese suceso, que, de repente, le resultaba arrolladoramente familiar. Notó que entraba en un déjà vu. Sintió que había sacado la pistola del bolsillo, aunque sabía que no lo había hecho.
Y entonces se dio cuenta de que también sabía qué iba a suceder antes de que sucediera y advirtió que esa conciencia no tenía nada que ver con el déjà vu. Merc-Man se estiró la manga de la chaqueta para cubrirse la mano, como si fuera un guante improvisado, y asió la manija de la puerta. En cuanto la puerta se abrió, dio un paso para meterse en el coche. Justo en ese momento prendieron los cinco litros de líquido inflamable de la bolsa que el chico había arrojado por la ventanilla. Fue como ver abrirse una flor: una inmensa y preciosa bola de fuego salió disparada por la puerta abierta y a través de la capota incendiada. Durante un par de segundos, Merc-Man desapareció como tragado por las llamas. Luego Niels oyó gritos. La novia chillaba. Los transeúntes chillaban. Asimismo oyó el grito estrangulado y gutural, amortiguado por el casco, que emitió Harald. Pero superando a todos ellos, oyó los gritos espeluznantes e inhumanos de Merc-Man. La bola de fuego se elevó hacia el cielo y su figura volvió a ser visible. Todo su cuerpo ardía; todo él: una tea que aullaba y se movía. Tambaleándose, cayó hacia delante y se derrumbó en la acera. Un par de transeúntes se adelantaron a toda prisa y arrojaron sus abrigos sobre la figura en llamas. Dos hombres de la multitud se fijaron de pronto en Niels y Harald y los señalaron con el brazo.
Niels permaneció inmóvil, mirando al hombre en llamas y tratando de recordar si realmente lo había visto arder antes, si lo había visto tantas veces que ni siquiera era capaz de contarlas. En ese momento, comprendió que nada de lo que estaba viendo era real, que todo lo que habían tratado de inculcarle en el hospital era una sarta de mentiras. Esto no era la realidad. Esto era una ficción, una imitación. Él no existía de verdad y lo que acababa de presenciar no había sucedido de verdad.
—¡Niels, por todos los demonios! —Oyó la voz de Harald detrás de él—. ¡Sube a la puta moto!
Los dos hombres que los habían visto tardaron un par de segundos en deducir la cronología de los hechos y en comprender de quién era la culpa. Cuando empezaron a correr hacia ellos, Niels ya se había subido a la moto. Harald se alejó a toda velocidad sin detenerse en ninguna señal y obligando a dos coches a frenar bruscamente.
Sentado en el asiento trasero de la moto, Freese conservaba vívidamente en la retina la imagen del hombre aullante, ardiendo en llamas. Mientras huían por las estrechas callejas de Schanzenviertel oyó un ruido extrañísimo: risa.
Su propia risa.