Capítulo ocho

Fue poco después del almuerzo cuando Fabel se reunió con todo su equipo.

Justo antes de empezar la sesión, recibió un mensaje a través del correo electrónico interno del Präsidium anunciándole que el director general de homicidios Van Heiden, jefe de la rama de investigación criminal y su superior directo, quería verlo hacia las tres y media. Después de bastantes años trabajando con Van Heiden, ya sabía que «hacia las tres y media» significaba a las tres y media en punto. Él mismo tenía tendencia también, como reconocía sin ambages, a tomarse la puntualidad puntillosamente. Pero el control casi cronometrado de su jefe volvía poco riguroso incluso un reloj atómico. Fabel ya se imaginaba para qué quería verlo. El director era muy escrupuloso —tanto como con la puntualidad— a la hora de mantenerse informado de los progresos de cualquier caso que pudiera tener una mínima trascendencia pública. Sin duda ya debían de haberlo puesto al corriente sobre el cuerpo encontrado en el Fischmarkt.

Cuando el comisario entró en la sala de conferencias, situada al final del pasillo de la brigada de homicidios, su equipo ya estaba reunido. La sala de conferencias era amplia y se hallaba decorada en tonos neutros, pulcros y anodinos, que iban del blanco lino al beis. En abierto y llamativo contraste, saltaban a la vista los vívidos colores de dos grandes lienzos sin marco colgados en la pared lateral. Esos dos cuadros abstractos encarnaban lo que Fabel solía describir como «arte corporativo»: el tipo de obras que veías en el vestíbulo de los bancos, las compañías de seguros, las agencias publicitarias y las firmas financieras, y que pretendían convencerte de que ellos estaban «a la última».

Desde los grandes ventanales de la sala de conferencias se dominaban las copas de los árboles del Winterhude Stadtpark. Sobre la mesa de cerezo, pulcramente dispuestas, había una jarra de agua con hielo, una cafetera de vacío blanca y un montón de tazas, todo con aspecto de haber salido directamente de Ikea. Los agentes que aguardaban sentados alrededor de la mesa tenían ante sí (como si fuese el cubierto de un convite) sus sujetapapeles y cuadernos de notas.

Sentado en cabecera, con una pizarra electrónica detrás, Fabel se sentía como si se dispusieran a analizar los objetivos mensuales de ventas, o el lanzamiento de una nueva línea de productos o una campaña publicitaria. Tenía la sensación de que el mundo se volvía cada vez más corporativo, y que los políticos, los médicos e inclusive los agentes de policía estaban, en la actualidad, a punto de venderte algo. El negocio del trabajo policial.

El comisario contaba cuarenta y ocho años, pero a veces le daba la impresión de haber nacido una década o dos demasiado tarde. Ahora todo parecía menos real que cuando había iniciado su carrera. Observó que hasta Anna Wolff, siempre tan provocadora, empezaba a vestir de modo más conservador. Cada rebelión terminaba desembocando, por lo visto, en un resignado conformismo. Además de los miembros habituales de su equipo, había un hombre alto y flaco sentado al otro extremo de la mesa. Debía de tener poco más de cuarenta, pero su actitud seria, el traje de corte clásico y el huesudo y anguloso rostro le conferían un aspecto de mayor edad. Fabel lo había saludado con un gesto al entrar en la sala y luego había tomado asiento.

—¿Quieres manejar tú esto, por favor? —le pidió a Anna para no tener que vérselas él mismo con la pizarra electrónica.

La irrupción de la tecnología era otra de las cosas que lo habían pillado desprevenido: en algún momento, casi inadvertidamente, el asesinato también se había «digitalizado».

—Bien… —Fabel se puso de pie—. Trataremos sobre el llamado Asesino de la Red… Tenemos tres víctimas, y todos conocéis los pormenores de los asesinatos cometidos, puesto que a cada equipo de investigación se le ha asignado un expediente. Antes de empezar, he de explicaros que esta mañana hemos rescatado un cadáver del río, o más exactamente, que las aguas nos han puesto un cadáver en las manos: la víctima fue arrastrada por la tormenta hasta el Fischmarkt.

Salió un ronco gruñido de la concurrencia.

—Fantástico… —El que había hablado era un hombre robusto, que se sentaba encorvado con los codos sobre la mesa. Tendría unos cincuenta y tantos años, el canoso pelo rapado casi al cero y, en general, aspecto de boxeador: el comisario superior Werner Meyer, el adjunto de Fabel—. Otro más.

—Probablemente, no —dijo Anna—. El fiambre de esta mañana era un torso desmembrado: sin cabeza, brazos ni piernas. Y no puede negarse que nuestro hombre es coherente.

—Quizá no… —Fabel le lanzó una mirada significativa a Anna—. El cuerpo encontrado esta mañana parece sin duda distinto, lo cual significa, seguramente, que estamos ante alguien distinto. Así que no tiene sentido que incluyamos este cadáver en el caso mientras no contemos con el informe forense completo y con el resultado de la autopsia. Mi principal inquietud es que a lo mejor nos hallamos ante un imitador. O podría ser que fuera nuestro hombre y que, simplemente, estuviera experimentando con su arte. Pero como la comisaria Wolff ha tenido la amabilidad de indicar, por ahora nuestro hombre ha sido totalmente coherente. Y a mí no me parece que sea de los que juegan con la comida: él acecha a sus víctimas, las atrapa, las viola y las estrangula. Eso es lo esencial. Todo lo que hace después es meramente práctico, orientado a deshacerse del cuerpo. Nunca, por ahora, insisto, ha sentido la necesidad de descuartizar los cadáveres. Así pues, de momento y mientras no dispongamos de los informes, lo vamos a dejar de lado.

Dicho esto, le hizo una seña a Anna, que pulsó el teclado inalámbrico. Aparecieron cuatro paneles fotográficos. En tres de ellos, se veían las típicas fotos de la escena del crimen, crudamente iluminadas por el flash, de las jóvenes asesinadas. En el cuarto, una secuencia de fotografías, todas de hombres jóvenes, pasaban a gran velocidad. Montones de fotos. Centenares. En rapidísima sucesión.

—Nos encontramos ante una nueva área delictiva —prosiguió Fabel—. Nuestro asesino sigue un modus operandi conocido para quien haya trabajado en un caso de asesinato múltiple sexual. Todos los presentes tienen experiencia en el proceso investigativo de identificar y localizar a un asesino. Trabajamos con detalles forenses, con la cronología del homicidio y las conexiones entre testigos, con hechos clave y localizaciones. Conseguimos visitar lugares, seguir la pista a los testigos, encontrar pruebas físicas, averiguar antecedentes…, y con todo ese material construir un retrato y obtener una descripción del sospechoso. Pero en este caso no nos las vemos con el mundo físico. El asesino localiza a sus víctimas en el ciberespacio. Tres mujeres, sin ninguna conexión que sepamos, atraídas mediante una trampa y asesinadas por uno de estos hombres… —Señaló la sucesión todavía parpadeante de fotos.

»Estos son los individuos con los cuales sabemos que habían contactado las víctimas por Internet a través de las redes sociales. ¿Podrías reducir un poco la velocidad, Anna? —solicitó Fabel. La comisaria Wolff pulsó una tecla, y las imágenes se sucedieron más despacio. Todas ellas eran fotografías caseras de hombres de veintitantos años o de poco más de treinta, tomadas con un móvil o con una cámara digital ante un espejo. Muchas de las caras resultaban poco definidas: aparecían borrosas o parcialmente veladas tras el reflejo del flash de la cámara. Había todo un surtido de las muecas y posturas habituales, así como algunos musculosos torsos desnudos, y la mayoría de los fotografiados hacían el gesto previsible e inane del “shaka”, o bien el de la “mano cornuta”[1]—. El problema que tenemos es el siguiente: en el mundo real podríamos identificar a una sola persona de toda esta serie que haya mantenido contacto con todas las víctimas y atribuirle una cara. Pero aquí, en Internet, el asesino podría corresponder a varias de estas caras. O a ninguna. Es casi seguro que utiliza una identidad distinta para cada mujer a la que “conoce” virtualmente, y que ninguna de esas identidades es la suya real. Por lo que hemos averiguado, cabe la posibilidad de que no se presente como un hombre, sino que se haya citado con las víctimas como si fuera una mujer, o como el representante de una organización.

»Lo único que debemos tener presente sobre este entorno es que, como ya he dicho al principio, ninguna de las reglas que hemos aprendido a lo largo de los años puede aplicarse aquí. En Internet, cualquiera puede ser cualquiera o cualquier cosa que desee. Si averiguáramos la cara de la persona con la que nuestras víctimas accedieron a reunirse, es casi seguro que no sería la suya en la vida real.

—¿Y las pruebas forenses? No hay nada más real que una mujer violada y estrangulada. ¿No tenemos el ADN obtenido a partir del semen, los pelos o restos de piel que el asesino ha dejado en las víctimas? —preguntó Dirk Hechtner, un detective menudo de pelo oscuro que no llevaba mucho en el equipo de Fabel.

Este meneó la cabeza y replicó:

—Nuestro hombre es escrupuloso. Se pone condón y creemos que quizá se haya rasurado la región púbica. En ningún momento hemos encontrado ni rastro de un ADN que no sea el de la víctima. El hecho de que tire los cuerpos al agua también juega en contra nuestra en términos forenses.

—¿Por dónde empezamos, pues? —preguntó Werner Meyer.

—Este es el momento de presentar al comisario jefe Kroeger, aquí presente… —Fabel señaló al hombre sentado al otro extremo de la mesa—. Él dirige el equipo del Präsidium especializado en informática. Herr Kroeger, por favor.

El aludido, el de rostro huesudo y anguloso, asintió y dijo:

—Como ha señalado el comisario en jefe Fabel, la tecnología informática presenta, desde el punto de vista de la aplicación de la ley, tantos desafíos como oportunidades. Uno de los principales problemas al que nos enfrentamos es el de la explotación y los abusos infantiles. Y por desgracia, en esta área delictiva hemos tenido que seguir una línea de aprendizaje muy ardua, pues ha sido este grupo de delincuentes el primero en advertir las ventajas que Internet le proporcionaba. Internet, en efecto, ha cambiado su modo de encontrar y atrapar víctimas, así como de intercambiar imágenes de abusos, y, sobre todo, les ha proporcionado un medio para comunicarse entre ellos e intercambiar datos sin exponer su identidad. En otra época, antes de que Internet existiera, esta gente actuaba sola y solía estar aislada. En casos muy contados encontraban a otros individuos con los mismos gustos; innumerables veces, en la cárcel. En ocasiones, en esas épocas anteriores, te tropezabas con una red organizada de pedofilia. Pero la comunicación entre ellos, y menos aún la colaboración, eran bastante infrecuentes; y cuando se producían, tenían lugar dentro de un área geográfica circunscrita. Internet cambió todo esto. De golpe, esta gente podía —por primera vez en la historia— adquirir una sensación de «comunidad». Ya no estaban aislados unos de otros, y eran capaces de intercambiar información e imágenes por todo el país y hasta por todo el mundo. Puesto que había tantos otros que participaban de sus mismas perversiones, tenían la posibilidad de convencerse a sí mismos de que estas no eran tales perversiones, y de que su conducta no era aberrante, enfermiza ni retorcida.

Kroeger se detuvo un instante. Fabel había observado que la alargada cara del especialista en delitos de Internet se mantenía impávida mientras se explayaba. Ese anguloso rostro carecía de animación y los ojos —grises— conservaban el mismo aire aletargado. Quizá, pensó, era lo que te ocurría cuando trabajabas utilizando siempre tecnología y máquinas: perdías vitalidad, te volvías menos humano.

—Esto es lo que puede conseguir Internet —prosiguió Kroeger—: ofrecer un entorno de normalidad a las mentes más retorcidas y enfermizas. Pero lo más importante es que brinda a este tipo de personas una sensación de seguridad e impunidad. Y ahí es donde entramos nosotros. No existe nada parecido al anonimato en la Red. Herr Fabel ha hecho una comparación con las investigaciones en el mundo real, donde puedes seguirle el rastro a un delincuente, interrogar a los testigos, etcétera. La verdad es que constituye un error pensar que Internet es diferente. Simplemente es un mundo virtual, en lugar de ser físico. Pero uno sigue dejando su rastro allí donde va. Y por mucho que intente disfrazarse de otra persona, siempre quedan por el camino claves sobre su identidad.

—¿Cómo es posible? —preguntó Fabel—. Si uno dice ser, por ejemplo, una chica de catorce años, en lugar del hombre cuarentón que realmente es, ¿cómo puede usted averiguarlo?

—Muy bien, empecemos por lo más básico. Muchos buscadores te ofrecen la posibilidad de una búsqueda privada, durante la cual ni se guardan datos en tu historial de Internet, ni tu ordenador almacena cookies u otros rastros de tus andanzas por la Red. Lo cierto es que la búsqueda privada no existe. Tu proveedor de Internet guarda un registro de cada página que visitas. Y los administradores de esas páginas almacenan igualmente tu dirección IP. Cada vez que te conectas con Internet, dejas un rastro. Y si eres tan tonto como para utilizar un ordenador del trabajo o de tu propia casa, entonces ya solo nos falta una orden judicial para obtener tu nombre y dirección.

—Pero nuestro hombre no tiene un pelo de tonto —intervino Anna.

—En efecto… —Kroeger buscó en el bolsillo y sacó un lápiz USB—. Miren, esto es una «mochila». Esta clase de mochila te permite acceder a cualquier conexión Wi-Fi. Obviamente, sigues teniendo una dirección IP, pero si has comprado una mochila de banda ancha de «pago según consumo», entonces tu nombre y tu dirección no aparecen en ninguna parte. Mi hipótesis es que el Asesino de la Red, si es listo, está usando uno de estos dispositivos. Pero aun en ese caso, sería posible rastrearlo. Mientras está on-line no puede ocultar su ubicación, a no ser que disponga de un software muy sofisticado. Nosotros somos capaces de identificar la ubicación física general de la conexión. Si se trata de una mochila de «pago-según-consumo», tiene que cargarla en alguna parte. Y eso implica volver a emerger al mundo real. La persona que está detrás del mostrador del quiosco o la tienda de móviles que le vende los créditos de conexión es el testigo del cual hablaba antes Herr Fabel. La idea que les quiero transmitir es: mi territorio no es tan distinto del suyo. Siempre se dejan huellas, siempre hay una pista que seguir. El esfuerzo y la habilidad invertidos en borrar esas huellas dependen, claro está, de la inteligencia y la destreza del delincuente. Igual que en el mundo real.

—Pero eso no responde a la pregunta sobre cómo se puede detectar una identidad falsa —opinó Werner.

—No sé cuántos de ustedes son miembros de una red social, pero los que lo sean conocerán sin duda ese fenómeno más bien inquietante que consiste en encontrarse anuncios de cosas especialmente pertinentes para ustedes, y además, en el momento justo en que son pertinentes… Anuncios de fotógrafos de boda cuando acaban de comprometerse, de restaurantes precisamente antes de un aniversario, de tiendas deportivas con ofertas para practicar su deporte favorito… Como si existiera una especie de cibervidente leyéndoles el pensamiento. La verdad es que ustedes han ido dejando datos sobre sí mismos por todas partes, pero como piensan en términos de espacio físico, creen que esos insignificantes rastros de información se encuentran tan dispersos que es imposible reunirlos. Pero sí es posible, e instantáneamente. Y aunque ustedes ni siquiera son conscientes de haber dejado una parte de esa información, sus datos personales y sus tipos de búsqueda han sido analizados, a veces de modo automático.

»Nada de lo que hacen en Internet es aleatorio. Ustedes creen que sí, creen que saltan de página en página, o de una web a otra, espontánea e impulsivamente. Pero siempre hay una lógica, una psicología subyacente que explica todo lo que buscan. La verdad es que cuanto más relajada y caprichosa sea su exploración en Internet, más reveladora resulta sobre su psicología y su identidad. En la unidad de cibercrimen tenemos acceso a toda clase de expertos: informáticos, sociólogos, psicólogos y criminólogos; también contamos con expertos en lingüística que pueden analizar el vocabulario y la sintaxis que utilizan ustedes y determinar su nivel educativo, su edad, etcétera. Y además de contar con expertos, disponemos de un software analítico capaz de proporcionarnos en cuestión de segundos un informe detallado de un usuario. Así pues, paso a responder a su pregunta, Herr Meyer: sí, puede ser difícil detectar una identidad ficticia bien diseñada en la Red, pero disponemos de un gran arsenal, y le aseguro que es mucho más dificultoso de lo que usted cree ocultarse tras una identidad falsa.

—Gracias —dijo Fabel—. El comisario jefe Kroeger trabajará con nosotros en este caso y nos servirá de enlace con los demás especialistas de su unidad. Anna le ha entregado una lista completa de identidades convergentes extraídas de las redes sociales. Lo que ha contribuido a reducir la lista es que cada una de las víctimas parecía preferir una red social distinta. No hemos podido encontrar puntos de convergencia en sus vidas cotidianas, y está resultando muy complicado también en su actividad on-line, pero sí sabemos que las tres mujeres usaban regularmente dichas redes sociales para conocer hombres.

—Una cosa que no he explicado —añadió Kroeger— es que contamos con una gran ventaja al tener en nuestro poder los ordenadores usados por cada una de ellas. Disponemos, pues, de tecnología capaz de rehacer sus pasos. Quizá consigamos recuperar una buena parte de sus mensajes de chat. Lo cual podría proporcionarnos indicios muy concretos.

—¿En qué punto estamos en este sentido? —preguntó Fabel.

—No muy lejos. Yo diría que en un día o dos podríamos contar con un montón de pistas extraídas de la información de los ordenadores. Es una tarea laboriosa, por supuesto.

—Por supuesto —repitió Fabel, sonriendo. Kroeger era un hombre lleno de cifras y carente de humanidad. Aquel asunto no era un juego ni un desafío profesional. En un par de días podría haber otra mujer muerta. Tal vez ahora mismo estaba planeando una cita con su asesino: chateando, flirteando, concretando detalles con la ficción electrónica de un ser humano—. Pero, como sin duda advertirá, el tiempo es esencial en este caso.

—Desde luego, vamos a darle la máxima prioridad.

Kroeger decía siempre lo correcto cuando abría la boca. Pero el sentimiento que hubiera detrás de sus palabras, fuera cual fuese, nunca llegaba a asomar a su expresión o a sus ojos grises. Él mismo era casi una máquina, pensaba Fabel.

Este ya había trabajado una vez con él, en el caso del asesinato de un niño en el que estaba implicada una red de pedofilia de Internet. Kroeger había tenido la ocurrencia de soltar de buenas a primeras que la ignorancia tecnológica del comisario jefe ponía en peligro su eficiencia como investigador. Pero lo que más lo irritó fue que Kroeger se mantuviera totalmente indiferente al sufrimiento humano que entrañaba el caso. Ante el hecho de que un niño hubiera sido asesinado y de que una familia hubiera quedado desgarrada por el horror y la pena, el comisario especialista en informática mostró tanta frialdad y tanta falta de comprensión como la que exhibía Fabel cuando se hablaba de la diferencia entre un kilobyte y un gigabyte. El resultado era un desagrado mutuo que persistía.

Fabel, sin embargo, necesitaba a Kroeger en este caso. No podía negarse que si tenían alguna posibilidad de atrapar al Asesino de la Red habría de ser mediante los conocimientos y la experiencia del comisario informático: el recurso más importante del que disponían ahora mismo. Este era, como había dicho el propio Kroeger, su territorio.

—Por desgracia, mi equipo está en este momento saturado, llegando a extremos inusitados —prosiguió Kroeger—. Nos han encomendado la responsabilidad de rastrear la fuente de ese virus Klabautermann que ha estado desarbolando las comunicaciones electrónicas internas del gobierno estatal. Pero, como he dicho, este caso tendrá toda la prioridad.

—Se lo agradezco.

Fabel dedicó el resto de la sesión informativa a la rutina habitual de las investigaciones importantes. Cada equipo formado por dos detectives emitió un informe sobre su parte de las pesquisas y, a continuación, hubo un debate general y él asignó nuevas tareas.

—Ese Kroeger me produce escalofríos —dijo Werner a Fabel, cuando los demás ya habían salido—. Me parece haberlo visto en esa película de ciencia ficción, ya sabes… Matrix.

—Es bueno en su trabajo —respondió Fabel—. Uno de los mejores de Europa, según me han dicho. Es lo único que cuenta. Y Dios sabe que lo necesitamos en este caso.

—O quizá no fue en Matrix donde lo vi. De chico, yo veía muchas películas del Oeste. Ya me entiendes…, cuando la caballería entra en territorio hostil piel roja, pero tiene que confiar en un guía nativo de la misma tribu para atravesarlo. ¿Por qué tengo la sensación de que Kroeger es tan capaz de arrancar cabelleras como los malos de la película?

—Es un tipo raro, nada más, Werner. Que yo recuerde, nunca lo he visto con un penacho de plumas en la cabeza.

—Me imagino que no. —Werner se pasó la mano por el rapado cuero cabelludo—. Aunque he de reconocer, Jan, que todo este rollo electrónico me supera totalmente. Nunca he sido capaz de comprender eso de las redes sociales. ¿Por qué necesita la gente utilizar un ordenador para conectarse con los demás, y por qué almacena todos esos datos personales ahí fuera, en Internet? En cambio, te sientas en el tren al lado de uno de esos tipos y no puedes ni mantener una conversación porque están conectados a sus reproductores de mp3.

—Así es la sociedad tecnológica. Pura tecnología y ningún contacto social.

Un gran número de agentes del Präsidium almorzaban en su inmensa cantina. El propio Fabel la usaba con frecuencia, aunque muchas veces prefería tomarse tres cuartos de hora a mediodía para salir de la brigada. «Tiempo para pensar», le gustaba llamarlo. Ya iba a abandonar el edificio cuando un pitido de su móvil le avisó de que había recibido un mensaje de texto:

«Llegada a Wiesbaden sin problemas. Tiempo de mierda. Hotel sin encanto. Te llamo esta noche. S»..

Fabel soltó un suspiro. No entendía por qué le enviaba Susanne mensajes de texto, cuando sabía que él nunca respondía. Le costaba demasiado rato manipular las teclas del teléfono y, al final, o le salía un desastre de mensaje o borraba accidentalmente la respuesta de dos frases que había tardado un cuarto de hora en componer. ¿Por qué la gente ya no hablaba, sencillamente? Al pensarlo, recordó que Werner había dicho prácticamente lo mismo. Se resignó: empezaba a formar parte del Clan de los Gruñones.

Uno de los lugares que prefería para almorzar era un café situado en uno de los muchos canales que atravesaban la ciudad. Ese establecimiento en particular se hallaba en el canal Alsterstreek, frente al teatro Winterhuder Fährhaus, allí donde la gente —turistas o locales— tomaba los autobuses acuáticos rojos y blancos que cruzaban el Alster. Ubicado por debajo de la ciudad que lo rodeaba y muy arrimado al puente, aquel café le proporcionaba al comisario una extraña sensación de seguridad; quedaba muy cerca del Präsidium y, si hacía un tiempo medio decente, podía sentarse fuera, en una de las mesas pegadas a la barandilla que discurría junto al Alsterstreek, y contemplar cómo patrullaban los cisnes por el canal. Asimismo, el hecho de estar al lado del agua lo reconfortaba y serenaba; lo cual era raro, porque, durante su infancia en Norddeich, tenía un poco de miedo al agua; concretamente, al agua del mar. Él siempre lo había atribuido al temor a las inundaciones, casi instintivo entre los frisios orientales y entre sus vecinos, los holandeses. La casa de su infancia se ubicaba detrás de un dique, y algunas noches —no muchas, pero sí unas cuantas— las había pasado despierto en la cama, pensando en la oscura masa de agua mantenida a raya únicamente por un terraplén artificial.

A todo esto, se le acercó un camarero para limpiar la mesa antes de tomar nota de su pedido. Fabel lo saludó con una sonrisa y le preguntó cómo estaba. Era un ritual típico. Él era una cara conocida en aquel café, aunque sabía que ninguno de los empleados debía de tener la menor idea sobre su manera de ganarse la vida. Lo cual también contribuía a la sensación de bienestar. Era algo que se preguntaba a menudo: ¿qué deducciones hacía la gente sobre él, desconociendo como desconocían que sus tareas cotidianas se relacionaban siempre con la violencia y la muerte? ¿Tenía pinta de profesor, que era lo que él prefería que pensaran, o lo tomaban por un hombre de negocios? Esta última idea lo deprimía.

Había reflexionado mucho acerca de la impresión que él producía a los demás y, en general, acerca de la impresión que las personas se producían unas a otras. Sí, había reflexionado sobre ello porque era una cuestión que surgía muy a menudo cuando interrogaba a familiares y amigos de los asesinos. Ciertamente, no sucedía en la mayoría de los homicidios que eran cometidos por gente ya conocida, entre la policía y entre sus víctimas, por su comportamiento violento y potencialmente peligroso. Gran parte de los asesinatos de los que él se ocupaba tenían lugar en un determinado entorno social y eran provocados por el alcohol o las drogas. Pero había casos, en especial crímenes sexuales, en los que todo el mundo se quedaba boquiabierto al descubrir que el asesino era una persona conocida; se trataba de los asesinos del tipo «nunca me lo habría imaginado». El cuerpo hinchado y arrastrado hasta el Fischmarkt, sin cabeza ni miembros, podía corresponder muy bien a la víctima de un asesino de esa clase.

Con los años, Fabel ya se había acostumbrado a la consternación y a la incredulidad de la gente. En muchísimos casos, los que conocían bien al asesino tenían que reajustar su perspectiva sobre todas las cosas y aprender a mirar a cada persona con un nuevo matiz de desconfianza.

«Todos tenemos una cara que mostramos al mundo, y otra que no dejamos que vea nadie, salvo nosotros mismos».

Había sido Uwe Hoffman, el primer jefe de Fabel en la brigada de homicidios, quien le había dicho eso. A lo mejor, pensó, este caso del Asesino de la Red no fuera tan distinto, a fin de cuentas; quizá Internet no pasaba de ser más que una prolongación del mundo tal como siempre había sido.

Pidió una ensalada y un agua mineral. Estaba contemplando a los cisnes, sin pensar en nada en particular, cuando volvió a sonar el pitido de su móvil.

Leyó el mensaje de texto. No tenía mucho sentido. Ningún sentido en absoluto.