Capítulo siete

Un momento de calma antes de la tormenta.

Sentado en silencio en su coche, Fabel escuchaba música y miraba a través del parabrisas la lluvia, que ya se iba convirtiendo en llovizna. Era consciente de lo que se avecinaba.

Este era su oficio, su trabajo: contemplar la muerte. Tratar de comprenderla. Pero por muy a menudo que la contemplaras, la muerte —la muerte violenta— seguía provocando un trastorno en tu interior. Tal vez no suponía un trastorno tan profundo como quince años (e incontables casos) atrás, pero seguías sintiéndolo: una vaga agitación en las tripas desatada por un instinto irreprimible. Era la reacción natural de «lucha o huye» que se disparaba en la parte más antigua y menos evolucionada de tu cerebro. En especial, si había un montón de sangre. Cuando había mucha sangre, surgía automáticamente una reacción instintiva que anulaba tu raciocinio. Y más tarde, mucho después de que hubieras abandonado la escena del crimen, las imágenes del muerto regresaban a tu mente de modo espontáneo y en los momentos más inapropiados: mientras comías, hacías el amor o te relajabas con un grupo de amigos.

Así que Jan Fabel se tomó un respiro y se quedó en el coche con el limpiaparabrisas parado, mirando cómo se estrellaba la viscosa lluvia sobre el cristal. El día era completamente gris. El cielo, el agua, los edificios: distintos matices de gris grafito. Y este era un momento de paz gris. La música parecía encajar con su estado de ánimo —y con el clima— a la perfección: escuchaba al Esbjörn Svensson Trio en el reproductor de mp3 que había conectado al equipo de sonido del BMW. From Gagarin’s Point of View («Desde el punto de vista de Gagarin»). Un gran título. Una gran pieza para una mañana de Hamburgo gris grafito, que emanaba esa agradable melancolía que los escandinavos dominan a la perfección.

Unos nudillos fríos y húmedos golpearon la ventanilla del pasajero, sacándolo de su momento de paz gris. Bajó el cristal y, al acercársele, las heladas agujas de la lluvia le pincharon la mejilla.

—¿Va a venir con nosotros, Chef?

Anna Wolff se inclinó junto a la ventanilla, con el entrecejo fruncido frente al frío y la humedad. Impaciente. Siempre había tenido un aire juvenil y atractivo: los ojos negros, el pelo corto y oscuro, un aire aniñado. Pero ahora, ahí bajo la lluvia, se apreciaba un atisbo de la Anna futura: una Anna con más años, ya desprovista de su energía característica. Fabel captó ese cambio sutil y se sintió mal. También advirtió su leve cojera cuando ella se apartó del vehículo, y aún se sintió peor. Su equipo ya había sufrido más bajas de la cuenta a lo largo de los años.

—Se le ve pletórico de alegría —le dijo Anna mientras se bajaba del coche.

—Bueno, cuéntame. ¿Qué tenemos?

—Ya se lo he dicho: un cuerpo arrastrado por la corriente. Y de los apestosos de verdad, se lo advierto. Lo ha encontrado el equipo de bomberos que estaba trabajando junto a la barrera de inundación. El jefe es un tal Kreysig.

—¿Lars Kreysig?

—¿Lo conoce?

—Más bien he oído hablar de él, pero nos hemos visto alguna vez. Es toda una leyenda en el Cuerpo de Bomberos de Hamburgo. Mucha gente no seguiría viva si él no la hubiera sacado de las brasas. Así como suena. ¿Aún está aquí?

—Le hemos pedido que se quedara hasta que llegara usted. ¿Qué era esa mierda que estaba escuchando en el coche?

Fabel se detuvo y se giró hacia ella.

—No tiene usted alma, comisaria Wolff, ¿lo sabía? No es capaz de apreciar las cosas buenas de la vida. En serio, déjame en paz, Anna… Ya he tenido a Susanne metiéndose conmigo durante todo el trayecto al aeropuerto a cuenta de mi coche.

—¿De veras? A mí, personalmente, me gustan las antigüedades. En todo caso, Susanne le sienta a usted muy bien. Lo veo menos gruñón últimamente. ¿Está preparado?

Caminaron hacia donde se hallaba instalada la blanca tienda forense, pisando tubos y mangueras, sorteando los oscuros charcos irisados de agua y petróleo y los negros amasijos de detritus arrastrados por la inundación.

—Yo ya he tenido el placer —dijo Anna al llegar junto a la tienda—. Si no le importa, espero aquí fuera.

Fabel asintió. Anna era una chica dura, y había visto muchas más muertes violentas de la cuenta, pero su tendón de Aquiles eran los cadáveres putrefactos. Y no había nada más putrefacto que un cadáver que hubiera pasado en el agua más de dos o tres días. El proceso de descomposición se acelera enormemente en remojo: la carne se reblandece y el cuerpo se hincha debido a los gases acumulados, y entonces asciende y flota en la superficie como una boya podrida.

En el exterior de la tienda había una mesa con material forense. Anna le pasó a Fabel un traje blanco de papel, guantes de látex, protectores elásticos azules para los zapatos y una mascarilla con filtro. Se sacó del bolsillo de la chaqueta un pulverizador de perfume y roció la cara interior de la mascarilla.

—Va a necesitarlo —murmuró—. Este es de los asquerosos de verdad. Y mantenga la cremallera del traje forense bien cerrada. Como se le pegue el pestazo en la ropa, ya no se lo quita más.

—Ya he visto cadáveres flotantes otras veces, Anna. Conozco el procedimiento. —Fabel sonrió al decirlo: había advertido que la cara de la comisaria, pálida de por sí, palidecía un poco más, sin duda recordando el rato que había pasado en el interior de la tienda.

Fabel alzó la vista al cielo, que mantenía un color gris acero después de la tormenta, y luego echó una ojeada a la zona de limpieza, en la que abundaban los generadores provisionales, las grúas y los camiones de bomberos. Inspiró hondo y trató de reproducir mentalmente unos cuantos compases de From Gagarin’s Point of View para aliviar el hormigueo que sentía en el pecho. Luego, colocándose la mascarilla exageradamente perfumada sobre la boca y la nariz, entró en la tienda forense.

A pesar de ir protegido por la mascarilla y la intensa fragancia del perfume, el hedor lo golpeó como una bofetada nada más entrar. Lo reconoció de inmediato; no había en el mundo ningún hedor parecido: rancio, agrio y empalagoso a la vez. Se había tropezado con aquel olor en el caso de un par de cuerpos rescatados del río y en el de un cadáver aparecido en el bosque en fase negra de putrefacción. La fase negra era la cuarta etapa del proceso de descomposición, entre los diez y los veinte días posteriores a la muerte. Y era la más hedionda. Pese a que habían puesto el extractor al máximo, el aire dentro de la tienda estaba impregnado del tufo a carne pútrida.

El comisario se preguntaba a menudo cómo se las arreglaban en la Policía del Puerto de Hamburgo para soportar tantos cadáveres flotantes. Entre la policía portuaria y la Polizei de Hamburgo, la demarcación de responsabilidades respecto al caso de los cuerpos encontrados quedaba determinada por la línea de pleamar. Cualquier cuerpo hallado por encima de esa línea era responsabilidad de la policía de la ciudad; por debajo de ella, correspondía a la policía portuaria. Se decía que más de un cadáver arrastrado hasta la orilla había recibido un empujoncito de la bota de algún agente aprensivo de la policía de la ciudad y rodado de nuevo por debajo de la línea de pleamar, cayendo en la jurisdicción de los agentes del puerto.

—¡Hola, Jan! ¿Qué tal? —Desde detrás de su mascarilla, Holger Brauner, el jefe del Departamento Forense de la Polizei de Hamburgo, lo saludó jovialmente al verlo entrar. Brauner, un cuarentón bajito y musculoso, poseía, en opinión de Fabel, una alegría inagotable. Eran amigos desde hacía años, aunque al comisario nunca le había acabado de cuadrar la joie de vivre del amigo con la lúgubre tarea del colega.

No le respondió de inmediato. Estaba concentrado únicamente en esforzarse por no vomitar. La fuente del hedor yacía sobre el asfalto mojado: un torso de piel arrugada que presentaba un color verde negruzco en algunos trechos, y violeta y blanco verduzco en otros; no tenía cabeza, piernas ni brazos, y la carne en la zona donde se habían producido las amputaciones estaba fruncida, hinchada y de un rosado crudo realmente nauseabundo. Daba la impresión de que el torso hubiera pertenecido a alguien que padecía obesidad mórbida, pues todo el vientre se combaba en tensión y los pechos se veían desplazados hacia los lados; pero Fabel sabía que era la presión de los gases apresados dentro del cuerpo lo que lo había distendido e hinchado.

—Estoy mejor que esta. ¿Cómo consigues soportar esta pestilencia? —dijo al fin, controlando la respiración.

Brauner simuló que inspiraba con delectación.

—¡Ah, me encanta el olor de la putrescina y la cadaverina por la mañana! ¿Sabías que la cadaverina es lo que le confiere al semen su aroma característico? Está presente en el comienzo y en el final de la vida.

—Necesitarías buscarte otra afición, Holger. —Fabel señaló el torso con la barbilla—. ¿Arrastrado por la inundación?

—Bueno, no creo que haya llegado nadando… —Tras la mascarilla, el forense soltó una risita.

—La pérdida de la cabeza y los miembros…, ¿es imposible que sea accidental? ¿Un barco o algo así?

—No, no. Es evidente que se lo han hecho adrede. Y con razonable destreza. Amputación de brazos a la altura de la articulación; amputación transfemoral de las piernas… Un trabajo muy eficiente, a decir verdad.

—Cuando atrapemos al asesino le transmitiré tus elogios. —Fabel hablaba con voz tensa porque trataba inconscientemente de efectuar respiraciones breves y superficiales—. Es evidente que no desea que la identifiquemos. O al menos quiere ralentizar la investigación.

—Sí… —afirmó Brauner abstraído, ladeando la cabeza para examinar el cuello seccionado—. Un recurso demasiado anticuado. ¿Quién necesita hoy en día huellas dactilares? Podemos identificarla con alguna persona desaparecida mediante el ADN familiar.

—Siempre y cuando se haya informado de su desaparición y podamos localizar a un pariente. —Fabel se fijó en lo que parecía una red de tatuajes y luego vio un trecho de piel que había reventado y dejado al descubierto un amasijo de carne y grasa viscosa que recordaba un pollo demasiado hecho. Sintió otra oleada de náuseas y desvió la mirada.

—Tenemos cutis anserina. Piel de gallina —dijo el forense—. Y hay indicios de maceración en la piel. Pero no hay adipocira significativa en la capa subcutánea. Así que ya puedo decirte que este cuerpo ha estado en el agua más de una o dos semanas, pero menos de seis.

—¿Esas líneas son tatuajes?

—No, son el resultado del trabajo de nuestros viejos amigos el Bacillus prodigiosus y el Bacillus violaceum. Los tatuadores de la naturaleza… Bacterias cromógenas que pigmentan la piel de rojo y púrpura respectivamente. Es un signo de inmersión prolongada en el agua.

—¿Alguna idea sobre la causa de la muerte?

—Con cortarle la cabeza habría bastado. ¿No te enseñaron nada en la academia de investigación criminal?

—Muy gracioso. Yo supongo que la amputación de miembros y cabeza se hizo post mórtem. ¿Hay signos de violencia en el cuerpo?

—Lo siento, Jan. Habrás de esperar a los resultados de la autopsia. Con un cuerpo putrefacto como este, hay que hacer un examen muy a fondo para averiguar qué se ha producido antes o después de la muerte. Podría haber orificios de bala cerrados y ocultos por la hinchazón. Y los cuerpos flotantes de este tipo sufren multitud de golpes, chocan con los barcos, suelen ser mordisqueados en el agua… La autopsia determinará también si la descomposición se debe exclusivamente a bacterias acuáticas, así que podremos saber si la víctima pasó un período en tierra después de su muerte.

—Gracias, Holger. Pásale el informe a Anna Wolff en cuanto lo tengas. —Y se dio media vuelta para salir de la tienda.

—¿Qué tal está Anna, por cierto? —preguntó Brauner—. Quiero decir, ¿cómo lo lleva?

—Bien. Está en buena forma y ya hace seis meses que volvió al trabajo. Ya la conoces.

—¿Qué le parece? —preguntó Anna cuando Fabel emergió de la tienda forense—. Un desmembramiento como este apunta a un asesino metódico.

—Podría ser cualquier cosa —respondió él—. Podría ser nuestro hombre, pero también un asesino de tipo organizado o muy cuidadoso, o bien un asesino sexual… O, simplemente, un marido cabreado con una sierra para carne y un bote a remo. —Se calló, y ambos se volvieron a mirar la tienda. Alguien estaba silbando dentro.

—Por lo visto, estuvo viendo El rey león anoche —explicó Anna—. No puede resistirse a una melodía pegadiza, según me ha dicho. Brauner es amigo suyo, ¿no?

—Sí. Holger es un buen tipo.

—Ya… pero reconocerá que es un poco raro. Si no fuera un especialista en medicina forense, yo lo tendría en mi lista de sospechosos potenciales de asesinato múltiple.

Fabel soltó una breve risa desganada. Luego, mirando al cielo, inspiró hondo. El aire era frío y límpido, pero el empalagoso olor dulzón de la muerte persistía en sus narinas.

—Espantoso lo de ahí dentro, ¿no cree?

Él asintió y dijo:

—Odio los cuerpos flotantes. Los sigues oliendo una semana entera. Ocupaos del caso tú y Henk. Déjame ver el informe forense y el resultado de la autopsia en cuanto lleguen. Como tú decías, no es la forma de actuar del Asesino de la Red. Es lo que nos faltaba: alguien que se dedica a arrojar cadáveres a los canales de Hamburgo. Le hará un gran bien a la industria turística. Hablando del Asesino de la Red, ¿cómo te va la investigación de posibles contactos?

Encogiéndose de hombros, Anna contestó:

—Hemos determinado otras treinta identidades en las redes sociales que visitaban a las víctimas. Tenemos una orden judicial para que los administradores de las páginas nos faciliten las direcciones IP. Deberíamos tenerlas a mediodía.

—De acuerdo, muy bien. Hablaremos en la oficina. ¿Dónde está Lars Kreysig?

Anna le señaló un grupo de hombres apoyados en un coche de bomberos, en el otro extremo de la Elbestrasse. Pese a la distancia, Fabel notó por su postura lo agotados que estaban. Cuando Anna y él se acercaron, uno de los bomberos se irguió y sonrió débilmente.

—¿Hauptkommisar Fabel? —dijo.

Era más alto que el propio comisario. Un tipo delgado, de profundos surcos labrados en un rostro más bien alargado y coronado con un cabello rebelde, prematuramente canoso.

—Yo mismo. ¿Herr Kreysig?

—Llámeme Lars. Supongo que quiere hablar del cadáver, ¿no?

—Usted ya le ha dado a la comisaria Wolff todos los detalles del momento en que lo han encontrado. Yo quería preguntarle si podría aventurar alguna hipótesis sobre su procedencia. De qué parte del río venía, quiero decir.

—No soy el más indicado para responderle. —Kreysig giró la cabeza para mirar hacia el grupo de hombres apoyados en el coche de bomberos—. Sepp… ¿puedes venir un momento? —Y añadió dirigiéndose a Fabel—: Mi adjunto, Sepp Tramberger, es colega suyo. O al menos pertenece a la Policía del Puerto. Ha sido adscrito provisionalmente a esta unidad especial contra la inundación. Nadie conoce mejor que él cómo funciona el Elba, se lo aseguro. Cuando no se halla en el río físicamente, está en él de modo virtual.

—No le sigo… —dijo Fabel.

—En su tiempo libre, ha creado un «Elba virtual», es decir, un modelo informático del río con todas sus corrientes; lo ha montado con un cerebrito de la universidad. Puede mirarlo en Internet. Una versión del río, vaya. Es verdaderamente impresionante.

Tramberger se acercó y Kreysig, tras presentárselo al comisario y a Anna, le formuló la pregunta. El adjunto era un hombre bajo y fornido, de pelo rubio casi al rape y una cara que parecía curtida no solo por el trabajo al aire libre. A Fabel le constaba que, por lo común, los agentes de la policía portuaria eran tipos muy baqueteados; o dicho de otro modo, que ese cuerpo de policía estaba compuesto en gran parte por antiguos marineros que habían visto mucho mundo antes de patrullar por los muelles y embarcaderos de Hamburgo. Tramberger fijó su vista en un punto indefinido e hizo una mueca, adoptando la expresión contemplativa que Fabel asociaba con los fontaneros cuando iban a emitir un diagnóstico impreciso.

—Es difícil de decir… —opinó rascándose la barbilla—. Depende del tiempo que haya estado en el agua, según el patólogo.

—Más de dos semanas y menos de seis, por lo que me ha dicho nuestro especialista forense.

Tramberger volvió a rascarse la barbilla y siguió mirando a lo lejos con el entrecejo fruncido. Y explicó:

—La cuestión con los cadáveres flotantes es que primero no flotan. Se hunden. A veces se hunden hasta el fondo, o a cosa de un metro del fondo. Si la temperatura del agua es baja, se quedan allí. A veces para siempre. Pero si la temperatura es más cálida y no están desgarrados, vuelven a la superficie y los arrastra la corriente. Si esa chica ha estado en el agua más de una semana, yo diría que la tiraron en algún punto río arriba, pero no muy lejano. El cuerpo no se veía demasiado golpeado o rajado, ni muy mordisqueado por los peces y las anguilas. Quizá lo arrojaron desde la otra orilla. Un poco más arriba.

—Gracias —dijo Fabel.

—¿Por qué no me avisa cuando tenga más información del patólogo? —propuso Tramberger—. Yo podría introducir los datos en el ordenador e intentar reconstruir el recorrido. A lo mejor podría darle una localización más precisa del punto del río desde donde la tiraron.

—De acuerdo. Así lo haré. Gracias.

—¿Se trata de otra víctima de ese asesino de Internet que andan buscando? —preguntó Kreysig con una desganada curiosidad. Al comisario en jefe le pareció que estaba exhausto.

—Tal vez —respondió—. Pero lo dudo. Nuestro hombre no descuartiza a sus víctimas… Aunque ¿quién sabe?

—Bastante apropiado, ¿no? —comentó Kreysig.

—¿El qué?

—El nombre que le han dado a esta tormenta. —El rictus de cansancio del jefe de bomberos indicaba que su comentario debería haber resultado obvio—. El Instituto Meteorológico Federal la ha llamado Störtebeker.

Fabel reflejó perplejidad.

—Es bastante apropiado que una tormenta llamada así haya sacado a flote un cuerpo decapitado.

—¡Ah, ya le entiendo! Sí, supongo que sí.

—¿Qué significaba todo eso? —preguntó Anna cuando se alejaron de los bomberos y volvieron hacia la escena del crimen—. Todo ese galimatías sobre Störtebeker.

El comisario se detuvo y la miró con burlona consternación.

—Primero me sueltas que mi música es una mierda…, ¿y ahora me dices que no sabes quién era Störtebeker?

—Claro que lo sé. Klaus Störtebeker, el Robin Hood de los mares de Hamburgo y todo ese rollo. ¿Qué tiene eso que ver con el cadáver flotante?

—Obviamente tú no conoces la leyenda de la ejecución de ese personaje…

Anna puso cara de «me importa un carajo».

—Bueno, degrádeme.

—Klaus Störtebeker fue el mayor dolor de cabeza del Hamburgo hanseático. Él y sus compañeros de la «Hermandad Vitaliana» de piratas robaban solo buques hanseáticos y se repartían equitativamente el botín. Simon de Utrecht fue nombrado burgomaestre de Hamburgo, construyó una nueva flota de buques de guerra y atrapó a Störtebeker. —Fabel señaló vagamente hacia el este—. ¿Sabes dónde están construyendo el nuevo Elbphilharmonie? Bueno, allí fue donde lo ejecutaron. En aquel entonces, mucho antes de que fuera construido el Speicherstadt, ese terreno no era más que un largo banco de arena y allí ejecutaban a los piratas capturados.

—El caso… —dijo Anna con impaciencia.

—El caso es que cuando Störtebeker iba a ser decapitado junto con unos setenta secuaces, pidió una última gracia: que el Senado de Hamburgo liberara a tantos de sus hombres como él lograra rebasar andando… después de que le hubieran cortado la cabeza. La leyenda dice que, cumplida la ejecución, su cuerpo decapitado se levantó y rebasó a once compinches puestos en fila antes de que el verdugo le echara la zancadilla.

—¿Y el Senado liberó a sus once hombres?

—¡Qué va! Estaba compuesto por políticos, claro, y por hombres de negocios principalmente…, así que, por supuesto, no mantuvieron su promesa. Les cortaron a todos la cabeza. Es más: después de que ejecutaran a aquellos setenta y pico hombres, el alcalde le preguntó al verdugo si no estaba exhausto de tanto manejar el hacha. Y este bromeó diciendo que aún le quedaban fuerzas de sobra para decapitar al alcalde y al Senado entero, si hacía falta. Los políticos y los hombres de negocios tampoco son conocidos por su sentido del humor… Y, en efecto, mandaron decapitar también al verdugo allí mismo. —Fabel sonrió—. En resumen, es muy apropiado que el Instituto Meteorológico Federal le haya puesto a esta tormenta de nombre Störtebeker. Y como dice Kreysig, no deja de resultar irónico que la tormenta haya sacado a flote un cuerpo decapitado.

—Bueno, ¿qué puedo decirle, Chef? —dijo Anna sin entusiasmo—. Siempre es tan instructivo escucharlo…