Capítulo dos

Dos semanas antes de la tormenta

Meliha caminó por la calle pegada al muro, como si el ladrillo rojo la tuviera imantada. Iban tras ella. Iban tras ella y la encontrarían. Siempre encontraban a todo el mundo. Y cuando la encontraran, probablemente la matarían. Quizá no lo harían en ese mismo momento. Quizá ni siquiera de la misma manera que la gente en general entiende por matar. Ellos eran capaces de aniquilar la mente de una persona, destruirle la personalidad y dejar el cuerpo vivo, caminando, respirando. Pero como persona, como ser humano, estaría muerta igualmente.

Hacía frío. Mucho frío. Y humedad. Y estaba oscuro. Y le dolían los pies. Había caminado desde muy lejos. Pero, por encima de todo, tenía miedo. Tenía miedo de la gente que la seguía porque ya no los veía como personas. En cierto modo, habían conseguido lo que ellos siempre habían querido conseguir, lo que afirmaban poder conseguir, es decir, se habían convertido en algo distinto de un ser humano. Advirtió que ni siquiera pensaba en ellos como individuos, sino como un colectivo, como un único ser. Un ente corporativo.

Una singularidad.

Meliha intentó sacarse el miedo del cuerpo. El miedo era una emoción para la que nunca había tenido demasiado tiempo. Había sido una niña lista, valiente y curiosa. Una cría audaz que se enfrentaba al mundo combativamente. Intrépidamente. Benim küçük cesur kaplanim, así era como la llamaba su padre: «Mi valiente y pequeña tigresa». Recordó los tiempos en que se sentaba con él horas y horas para charlar y hacerle preguntas sobre el mundo. Fuera cual fuese la pregunta, siempre le daba una respuesta. Quizá no era «la» respuesta a la pregunta, decía él, pero sí una respuesta al fin y al cabo. Una vez, le había enseñado un pisapapeles de cristal que tenía en su escritorio: un objeto recolectado en sus innumerables viajes y sus largos años de geólogo. Le explicó que las cosas hermosas, como los cristales y las joyas, estaban esparcidas por todo el mundo aguardando a que las encontraran: unas veces enterradas bajo un montón de rocas; otras, tiradas de cualquier forma cerca de la superficie. En ocasiones, le había dicho también, las encontrabas por casualidad. En otras ocasiones, en cambio, tenías que trabajar con ahínco, buscar cuidadosamente o excavar a grandes profundidades, para hallarlas.

Las respuestas, le había explicado, eran exactamente así: estaban esparcidas por el mundo y nunca resultaban más preciosas que cuando las descubrías por ti mismo.

Y así había sido como ella había vivido su vida. Había buscado respuestas, había buscado la verdad. Y ahora estaba aquí, en una ciudad desconocida del gélido norte, acosada y perseguida precisamente por las respuestas que había encontrado.

Meliha estaba en el Speicherstadt de Hamburgo: una ciudad dentro de una ciudad. Los antiguos almacenes de aduanas se alzaban junto a las oscuras aguas del canal. Un foco montado en lo alto de uno de esos almacenes arrojaba un charco de luz sobre los adoquines, donde la lluvia de Hamburgo repiqueteaba con diminutas explosiones plateadas. Ella trató de orientarse. El almacén que buscaba estaba cerca. Si conseguía llegar allí, tal vez no la encontrarían. O al menos, tendría tiempo para pensar cuál debía ser su próximo paso.

Buscó de nuevo en los bolsillos. No, no llevaba el móvil. Lo había dejado en el café donde había almorzado. Lo había colocado sobre la mesa, lo había encendido y tapado con la servilleta. Después había salido del local.

Una comprobación más. Absurda. Sabía perfectamente que lo había dejado en el café, pero tuvo que revisar el bolso y los bolsillos una vez más. Para asegurarse.

Podía ser que los empleados lo hubieran encontrado y guardado por si volvía a reclamarlo. Pero el café estaba en una zona deprimida de Wilhelmsburg, y Meliha creía más probable que alguien se lo hubiera metido en el bolsillo al descubrirlo. Pensó en aquel tipo obeso como un cerdo al que había visto en la mesa contigua, y que no paraba de hacer ruidos desagradables al comer. Aunque no habían sido sus hábitos repulsivos lo que más le había llamado la atención, sino el sofisticado teléfono o agenda electrónica portátil que se había pasado el rato manejando con un estilo mientras se llenaba la boca de comida.

Tal vez ese hombre se había llevado su móvil. O tal vez otro cliente del café andaba ahora por la ciudad con el teléfono de la muchacha en el bolsillo.

Que era, justamente, lo que ella quería. Porque cuando se había revisado otra vez los bolsillos, había sido para asegurarse de que el teléfono móvil no seguía allí. Ahora debía de estar en alguna parte, como el mensaje de una botella arrojada al mar. Quizá alguien comprendiera el significado del tono de llamada y descifrara la información del teléfono. Como mínimo, serviría para enviar un rastro falso a sus perseguidores.

Sacó el plano del bolsillo: no era un dispositivo por satélite ni un navegador GPS, sino un folleto impreso en papel. Estudió su posición desde el punto por el que había entrado en el Speicherstadt, cruzando el puente, siguiendo por Kibbelsteg y luego por Am Sandtorkai. El almacén quedaba cerca. Si había calculado bien, se hallaba solo a una manzana, a la vuelta de la esquina.

Los almacenes del Speicherstadt, todos ellos de ladrillo rojo, eran inmensas catedrales comerciales cuya construcción se remontaba al siglo XIX. Aunque ahora todo estaba cambiando. Habían prolongado el Speicherstadt y conseguido una versión de sí mismo a lo siglo XXI: el inmenso Kaispeicher A, el almacén del extremo oeste de la zona, que en tiempos había alojado enormes reservas de té y tabaco, estaba siendo reformado y ampliado para adoptar la silueta de un grandioso buque que dominaba todo el horizonte de edificios. Una obra que se había prolongado durante años y que estaba transformando el antiguo depósito en un complejo dotado de una inmensa sala de conciertos, de un hotel y una zona de apartamentos. Como el Speicherstadt en el siglo XIX y el Köhlbrandbrücke en el XX, el Elbphilharmonie se convertiría en el punto de referencia que definiría el Hamburgo del siglo XXI de un modo tan característico como el edificio de la Ópera de Sídney, al tiempo que recordaría el pasado marítimo de la ciudad.

Incluso esa parte del Speicherstadt original estaba cambiando. Cada vez había más agencias de publicidad y más bares restaurantes de moda, que se instalaban en ella, básicamente, para estar cerca del sector ultramoderno de HafenCity, adosado al antiguo núcleo de almacenes.

Pero la hilera de edificios frente a los cuales se encontraba Meliha apenas había sufrido cambios. Como en los dos últimos siglos, el pasaje adoquinado que bordeaba el canal estaba flanqueado por almacenes de alfombras y tejidos importados de Turquía, Irán, Azerbaiyán, Kazajistán y Pakistán.

La joven salió del cerco de luz que arrojaba el foco de un almacén y examinó el pasaje adoquinado del canal en una y otra dirección. Nadie. Ni rastro de ellos. Aunque sabía que eso no significaba nada. Estaban adiestrados para seguirte sin ser vistos, para localizarte sin que lo advirtieras hasta el último momento.

Y por supuesto, contaban con una tecnología que uno habría creído que solamente poseían los servicios de inteligencia de una superpotencia. Tal vez la estaban observando en este preciso instante, a pesar de la oscuridad. Tal vez ella no pasaba de ser un punto de luz infrarroja en la fría oscuridad del Speicherstadt.

Estaba muy cerca. Meliha echó a correr. Los pies le dolían más a cada paso que daba. Había caminado kilómetros para llegar aquí. Sin taxi. Sin transporte público. Evitando todo lo que estuviera conectado con un sistema informático o una red de transmisión por radio. Había atravesado una ciudad entera sin rozar un circuito, sin conectarse con ninguna tecnología, rehuyendo inclusive las escasas partes de la ciudad dotadas de cámaras de vigilancia, y dando sinuosos rodeos para sortear los puntos marcados con lápiz en su plano.

Se detuvo de golpe al darse cuenta de que había llegado al edificio al que se dirigía. Los rótulos del almacén estaban en turco, inglés y alemán. Era este. No disponía de una entrada con alarma ni teclado numérico, sino tan solo de una anticuada cerradura de latón en una robusta puerta de almacén típicamente alemana: madera maciza y recia, reforzada asimismo con placas de latón. Obsoleta y tranquilizadora tecnología: una puerta que había salvaguardado el contenido del local más de cien años. Meliha sacó la pesada llave del bolso y abrió la puerta. Cruzó el umbral con sigilo y se internó en la oscuridad, no sin antes echar un último vistazo al pasaje del canal.

Quizá iba a conseguirlo, al fin y al cabo.

Sacó del bolso una pequeña linterna LED a cuerda y enfocó alrededor. Estaba en un vestíbulo de entrada. Un letrero con la lista de los arrendatarios le indicó que lo que andaba buscando —Demeril Importing— quedaba en la tercera planta. Empujó las puertas de cristal y entró en la parte principal del almacén. A un lado había un enorme montacargas, pero pensó que era mejor subir por la escalera y hacer el menor ruido posible.

Al llegar a la puerta de Demeril Importing —una recargada puerta jugendstil— sacó una segunda llave del bolso y abrió. Recorrió con la linterna el interior de la estancia: pilas de alfombras, tapetes y kilims que se alzaban a gran altura. En los dobleces de los bordes se apreciaban los intrincados dibujos turcos, y en las etiquetas figuraban nombres que conocía muy bien: Kayseri, Ye ilhisar, Kirsehir, Konya, Dazkiri… En cierto modo, esos nombres familiares la reconfortaban. Había un robusto escritorio de madera labrada y una silla con tapicería kilim cerca de la puerta; el escritorio estaba cubierto hasta los topes de documentos y libros mayores, de facturas y albaranes clavados en dos pinchos. Los negocios se efectuaban allí tal como se habían hecho durante el último siglo y en el anterior: sin ordenadores, sin páginas web, sin electrónica.

Desplazándose con sigilo, Meliha siguió buscando y encontró un nicho en la parte trasera de la zona de almacenaje, donde había alfombras apiladas con menos cuidado. Escogió el montón más bajo de la esquina del fondo, se tendió sobre ellas y apagó la linterna. Ahora podía descansar. Descansar, pero no dormir. Dormir sería peligroso. Aquí estaría a salvo hasta que se hiciera de día. Entonces…, bueno, intentaría contactar con Berthold. Cómo iba a hacerlo sin utilizar un teléfono ni ningún otro medio electrónico, todavía no lo había pensado. Pero debía contactar con Berthold y contarle lo que sabía. Ahora, sin embargo, podía descansar. Descansar, pero no dormir.

Se quedó dormida.

Seguramente había sido un ruido casi imperceptible. A lo mejor la puerta de entrada, tres plantas más abajo: un chasquido impreciso que había detonado en su dormido cerebro como una bala. En todo caso, prescindiendo de cómo hubiera sido el sonido, ella había salido del sueño de golpe y ahora estaba totalmente despierta y con los nervios de punta. Durante una fracción de segundo se preguntó si no se habría pasado la noche durmiendo y si lo que había oído era la llegada de los empleados al almacén. Pero estaba oscuro. Permaneció sobre el montón de alfombras, alzando solo la cabeza; contuvo la respiración y aguzó el oído por si captaba algún otro ruido. Pasaron unos pocos segundos, insoportablemente prolongados por las oleadas de adrenalina que le recorrían el organismo. Silencio. Y entonces la sobresaltó otro ruido. Débil, amortiguado. Voces. Dos, tres; quizá más. En la planta de abajo. Hablaban con calma y sigilo desde diferentes posiciones.

Meliha no distinguía las palabras, pero imaginaba que debían de hablarse en inglés. Siempre hablaban en inglés. El corazón le retumbaba en el pecho. Claro que no necesitaban levantar la voz. Debían de estar «potenciados», lo cual los volvía capaces de comunicarse a distancia, de ver en la oscuridad o de captar el ruido más ligero.

Estaban registrando la planta inferior. Sistemática, metódicamente. Tal como lo hacían todo. Una única conciencia. Una mente colectiva. Un «egregor».

Cogiendo la linterna, Meliha apuntó a la oscuridad para buscar algún modo de esconderse o de escapar. La luz LED era muy tenue, pero no se atrevió a dar cuerda a la linterna de nuevo por si oían el ruido.

Detrás de ella, en el fondo del nicho, había una estantería apenas visible a causa de los montones de alfombras, algunas de las cuales yacían tiradas por el suelo a los pies del mueble. Si lograba meterse allí y poner una alfombra enrollada delante, quizá no la vieran.

Se quitó los zapatos de sus doloridos pies y se bajó lentamente del montón de alfombras. Dio unos pasos por el basto suelo de madera hasta la estantería. Esta era mucho más grande de lo que le había parecido y estaba prácticamente vacía, dejando aparte un montón de libros de muestra en un rincón y un rollo de tela de un metro y medio, apoyado contra la pared, de un tejido demasiado ligero para alfombras, pero demasiado tupido para cortinas. Deslizándose por detrás de los libros de muestra, Meliha los recolocó para que la ocultaran, aunque fuera precariamente, y desplazó el rollo de tejido para taparse mejor. Pero pesaba más de la cuenta y se le fue escurriendo de las manos. Intentó sujetarlo a la desesperada y consiguió impedir que se estrellara contra la pared de madera de la estantería, y que alertara a sus perseguidores. Muy despacio, con los músculos en dolorosa tensión, situó el rollo de tela en diagonal frente a ella, como si fuera la barrera de un puesto de control.

Encogiéndose en el fondo de la estantería, la muchacha apagó la linterna y quedó en el acto sumida en las tinieblas. Cuando adaptó la vista a ese nuevo grado de oscuridad, atisbó entre el borde superior del montón de libros de muestras y el ángulo inclinado del rollo de tejido. Veía solamente una estrecha porción del nicho y nada en absoluto del sector más amplio del almacén de alfombras.

Y no oía nada: ni movimiento, ni voces.

Pero, de pronto, vio algo: como si pasara una sombra.

Justo delante de ella. Alguien o algo pasó rápida y silenciosamente por la estrecha porción de nicho que le era visible. De derecha a izquierda. Un oscuro revoloteo que no podía identificarse como una persona. Meliha casi dio un respingo, pero lo reprimió y se quedó inmóvil, sin respirar siquiera. Estaban aquí. En esta planta. Oyó un leve movimiento. Unas palabras en voz baja pronunciadas en inglés.

Volvió a pasar la sombra, ahora de izquierda a derecha. Más cerca.

Meliha no se movió. Seguía conteniendo la respiración por temor a que captaran incluso ese murmullo. Le rodó lentamente una lágrima por la mejilla. La agónica espera del momento en que echarían abajo su improvisado camuflaje era insoportable. Oyó más ruidos. Y luego, silencio. Pasaron los minutos; nada. Estaba tan concentrada en el silencio que se sobresaltó cuando se quebró de nuevo, aunque esta vez los ruidos eran más amortiguados. Y sonaban arriba de donde se hallaba ella. En la planta superior.

Exhaló muy despacio, sigilosamente. Estaban arriba, no cabía duda. No eran tan buenos como creían. También cometían fallos humanos.

Le resultaba muy difícil saber cuánto tiempo había pasado: el miedo prolongaba incalculablemente cada segundo. Aun así, Meliha dedujo que debía de haber transcurrido al menos una hora desde que habían terminado de registrar la planta superior. No se oían movimientos, ni voces tranquilas y susurrantes hablando en inglés. Atisbó en la oscuridad. Nada. Con cautela, lentamente, cerciorándose de que no tocaba nada, giró la muñeca. Pero su reloj no tenía esfera luminosa y no podía ver la hora. Empezaba a sentir calambres en las piernas, pero no las movió. El dolor aumentaba más y más; las fibras de sus músculos formaban nudos espasmódicos. No hizo caso. Volvió a concentrarse para ahuyentar el temor.

Benim küçük cesur kaplanim. Se esforzó en evocar la voz de su padre al decirlo. El tono dulce; el orgullo. Benim küçük cesur kaplanim.

Aguardó una hora más. Al fin percibió una leve claridad en el exterior del almacén. Un atisbo del alba. No había vuelto a oír nada más.

Habían fallado. Quizá no sabían, sino solo sospechaban, que ella estaba en el edificio. Había otros lugares que quizá conocían y estaban registrando en este preciso momento. A partir de ahora, decidió, no debía ir a ningún sitio en el que hubiera estado antes. Pero tenía que seguir adelante. El fracaso que habían sufrido esta noche le daba la oportunidad de poner tierra de por medio y alejarse de ellos. Podía salir de la ciudad, o aun del país, si actuaba ahora.

Apartó el rollo de tejido con infinito cuidado, sin hacer ningún ruido. Salió de detrás de los libros de muestra, se detuvo y escrutó la parte del almacén visible desde su posición antes de dar unos pasos vacilantes fuera del nicho.

Había cuatro de ellos esperándola. De pie, inmóviles, en el centro del cuerpo principal del almacén. Cuatro formas oscuras como sombras. Sin sexo, sin edad. Sus siluetas se recortaban sobre la claridad lechosa del gran ventanal del fondo. Dos de aquellas siluetas llevaban puestas unas enormes gafas de visión nocturna. No hicieron el menor movimiento cuando la joven apareció; ni siquiera un amago de reacción. Habían estado dos horas allí de pie, esperando a que saliera de su escondrijo: un sistema más eficaz y silencioso.

Eran, en efecto, lo que había pensado que serían sus perseguidores. Lo que ella más temía.

Consolidadores.

El consolidador más cercano alzó lentamente su oscuro brazo, como apuntándola. Sonó una especie de chasquido, y Meliha sintió un dolor agudo en el pecho.

Mientras caía hacia atrás sobre el montón de alfombras, el mismo sobre el cual había dormido, creyó oír la voz de su padre llamándola:

Benim küçük cesur kaplanim.