La noche de la tormenta
No había tormenta.
Lo único que había era una vasta extensión de mar abierto y tenebroso. Ni tierra, ni barcos; nadie que presenciara el nacimiento nocturno de la tormenta. Pero sí había sizigia —el alineamiento perfecto del Sol, la Luna y la Tierra, estas dos últimas en su posición más cercana—, y el mar ansioso alzaba y arqueaba el lomo bajo la atracción irresistible de la Luna.
Por encima del mar, el aire era frío, seco. Y más arriba aún había una colosal masa de aire mucho más frío que procedía del norte y del este, y que se había desplazado hacia el sudoeste, sobre el Escudo Báltico. Al desplazarse, se había elevado hasta la troposfera y su temperatura siberiana, debido a la altitud, se había vuelto más gélida. Ahora, con un frío y una altitud extremos, avanzaba silenciosa y altivamente sobre el Atlántico.
Pero no iba a poder seguir avanzando.
Algo se movía a baja altura sobre el lomo combado del mar; algo tan colosal como el frente frío de arriba. La masa baja de aire se había creado en los trópicos y llevaba en su seno un elevado grado de calor y humedad. Y si bien su homóloga de las alturas era más fría de lo normal, esta era tres grados más cálida que las corrientes habituales.
El aire caliente asciende; el frío, desciende: un simple hecho de física, de meteorología.
La tormenta se inició en ese instante: aspiró el aire caliente y húmedo hacia arriba en un violento tornado de convección mesociclónico, y creó corrientes que alcanzaron velocidades de ciento ochenta kilómetros por hora. Se formó una tromba marina que enlazaba el mar y el cielo. El vapor condensado del aire caliente entró en efervescencia y se cargó de electricidad, mientras las nubes se engrosaban y bullían, acumulando densidad. Una vasta supercélula, es decir, una inmensa tormenta en rotación, semejante a un yunque titánico, se formó sobre el Atlántico y provocó que la noche se volviera más oscura.
Cargada con millones de toneladas de agua, fue girando poco a poco y malévolamente, y se dirigió hacia tierra firme.