Durante todo el trayecto de París a Pontoise, la condesa Mahaut, en el interior de su litera, no había cesado de pensar en la manera de aplacar la ira del rey. Pero le costaba gran esfuerzo fijar sus ideas. La dominaban demasiados pensamientos, la agitaban demasiados temores, demasiada cólera contra la locura de sus hijas, contra la estupidez de sus maridos, contra la imprudencia de sus amantes, contra todos los que por ligereza, ceguera o sensualismo, amenazaban con socavar el edificio de su poderío. ¿Qué sería de Mahaut, madre de princesas repudiadas? Estaba decidida a echarle todas las culpas a la reina de Navarra. Margarita no era hija suya. Para salvar a sus hijas acusaría de mal ejemplo y enseñanza…
Roberto de Artois conducía la comitiva a buen paso, como si quisiera dar pruebas de un gran celo. Se complacía en ver al canónigo-canciller dando botes sobre su montura y, sobre todo, oír los gemidos de su tía. Cada vez que de la gran litera sacudida por las mulas se escapaba un lamento, Roberto, como por azar, hacía forzar la marcha. De modo que la condesa lanzó un suspiro de alivio cuando aparecieron por fin, por encima de las copas de los árboles, las torrecillas de Maubuisson.
En seguida la comitiva entró en el patio del castillo. Reinaba allí un gran silencio, roto por los pasos de los arqueros.
Mahaut descendió de la litera y preguntó al oficial de guardia.
—¿Dónde está el rey?
—Dicta justicia, madame, en la sala capitular.
Seguida de Roberto, de Thierry de Hirson y de Beatriz, Mahaut se dirigió a la abadía. A pesar de su fatiga caminaba con paso firme y ligero.
Bajo la fría bóveda, que cobijaba de ordinario los rezos de las monjas, estaba ahora toda la corte de Francia, inmóvil ante su rey.
Cuando entró la condesa Mahaut, algunas filas de cabezas se volvieron, y un murmullo recorrió la sala. Nogaret suspendió la lectura.
Mahaut vio al rey, con la corona en la cabeza y el cetro en la mano, e inmóvil la mirada.
En el tremendo ejercicio de la justicia que estaba cumpliendo, Felipe el Hermoso parecía ausentarse de este mundo, o mas bien, parecía comunicar con un universo más vasto que el mundo visible.
La reina Isabel, Marigny, Carlos de Valois, Luis de Evereux, así como los tres príncipes y muchos grandes barones permanecían sentados a ambos lados. Al pie del estrado, se veía a tres jóvenes monjes, con el cráneo rapado, arrodillados sobre las baldosas y con la cabeza gacha. Alán de Pareilles se mantenía en pie un poco apartado, cruzadas las manos sobre los gavilanes de la espada.
«Gracias a Dios, llego a tiempo —se dijo Mahaut—, deben de estar juzgando algún caso de brujería o sodomía».
Se dispuso a subir al estrado, donde era natural que tomara asiento por su condición de par del reino. De pronto, sintió que le flaqueaban las piernas. Uno de los arrodillados penitentes había alzado la cabeza: era Blanca, su hija. ¡Los tres monjes, eran, pues, las tres princesas a quienes habían rapado y vestido con un sayal! Mahaut se tambaleó, y profirió un sordo grito como si la hubieran golpeado en pleno vientre. Maquinalmente, se apoyó en su sobrino, porque era el que estaba más cerca de ella.
—Demasiado tarde, tía, llegamos demasiado tarde —dijo Roberto, saboreando su venganza.
El rey hizo una señal al guardasellos, y éste prosiguió su lectura.
—«… y por dichos testimonios y confesiones, habiendo sido convictas de adulterio las dichas damas Margarita, esposa de monseñor el rey de Navarra, y Blanca, esposa de monseñor Carlos, serán encarceladas en la fortaleza de Chäteau-Galliard por el resto de los días que plazca a Dios concederles».
—Por vida… son condenadas por vida… —murmuró Mahaut.
—«Doña Juana, condesa palatina de Borgoña y esposa de monseñor de Poitiers —prosiguió Nogaret—, en consideración a que no ha sido convicta de haber cometido falta contra el matrimonio y que no puede imputársele tal crimen, mas habiéndose probado su complicidad y complacencia culpable, será encerrada en el torreón de Dourdan por el tiempo necesario para su arrepentimiento y que al rey le plazca».
Hubo un instante de silencio durante el cual Mahaut pensó, mirando a Nogaret: «El ha sido. Ese perro lo ha hecho todo, su rabia por espiar, denunciar y torturar. Me la pagará, me la pagará con su pellejo».
Pero el guardasellos no había terminado su lectura:
—«Los señores Gualterio y Felipe de Aunay, habiendo faltado gravemente contra el honor y traicionando el vínculo feudal, cometiendo adulterio con personas de majestad real, serán enrodados, despellejados vivos, castrados, decapitados y colgados en público cadalso, en Pontoise, la mañana que seguirá al día de hoy. Así lo ha determinado nuestro muy sabio, muy poderoso y muy amado rey».
Las princesas se habían estremecido al oír los suplicios que aguardaban a sus amantes. Nogaret enrolló su pergamino y el rey se puso en pie. La sala comenzó a vaciarse en medio de un prolongado murmullo que se elevaba entre aquellos muros acostumbrados a la oración… La condesa Mahaut vio que todos se apartaban de ella y evitaban su mirada. Quiso ir hacia sus hijas, pero Alán de Pareilles le cerró el paso.
—No, señora —le dijo—. El rey no ha autorizado más que a sus hijos, si ellos lo desean, a oír de sus esposas su despedida y su arrepentimiento.
Ella buscó entonces al rey, pero éste había salido ya, lo mismo que luis de Navarra y Felipe de Poitiers.
De las tres esposos sólo se había quedado Carlos. Se acercó a Blanca.
—Yo no sabía… Yo no quería… ¡Carlos! —dijo ésta rompiendo en sollozos.
La navaja había dejado pequeñas placas rojas en la rapada cabeza.
Mahaut se mantenía a distancia, sostenida por su canciller y su dama de compañía.
—¡Madre! —le gritó Blanca—, decid a Carlos que yo no sabía, y que me perdone.
Juana de Poitiers se pasaba las manos por las orejas, que tenía un poco separadas, como si no pudiera acostumbrarse a sentirlas destapadas.
Apoyado en un pilar, cerca de la puerta, Roberto de Artois, con los brazos cruzados, contemplaba su obra.
—¡Carlos, Carlos! —repetía Blanca.
En ese momento, se elevó la voz dura de Isabel de Inglaterra.
—Nada de flaquezas. Carlos, portaos como un príncipe —dijo.
Estas palabras desencadenaron la furia de la tercera condenada Margarita de Borgoña.
—¡Nada de flaquezas, Carlos! ¡No tengáis piedad! —gritó—. ¡Imitad a vuestra hermana Isabel que no puede comprender los impulsos del amor! ¡Sólo tiene odio y hiel en el corazón! ¡Sin ella nunca os hubierais enterado de nada! ¡Pero me odia, os odia, nos odia a todos!
Isabel miró a Margarita con fría cólera.
—Que Dios perdone vuestros crímenes —dijo.
—¡Antes perdonará mis crímenes que hará de ti una mujer dichosa! Le lanzó Margarita.
—Soy reina —repitió Isabel—. Si no conozco la felicidad, tengo por lo menos un cetro y un reino que respeto.
—¡Y yo, si no he conocido la felicidad, he conocido el placer, que vale por todas las coronas del mundo! Por eso, nada lamento…
Erguida frente a su cuñada, que llevaba diadema, Margarita, con la cabeza rapada, rostro demacrado por la fatiga y las lágrimas, conservaba aún fuerzas suficientes para insultar, para herir, para abogar por su cuerpo.
—Hubo para mí una primavera —dijo con voz oprimida y jadeante—, hubo para mí el amor de un hombre, su calor y su fuerza, el gozo de poseer y se poseída… ¡Todo eso que tú no conoces, que te mueres por conocer y que jamás conocerás! ¡Ah! ¡No debes resultar muy agradable en la cama para que tu marido prefiera buscar el placer en mozalbetes…!
Lívida, aunque incapaz de responder, Isabel hizo una señal a Alán de Pareilles.
—¡No! —exclamó Margarita—. Nada tienes que decir a messire de Pareilles. Ha obedecido mis órdenes otras veces y quizá tenga que volverlo a hacer algún día. Marchará cuando yo se lo ordene.
Volvió la espalda e hizo señal al jefe de los arqueros de que estaba dispuesta. Las tres condenadas salieron de la sala, atravesaron, bajo escolta, el patio, y regresaron a la estancia que les servía de cárcel.
Cuando Alán de Pareilles cerró la puerta tras ellas, Margarita se arrojó a la cama e hincó los dientes en las sábanas.
—¡Mis cabellos, mis hermosos cabellos! —sollozaba Blanca.
Juana de Poitiers se esforzaba por recordar cómo era el torreón de Dourdan.