Comenzaba a penetrar el día en los sótanos largos y bajos de techo del viejo castillo de Pontoise, donde Nogaret acababa de interrogar a los hermanos de Aunay. Se oyó cantar un gallo, luego dos, y una bandada de gorriones pasó junto a los tragaluces que habían abierto para renovar el aire. En la pared chisporroteaba una antorcha, agregando su acre olor al de los cuerpos torturados. Guillermo de Nogaret dijo con voz cansada:
—La antorcha.
Uno de los verdugos se apartó del muro contra el cual se apoyaba para descansar, y tomó de un rincón una antorcha nueva. Encendió su extremo pegándola a las brasas de un trébede, en que enrojecían los hierros, ahora ya innecesarios, de la tortura. Luego quitó de su soporte la antorcha gastada, que apagó y la sustituyó por la nueva. Luego volvió a su lugar, junto a su compañero. Los dos «atormentadores» como se les llamaba, mostraban los ojos cercados de rojo por la fatiga. Sus brazos, velludos y musculosos, manchados de sangre, pendían a lo largo de sus delantales de cuero. Olían mal.
Nogaret se levantó del taburete donde había estado sentado durante el interrogatorio y su delgada silueta dibujó una sombra temblorosa sobre las piedras grisáceas.
Del extremo del sótano llegó un jadeo entrecortado por sollozos; los hermanos Aunay parecían gemir con una sola voz.
Nogaret se inclinó sobre ellos. Los dos rostros tenían una extraña semejanza. La piel era del mismo gris, con regueros húmedos, y sus cabellos, pegados por el sudor y la sangre, revelaban la forme del cráneo. Un continuo temblor acompañaba a los gemidos, que brotaban de sus labios desgarrados.
Gualterio y Felipe de Aunay habían sido primero niños y luego jóvenes felices. Habían vivido para sus placeres y sus deseos, sus ambiciones y sus vanidades. Como todos los adolescentes de su rango siguieron la carrera de las armas; pero nunca habían sufrido sino pequeños males o aquellos que inventa la fantasía. Hasta ayer participaban en el cortejo de los poderosos, y cualquier esperanza les parecía legítima. Había transcurrido una sola noche, y ahora eran sólo dos animales despedazados, y si aún se sentían capaces de desear, no deseaban más que el aniquilamiento.
Sin muestra alguna de compasión ni siquiera de desagrado, Nogaret observó un momento a los jóvenes y se enderezó. El sufrimiento y la sangre de los demás, los insultos de sus víctimas, su odio y desesperación no lo inmutaban en absoluto. Tal tranquilidad, que era una disposición natural en él, le ayudaba a servir los superiores intereses del reino. Tenía la vocación del bien público, como otros la tienen para el amor.
Vocación, ése es el nombre noble de una pasión. Aquel espíritu de plomo y hierro no conocía dudas ni límites cuando se trataba de satisfacer a la razón de Estado. Para él nada contaban los individuos; él mismo, muy poco.
Hay en la Historia un linaje singular, siempre renovado, de fanáticos del orden. Consagrados a un ídolo absoluto y abstracto, las vidas humanas no son para ellos de ningún valor, si obstaculizan el dogma de las instituciones, y se diría que han olvidado que la colectividad a la que sirven está compuesta de hombres.
Nogaret, al torturar a los hermanos de Aunay, no oía siquiera sus quejas; eliminaba, simplemente, causas de desorden.
«Los Templarios fueron más duros», se dijo. No había tenido para ayudarles más que los torturadores locales, y no necesitó los de la Inquisición de París.
Sintió un pinchazo en los riñones y vago dolor le invadió la espalda. «Es el frío», murmuró. Hizo cerrar el tragaluz y se aproximó al trébede donde aún había brasas. Extendió las manos y las frotó una contra otra; luego se friccionó los riñones gruñendo.
Los dos verdugos, apoyados aún contra la pared, parecían dormitar.
Sobre la estrecha mesa donde había escrito, él mismo, toda la noche —pues el rey ordenó que no usase secretario ni escribano— comprobó las hojas del interrogatorio, las arregló en una carpeta de vitela y luego suspiró, se dirigió a la puerta y salió.
Entonces los atormentadores acudieron junto a Gualterio y Felipe de Aunay, y trataron de hacerlos incorporar. Como no pudieron lograrlo, tomaron en sus brazos aquellos cuerpos que habían torturado y los llevaron, como si fueran dos niños enfermos, a un calabozo cercano.
Del viejo castillo de Pontoise, que sólo se utilizaba como capitanía y prisión, a la residencia real de Maubuisson, había una media legua. Nogaret la recorrió a pie, escoltado por guardias de la alcaldía. Marchaba con paso rápido, al aire frío de la mañana cargado de perfumes del bosque.
Sin responder al saludo de los arqueros, atravesó el patio de Maubuisson y entró en el edificio, ajeno a los cuchicheos y al aspecto de vela mortuoria de los chambelanes y gentiles hombres reunidos en la sala de guardia.
—¡El rey! —pidió.
Un escudero se precipitó para acompañarle a sus habitaciones, y el guardasellos se halló cara a cara con la familia real.
Felipe el Hermoso estaba sentado, apoyado el codo en el brazo de su sitial, y el mentón en la mano. Azulencas ojeras enmarcaban sus ojos. A su lado estaba Isabel; las dos trenzas doradas que encuadraban su rostro, acentuaban la dureza de sus rasgos. Ella era la artífice de la desgracia. Parecía compartir la responsabilidad del drama; y por ese extraño vínculo que une al delator con el culpable, se sentía como acusada.
Monseñor de Valois repiqueteaba nerviosamente sobre la mesa y movía la cabeza como si algo le oprimiera la garganta. También asistía a la reunión el segundo hermano del rey, o mejor, hermanastro, monseñor Luis de Francia, conde de Evereux, de aspecto tranquilo y ropas sin ostentación.
Estaban finalmente, unidos en su común infortunio, los tres principales interesados, los tres hijos del rey, los tres esposos sobre los cuales acababa de abatirse la catástrofe y el ridículo: Luis de Navarra, sacudido por accesos nerviosos; Felipe de Poitiers, rígido por el esfuerzo que hacía para mantener la calma; y Carlos, por último, con su hermoso semblante de adolescente, asolado por el primer pesar de su vida.
—¿Han confesado, Nogaret? —preguntó el rey.
—¡Ay, señor! Es algo vergonzoso, horroroso y han confesado.
—Léenoslo.
—«Nos, Guillermo de Nogaret, caballero, secretario general del reino y guardasellos de Francia, por la gracia de nuestro amado Sire, el rey Felipe IV, y por orden del mismo, hoy veinticuatro de abril de mil trescientos catorce, entre media noche y hora prima, en el castillo de Pontoise y con la ayuda de los atormentadores de dicha villa hemos oído, sobre un cuestionario previo, a los sires Gualterio de Aunay “bachiller” ante el monseñor Felipe, conde de Poitiers, y Felipe de Aunay escudero de monseñor Carlos, conde de Valois…»[24].
A Nogaret le gustaba el trabajo bien hecho. Ciertamente los dos de Aunay habían empezado negando, pero el guardasellos tenía una manera de llevar los interrogatorios ante la cual no podían durar mucho tiempo los escrúpulos de la galantería. Obtuvo de los jóvenes confesión completa y circunstanciada. Tiempo en que empezaron las aventuras de las princesas, fechas de los encuentros, las noches en la torre de Nesle, nombres de los criados cómplices, todo, en fin, lo que para los culpables había representado pasión, fiebre y placer estaba expuesto, enumerado, consignado y detallado en la minuta del interrogatorio.
Isabel no se atrevía a mirar a sus hermanos, y ellos mismos dudaban de mirarse entre sí. Durante casi cuatro años habían sido engañados, envilecidos, vilipendiados, deshonrados. Cada palabra de Nogaret los agobiaba de desdicha y vergüenza.
Luis de Navarra estaba dándole vueltas a un pensamiento terrible, que le había nacido al oír las fechas. «Durante los seis primeros años de matrimonio no tuvimos hijos —se decía—. Y tuvimos uno cuando ese Felipe de Aunay se acostó con Margarita… En ese caso, ¡la pequeña Juana…!», y nada oyó ya, porque no cesaba de repetirse: «¡Mi hija no es mía…!, ¡mi hija no es mía!». La sangre zumbaba en su cabeza.
El conde de Poitiers se esforzaba en no perder una palabra de la lectura. Nogaret no había podido arrancar de los hermanos Aunay la confesión de que la condesa Juana tuviera un amante, ni hacerles pronunciar un nombre. Ahora bien, después de todo lo que habían confesado, era de creer que si hubieran conocido tal hombre, su hubiera existido, ellos lo habrían denunciado. Lo cual no quitaba que hubiera representado un papel infame. Felipe de Poitiers reflexionaba.
—«Considerando haber aclarado suficientemente la causa, y hecha inaudible la voz de los prisioneros, hemos decidido cerrar el interrogatorio, para dar parte al rey nuestro Sire».
Nogaret había concluido. Recogió sus papeles y esperó.
Al cabo de unos instantes, Felipe el Hermoso levantó el mentón de la palma de la mano.
—Messire Guillermo —dijo—, nos habéis informado claramente sobre cosas dolorosas. Cuando hayamos juzgado, destruiréis eso —señalaba el pergamino—, a fin de que no quede rastro alguno fuera del secreto de nuestras memorias.
Nogaret se inclinó y salió.
Hubo un largo silencio, luego alguien de improviso gritó.
—¡No!
Era el príncipe Carlos que se había puesto en pie. Repitió: «¡No!», como si la verdad le resultara imposible de admitir. Su barbilla temblaba, sus mejillas estaban teñidas de rojo y no lograba contener las lágrimas.
—Los Templarios… —dijo alucinado.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Felipe el Hermoso.
No le agradaba que le recordaran el episodio demasiado reciente.
Sonaba todavía en sus oídos, como en los de todos los presentes menos Isabel, la voz del gran maestre: «¡Malditos hasta la decimotercera generación de vuestro linaje…!».
Pero Carlos no pensaba en la maldición.
—Aquella noche —tartamudeaba—, aquella noche estaban juntos…
—Carlos —dijo el rey: Habéis sido un esposo débil, fingid al menos que sois un príncipe fuerte.
Fue la única palabra de aliento que el joven recibió de su padre.
Monseñor de Valois no había dicho nada aún. Para él representaba una penitencia permanecer callado tan largo rato. Aprovecho el momento para estallar.
—¡Por todos los santos! —gritó—. ¡Cosas extrañas acaecen en el reino y bajo el mismo techo del rey! La caballería se extingue, señor y hermano mío, y con ella todo honor.
Y a renglón seguido pronunció una larga diatriba, que bajo su apariencia de embrollada perorata, destilaba abundante perfidia. Para Valois todo guardaba relación: los consejeros del rey, Marigny a la cabeza, abatían las órdenes de caballería, pero la moral pública se derrumbaba con el mismo golpe. Los legistas, «nacidos de la nada», intentaban no sé que nuevo derecho sacado de las instituciones romanas, para reemplazar al bueno y antiguo derecho feudal: el resultado no se había hecho esperar. En tiempos de las cruzadas se podía dejar solas a las mujeres durante largos años. Sabían guardar el honor y ningún vasallo se hubiera atrevido a arrebatarlas a sus señores. Ahora todo era escándalo y licencia. ¿Cómo? ¡Hasta dos simples escuderos…!
—Uno de ellos pertenece a vuestra casa, hermano —le interrumpió secamente el rey.
—¡De la misma manera que el otro pertenece a la de vuestro hijo! —repitió Valois, señalando al conde de Poitiers.
Éste abrió sus largas manos.
—Cualquiera de nosotros puede ser engañado por la criatura en quien ha depositado su confianza —dijo.
—¡Por eso mismo! —exclamó Valois, que de todo sacaba partido—. Por eso mismo no hay crimen mayor para un vasallo que cometer seducción y rapto de honor con la mujer de su señor. Los escuderos de Aunay han debido…
—Dalos por muertos, hermano —interrumpió el rey, con un pequeño gesto a la vez negligente y tajante, que equivalía a la más larga sentencia; y continuó—: Lo que debemos hacer ahora, es fijar la suerte de las princesas adúlteras… Hermano mío, permitid que antes interrogue a mis hijos… Hablad, Luis.
En el momento de abrir la boca, Luis de Navarra sufrió un acceso de tos y dos manchas rojas aparecieron en sus pómulos. Se hallaba poseído por la cólera, y su ahogo fue respetado.
—¡Pronto dirán que mi hija es bastarda! —exclamó cuando recobró al aliento—. ¡Eso dirán! ¡Bastarda!
—Luis, si sois el primero en gritarlo —dijo el rey, descontento—, los demás no se privarán de repetirlo.
—En efecto, en efecto —dijo Carlos de Valois, que no había pensado en ello aún, y cuyos grandes ojos azules brillaron bruscamente con una extraña luz.
—¿Por qué no gritarlo si es cierto? —repitió Luis, perdiendo el dominio de sí mismo.
—Luis, callaos —dijo el rey de Francia, golpeando la mesa—. Dignaos deciros, solamente, cuál es el castigo que queréis para vuestra esposa.
—¡Qué muera! —respondió el Turbulento—. ¡Ella y las otras dos! ¡Las tres! ¡Qué mueran, que mueran, que mueran!
Profería estas palabras con los dientes cerrados, y cortaba el aire con sus manos como si cortara cabezas.
Entonces Felipe de Poitiers, pidiendo a su padre la palabra con una mirada, dijo:
—El dolor os nubla la mente, Luis. Sobre Juana no pende tan gran pecado como sobre Margarita y Blanca. Ciertamente es muy culpable por haber favorecido su extravío, y ha desmerecido mucho. Pero messire de Nogaret no ha logrado pruebas de que haya traicionado el matrimonio.
—¡Hacedla atormentar por él y veréis si no confiesa! —gritó Luis—. ¡Ha ayudado a ensuciar mi honor y el de Carlos, y si nos amáis le daréis el mismo trato que a las otras dos rameras!
Felipe de Poitiers se tomó su tiempo.
—Aprecio vuestro honor, Luis —dijo al fin—, pero no menos el Franco-Condado.
Los presentes se miraron entre sí, y Felipe prosiguió diciendo:
—Vos tenéis a Navarra en derecho, Luis, porque proviene de nuestra madre y tendréis, quiera Dios que sea lo más tarde posible, a Francia. Por mi parte, yo sólo tengo a Poitiers, que nuestro padre hizo la merced de darme, y ni siquiera soy par del reino. Pero por Juana soy conde palatino de Borgoña y señor de Salins, de cuyas minas de sal procede la mayor parte de mis rentas. Que Juana sea, pues, encerrada en un convento el tiempo que se juzgue necesario, por toda la vida si es preciso al honor de la corona, pero que no se toque su vida.
Monseñor Luis de Evereux, callado hasta aquel momento, aprobó a Felipe.
—Mi sobrino tiene razón —dijo, convencido pero sin énfasis—. La muerte es un grave trance que será un gran tormento para cada uno de nosotros, y que no debemos dictar para nadie, en nuestra cólera.
Luis de Navarra le lanzó una mirada de odio.
La familia se hallaba, desde largo tiempo atrás, escindida en dos. Carlos de Valois contaba con el afecto de sus sobrinos Luis y Carlos, débiles y sugestionables, que quedaban boquiabiertos ante su facundia, el prestigio de su vida aventurera y sus tronos perdidos. Felipe de Poitiers, por lo contrario, estaba de lado del conde de Evereux, personaje tranquilo y recto, reflexivo, carente de ambición, y que se conformaba con sus tierras normandas que administraba inteligentemente.
Por lo tanto, nadie se sorprendió de que apoyara la posición de su sobrino preferido; su afinidad con él era conocida.
Más sorprendente fue la actitud de Valois quien, después del furibundo discurso pronunciado, volvió grupas y, dejando a su querido Luis de Navarra en la estacada, se declaró también en contra de la pena de muerte. El convento le parecía un castigo demasiado suave para las culpables; por lo tanto aconsejaba la reclusión en una fortaleza, a prisión perpetua; e insistía sobre la palabra: «perpetua».
Tal mansedumbre en el ex emperador titular de Constantinopla no era en modo alguno la expresión de una disposición natural. No podía ser más que el resultado del cálculo, y dicho cálculo lo había establecido cuando Luis de Navarra pronunció la palabra: «bastarda». En efecto…
En efecto, ¿cuál era el estado de la descendencia real? Luis de Navarra no tenía otro heredero que la niña Juana, tachada desde hacía un momento de sospecha de ilegitimidad, lo cual podría obstaculizar su posible ascensión, al trono. Carlos no tenía descendencia pues los hijos de Blanca habían muerto al nacer. Felipe de Poitiers tenía tres hijas, sobre las cuales podía rebotar el escándalo… Ahora bien, si las esposas culpables eran ejecutadas, los tres príncipes se apresurarían a contraer nuevo matrimonio, y habría abundantes posibilidades de que tuvieran descendencia. En tanto que si las princesas eran encarceladas para el resto de su vida, quedarían impedidos para contraer nuevas nupcias, y por lo tanto asegurarse descendencia.
Carlos era imaginativo. Como esos capitanes que, al partir para la guerra, sueñan con la posibilidad de que muera toda la oficialidad superior a ellos, y se ven ya elevados al mando del ejército; el hermano del rey, mirando el pecho hundido de su sobrino Luis y la delgadez de su sobrino Felipe de Poitiers, pensaba que la enfermedad podía causar imprevistos desastres. Además, estaban los accidentes de caza, los torneos, las caídas de caballo… y no era la primera vez que un tío sucedía a sus sobrinos.
—¡Carlos! —dijo el hombre de los párpados inmóviles, quien por el momento, era el único y verdadero rey de Francia.
Valois se estremeció como si temiera que hubieran leído su pensamiento. Pero Felipe el Hermoso no se dirigía a él sino a su hijo menor.
El joven príncipe separó las manos de su rostro. Estaba llorando.
—¡Blanca, Blanca!, ¿cómo es posible, padre? ¿Cómo pudo hacer cosa semejante? —gemía—. ¡Me decía que me amaba…! ¡Me lo demostraba tan bellamente!
Isabel tuvo un gesto de impaciencia y menosprecio. «¡Ah, ese amor de los hombres por el cuerpo que han poseído!», pensaba. «¡Esa facilidad con que se tragan todas las mentiras, con tal de no perder la mujer que desean!».
—Carlos —insistió el rey, como si hablara con un débil mental— ¿qué aconsejas que se haga con vuestra esposa?
—No lo sé, padre, no lo sé. Quiero ocultarme, quiero marcharme, quiero retirarme a un convento.
Estaba a punto de pedir que lo castigaran a él porque su esposa lo había engañado.
Felipe el Hermoso comprendió que no obtendría más de ellos. Miraba a sus hijos como si no los hubiera visto nunca; reflexionaba sobre el orden de la primogenitura, y se decía que a veces la naturaleza hace flaco servicio al tronco. ¿Cuántas tonterías sería capaz de cometer, una vez sentado en el trono, ese irreflexivo, impulsivo y cruel Luis, su hijo mayor? ¿Qué sostén podría representar para él su hermano menor, que se desmoronaba al primer drama? El mejor dotado para reinar era, sin duda, el segundo, Felipe, pero se veía que Luis no lo escucharía.
—Isabel, tu consejo —preguntó a su hija en voz baja inclinándose hacia ella.
—La mujer que haya pecado —dijo ella—, debe ser apartada para siempre de la transmisión de la sangre real. Y el castigo debe ser conocido por el pueblo, para que sepa que el crimen es castigado más severamente en la mujer o hija del rey que en la mujer del ciervo.
—Bien pensado —dijo el rey.
De todos sus hijos, ella hubiera sido el mejor soberano.
—El fallo será dado antes de vísperas —dijo el rey levantándose.
Y se retiró para consultar su última decisión, como siempre, con Marigny y Nogaret.