Master Albizzi era un hombre alto, enjuto, de larga cara morena, con espesas cejas y mechones de cabellos negros que asomaban por debajo de su bonete. Recibió a Guccio con plácida benevolencia y afabilidad de gran señor. En pie, con su flaco cuerpo ceñido por un traje de terciopelo azul oscuro, la mano sobre el escritorio, Albizzi tenía la presencia de un príncipe toscano.
En tanto que intercambiaban los cumplidos de rigor, la mirada de Guccio iba de los altos sitiales de roble a las colgaduras de Damasco, de los taburetes con incrustaciones de marfil a las ricas alfombras que cubrían el suelo, de la monumental chimenea a los hachones de plata maciza. Y el joven no podía evitar hacer una rápida evaluación: «Esos tapices… sesenta libras cada uno, seguramente; los hachones, el doble; la casa, si cada habitación está a la altura de ésta, vale tres veces más que la de mi tío…». Pues aunque soñara con ser embajador y caballero andante de la reina, Guccio no olvidaba que era mercader, hijo, nieto y biznieto de mercaderes.
—Debisteis haber embarcado en uno de mis navíos… porque también somos armadores…, y tomar el camino de Boulogne —dijo master Albizzi—. De este modo, primo mío, habríais hecho una travesía más confortable.
Hizo servir hipocrás, un vino aromatizado que se bebía comiendo almendras garapiñadas. Guccio explicó el objeto de su viaje.
—Vuestro tío Tolomei, a quien mucho estimo, sabe lo que hace al enviaros a mí —dijo Albizzi jugueteando con el grueso rubí que llevaba en la mano derecha—. Uno de mis principales clientes y más agradecidos se llama Hugo Despenser. Por él arreglaremos la entrevista.
—¿Os referís al íntimo amigo del rey Eduardo? —inquirió Guccio.
La amiga, queréis decir, la favorita del rey. No, hablo del padre. Su influencia es más velada, pero igualmente grande. Se sirve hábilmente de la desfachatez del hijo, y si las cosas siguen como van, pronto gobernará el reino.
—Pero es la reina a quien quiero ver, no al rey.
—Mi joven primo —le explicó Albizzi con una sonrisa—. Aquí, como en todas partes, hay quienes, no perteneciendo a uno ni a otro partido, juegan a ambas cartas. Yo sé lo que puedo hacer.
Llamó a su secretario y escribió rápidamente unas líneas en un papel que selló.
—Iréis a Westminster hoy mismo, después de comer, primo mío —dijo cuando hubo despachado al secretario portador del billete—, y espero que la reina os concederá audiencia. Para todos seréis un mercader de piedras preciosas y orfebrería, venido expresamente de Italia y recomendado por mí. Al presentarle las alhajas a la reina, podréis cumplir vuestra misión.
Fue hasta un gran cofre, lo abrió y sacó una caja de madera preciosa con herrajes de cobre.
—Aquí tenéis vuestras credenciales —agregó.
Guccio levantó la tapa: sortijas con piedras centelleantes, pesados collares de perlas, un espejo cercado de esmeraldas y diamantes alternados, reposaban en el fondo de la caja.
—Y si la reina quisiera adquirir alguna de estas joyas, ¿qué debo hacer?
Albizzi sonrió.
—La reina no os comprará nada directamente, pues no tiene dinero reconocido y se le vigilan los gastos. Si desea algo, me lo hará saber. El mes pasado le hice confeccionar tres escarcelas que aún no se me han pagado.
Después de la comida, por cuyo menú Albizzi se excusó diciendo que era de cada día, pero resultó digno de las mejores mesas señoriales, Guccio se encaminó a Westminster. Lo acompañaba un lacayo del banco, especie de guardia de corps con aspecto de búfalo, quien llevaba el cofre atado con una cadena a la cintura.
El corazón de Guccio rebosaba de orgullo. Iba con la barbilla en alto y gran aplomo, contemplando la ciudad como si fuera a convertirse en su propietario al día siguiente.
El palacio, imponente por sus gigantescas proporciones, aunque sobrecargado de florituras, le pareció de bastante mal gusto, comparado con los que en aquellos años se construían en Toscana y especialmente en Siena. «Esta gente anda escasa de sol y sin embargo parecen hacer todo lo posible para impedir el paso del poco que tienen», pensó.
Entró por la puerta de honor. Los soldados de la guardia se calentaban alrededor de un fuego de gruesos troncos. Un escudero se aproximó.
—¿Signor Baglioni? Os aguardan. Voy a conduciros —dijo en francés.
Escoltado siempre por el lacayo con el cofre de las joyas, Guccio siguió al escudero. Atravesaron un patio rodeado de arcadas, luego otro, subieron una amplia escalera de piedra y penetraron en las habitaciones. Las bóvedas eran muy altas y llenas de extraños ecos. A medida que avanzaban por una sucesión de salas heladas y oscuras, Guccio se esforzaba vanamente por conservar su bella apariencia; pero se sentía disminuido de tamaño. Guccio vio un grupo de hombres jóvenes cuyos ricos atavíos y trajes guarnecidos de pieles le llamaron la atención; en el costado izquierdo de cada uno de ellos brillaba el puño de una espada. Era la guardia de la reina.
El escudero dijo a Guccio que aguardara y lo dejó allí, en medio de los gentilhombres que lo examinaban con aire zumbón y cambiaban observaciones que él no comprendía. De pronto, Guccio se sintió invadido por una sorda angustia. ¿Y si se producía algún imprevisto? ¿Y si en esa corte que sabía desgarrada por las intrigas, pasaba por sospechoso? ¿Y si antes de ver a la reina se abalanzaban y descubrían el mensaje?
Cuando el escudero regresó en su busca y le tiró de la manga, Guccio se sobresaltó. Tomó el cofre de manos del criado de Albizzi, mas, en su prisa, olvidó que estaba atado por una cadena a la cintura del hombre, quien al recibir el tirón fue proyectado hacia delante. Hubo risas, y Guccio sintió que se cubría de ridículo. Tanto fue así que entró en las habitaciones de le reina humillado, petrificado y se halló ante ella antes de haberla visto.
Isabel estaba sentada. Una mujer joven, de cara larga y rígida postura, se hallaba en pie a su lado. Guccio hincó la rodilla en tierra y en vano buscó un cumplido que no acudió a su mente. La presencia de una tercera persona acababa de ahuyentar sus bellas esperanzas. Se había figurado —¿cómo pudo imaginarlo?— que la reina estaría sola.
La reina habló primero:
—Lady Despenser —dijo—, veamos las joyas que nos trae este joven italiano, y si son tan maravillosas como dicen.
El nombre de Despenser acabó de turbar a Guccio. ¿Qué podía hacer una Despenser en las habitaciones de la reina?
Habiéndose levantado a un gesto de la reina, abrió el cofre y se lo presentó. Lady Despenser le dedicó apenas una mirada y dijo con voz displicente:
—Son muy hermosas, en efecto, señora, pero no son para nosotras; no podríamos comprarlas.
La reina hizo un gesto de mal humor:
—Entonces, ¿por qué me ha presionado vuestro suegro para que recibiera a este mercader?
—Creo que para favorecer a Albizzi; pero ya le debemos demasiado a éste para comprar más cosas.
—Sé, señora —dijo entonces la reina—, que vos, vuestro marido y todos vuestros parientes veláis con tanto cuidado la fortuna del reino, que bien podría creerse que es vuestra. Pero aquí, tendréis que tolerar que disponga de mis bienes particulares, o la menos de lo que me han dejado. Por otra parte, me admira, madame, que cuando viene a palacio algún forastero o algún mercader, mis damas francesas se hallen alejadas como por casualidad, a fin de que vuestra madre política o vos misma podáis hacerme compañía de tal modo que parece vigilancia. Imagino que si estas mismas alhajas fueran presentadas a mi esposo o al vuestro, uno y otro encontrarían la forma de adornarse con ellas, como no osarían hacerlo las mujeres.
El tono era tranquilo y frío, pero en cada palabra se traslucía el resentimiento de Isabel contra la abominable familia que, al mismo tiempo que ridiculizaba a la corona, entraba a saco en el tesoro. Pues no solamente los Despenser, padre y madre, se aprovechaban del abyecto amor que el rey profesaba a su hijo, sino que la propia mujer de éste consentía en el escándalo y le prestaba su apoyo.
Vejada por la andanada, Eleanor Despenser se levantó y se retiró a un rincón de la sala aunque sin dejar de observar a la reina y al joven sienés.
Guccio, recobrando en parte el aplomo que era natural y que tanto y tan extrañamente le faltaba aquel día, osó por fin mirar a la reina. Había llegado el instante de darle a entender que la compadecía por sus desdichas y que sólo deseaba servirla. Mas encontró tal frialdad, tal indiferencia, que se le heló el corazón. Sus ojos azules tenían la misma fijeza helada que los de Felipe el Hermoso. ¿Cómo declarar a semejante mujer: «Señora, os hacen sufrir, y yo quiero amaros»?
Lo único que Guccio pudo hacer fue indicar el gran anillo de plata que había colocado en un rincón del cofre, y decir:
—Señora, ¿me concederéis el favor de examinar esta sortija y mirar su grabado?
La reina tomó la sortija, reconoció los tres castillos de Artois grabados en el metal y miró a Guccio.
—Me agrada —dijo—. ¿Tenéis otros objetos tallados por la misma mano?
Sacando de sus ropas el mensaje, dijo Guccio:
—Aquí están los precios.
—Acerquémonos a la luz para que yo los vea mejor —dijo Isabel.
Se levantó y acompañada de Guccio fue hasta el derrame de una ventana donde pudo leer el mensaje a su entera satisfacción.
—¿Regresáis a Francia? —murmuró luego.
—Cuando os plazca ordenármelo, señora —respondió Guccio en el mismo tono.
—Decid entonces a monseñor de Artois que estaré en Francia dentro de poco tiempo y que todo se hará como habíamos convenido.
Su semblante se había animado un poco. Concentraba toda su atención en el mensaje y ninguna en el mensajero. No obstante, la preocupación real por pagar bien a los que la servían le hizo agregar:
—Diré a monseñor de Artois que os recompense por vuestros afanes mejor de lo que yo podría hacerlo en este momento.
—El honor de veros y de serviros, señora, constituye ciertamente mi mejor recompensa.
Isabel agradeció con un leve movimiento de cabeza, y Guccio comprendió que entre una biznieta de monseñor San Luis y el sobrino de un banquero había una distancia infranqueable.
En voz bien alta, de manera que la Despenser pudiera oírla, la reina lo despidió diciendo:
—Os habré saber por Albizzi lo que decida con respecto a estas joyas. Adiós, maese.
Y lo despidió con un gesto.