Quince años antes de la tormenta
Demasiado profundo.
Korn volvió a pulsar el transmisor del Pharos Uno. Oyó la voz de Wiegand, pero la comunicación se estaba cortando. Ni silbidos ni interferencias: el sistema digital de comunicación no tenía grados de funcionamiento; había señal o no la había. La ansiedad de Wiegand le llegaba a Korn por medio de silencios y sílabas mutiladas. Fragmentos de palabras, afilados como esquirlas.
Korn miró el indicador de profundidad del sumergible. ¡Oh, Dios, demasiado profundo! Y seguía hundiéndose. Cada vez más deprisa: tres mil metros, tres mil doscientos, tres mil seiscientos… Pero sin sensación de caída, de descenso. Solamente la incesante inmersión reflejada en el indicador.
Por debajo de él, la fosa oceánica. Alrededor, el agua: helada, densa, aplastante. Negra.
Era un universo diferente. Una realidad diferente.
El Pharos Uno había recorrido una distancia ínfima: tres kilómetros y medio. En tierra, podías cubrirlos en tres cuartos de hora. Y sin embargo, Korn se encontraba ahora en un lugar tan remoto como el espacio exterior. Como la Luna.
Cuatro mil metros.
Korn se hallaba al borde del abismo. Literalmente. Aquí era donde empezaba la zona abisopelágica. El agua que rodeaba la nave ultrapasaba el concepto de lo que se entendía normalmente por agua, por un líquido. Se hallaba en las profundidades afóticas del océano, donde toda forma de vida era ciega y se desarrollaba en un universo desprovisto de luz. Los indicadores mostraban que, afuera, la temperatura del agua se acercaba al punto de congelación, aunque siguiera siendo fluida debido a su elevada salinidad. Era un líquido, pero de una densidad inimaginable, aplastante. Korn sabía que la presión ya era cuatrocientas veces la de la atmósfera al nivel del mar, y también que aumentaba una atmósfera cada vez que el sumergible descendía diez metros.
—He perdido el control —gritó por el transmisor—. El cuadro de mandos está totalmente muerto. Tienes que intentar subirme por control remoto…
Le llegaron más fragmentos de voz. Se dijo que él debía de sonar del mismo modo en el barco madre, allá en la superficie. Si las comunicaciones básicas no funcionaban, no era posible que ellos pudieran establecer una conexión fiable por control remoto. Y si llegaban a establecerla, no había garantía de que el fallo del sistema que le había dejado sin controles no hubiera cortado también la conexión con el ordenador de navegación remota.
Otra lluvia de sílabas hechas añicos.
No trató de responder. Trató de pensar. O más exactamente: intentó serenar la mente, despejarla del pánico para poder pensar. ¿Por qué se habían parado los motores principales del Pharos Uno? ¿Por qué no podía controlar el timón? ¿Y por qué había sufrido el sumergible una pérdida tan catastrófica de flotabilidad? Era como si todo el sistema se hubiera colapsado. Estaba seguro de que ni los motores ni el mecanismo del timón se habían estropeado. No se trataba de un fallo mecánico, sino electrónico. ¿Cómo era posible que no lo entendiera? Él había contribuido a diseñar el Pharos Uno, había concebido su sistema electrónico y creado con Wiegand métodos a prueba de fallos. ¿Cómo había sucedido algo así?
Y puesto que había contribuido a diseñarlo, Korn sabía que el Pharos Uno, a diferencia de un batiscafo, no tenía mucha flotabilidad. El lastre combinado de petróleo y pesos de acero sujetos con electroimanes era limitado. Él se había empeñado en construir un sumergible capaz de alcanzar grandes profundidades, pero que pudiera «volar» a través de su entorno. No obstante, sin fuerza motriz, su propio peso lo acabaría hundiendo.
Contempló las oscuras aguas a través del vidrio de cuarzo. Los haces de los focos de yodo dejaban ver una ventisca ascendente de partículas. Y de repente, las luces externas de navegación iluminaron un pálido cuerpo: una intrincada estrella de mar, como una blonda de encaje perdida, se deslizó junto a la ventanilla. El único signo de vida que veía…, si es que a eso podía llamársele vida: una criatura sin sangre, capaz de regenerar cualquier parte de su organismo y de reproducir una nueva criatura a partir de un tentáculo. Un ser con un pedigrí de sesenta y cinco millones de años.
«Yo no debería estar aquí».
La idea le vino a Korn a la cabeza mientras observaba cómo la estrella de mar ascendía y se perdía de vista. No era una idea fugaz, sino una revelación. Una impugnación radical de años de estudio, de millones invertidos; de la dedicación de toda una vida.
«Yo no debería estar aquí».
De repente comprendió que su presencia en este lugar no era menos absurda que la posibilidad de que la estrella de mar que acababa de ver se pusiera a explorar las estribaciones del Everest.
«No tengo derecho a estar aquí. Esto no es nuestro mundo». Reflexionó acerca del tiempo, del esfuerzo, de todo el dinero que había destinado al Proyecto Pharos. Millones.
«Vacío». Captó una palabra completa de Wiegand antes de que el transmisor enmudeciera del todo. Vacío. ¿Vacío… de qué? Era una palabra muy adecuada para describir el espacio negro y aplastante que lo rodeaba. Pero Wiegand había tratado de decirle algo. Korn volvió a intentar la conexión con el barco madre, pero no obtuvo respuesta. Accionó el mando del motor principal. Nada. El panel de control seguía totalmente muerto.
«Voy a morir aquí —pensó—. Voy a morir y jamás encontrarán mi cuerpo. Y lo merezco porque no debería estar aquí».
Un crujido.
No, no era un crujido, sino un ronco gruñido, como el lamento de una criatura marina en el fondo del abismo. Él sabía que se trataba de las cuadernas del casco de alta presión que empezaban a protestar. Recorrió la cabina con la vista a la desesperada; examinó el angosto y claustrofóbico espacio de acero reforzado en el que se hallaba; las portillas de grueso vidrio de cuarzo… Quizá sería rápido. Se había imaginado a sí mismo posándose en el fondo de la fosa oceánica, atrapado e inmóvil, volviéndose loco de claustrofobia mientras esperaba a que se agotaran las reservas de cien horas de oxígeno, chillando y arañando las paredes. Advirtió que el Pharos Uno pronto habría excedido sus parámetros de funcionamiento seguro. Quizá lo mataría un remache: un remache que saldría disparado como una bala de su orificio a causa de la presión brutal del agua. O quizá, y esto era más probable, la implosión del acero al ceder el casco lo aplastaría como a un insecto.
De nuevo la voz de Wiegand. Ahora con claridad:
—¡Dominik!
Korn miró el indicador de profundidad. Cuatro mil ochocientos metros. Cinco mil. ¡Oh, no, por Dios! Demasiado profundo. Demasiado profundo.
—¡Dominik!
—Estoy aquí —dijo, y le sorprendió lo apagada que sonaba su voz. Había un ruido de fondo. No muy fuerte, pero constante: un zumbido mecánico. Los motores.
—Hemos desactivado los controles, Dominik. Dominik, ¿me oyes?
—Estoy aquí —repitió—. No debería estar aquí.
—Dominik, escúchame. Concéntrate. Ponte el traje de evacuación.
—¿El traje de evacuación? —Korn se despejó bruscamente. Una voz situada a cinco kilómetros, a todo un universo de distancia, removió algo en su interior—. ¿De qué demonios me va a servir un traje de evacuación? Estoy a casi cinco mil metros.
—Tenemos el registro de tus niveles de potencia. Algo ha dañado las baterías. Pero creemos que podemos subirte. Tal vez todo el trayecto, tal vez no.
Korn miró otra vez el indicador de profundidad. Durante un segundo que pareció durar eternamente el aparato se mantuvo estático. Luego, con desquiciante lentitud, empezó a indicar el ascenso.
—¿Me oyes, Dominik?
—Te oigo, te oigo. —Ahora estaba totalmente despejado y angustiado. El dolor insoportable de la esperanza—. Ya voy. Ya lo estoy haciendo. —Manipuló furiosamente el cinturón de seguridad, forcejeó entre las angosturas de ataúd de la cabina para sacar el traje de su funda, detrás de la silla de mando, y, retorciéndose, se lo puso. Neopreno y mangas elásticas de goma que le estrangulaban las muñecas: el anaranjado traje de evacuación lo recubrió como una segunda prisión.
—Vas a tener que darte prisa, Dominik… —La voz de Wiegand sonaba tensa en el transmisor. Forzada. Revestida de una calma falsa que disimulaba el pánico—. Escúchame: cuando se agote la potencia, soltaremos todo el lastre. Tendrá un efecto explosivo. Confiamos en que el impulso te traiga a la superficie. Pero subirás deprisa. Demasiado deprisa. ¿Entiendes?
—Entiendo —contestó Korn con la voz amortiguada por la rejilla de plástico de la capucha.
—Quizá pierdas la comunicación de nuevo. Tienes que estar muy atento al indicador de profundidad. Si el ascenso se detiene, has de salir y subir con el traje de evacuación puesto. Tal vez consigamos subirte todo el trayecto a la superficie sin necesidad de hacer esa maniobra, pero, si no, habrás de actuar rápido. De lo contrario, volverás a caer hacia el fondo como una piedra. ¿Lo has entendido, Dominik?
—Entendido. Tú sácame de aquí, Peter.
—Vamos a cortar toda la corriente, salvo la de los motores y el transmisor. Sujétate bien hasta que volvamos a encender las luces del panel de control.
Oscuridad. Una oscuridad que superaba la de la noche. Al principio no veía nada; luego le pareció que algo se deslizaba junto a la portilla de cuarzo. Algo que relucía a lo lejos: un puntito brillante. Bioluminiscencia: un rape o un tiburón cigarro que creaba su propia mota de luz en el abismo, como un faro lejano. Durante un segundo, Korn fijó toda su atención en esa luz trémula y diminuta, y tuvo la sensación de que encerraba un profundo significado que él no lograba captar.
El panel de control que tenía delante volvió a encenderse: los tres o cuatro botones parpadeantes y la pantalla del indicador de profundidad le resultaron cegadores bruscamente, después de toda aquella oscuridad abisal. Tres mil metros. El traje de neopreno llevaba incorporada una luz de emergencia. En cuanto la encendió, su parpadeo inundó la cabina. Más crujidos. El mar aún quería estrujarlo y aniquilarlo.
—Dominik… —se oyó otra vez la voz de Wiegand.
—Adelante.
—Tenemos que subirte al menos a ciento ochenta metros. El traje de evacuación está probado para resistir esa profundidad. Tú relájate y deja que te lleve a la superficie. El traje ha sido diseñado de manera que no asciende a más de tres metros por segundo, así que no te preocupes por un posible síndrome de descompresión. Pero habrás de salir si observas el menor signo de que el módulo no va a llegar a la superficie.
Mil quinientos metros.
«No debería estar aquí —se dijo Korn—. No deberíamos estar aquí».
—Repite, Dominik…
—Digo que no deberíamos estar aquí. No tenemos derecho. No deberíamos ser tan presuntuosos, tan arrogantes…
—Necesito que te concentres, Dominik. —Wiegand lo cortó en seco—. Mantente concentrado, ¿de acuerdo?
Novecientos metros. Ochocientos.
—Estoy concentrado, Peter. Más de lo que crees…
El agua del exterior se había vuelto menos oscura. No clara, precisamente: menos oscura.
—No apartes los ojos del indicador, Dominik…
El zumbido constante y tranquilizador de los motores se detuvo.
—Peter…
—¡Prepárate, Dominik! —La orden le llegó acuciante por el transmisor—. Voy a vaciar los depósitos. ¡Prepárate!
Korn oyó un estruendo ensordecedor: la carga de petróleo incompresible que servía de lastre se escapaba de los depósitos de estabilización; los pesos de acero del Pharos Uno se soltaban de su soporte electromagnético. Ahora sí notó movimiento: un impulso ascendente que lo clavó en el asiento. Se sujetó con fuerza a los brazos de la butaca, tratando de controlar la respiración. Los oídos le palpitaban con violencia.
—¿Peter?
El sistema de comunicación se había esfumado de nuevo. Estaba solo otra vez, pero subiendo disparado hacia el medio al que pertenecía: su verdadero lugar en el mundo, lejos de las profundidades. De profundis.
Quinientos metros. Cuatrocientos. Trescientos. Quitó la tapa roja del mecanismo de la escotilla de emergencia y retiró el seguro. Debía accionarla en el momento justo. Con toda exactitud. Doscientos ochenta metros. Un poquito más.
Era consciente de lo que ahora veía, pero no quería aceptarlo. Su ascenso se estaba ralentizando. Doscientos cuarenta… veinte… Aún más despacio. Doscientos. Demasiado profundo. Todavía demasiado profundo. El indicador se mantuvo una eternidad en ciento setenta.
Ahora. Hazlo ahora. Su razón se lo decía a gritos: el impulso proporcionado por el vaciamiento explosivo de los depósitos se había agotado. Ya solo quedaba un camino: volver a descender al abismo. Algo lo paralizaba, sin embargo: la esperanza irracional de que el sumergible superase de algún modo las leyes universales de la física.
Ciento ochenta.
Había perdido diez metros cruciales y ganado una atmósfera extra de presión. Comprobó si tenía el arnés de seguridad atado y pulsó el interruptor. El mecanismo explosivo se disparó y abrió la escotilla.
Fue como ser embestido por un coche. El agua no entró en la cabina en una oleada: chocó contra el respaldo de la silla de mando como una masa sólida. Un intenso y agudo dolor le subió por el brazo hasta el hombro. Comprendió que se había roto el antebrazo y se apresuró a echarse un vistazo: no era para evaluar la magnitud de la fractura, sino para comprobar que la manga del traje no se hubiera desgarrado. No; seguía intacta.
Golpeando con el puño del brazo sano el mecanismo de la hebilla, Korn liberó el arnés de seguridad. Sin hacer caso del dolor que sentía debido a la fractura, rodeó la silla y se impulsó para salir del Pharos Uno por la única escotilla, situada en la parte trasera. Iba a salir de un sumergible que se hundía a gran velocidad; tenía que hacerlo rápida y limpiamente. Si se le enganchaba una manga o un cinturón, o si se enredaba con el brazo robot, podía quedar atrapado y ser arrastrado de nuevo al fondo. En conjunto, calculó que debía de haber perdido otros diez o veinte metros. Y, de repente, se halló fuera, en medio del agua. Alejándose. El traje de supervivencia lo protegía del frío y se infló de aire comprimido para resistir la tenaza de la presión; pero su fuerza de flotación lo impulsó hacia arriba en una trayectoria de colisión contra la parte trasera del sumergible, que se hundía hacia las profundidades.
Extendió las piernas hacia la amarillenta superficie del casco y la empujó con los pies. Estaba libre. Estaba libre y ascendía.
Observó cómo se hundía el Pharos Uno a sus pies. Silencioso. Desvaneciéndose muy deprisa en las tinieblas; volviéndose más y más pequeño, gradualmente invisible en las oscuras aguas. Miró el indicador de profundidad que llevaba en la manga del traje. Ciento sesenta y subiendo.
Una profundidad razonable. Peligrosa, pero con indudables posibilidades de supervivencia. Lo iba a conseguir.
Siguió subiendo otros noventa y siete metros a un ritmo seguro para evitar la descompresión. Arriba, distinguía vagamente la claridad amortiguada del día.
La superficie.
Fue en ese momento cuando el tejido del traje de evacuación (que, sin que él se hubiera dado cuenta, se había enganchado en un remache y tensado al máximo de su resistencia mientras abandonaba el Pharos Uno), se rajó de golpe y explotó en una gran constelación de burbujas.