Jan Fabel se despertó. Gradualmente. Había estado soñando: un sueño que transcurría en la casa de Norddeich donde se había criado; se veía sentado en el viejo estudio de su padre, charlando con un joven que él sabía perfectamente (y el propio joven, también) que estaba muerto. Fabel quería librarse de ese sueño, olvidarlo cuanto antes.
Emergió lentamente desde las profundidades de la pesadilla y cobró conciencia de un rumor de voces: la radio despertador. La NDR. Un debate. Una de las voces le resultaba vagamente familiar.
Estuvo mirando el techo unos segundos mientras iba reuniendo las piezas dispersas de su conciencia y trataba de descifrar de qué estaban hablando en la radio; y sobre todo, de quién era esa voz masculina. Se daba cuenta de que procedía de alguna parte de su mundo de vigilia, pero estaba demasiado adormilado por ahora para identificarla. Se giró y se puso de lado; Susanne le daba la espalda. Le sacudió el hombro, y ella emitió un ruido a medio camino entre el placer adormilado y la irritación.
—Hora de levantarse —dijo.
Otro murmullo ronco y quejoso.
Fabel se sentó al borde de la cama. Berthold Müller-Voigt. De él era la voz que había reconocido. Estaba seguro desde el principio de haberla oído antes. Müller-Voigt era el senador de Medio Ambiente del Senado de Hamburgo, y él lo había tratado en el pasado.
Frunciendo el entrecejo, se apartó el rubio pelo de los ojos. Volvió a sacudir a Susanne: otro gruñido por respuesta. Apagó la radio despertador, se puso de pie, se desperezó y se dirigió a la ducha. Susanne y él llevaban más de dos años viviendo en ese piso, pero Fabel notaba que, a primera hora de la mañana, tenía que pensar para orientarse en su geografía. Se afeitó y se duchó. Por último se vistió: suéter de cuello alto, una lujosa chaqueta inglesa de tweed, pantalones de algodón y zapatos de cuero con punteado en las costuras.
Acababa de preparar el café cuando Susanne apareció en la cocina, en albornoz. Su revuelto pelo oscuro era una elocuente declaración de que aún no estaba dispuesta a afrontar el nuevo día.
—Llegarás tarde —le dijo él. Quería decir que los dos llegarían tarde. Normalmente, ella trabajaba en su despacho del Instituto de Medicina Legal de Eppendorf, pero dos días a la semana lo hacía en el Präsidium de la Policía. En esas mañanas usaban un solo coche. Pero él siempre se ponía nervioso por la tardanza de Susanne. Esta mañana estaba más tenso de lo normal: ella iba a asistir a un seminario en la Oficina Federal de la Policía Criminal de Wiesbaden, y Fabel había accedido a llevarla al aeropuerto para que tomara el primer vuelo a Fráncfort.
—Enseguida estoy lista. —Cogió la taza de café que él le ofrecía y se apoyó en la encimera—. ¿Tú has dormido bien? Esta maldita tormenta me ha tenido despierta la mitad de la noche.
—Me parece que a mí también me ha despertado —mintió él. No había sido la tormenta lo que lo había despertado en plena noche, pero ahora ya nunca hablaban de los sueños que tenía; de sus pesadillas.
Susanne encendió el pequeño televisor que había en la cocina: una de las cosas en las que Fabel había transigido. No era muy aficionado a la televisión y nunca había entendido por qué la gente necesitaba más de un aparato en el hogar. Pero un día había vuelto del trabajo y se lo había encontrado sobre la encimera. Una nueva y reluciente intrusión en su mundo. Un fait accompli de la vida en común; otra indicación de que su espacio vital —su vida— ahora lo compartía.
—Mira… —dijo Susanne.
El reportaje televisivo hablaba de serias inundaciones a lo largo de las orillas del Elba. Había imágenes del despliegue de barreras contra la inundación en el puerto y el Fischmarkt. El locutor hablaba ante la cámara con gravedad profesional.
—Menos mal que no hemos de pasar por la Elbchaussee esta mañana —comentó ella.
—Quizá tengamos dificultades para llegar al aeropuerto de todos modos. Me imagino que habrá más tráfico, con todos los desvíos y demás. Tendríamos que salir un poco antes —repuso Fabel, mirando con toda intención el reloj. Susanne le hizo una mueca y siguió disfrutando tranquilamente de su café.
—Voy a llamar al aeropuerto para comprobar si los vuelos son puntuales… —Él se dispuso a levantar el auricular.
—¿Para qué telefonear? —dijo Susanne, llevándose la taza a los labios—. Compruébalo on-line.
—Nunca se sabe cuándo actualizan estas cosas. Al menos, si hablas con un ser humano…
Ella soltó un bufido.
—¿Un ser humano? Estamos hablando de una persona que trabaja en un aeropuerto. Créeme, usa el ordenador. Es menos robótico. ¿Sabes qué?, lo haré yo misma cuando esté vestida. Pero no entiendo por qué te pones tan tecnofóbico.
—No soy tecnofóbico —masculló él—. Soy tradicional. En todo caso, reconozco sin ambages que no me entusiasma demasiado la era digital. Fíjate, por ejemplo, en el llamado Asesino de la Red, que llevamos seis meses buscando…, o en los estragos que provoca tanta dependencia de los ordenadores. Hemos recibido una infinidad de informes sobre ese virus Klabautermann que han pirateado en el correo electrónico del estado de Hamburgo.
Susanne se echó a reír.
—Un virus no se piratea. Dime una cosa, ¿cómo te las arreglaste para sobrevivir cuando cayó el meteorito?
—¿Qué meteorito? —preguntó Fabel, irritado.
—Ya sabes, el que borró de la faz de la Tierra a todos los demás dinosaurios… —especificó ella, subrayando la palabra y riéndose de su propio chiste—. En todo caso, por lo que yo sé, el virus Klabautermann no ha puesto en peligro el sistema de seguridad de la Polizei de Hamburgo. En cambio, en el Instituto de Medicina Legal sí lo tenemos. Es una lata, te lo reconozco. Pero pudimos hacer una copia de seguridad de todos nuestros correos antes de que nos atacara.
—Tengo una solución más sencilla: la impresión en papel.
—¿Ah, sí? —Susanne dejó la taza y pasó junto a él sin prisas, contoneando las caderas—. Entonces no habríamos de preocuparnos del virus Klabautermann ni de colapsos del sistema… Solo tendríamos que preocuparnos de los ratones de biblioteca como tú, ¿verdad, cariño? —dijo alborotándole el pelo al pasar.
Fabel frunció de nuevo el entrecejo.
Ya había dejado de llover cuando salieron, y se encaminaron hacia donde estaba aparcado el BMW descapotable, pero el cielo tenía un aspecto cargado y amenazador y el tono del acero naval. Fabel suspiró mientras colocaba en el maletero el equipaje —maleta y maletín— de Susanne.
—Otro día de mierda —dijo ella lúgubremente. Cerró la puerta y soltó una maldición cuando le cayó en el pelo un chorrito de agua del techo—. Esto tiene goteras, ¿lo sabías?
—Nunca había constituido un problema —murmuró Fabel—. En mi antigua casa tenía un aparcamiento cubierto.
—Deberías pensar seriamente en cambiar de coche —replicó Susanne, haciendo caso omiso del comentario—. Debe de tener diez años ya. Siempre estás dando la tabarra con el rollo ese de la ecología. Este coche seguro que no es de tan bajo consumo ni tan respetuoso con el medio ambiente como los modelos que podrías comprar ahora.
—A mí me va muy bien —dijo él, maniobrando para salir—. No veo por qué debería considerarse beneficioso para el medio ambiente añadir un coche más a la circulación. Además, si tan «verde» te has vuelto, ¿por qué vas a Fráncfort en avión? Podrías haber viajado en tren.
—El ecologista eres tú, no yo. —Sonrió maliciosamente—. Será porque apenas viste un árbol mientras te criabas en las viejas llanuras de la Frisia oriental. Supongo que todo ese viento debió de derribarlos.
—Claro que teníamos árboles. Quizá no tantos como tú, en la frondosa Baviera, pero tampoco hay que exagerar.
—Nosotros los teníamos a millares. Bosques enteros. Y montañas. ¿Sabes lo que es una montaña, chico de Frisia? Es como un dique grande, grande, grande.
—Muy graciosa.
—Me sorprende que te trasladaras a Hamburgo. Debemos de estar a dos metros por encima del mar. ¿No te sangra la nariz?
Él se echó a reír y le contestó:
—Si la gente como tú sigue tomando vuelos domésticos, pronto estaremos todos bajo el nivel del mar.
—Entonces viajaré en barco. O en submarino. —Susanne empezó a tararear Yellow Submarine esbozando una sonrisa traviesa.
En lugar de circular penosamente por la ciudad, Fabel salió por la Behringstrasse para tomar la A7. Cuando se acercaban a la rampa de acceso, se fijó en un enorme cartel junto a la carretera: una fotografía de un mar embravecido bajo un cielo tempestuoso, y de un pequeño y lejano faro que arrojaba un haz de luz sobre las aguas. Al pie de la imagen había una especie de logo: las palabras PROYECTO MEDIOAMBIENTAL PHAROS, en inglés, junto a lo que parecía un ojo estilizado. Y debajo, en alemán, el eslogan: «La tormenta se acerca».
—¿Tú crees que es cierto? —preguntó Susanne abstraída, mirando cómo los adelantaba a toda velocidad un enorme todoterreno Mercedes.
—¿El qué?
—El cambio climático antropogénico. —Repitió la pregunta mientras ladeaba el espejo retrovisor para aplicarse el pintalabios—. ¿Crees que es cierto que somos los culpables de estropear el clima, de crear tormentas como la de anoche?
—Claro que sí. —Él recolocó el retrovisor en su posición correcta, suspirando con irritación—. Todas las pruebas lo corroboran. Tú eres una científica, has visto los datos. ¿Me estás diciendo que no lo crees?
—No…, no digo eso. Pero tal vez no somos solo nosotros. Tal vez haya un cambio natural. Ha ocurrido en el pasado. Y además de los cambios naturales, un solo volcán puede causar más daño del que hemos hecho nosotros en toda nuestra historia. Mira el impacto de todas esas cenizas de Islandia arrojadas a la atmósfera. Si ese pequeñín o alguno de sus hermanos mayores explotaran de verdad, podríamos entrar en un invierno que se prolongaría años, y morirían de hambre millones de personas. Quizá se produciría un cambio climático total e irreversible. Eso no es cosa nuestra, sino de la naturaleza.
—Tal vez sí se esté produciendo un cambio natural, pero nosotros estamos acentuándolo sin la menor duda. Es lógico, después de provocar emisiones de carbono equivalentes a millones de años tan solo en un siglo y medio. —Suspiró y miró el reloj. La autopista estaba más congestionada de lo que había previsto. Una congestión de lujo: por la cantidad de Range Rover, Mercedes y Lexus tamaño acorazado, Fabel dedujo que la mayor parte del tráfico matinal procedente del adinerado barrio de Blankenese (situado a pocos kilómetros río arriba y cotizado a precios mucho más elevados que su piso de Ottensen), había sido desviado desde la Elbchaussee, la carretera principal que discurría junto al Elba.
—Quizá sí debería pensar en cambiar, al fin y al cabo —dijo en tono sombrío, mirando la lenta procesión de marcas de lujo.
—Espero que sigas hablando de coches… —Susanne le sonrió, burlona—. Te llamaré esta noche desde el hotel, cuando termine el seminario.
—Seguramente estaré en la brigada.
—¿Por ese caso del Asesino de la Red?
—Sí. Me temo que me quedaré hasta medianoche persiguiendo fantasmas electrónicos —dijo lúgubremente. Iba a añadir algo más cuando lo interrumpió el zumbido del teléfono del coche.
—Hola, Chef, soy Anna…
—Hola, Anna. ¿Qué pasa?
—¿Va de camino al Präsidium?
—No… Todavía no, por lo menos. Estoy llevando a Susanne al aeropuerto y luego voy para allá. ¿Qué sucede?
—Quizá le interese pasarse primero por el Fischmarkt. Tenemos un cadáver arrastrado por la corriente.
—Mierda… —Fabel guardó silencio y resopló. Como diciendo: «Otro más, no»—. ¿Parece cosa del Asesino de la Red?
—En realidad, no. Este, no. A no ser que haya cambiado completamente de modus operandi. Se trata de un cadáver parcial. Desmembrado.
—Pero ¿es una mujer?
—Sí. No encaja con las otras víctimas del Asesino de la Red, pero da la impresión de ser un caso para nosotros.
—Está bien —dijo Fabel—. Iré directamente desde el aeropuerto.