Capítulo diez

Horst van Heiden era un hombre fornido de estatura media y amplia cara enmarcada por cabellos canosos que incluían la barba. Cuando Fabel entró en el despacho del director general de la brigada de homicidios, tuvo la misma impresión que siempre experimentaba al verlo, a saber: que llevaba su carísimo traje como si fuera un uniforme. Lo cual era lógico, porque la mayor parte de su carrera la había pasado en la rama uniformada de la policía, incluyendo un tiempo destinado en la Policía del Puerto. De modo que aunque llevara diez años en el puesto, no parecía encarnar adecuadamente el papel de jefe de detectives.

Van Heiden echó un vistazo a su reloj cuando entró Fabel. No lo hacía con doble intención: simplemente, tenía la costumbre de comprobar la hora al principio y al final de cada reunión, o de cada fase de una reunión, o de los intervalos entre reuniones. El tiempo era importante para el director general. Fabel llevaba siete años trabajando con él, y la relación (dentro de lo que cabía con alguien como su jefe) se había distendido y vuelto más estrecha. No le cabía duda de que Van Heiden sentía respeto por él, inclusive afecto, pero el director era un hombre difícil de descifrar. Distante. Cerrado.

Había otros dos hombres en el despacho, sentados frente al escritorio de Van Heiden. Ambos se giraron cuando entró Fabel. Este reconoció a uno de ellos en el acto: un cincuentón de estatura media que parecía en buena forma, de frente despejada, pelo canoso peinado hacia atrás y una barba impecablemente recortada. Igual que cuando se habían visto por primera vez, le dio la impresión de que era un director de cine, un pintor o un escritor famoso, y se sorprendió por el automatismo de su reacción.

—Ah, Jan…, gracias por venir, ya sé que te he avisado con muy poca antelación —se disculpó, y le indicó una silla situada entre los otros dos—. Conoces a Herr Müller-Voigt, ¿verdad?

—Claro. —Fabel le estrechó la mano—. ¿Cómo está, Herr senador? Lo he escuchado esta mañana en la radio.

—Ah, ¿eso? —Müller-Voigt reaccionó como si el recuerdo le resultara vagamente irritante—. No sé por qué me han puesto con ese idiota…

Fabel emitió un vago «humm» de asentimiento, ocultando que cuando lo había oído esa mañana por la radio estaba demasiado adormilado para identificar siquiera quién era «ese idiota», ni para enterarse prácticamente de nada, o solo borrosamente de lo que se estaba hablando.

—Y permíteme presentarte a Herr Fabian Menke, de la BfV. —Van Heiden señaló al otro hombre.

Menke debía de andar por los treinta y tantos, de pelo claro y más bien ralo, ojos azules y gafas sin montura. Su traje quedaba varios centenares de euros por debajo del elegante modelo de marca, entre informal y chic, que lucía Müller-Voigt. La BfV era la Bundesamt für Verfassungsschutz, la Oficina Federal para la Protección de la Constitución: el servicio de seguridad interna más importante de Alemania. El campo de acción de la entidad incluía cualquier cosa que pudiera considerarse un peligro para la democracia alemana: cabezas rapadas y neonazis, grupos de extrema izquierda, terrorismo islamista, sectas destructivas o grupos antidemocráticos, espionaje extranjero… La BfV tenía también —lo cual resultaba más polémico— una unidad dedicada a controlar las actividades de la Cienciología en Alemania. Y el Ministerio del Interior del estado de Hamburgo contaba con un grupo especial para la mencionada Cienciología. Aunque Fabel nunca había conocido en persona a Menke, había oído hablar de él y estaba enterado de que era el enlace principal entre la BfV y los cuerpos del orden de Hamburgo.

Van Heiden se volvió hacia Menke y le dijo:

—Este es el comisario en jefe Fabel, que dirige nuestro grupo especial de la brigada de homicidios.

Ambos hombres se estrecharon la mano, y el comisario tomó asiento.

—He oído hablar mucho de su unidad, Herr Fabel —dijo Menke—. Tengo entendido que ahora asesoran a otras brigadas de homicidios de la República Federal en casos complejos.

—Cuando podemos —contestó Fabel—. Me temo que ahora mismo tenemos trabajo más que sobrado por nuestra propia cuenta.

—¡Ah, sí! ¿Se refiere a ese caso del Asesino de la Red? —intervino Müller-Voigt—. Creo que se ha encontrado otro cuerpo esta mañana.

—Hemos encontrado un cuerpo, sí, Herr senador. Pero aún no sabemos si está relacionado con los otros asesinatos.

—¿Cree que podría no estarlo? —preguntó Müller-Voigt.

Fabel guardó silencio un momento, reprimiendo el impulso de decirle al político que esa información era cosa de la policía y que él no tenía por qué meter las narices.

—La investigación sigue en marcha —dijo, impasible. Se volvió hacia su jefe—. ¿Querías verme por algún motivo, director?

—Humm, sí. Sí, en efecto. —Van Heiden había percibido claramente la tensión entre Fabel y Müller-Voigt. Extendió el brazo sobre la enorme planicie de su escritorio y le tendió a su subordinado un expediente—. Está a punto de celebrarse en la ciudad una gran cumbre sobre el medio ambiente: «Hamburgo, problemas globales». Como senador en temas medioambientales, Herr Müller-Voigt preside el comité organizador. Pero por supuesto tú ya estás al corriente, porque dices que has oído esta mañana el debate en la radio.

—Solo he pillado una parte… —Fabel empezaba a arrepentirse de haber dicho que había oído al político en la radio. Pero era cierto que algo sabía sobre esa cumbre.

—Se trata de una conferencia inusual —explicó Menke, el hombre de la BfV—, puesto que la cuestión central no es simplemente salvar el planeta, sino estudiar las oportunidades comerciales que ofrecen las tecnologías medioambientales. Existen ahora muchas grandes firmas corporativas implicadas en actividades relacionadas con el medio ambiente. La diferencia estriba en que esas empresas no se mueven por un celo revolucionario, sino por el viejo imperativo de obtener beneficios. Tampoco es que tenga nada de malo, claro, si realizan al mismo tiempo una contribución positiva para preservar el entorno.

—Comprendo —dijo Fabel, pero se volvió hacia Van Heiden con una expresión confusa del tipo «qué pinto yo en esto».

—Estoy seguro de que sabrá que, entre los grupos contestatarios de la Ciudad Libre y Hanseática, existe casi la tradición de manifestar su disconformidad incendiando los coches de otros ciudadanos —prosiguió Menke.

—Como la primera golondrina y los árboles en flor —dijo Fabel—. Sabes que ha llegado el verano en Hamburgo cuando percibes en el aire la fragancia de la pintura de coche quemada. —Nadie captó la broma, y él continuó—. ¿Qué tiene todo esto que ver con la brigada de homicidios?

—El año pasado hubo treinta y cuatro mil delitos de motivación política en Alemania —dijo Menke—. Una proporción considerable de esos delitos consiste en el incendio premeditado de coches e instalaciones empresariales en Berlín y Hamburgo.

—Puedo darte cifras, Jan —terció Van Heiden—: doscientos coches incendiados en Hamburgo el año pasado; diez en una sola noche en Flottbek, una docena en una semana en Harvestehude… Sin contar, naturalmente, el ataque a la comisaría de policía de Schanzenviertel. Algo increíble. Un coche patrulla incendiado y una comisaría del corazón de la ciudad sometida al ataque de una horda de vándalos enmascarados… —Meneó la cabeza con sincera incredulidad.

Fabel sabía que el director general, por mucho que intentaras explicárselo, jamás entendería cómo podía existir tanta ira en la ciudad más próspera de Alemania, nada menos que en su querido Hamburgo.

—Todos esos actos han sido atribuidos a grupos anarquistas o de extrema izquierda —continuó Menke—. Lo cual constituye una deriva preocupante. Muchos de los delitos de motivación política que investigamos en la BfV son cometidos por cabezas rapadas neonazis. De hecho, la derecha radical comete el doble de delitos que la izquierda radical. Pero se está produciendo un cambio: cada vez observamos más y más delitos de emulación, y hay pruebas crecientes de que los grupos ecologistas radicales se están involucrando en tales transgresiones.

—No me parece que sea justo describir a esos grupos exclusivamente como ecologistas radicales —opinó Müller-Voigt—. Pueden describirse igualmente como anarquistas o extremistas de izquierdas.

—Bueno, no sería la primera vez que se produce una combinación de ambas filosofías —dijo Fabel en plan tranquilo y distendido, como haciendo una observación generalizada. Lo cierto era que todos los presentes sabían que Müller-Voigt, coetáneo de Joschka Fischer y Daniel Cohn-Bendit, había estado vinculado a grupos radicales de izquierdas durante los ochenta. Y existían bastantes interrogantes sobre cuál había sido su grado de implicación en algunos de los grupos más extremistas.

—El caso es —prosiguió Menke, dirigiéndose a Fabel— que nuestros informes de inteligencia indican que ciertos elementos están promoviendo grados de acción directa cada vez más agresivos.

—En resumen, Jan —dijo Van Heiden—, tarde o temprano alguien acabará muerto. Creemos que puede producirse una escalada de este fenómeno durante la cumbre de «Hamburgo, problemas globales»: actos violentos y destrozos vandálicos. También tenemos motivos para creer que los delegados de la cumbre podrían convertirse en objetivos.

—Pero eso es absurdo —dijo Fabel—. Esa gente está tratando de contribuir a preservar el medio ambiente, ¿no?

—Como decía —intervino Menke—, esa cumbre está centrada en los negocios medioambientales. En la manera de hacer dinero «verde», por así decirlo. Y hay quienes creen que eso significa corromper todo lo que defienden los grupos ecologistas.

—Pero otros consideran —lo interrumpió Müller-Voigt— que se trata de un estadio natural del proceso: la filosofía o los valores que eran antes privativos de una minoría se convierten en una verdad admitida por la comunidad en general. Aunque sé por propia experiencia que hay algunos, en cualquier sistema de creencias políticas, que aman tanto su posición como proselitistas que no les gusta que su mensaje llegue a ser aceptado. Eso los priva del sentimiento de superioridad moral; les arrebata la exclusividad. Nada más amargo que un rebelde sin causa.

—Y además —secundó Menke—, hay pruebas de un creciente consenso entre la extrema izquierda, el ecologismo radical y los movimientos antiglobalización. Y «Hamburgo, problemas globales» representa, en muchos sentidos, todo cuanto odian.

—Entonces, ¿tenemos información inequívoca de que alguien en particular podría convertirse en objetivo? —preguntó Fabel.

—Nadie en concreto, pero sí prevemos protestas enérgicas y violencia callejera organizada. Y se dice que se está tramando una acción excepcional para aprovechar el efecto escaparate.

—¿Y usted cree que podría ser un asesinato?

—Es posible —asintió Menke—. La BfV y la rama antiterrorista de la Polizei de Hamburgo ya están trabajando conjuntamente en el asunto, pero se sugirió que fuese usted informado; que su perspectiva y experiencia personal podría resultar útil.

—¿Ah, sí? ¿Quién lo sugirió? —Fabel miró directamente a Van Heiden. Él ya estaba bastante liado en este momento y le sorprendía que su jefe no lo hubiera tenido en cuenta.

—Fui yo —confesó Müller-Voigt. El senador observó la expresión perpleja del comisario en jefe antes de proseguir—. Aquel asunto, hace unos años… El asunto Mühlhaus. Me dejó muy impresionado cómo manejó… —trató de encontrar la palabra adecuada—… las cosas. Con mucha eficiencia, pero también con mucho tacto.

Fabel le dedicó una leve inclinación de agradecimiento. Pero notó que el político, un hombre que solía exhibir un extraordinario aplomo, parecía algo menos seguro de sí mismo.

—Le he explicado al senador que estás sobrecargado de trabajo, como tú mismo has indicado antes. Nosotros ya hemos montado un grupo con miembros de nuestra propia unidad antiterrorista y de la Oficina Federal de la Policía Criminal (BKA) y con agentes de la BfV. De momento, solo queremos que conozcas el contenido de este expediente. Pero quizá necesitemos recurrir a tus servicios más adelante.

«Despídete de una velada tranquila», pensó Fabel, mirando el volumen del expediente.

—No hace falta que cargue con él —indicó Menke—. Se lo puedo enviar por correo electrónico.

—¿Por correo electrónico? ¿Le parece seguro?

Menke soltó una risotada condescendiente, ganándose la antipatía instantánea de Fabel, quien catalogó al hombre de la BfV en un archivo mental junto a Kroeger, el ciberpolicía.

—Sí, comisario en jefe, es seguro. Nosotros solo usamos servidores y sistemas seguros. Igual que la Polizei de Hamburgo.

Fabel se encogió de hombros y replicó:

—Bueno, también se suponía que era seguro el correo electrónico del Gobierno del Estado. Lo cual no impidió que fuera infectado por ese virus Klabautermann. Si no le importa, me quedaré con esta copia impresa. Así podré leerlo más deprisa.

Dedicaron los minutos siguientes a repasar la logística de la cumbre. Además de los empresarios que iban a asistir, «Hamburgo, problemas globales» contaría con la presencia de algunos políticos de peso procedentes de toda la República Federal y de otros países, incluyendo, claro, a Müller-Voigt, que presidiría el congreso. Fabel se daba cuenta de que había motivos sobrados de inquietud, como en cualquier otra cumbre importante celebrada en la ciudad, pero no acababa de entender por qué se requería su presencia. Él era un investigador; un detective de criminología. Su misión empezaba a posteriori; no era preventiva. Pero aún lo desconcertaba más que hubiera sido Müller-Voigt quien hubiera solicitado su participación. Se sorprendió mirando involuntariamente el reloj. Van Heiden también captó el gesto, aunque consultar la hora era un hábito muy arraigado en el caso del director general de homicidios y no pareció que se irritara.

—Bueno, Jan —dijo Van Heiden—. Creo que ya te hemos puesto al corriente hasta donde era necesario. No quiero retenerte más. Sé que tienes mucho trabajo entre manos.

—Gracias —dijo Fabel. Cogió el expediente y lo sostuvo como sopesándolo—. Lo estudiaré esta noche.

Se levantó, estrechó la mano a los tres y se dispuso a salir.

—En realidad… —Müller-Voigt también consultó el reloj y frunció el entrecejo—. Me temo que ya llego tarde a otra cita. Creo que también habré de retirarme.

—Muy bien, Herr senador —dijo Van Heiden, frunciendo el entrecejo a su vez. La mera idea de que alguien llegase tarde a una cita lo perturbaba—. Confío en que no lo hayamos entretenido demasiado…

—No, no… en absoluto. No pasa nada. Herr Fabel, ¿puede esperarme? Quiero hablar un minuto con usted si es posible.

—Claro…

El Präsidium de la Policía de Hamburgo estaba diseñado como un cilindro: en el centro había un atrio del cual irradiaban las diferentes alas del edificio. La idea original había sido reproducir una estrella de policía. Mientras Fabel y Müller-Voigt caminaban por el curvado pasillo, el político habló de asuntos intrascendentes. El comisario jefe tenía que bajar solo dos plantas, pero ambos entraron juntos en el ascensor. En cuanto lo hicieron, la actitud de Müller-Voigt se transformó radicalmente, demostrando una agitación que Fabel jamás habría asociado con el senador de Medio Ambiente.

—Escuche, Fabel. Necesito hablar con usted. Es urgente.

—¿Sobre qué?

—Es una larga historia, pero es muy importante. De veras necesito su ayuda.

—No comprendo. ¿Profesionalmente, quiere decir?

—Sí…, no. Quizá. Pero es cuestión de vida o muerte. Algo que preferiría que quedara por ahora entre nosotros. Lo comprenderá cuando hablemos. ¿Puede venir a mi casa esta noche? ¿Hacia las siete y media?

Fabel alzó el expediente y replicó:

—Tenía pensado dedicarme a la lectura…

—Esto es más importante.

Llegaron a la planta de la brigada de homicidios y se abrieron las puertas. Fabel salió, pero impidió con la mano que volvieran a cerrarse.

—Si es un asunto oficial…

—Hágame el favor, Fabel. Realmente necesito hablar con usted. No hay nadie más que… ¿Podrá venir o no?

El comisario lo escrutó un momento y, por fin, aseguró:

—Allí estaré.

Dejó que se cerraran las puertas. Mientras recorría el pasillo hacia su oficina, la expresión de Müller-Voigt persistía en su mente. Nunca lo había visto perder la compostura de tal forma, ni siquiera en aquella ocasión cuando lo había interrogado como sospechoso de asesinato.

Lo que lo inquietaba era que el senador no parecía simplemente agitado: parecía muerto de miedo.