II. EL TRIBUNAL DE LAS SOMBRAS

Todas las noches, messire de Nogaret, legista, caballero y guardasellos, trabajaba hasta muy tarde en su gabinete, como lo había hecho durante toda su vida. Y todas las mañanas. La condesa de Artois se enteraba de que su enemigo había sido visto en perfecta salud, al parecer, dirigiéndose a buen paso, con las carpetas bajo el brazo, al palacio del rey. La condesa miraba entonces duramente a su doncella de compañía.

—Tened paciencia, señora… es una gruesa, son doce docenas… A razón de dos por semana…

Pero la paciencia no era la característica de Mahaut, que empezó a desconfiar de los poderes mortíferos de la serpiente de Faraón. Además, a saber si la candela envenenada había llegado a su destino, o si había sido cambiada por error, o si el criado la había dejado caer y se había roto precisamente aquélla. Para tener seguridad, debería haberla puesto ella misma en el candelabro.

—La lengua no se puede equivocar, señora —aseguraba Beatriz.

Mahaut creía poco en brujerías.

—Costosos manejos y pobres resultados. Por de pronto, un buen veneno —refunfuñaba— se administra por la boca y no por el humo.

Pero con todo, cuando Beatriz le llevaba cada noche el candelero, no dejaba de preguntarle con su poco de inquietud:

—¿No serán las candelas del legista?

—¡No, señora, no! —respondía Beatriz.

Pero una mañana de mayo, Nogaret, en contra de lo que le era habitual, llegó tarde al consejo. Entró en la sala cuando el rey ya estaba sentado.

Nogaret, inclinándose profundamente ofreció sus excusas. Le sobrevino un vértigo y tuvo que agarrarse a la mesa.

La cuestión más urgente era la elección del Papa. La sede pontificia estaba vacante, hacía ya cuatro semanas y los cardenales, reunidos en cónclave en Carpentras según las últimas instrucciones de Clemente V estaban librando una batalla que parecía no tener fin.

Todos conocían la posición y el pensamiento del rey: quería que el papado permaneciera en Aviñón, donde él lo había puesto, lo más cerca posible de su mano; quería, si era posible, que el Papa fuera francés; quería que la enorme organización política representada por la Iglesia no actuara contra el reino de Francia, como a menudo había hecho.

Los veintitrés cardenales reunidos en Carpentras, procedentes de todas partes, de Italia, de Francia, de España, de Sicilia y de Alemania, estaban divididos en tantos partidos como capelos.

Las disputas teológicas, las rivalidades de intereses, los rencores familiares alimentaban sus luchas. Sobre todo, entre los cardenales italianos, los Caetani, los Colonna y los Orsini, existían odios inextinguibles.

—Los ocho cardenales italianos —dijo Marigny— sólo están de acuerdo en un punto: llevar el papado de retorno a Roma. Por fortuna, no se entienden respecto al candidato.

—Pueden entenderse, con el tiempo —observó monseñor de Valois.

—Por eso no hay que dárselo —replicó Marigny.

En este momento, Nogaret sintió una náusea que pesaba sobre su estómago y estorbaba su respiración. Quiso enderezarse en el sitial donde se acurrucaba y tuvo que hacer esfuerzos para gobernar sus músculos. Luego, desapareció la fatiga, respiró hondamente y se enjugó la frente.

—Roma es la ciudad del Papa para todos los cristianos —dijo Carlos de Valois—. El centro del mundo está en Roma.

—Lo cual conviene a los italianos, sin duda, pero no al rey de Francia —dijo Marigny.

—De todos modos, no podéis cambiar la obra de los siglos, messire Enguerrando, ni impedir que el trono de San Pedro esté en el lugar donde fue establecido.

—Pero cuando el Papa quiere establecerse en Roma, no puede permanecer allí —exclamó Marigny—. Se ve obligado a huir ante las facciones que desgarran la ciudad y a refugiarse en algún castillo bajo la protección de tropas que no le pertenecen. Se halla mucho mejor defendido por nuestra fortaleza de Villenueve, al otro lado del Ródano.

—El Papa permanecerá en su residencia de Aviñón —dijo el rey.

—Conozco a Francesco Caetani —replicó Carlos de Valois—. Es hombre de gran saber y de grandes méritos y puedo ejercer gran influencia sobre él.

—No quiero a ese Caetani —dijo el rey—. Pertenece a la familia de Bonifacio y volverá a los errores de la bula «Unam Saanctam[28]».

Felipe de Poitiers, inclinando su largo busto, indicó que aprobaba plenamente a su padre.

—En ese asunto —dijo— hay suficientes intrigas como para que se aniquilen entre sí. A nosotros toca ser los más tenaces y firmas.

Tras un breve silencio, Felipe el Hermoso se volvió hacia Nogaret. Éste, muy pálido, respiraba dificultosamente.

—¿Vuestro consejo, Nogaret? —dijo el rey.

—Sí, sire —dijo el guardasellos, haciendo un esfuerzo.

Se pasó la mano temblorosa por la frente.

—Dispensadme —dijo—, pero este espantoso calor…

—Pero si no hace calor… —dijo Hugo de Bouville.

Haciendo un gran esfuerzo, Nogaret afirmó con voz lejana:

—Por el interés del reino y de la fe se impone actuar en este sentido.

Y se calló; nadie pudo comprender por qué había sido tan breve, y tan vago.

—¿Vuestro consejo, Marigny?

—Propongo que, con el pretexto de traer los restos mortales del Papa a Guyena según su voluntad, se demuestre al cónclave la necesidad de acabar pronto. Messire de Nogaret podría encargarse de la piadosa misión, asistido de los poderes necesarios, así como de una buena escolta armada, como es conveniente. La escolta garantizará los poderes.

Carlos de Valois volvió la cabeza; desaprobaba ese alarde de fuerza.

—Y a todo esto, ¿se apresurará mi anulación? —preguntó Luis de Navarra.

—Luis, callaos —dijo el rey—. Para eso trabajamos también.

—Sí, sire —dijo Nogaret, sin darse cuenta de que había hablado.

Su voz sonaba grave y ronca. Sentía una gran perturbación en la mente y ante sus ojos las cosas empezaron a deformarse. La bóveda de la sala le pareció tan alta como la Sainte-Chapelle. Luego se acercó hasta volverse tan bajo como las de los sótanos donde tenía por costumbre interrogar a los prisioneros.

—¿Qué sucede? —preguntó, tratando de desabrochar su sobrevesta.

Se había doblado, con las rodillas contra el vientre, la cabeza gacha y las manos crispadas sobre el pecho. El rey se puso en pie, y todos los presentes. Nogaret lanzó un grito ahogado y se desplomó, vomitando.

Hugo de Bouville, el chambelán, lo condujo a su palacio, donde los visitaron los médicos reales.

Éstos celebraron una larga consulta. Nada fue revelado de su informe al soberano. Pero pronto en la corte y en toda la ciudad de habló de una enfermedad desconocida. ¿Veneno? Se aseguraba que habían sido ensayados los más poderosos antídotos.

Aquel día los asuntos del reino quedaron en suspenso.

Cuando la condesa Mahaut se enteró de lo sucedido, se limitó a decir: «La está pagando», y se sentó a la mesa. Pero prometió a Beatriz un equipo completo, es decir las seis piezas: camisa, ropa de abajo, ropa de encima, sobrevesta, capa y manto, todo de la más fina tela, y además una hermosa bolsa para la cintura, si moría Nogaret.

Nogaret, efectivamente, estaba pagando. Hacía horas ya que no reconocía a nadie. Estaba en la cama, sacudido por espasmos y escupía sangre. Al principio había tratado de permanecer inclinado sobre un recipiente. Ahora ya no tenía fuerzas, y la sangre le corría por la boca sobre un paño grueso y doblado que un criado le cambiaba de vez en cuando.

El cuarto estaba lleno de gente; amigos y criados se revelaban ante el enfermo, y en un rincón, formando un pequeño grupo solapado y gárrulo, la familia, pensando en el botín, calculaba el valor del mobiliario.

Para Nogaret, eran sólo espectros irreconocibles que se movían lejos de él, sin objeto ni razón.

Pero otras apariciones, visibles sólo para él, comenzaban a asediarlo.

Al cura de la parroquia, que vino a ayudarle, sólo le pudo confesar voces de estertor y palabras inteligibles.

—¡Atrás, atrás! —gritó con espantosa voz cuando lo ungieron con los santos óleos.

Acudieron los médicos. Nogaret, acostado, se retorcía en el lecho, con los ojos en blanco, rechazando a las sombras… Había entrado en las angustias.

Su memoria, que ya no le servía para nada, se vació ante él de golpe, como una botella boca abajo que se va a tirar, y le representaba todas las agonías a las que él había asistido, todas las muertes que él había ordenado. Muertos en los tormentos del interrogatorio, en la prisión, en la hoguera, en el potro, en las cuerdas de la horca, todos danzaban delante de él como si por segunda vez vinieran a morir.

Con las manos en la garganta, se esforzaba en quitarse los candentes hierros, con los que había quemado a tantos, del desnudo pecho. Sus piernas se agitaban convulsas; y se le oía gritar.

—¡Las tenazas! ¡Las tenazas! ¡Quitádmelas por compasión!

El olor de su sangre vomitada le parecía el hedor de la sangre de sus víctimas.

En su última hora, le había llegado a Nogaret el momento de situarse en el lugar de los «otros»; ése era su castigo.

—¡Nada hice en nombre mío! ¡Al rey!… ¡Sólo servía al rey!

Ante el tribunal de la muerte, el legista intentaba el último recurso.

Los asistentes, con más curiosidad que emoción, con menos compasión que desagrado, veían cómo se hundía en el más allá uno de los verdaderos dueños del reino.

A la caída de la tarde, la habitación quedó vacía. Sólo un barbero y un fraile de Santo Domingo permanecieron junto a Nogaret. Los criados se tendieron en el suelo de la antecámara, con la cabeza sobre sus manos.

Bouville tuvo que pasar sobre ellos, cuando vino por la noche, de parte del rey. Preguntó al barbero.

—Nada se ha podido hacer —dijo éste en voz baja—. Vomita menos, pero no cesa de delirar. Sólo nos resta esperar que Dios se lo lleve.

Entre los estertores de la agonía, Nogaret era el único que veía a los Templarios muertos, que lo esperaban en la profundidad de las tinieblas. Con la cruz cosida a la espalda, se mantenían hieráticos a lo largo de una ruta sin fin, bordeada de precipicios y alumbrada por el brillo de las hogueras.

—Aymom de Barbonne… Juan de Furnes… Pedro Suffet… Brintinhiac… Ponsard de Gizy…

¿Era la voz de los muertos o la suya propia que ya no reconocía?

—Sí, sire… Iré mañana…

A Bouville, viejo servidor de la corona, se le partió el corazón cuando oyó ese leve murmullo, que prometió repetir al rey.

Pero de golpe, Nogaret se incorporó, alto el mentón, erguido el cuello y gritó espantosamente:

—¡Hijo de Cataria[29]!.

Bouville miro al dominico y los dos se santiguaron.

—¡Hijo de Cataria! —repitió Nogaret, y cayó sobre la almohada.

En el inmenso, atormentado paisaje de montañas y valles, que llevaba en su mente, y que lo conducía al juicio final, Nogaret había partido de nuevo para su gran expedición. Cabalgaba un día de septiembre bajo el deslumbrante sol de Italia, a la cabeza de seiscientos caballeros y de un militar de infantes hacia la roca de Anagni. Sciarra Colonna, enemigo mortal de Bonifacio, el hombre que prefirió remar tres años, encadenado al banco de una galera berberisca antes que darse a conocer y correr el riesgo de ser enviado al Papa, cabalgaba a su lado. Thierry de Hirson formaba parte de la expedición. La pequeña ciudad de Agnani les abrió las puertas. Los asaltantes, pasado por el interior de la catedral invadieron el palacio Caetani y las habitaciones pontificias. Allí, el anciano Papa, de ochenta y ocho años, con la tiara en la cabeza, con la cruz en la mano, solo en la inmensa sala abandonada, contemplaba la entrada de la horda armada. Instado a abdicar, respondió:

—Aquí tenéis mi cuello; aquí, mi cabeza. Moriré, pero moriré Papa.

Sciarra Colonna lo abofeteó con su guantelete de hierro, y Bonifacio lanzó a Nogaret: «¡Hijo de Cataria! ¡Hijo de Cataria!».

—¡Yo impedí que lo mataran! —gimió Nogaret.

Se defendía aún. Pero pronto rompió en sollozos, como había sollozado Bonifacio tirado bajo su trono; estaba de nuevo en lugar del «otro»…

La razón del anciano Papa no resistió a la agresión y al ultraje. Cuando lo llevaron a Roma, seguía llorando como un niño. Luego cayó en una demencia furiosa, insultando a todo el que se le aproximaba, rechazando los alimentos y arrastrándose de pies y manos por el cuarto donde lo guardaban. Un mes después, moría el Papa rechazando, en una crisis de rabia, los últimos sacramentos.

Inclinado sobre Nogaret, y haciendo sin cesar la señal de la cruz. El fraile dominico no comprendía por qué el antiguo excomulgado se obstinaba en rehusar la extremaunción que había recibido ya horas antes.

Se marchó Bouville. El barbero, conociendo su inutilidad hasta que tuviera que hacerle el arreglo funerario, se había dormido en su asiento y balanceaba la cabeza. El dominico dejaba, de tanto en tanto, su rosario para despabilar la candela.

Hacia las cuatro de la mañana los labios de Nogaret articularon débilmente:

—Papa Clemente… caballero Guillermo… rey Felipe…

Sus grandes dedos negros y achatados arañaban la sábana.

—¡Me quemo! —dijo todavía.

Luego, los ventanales empezaron a agitarse con la tímida claridad del alba, sonó débilmente una campana al otro lado del Sena, y los servidores empezaron a moverse en la antecámara.

Entró uno de ellos y abrió una ventana. París olía a primavera y a hojas nuevas. La ciudad se despertaba entre un confuso rumor.

Nogaret había muerto, y un hilillo de sangre se había sacado en su fosa nasal. El fraile de Santo Domingo dijo:

—¡Dios se lo ha llevado!