Capítulo nueve

La casa estaba en el límite entre los barrios de Schanzenviertel y Sankt Pauli. Le daba la espalda a la línea férrea y, en algún momento de la historia, había ofrecido un aspecto digno. Ahora, sin embargo, su fachada estaba tatuada con una franja continua de grafitis de dos metros de altura, y las ventanas de la planta baja, asimismo enmarcadas hasta la mitad de grafitis, se veían negras de mugre y hollín.

El joven que vacilaba en la acera de enfrente, cerca de la esquina, y examinaba atentamente la calle en ambas direcciones, se llamaba Niels Freese. Estaba buscando indicios de la presencia de la policía, uniformada o no, antes de cruzar y llamar a la maciza puerta de la casa okupa. El roñoso cristal de una ventana se oscureció un poco más un instante, mientras alguien lo observaba acercarse desde el interior. Lo reconocerían, no le cabía duda, por su cojera.

La puerta se abrió a la primera llamada, y Niels se internó en aquella cueva oscura. Reconoció en el acto al hombre que le había abierto: un tipo desgarbado, algo mayor que él, quizá de treinta años, con esa típica pinta de duro que llama la atención de la policía. Pero Niels no sabía su nombre. Entonces cayó en la cuenta de que nunca se había encontrado con ese hombre, ni lo había visto. Se le pasó por la cabeza que el hombre de la puerta también era él mismo en realidad, aunque disfrazado, pero enseguida rechazó la idea aplicando, tal como le habían enseñado los médicos de Hamburgo-Eilbek, la razón y la lógica a las percepciones ilógicas e irracionales. No, el hombre de la puerta era real y no otra versión de Niels. Y la casa era real y no una réplica exacta de Hamburgo creada para engatusarlo.

Él no habría sabido cómo se llamaba ese hombre, de todos modos, aunque lo hubiera visto antes. Esa era una de las reglas: que no conocías los nombres de nadie que no perteneciera a tu célula inmediata. Los fascistas de la Polizei de Hamburgo o de la BfV no podían sacarte información bajo tortura si no tenías ninguna que ofrecer. El chico saludó en silencio al hombre mientras pasaba; no le inspiraba confianza, porque no se fiaba prácticamente de nadie que fuese mayor que él. Habían sido ellos, al fin y al cabo, los que habían hecho con el mundo lo que habían hecho. Y la confianza era algo ajeno a él, en todo caso. Tal vez había conseguido dominar sus delirios hasta cierto punto, pero seguía sin fiarse por completo del mundo que lo rodeaba.

La casa estaba totalmente sumida en la penumbra. Si el exterior había sufrido mucho deterioro, el interior se encontraba directamente en ruinas. Se habían desprendido grandes placas de yeso de las paredes, y el entarimado estaba cubierto de polvillo de yeso, mugre y desperdicios.

Una chica de unos veinte años, de lacio pelo rubio y la cara llena de acné, lo aguardaba al pie de la escalera del fondo del vestíbulo.

—Te está esperando —dijo ladeando la barbilla hacia lo alto—. Segundo piso a la derecha. Entra sin llamar. ¿Te han seguido?

—No me han seguido.

—¿Estás seguro?

—Estoy seguro.

La verdad era que Niels no solo seguía los protocolos de los Guardianes de Gaia en cuanto a seguridad: él tenía una rutina diez veces más compleja que la exigida por ellos. Pero nunca explicaba a nadie en qué consistía, porque los demás encontraban estrafalaria su necesidad de protegerse frente a los impostores. La chica asintió y él subió la escalera. Aunque le habían dicho que entrase directamente, llamó con los nudillos.

La habitación había sido en tiempos un dormitorio. Un dormitorio imponente. Actualmente, las ventanas estaban cubiertas con tablones por dentro, lo que convertía la estancia en una gran caja hermética. Pero había más luz en ella que en ningún otro rincón del ruinoso edificio: la luz artificial de las lámparas de cada escritorio. Y en ella tampoco reinaban el desorden y la inmundicia del resto de la casa; habían barrido el entarimado y adherido pulcramente en él los cables de los equipos con cinta adhesiva. Había tres terminales de trabajo pegadas a la pared que Niels tenía a su derecha, cada una de ellas provista de una pantalla de ordenador, y enseguida oyó el monótono zumbido de los cinco discos duros de gran tamaño. La visión de la tecnología le daba ganas de vomitar porque representaba todo aquello que los Guardianes de Gaia combatían, y constituía la negación del eco-anarco-primitivismo de la organización. Pero él había aprendido, porque así se lo había explicado el Comandante, que esa tecnología, por aborrecible que fuese, era fundamental para llevar a cabo la guerra contra las fuerzas de la contaminación y la globalización.

La teoría no ayudaba al joven a digerir del todo la realidad, pues lo irónico era que, dejando de lado las paredes roñosas y las ventanas tapiadas, esta habitación podría haber sido la oficina de cualquier empresa de Hamburgo.

Pero no lo era. Al fondo, según se entraba, había un enorme escritorio ante el que se hallaba sentado el Comandante, un hombre corpulento de cerca de los cuarenta, de espesa mata de oscuro pelo rizado. Sentada a su izquierda, para consternación de Niels, había una pareja vestida con trajes grises de ejecutivo. Tanto el hombre como la mujer parecían salidos de un banco o de una compañía de seguros, y el chico advirtió que ambos eran igual de inexpresivos.

—Siéntate, Freese —le indicó el Comandante.

—¿Quiénes son? —Niels señaló a la pareja.

—Amigos.

—¿Son miembros de los Guardianes?

—Esta es una guerra con muchos ejércitos, Niels. Estos amigos son aliados nuestros. Luchan por Gaia como nosotros, de nuestro mismo lado, pero en un campo de batalla distinto. Lo demás no debe preocuparte.

El chico miró a la pareja. Ellos le devolvieron la mirada, aunque sin agresividad: sin ninguna expresión en absoluto. ¿Por qué iban vestidos así? Al joven no le gustaban los trajes que llevaban, del mismo modo que no le gustaban los equipos informáticos de la casa okupa. Para empezar, ¿de dónde habían salido todos esos ordenadores? ¿De dónde habían sacado el dinero para comprarlos? Aunque, pensó, podía ser que el jefe hubiera encargado que los robaran. La idea le levantó un poco la moral.

—Los contaminadores globales están provocando su propia perdición —continuó el Comandante—. Nuestra perdición. Incluso sus propios científicos hablan de un cataclismo maltusiano, de una gran extinción…, así que no son del todo ciegos frente a la catástrofe que están propiciando día a día a base de perseguir el mito del progreso. No pueden decir que no conocen las consecuencias de sus actos.

—Un cataclismo maltusiano no estaría mal —dijo Niels con entusiasmo—. Si Gaia ha de sobrevivir, la humanidad es una plaga que debe ser controlada.

—Humm… Mientras tanto, nosotros debemos hacer cuanto podamos para librar esta guerra. Nuestra lucha es la mayor batalla de la historia de la humanidad. Ahora mismo, Freese, mientras estamos aquí sentados, nuestro mundo, nuestro ecosistema, es víctima de una violación. En lo que tardamos en mantener esta conversación, serán bombeados del fondo de la Tierra cuatro millones de barriles de petróleo. Y todo ese carbono será emitido con la misma rapidez a la atmósfera.

El Comandante hizo una pausa para que Niels asimilara la información. Sabía que había que darle tiempo para ello. Había vuelto a advertir su cojera cuando el joven había entrado en la habitación; le constaba que el daño neurológico responsable de ese defecto procedía de la misma causa que la excepcional estructura mental de Niels: falta de oxígeno al nacer. Poco después afirmó:

—Esto es una guerra. Una guerra real. Y una guerra requiere buenos soldados. Yo necesito buenos soldados. Y tú, Freese, eres uno de mis mejores hombres. Por eso te encomiendo una de las misiones más importantes que hemos emprendido jamás.

El chico sintió que el orgullo le crecía en el pecho. Lo único que había deseado siempre era ser un buen soldado de Gaia.

—Haré lo que sea para proteger a Gaia —dijo, orgulloso.

—Tienes que entender, Freese, que te estoy pidiendo que lleves esta guerra a un nuevo ámbito. Quemar coches en el Schanzenviertel no basta. Es mucho más lo que está en juego.

Le hizo un gesto al hombre del traje gris, que empujó un sobre hacia Niels por encima de la mesa. Este lo abrió. Contenía dos fotografías: una mostraba a un hombre de poco más de cuarenta años, y la otra, un coche, un enorme Mercedes descapotable. En el sobre había también un pedazo de papel donde figuraban una hora y una dirección.

—¿Quién es? —preguntó Niels.

—Lo único que debes saber es que se trata de un enemigo de Gaia. Un enemigo real. Hay que poner fin a sus actividades. Tú has llevado a cabo con éxito una serie de incendios de coches, en compañía de Harald. Y ahora quiero que vuelvas a formar equipo con él y que incendies ese coche… —El Comandante dio unos golpecitos a la foto del Mercedes—. Lo harás mientras permanece aparcado delante de un café en esta dirección. ¿Entiendes?

—Entiendo lo que debo hacer, pero no entiendo por qué quemar su coche le impedirá seguir haciendo lo que ha hecho hasta ahora.

El Comandante se volvió hacia la silenciosa pareja trajeada. Y la mujer, hurgando en el bolso, sacó una bolsa transparente y se la entregó. Él la deslizó por encima de la mesa hacia Niels.

—Cuando el coche arda en llamas, él estará en el café. Se reúne allí con una mujer. Tú espera a que estén dentro y entonces incendia el coche. Que sea bien espectacular. Quiero que provoques que salga del café. Y luego quiero que utilices esto. —Señaló la bolsa transparente, que Niels no había cogido todavía.

—¿Te ves capaz? Será la primera misión de esta clase.

—¿Este hombre es un enemigo de Gaia? —preguntó Niels, mirando aún el contenido de la bolsa.

—Más que eso. Constituye una amenaza para el éxito de la organización. Ha hecho cosas… Bueno, como te he dicho, sus actos podrían ser catastróficos para lo que representamos.

El chico cogió la bolsa de plástico, la abrió y sacó la pistola automática y el cargador; luego se lo guardó todo en el bolsillo de su chaqueta de combate. Mientras lo hacía, tenía la sensación de que había visto y sujetado esa arma una docena veces anteriormente. Aunque le constaba que, en realidad, nunca había tenido una pistola en las manos.

—Lo haré —dijo.