Maese Spinello Tolomei adoptó una expresión altamente reflexiva y luego, bajando la voz, como si temiera que alguien estuviera escuchando detrás de la puerta, dijo:
—¿Dos mil libras de adelanto? ¿Os conviene esta cantidad, monseñor?
Su ojo izquierdo estaba cerrado; su ojo derecho brillaba, inocente y tranquilo.
Aunque hacía años que se había establecido en Francia, no había podido desprenderse de su acento italiano. Era un hombre grueso, con doble papada y tez morena. Sus cabellos grises, cuidadosamente recortados, caían sobre el cuello de su traje fino de paño, bordeado de piel y estirado en la cintura sobre su vientre en forma de pera. Cuando hablaba, alzaba sus manos regordetas y puntiagudas, y las frotaba suavemente, una contra otra. Sus enemigos aseguraban que el ojo abierto era el de la mentira y que mantenía cerrado el de la verdad.
Aquel banquero, uno de los más poderosos de París, tenía modales de obispo. Al menos en este momento en que se dirigía a un prelado.
El prelado era Juan de Marigny, hombre joven y delgado, elegante, el mismo que la víspera, en el tribunal episcopal formado ante el portal de Notre Dame, se había hecho notar por sus posturas lánguidas antes de enfurecerse contra el gran maestre. Hermano de Enguerrando de Marigny y arzobispo de Sens, de quien dependía la diócesis de París, intervenía de cerca en los asuntos del reino[17].
—¿Dos mil libras? —preguntó a su vez.
Fingió arreglar sobre sus rodillas la preciosa tela de su veste violeta, para ocultar la feliz sorpresa que le causaba la cifra dada por el banquero.
—Por mi fe, que esa cifra me conviene bastante —respondió fingiendo indiferencia—. Preferiría, pues, que las cosas quedaran arregladas lo antes posible.
El barquero lo acechaba como un gato acecha a un hermoso pájaro.
—Podemos hacerlo ahora mismo —respondió.
—Muy bien —dijo el joven arzobispo—. ¿Y cuándo queréis que os traiga los…?
Se interrumpió pues había creído oír ruido detrás de la puerta. Todo estaba tranquilo. Sólo se percibían los rumores habituales de la mañana en la calle de los Lombardos, los gritos de los afiladores de cuchillos, de los vendedores de agua, de cebollas, berros, requesón y carbón de leña… «¡Leche, comadres, leche…!». ¡Tengo queso fresco de Champagne!… ¡Carbón! ¡Un saco por un denario!… A través de las ventanas de tres ojivas, construidas según la moda de Siena, la luz iluminaba suavemente los ricos tapices de los muros con motivos guerreros, los muebles de roble encerado, el gran cofre reforzado con hierro…
—¿Los… objetos? —dijo Tolomei concluyendo la frase del obispo—. Como mejor os convenga, monseñor, como mejor os convenga.
Se había acercado a una larga mesa de trabajo, colmada de plumas de ganso, de pergaminos enrollados, de tablillas y esténciles. Sacó dos bolsas del cajón.
—Mil en cada una —dijo—. Tomadlas ahora mismo si así lo deseáis. Estaban preparadas para vos. Tened a bien, monseñor, firmarme este recibo…
Tendió a Juan de Marigny una hoja de papel y una pluma de ganso.
—De buena gana —dijo el arzobispo tomando la pluma sin quitarse los guantes.
Pero al firmar tuvo una leve vacilación. En el recibo estaban enumerados los «objetos» que debería entregar a Tolomei, para que el los negociara: material de iglesia, copones de oro, cruces preciosas, armas raras, cosas todas ellas provenientes de los bienes de los Templarios y guardadas en su archidiócesis. Aquellos bienes debían haber ido a parar parte al tesoro real y parte a la Orden de los Hospitalarios. El joven arzobispo, por consiguiente, cometía un desfalco, una malversación monda y lironda, y sin perdida de tiempo. ¡Poner la firma al pie de esa lista cuando el gran maestre había sido quemado la noche anterior!…
—Preferiría… —dijo.
—¿Qué los objetos no fueran vendidos en Francia? —dijo el banquero de Siena—. Por supuesto, monseñor, non sono pazzo, como se dice en mi país, no estoy loco.
—Me refería… a este recibo.
—Nadie más que y lo verá. Redunda tanto en mi interés como en el vuestro. Nosotros, los banqueros, somos un poco como curas, monseñor. Vos confesáis las almas; nosotros, las bolsas, y también estamos obligados al secreto. Y puesto que estos fondos sólo servirán para alimentar vuestra inagotable caridad no diré ni una palabra. Sólo es por si ocurriera alguna desgracia, tanto a mí como a vos, que Dios nos guarde…
Se persignó, y, rápidamente, bajo la mesa hizo los cuernos con los dedos de la mano izquierda.
—¿No os pesará mucho? —prosiguió, señalando las bolsas, como si el asunto ya estuviera zanjado.
—Gracias, mis criados aguardan abajo —respondió el arzobispo.
—Entonces… aquí… os lo ruego dijo Tolomei, señalando con el dedo el lugar donde debía firmar el arzobispo.
Éste no podía echarse atrás. Cuando uno se ve obligado a buscarse cómplices, fuerza es que tenga confianza en ellos.
—Por otra parte, monseñor, bien veis por el monto de la suma, que no quiero aprovecharme de vos. Muchas serán las penas y pocos los beneficios. Pero quiero favoreceros porque sois hombre poderoso y la amistad de los poderosos es más preciosa que el oro.
Había dicho esto con un acento bonachón, más su ojo izquierdo seguía cerrado.
«Al fin y al cabo el buen hombre tiene razón», se dijo Juan de Marigny.
Y firmó el recibo.
—A propósito, monseñor —dijo Tolomei—. ¿Sabéis cómo recibió el rey los lebreles que le mandé ayer?
—¡Ah! ¿Cómo? ¿Procede, pues, de vos ese gran lebrel que no lo abandona nunca y al que él llama «Lombardo»?
—¿Lo llama «Lombardo»? Me alegro de saberlo.
El rey es hombre de ingenio —dijo Tolomei, riendo—. Figuraos, monseñor, que ayer por la mañana…
Iba a contar la historia cuando llamaron a la puerta. Apareció un dependiente para anunciar que el conde Roberto de Artois pedía ser recibido.
—Bien, lo veré —dijo Tolomei, despachando con un ademán al dependiente.
Juan de Marigny puso cara de disgusto.
—Preferiría… no encontrarme con él —dijo.
—Claro, claro… —replicó el banquero, con voz suave—. Monseñor de Artois es un gran charlatán.
Agitó una campanilla. Al poco rato, se movió una colgadura y entró en la pieza un joven, vestido con ajustado jubón. Era el muchacho que a la víspera había estado a punto de derribar al rey de Francia.
—Sobrino mío —le dijo el banquero—, acompaña a monseñor sin pasar por la galería, cuidando de que no se encuentre con nadie. Y llévale esto hasta la calle —agregó, poniéndole las bolsas de oro en los brazos—. ¡Hasta la vista, monseñor!
Maese Spinello Tolomei hizo una profunda reverencia para besar la amatista que el prelado lucía en un dedo. Luego apartó la colgadura.
Cuando Juan de Marigny hubo salido, el banquero de Siena volvió a su mesa, tomó el recibo que el otro había firmado y lo plegó cuidadosamente.
—¡Coglione! —murmuró—. Vanesio, ladro, ma sopratutto coglione[18].
Ahora su ojo izquierdo estaba abierto. Metió el documento en el cajón y salió a recibir al otro visitante.
Descendió a la planta baja y atravesó la gran galería iluminada por diez ventanas, donde estaban instalados los mostradores. Pues Tolomei no era solamente banquero, sino también importador y comerciante en raras mercancías de todas clases, desde especias y cueros de Córdoba, hasta paños de Flandes, tapices de Chipre bordados de oro, y esencias de Arabia.
Una decena de dependientes se ocupaban de los clientes que entraban y salían sin cesar. Los contadores hacían sus cálculos con ayuda de unos tableros especiales, colocados sobre cajas, donde apilaban fichas de cobre. La galería entera resonaba con el sordo zumbido del comercio.
Mientras avanzaba rápidamente, el obeso banquero de Siena saludaba a alguno, rectificaba alguna cifra, zamarreaba a un empleado o hacía rechazar, con un niente pronunciado entre dientes, una demanda de crédito.
Roberto de Artois estaba inclinado sobre un mostrador de armas del Levante y sopesaba un puñal damasquinado.
El gigante se volvió con brusco movimiento cuando el banquero le apoyó la mano sobre su brazo, y adoptó el aire rústico y jovial que por lo general tenía.
—Decid, pues —dijo Tolomei—. ¿Me necesitáis?
—Sí —dijo el gigante—. Dos cosas tengo que pediros.
—La primera, imagino, es dinero.
—¡Chitón! —gruñó de Artois—. ¿Acaso debe enterarse todo París, usurero de mis tripas, de que os debo una fortuna? Vallamos a conversar a vuestras habitaciones.
Salieron de la galería. Una vez en su gabinete y cerrada la puerta, Tolomei dijo:
—Monseñor, si venís por un nuevo préstamo, me temo que no sea posible.
—¿Por qué?
—Mi querido monseñor Roberto —replicó Tolomei con aplomo—. Cuando entablasteis proceso contra vuestra tía Mahaut, por la herencia de Artois, y pagué los gastos. Y perdisteis…
—Fue una infamia, lo sabéis bien —exclamó de Artois—. Lo perdí por las intrigas de esa perra de Mahaut… ¡Ojalá reviente!… ¡Hato de pillos! Se le dio el Artois para que el Franco-Condado volviera a la corona por intermedio de su hija. Mercado de canallas. Pero si hubiera justicia, y sería par del reino y el más rico barón de Francia. ¡Y lo seré, Tolomei, lo seré!
Su enorme puño golpeaba la mesa.
—Os lo deseo, mi buen amigo —dijo Tolomei siempre calmosamente—. Pero, entretanto, tenéis perdido el proceso.
Había abandonado sus modales de iglesia y usaba con de Artois mayor familiaridad que con el arzobispo.
—De todos modos recibí la castellanía de Conches, y la promesa de condado de Beaumont-le-Roger, con cinco mil libras de renta —dijo el gigante.
—Pero lo del condado no ha prosperado, y no me habéis reembolsado los gastos; al contrario.
—No consigo hacerme pagar mis rentas. El tesoro me debe años atrasados.
—De los cuales habéis pedido en préstamo buena parte. Necesitasteis dinero para reparar la techumbre de Conches y los establos…
—Se habían incendiado —dijo Roberto.
—Y luego necesitasteis dinero para mantener a vuestros partidarios en Artois.
—¿Qué haría sin ellos? Gracias a esos fieles amigos, gracias a Fiennes, a Souastre, a Caumont y a los demás, ganaré mi causa alguna vez, si es preciso con las armas en la mano… Además, decidme maese banquero…
Ahora el gigante cambió de tono, como si estuviera harto d jugar al escolar reprendido. Tomó al banquero del traje con el pulgar y el índice y comenzó a levantarlo en vilo suavemente.
—… Decidme…, me pagasteis mi proceso, mis establos y todo el condenado resto, de acuerdo; pero ¿acaso no realizasteis alguna operación gracias a mí? ¿Quién os anunció hace siete años que los Templarios iban a ser atrapados como conejos en vivar y os aconsejó pedirles préstamos que jamás tuvieseis que devolver? ¿Quién os anunció la baja de la moneda, cosa que os permitió invertir todo vuestro oro en mercaderías que luego vendisteis a doble precio? ¿Eh? ¿Quién?
Pues Tolomei, fiel a la tradición de la alta banca, tenía sus informantes en los consejos de gobierno, y uno de los principales ere Roberto de Artois, amigo y comensal del hermano del rey, Carlos de Valois, miembro del consejo privado, que nada le ocultaba.
Tolomei se zafó, desarrugó el pliegue de su traje y dijo, con el párpado izquierdo perpetuamente entornado:
—Lo reconozco, monseñor, lo reconozco. Me habéis informado muy útilmente en estos últimos tiempos… Pero ¡ay!…
—¿Por qué, ay?
—¡Ay! Los beneficios obtenidos gracias a vos están muy lejos de compensar las sumas que os he adelantado.
—¿Es verdad eso?
—Verdad es, monseñor —dijo Tolomei con la cara más inocente.
Mentía y estaba seguro de poder hacerlo impunemente, porque Roberto de Artois, hábil para las intrigas, entendía muy poco de cálculos de dinero.
—¡Ah! —exclamó éste, despechado.
Se rascó el pellejo y movió la barbilla de izquierda a derecha.
—De todos modos… Los Templarios… Debéis estar muy contento esta mañana —dijo.
—Sí y no, monseñor, sí y no. Hacía mucho tiempo ya que no hacían mal a nuestro negocio. ¿A quién le tocará el turno ahora? A nosotros. Los Lombardos, como se nos llama… No es fácil el oficio de mercader de oro. Y no obstante, nada podría hacerse sin nosotros… A propósito —agregó Tolomei—, ¿os informó monseñor de Valois si se iba a cambiar de nuevo el curso de la libra parisis, como he oído decir?
—No, no, nada de eso —respondió de Artois, quien no se apartaba de su propia idea—. Pero esta vez tengo sujeta a Mahaut. Está en mis manos porque tengo a sus hijas y a su sobrina. Voy a retorcerles el pescuezo… crac… como a dañinas comadrejas.
El odio endurecía sus rasgos, componiéndole una máscara casi hermosa. Se había acercado otra vez a Tolomei:
«Para vengarse es capaz de cualquier cosa… De todos modos estoy dispuesto a darle quinientas libras…». Luego dijo:
—¿De qué se trata?
Roberto de Artois bajó la voz. Sus ojos brillaban.
—Las zorritas tienen sus amantes y desde anoche sé quiénes son ellos. ¡Pero punto en boca! No quiero que se sepa… aún.
El banquero reflexionaba. Se lo había dicho, pero no lo había creído.
—¿Y de qué puede serviros eso? —preguntó.
—¿Servirme? —gritó de Artois—. Vamos, banquero, ¿imagináis qué vergüenza? La futura reina de Francia y sus cuñadas pilladas como bellacas con sus mequetrefes… ¡Es un caso de escándalo jamás oído! Las dos familias de Borgoña están hundidas en el cieno hasta las narices; Mahaut perderá todo su favor en la corte; desaparecerán las herencias, junto con las esperanzas de la corona. ¡Y yo hago reabrir el proceso, y lo gano!
Se paseaba por la estancia y sus pasos hacían vibrar el pavimento, los muebles, los objetos.
—¿Y seréis vos quien de a conocer tal vergüenza? —dijo Tolomei—. ¿Iréis a ver al rey?
—No, maese, no. No me escuchará; no y, sino otra persona más indicada para hacerlo… Pero que no está en Francia… Y esto es lo segundo que venía a pediros. Necesitará alguien de toda confianza y poco conocido para que fuera a Inglaterra con un mensaje.
—¿Para quién?
—Para la reina Isabel.
—¡Ah, vamos! —murmuró el banquero.
Hubo un silencio durante el cual no se oía más que el ruido de la calle.
—Es verdad que doña Isabel tiene fama de no profesar gran afecto a sus hermanas políticas de Francia —dijo por fin Tolomei, quien no necesitaba saber más para enterarse de cómo había tramado Artois su intriga—. Vos sois buen amigo suyo y tengo entendido que estuvisteis allí hace pocos días.
—Regresé el viernes pasado y en seguida puse manos a la obra.
—Pero ¿por qué no enviar a doña Isabel uno de vuestros hombres o un caballero de monseñor de Valois?
—Mis hombres son conocidos y también los de monseñor de Valois. En este país donde todo el mundo vigila a todo el mundo, bien pronto se desbaratarían mis planes. He pensado que sería más conveniente un mercader, un mercader en quien se pueda tener confianza, claro está. Tenéis a muchas personas que viajan por vuestra cuenta. Por otra parte, el mensaje no contendrá nada que pueda inquietar al portador.
Tolomei miró cara a cara al gigante, meditó un momento y, por fin, agitó la campanilla de bronce.
—Trataré de seros útil una vez más —dijo.
La colgadura se apartó y apareció el mismo joven que había acompañado al arzobispo. El banquero lo presentó.
Guccio Baglioni, mi sobrino recién llegado de Siena. No creo que los prebostes y guardias de nuestro amigo Marigny lo conozcan aún… aunque por la mañana —agregó Tolomei a media voz, mirando al joven con fingida severidad—, se hizo notar por una bella proeza frente al rey de Francia… ¿Qué os parece?
Roberto de Artois examinó a Guccio.
—¡Buena planta! —dijo, riendo—. Bien formado, pantorrilla delgada, talle fino, ojos de trovador. ¿Lo enviaréis e él, Tolomei?
—Es mi otro yo… —dijo el banquero—. Menos grueso y más joven. Un tiempo fui como él, figuraos, pero ahora soy el único que lo recuerda.
—Si lo ve el rey Eduardo, que sabemos cómo es, corremos el riesgo de que ese jovencito no regrese.
El gigante soltó una carcajada, y tío y sobrino lo corearon.
—Guccio —dijo Tolomei, cesando de reír—, conocerás Inglaterra. Partirás mañana con el alba. En Londres visitarás a nuestro primo Albizzi, y con su ayuda irás a Westminster para entregar a la reina, y sólo a ella, el mensaje que monseñor escribirá para ti. Más tarde te explicaré mejor lo que debes hacer.
—Preferiría dictar —dijo de Artois—. Me las compongo mejor con la espada que con vuestras condenadas plumas de ganso.
Tolomei pensó: «Y además, el mozo desconfía. No quiere dejar rastro».
—Como gustéis, monseñor.
Y tomó al dictado la siguiente carta:
Las cosas que habíamos intuido son verídicas y más vergonzosas de lo que pueda suponerse. Sé de quiénes se trata y tan bien los he descubierto que no lograrán escapar si nos damos prisa. Pero sólo vos tenéis el poder suficiente para llevar a cabo lo que pensamos. Poned término con vuestra venida a tanta villanía que ennegrece el honor de vuestros parientes más próximos. No tengo más deseo que ser vuestro servidor en cuerpo y alma.
—¿La firma, monseñor? —preguntó Guccio.
—Hela aquí —dijo de Artois tendiendo al joven una sortija de plata, que sacó de la bolsa. Llevaba otra igual en el pulgar, pero de oro—. Entregarás esto a doña Isabel… Ella comprenderá… Pero ¿estás seguro de poder verla en cuanto llegues?
—¡Bah! Monseñor —dijo Tolomei—, no somos del todo desconocidos para los soberanos de Inglaterra. Cuando el año pasado vino el rey Eduardo con doña Isabel, tomó en préstamo a nuestro grupo veinte mil libras. Para procurárselas nos asociamos todos y aún no nos las ha devuelto.
—¿También él? —exclamó de Artois—. A propósito, banquero, ¿y qué hay de mi primer pedido?
—¡Ah, monseñor, jamás podré resistirme a vos! —dijo Tolomei suspirando.
Fue a buscar una bolsa de quinientas libras que le entregó, diciendo:
—Añadiremos esto a vuestra cuenta, así como el viaje de vuestro mensajero.
—¡Ah, banquero, banquero! —exclamó Roberto de Artois con una amplia sonrisa que iluminó su cara—. Eres un amigo. Cuando haya reobrado mi condado paterno, haré de ti mi tesorero.
—Así lo espero, monseñor —dijo el otro, inclinándose.
—Y si no, te llevaré conmigo a los infiernos, para que me consigas el favor del diablo.
El gigante salió, casi sin poder pasar por la puerta, haciendo saltar la bolsa en la mano como una pelota.
—Tío, ¿le habéis dado dinero otra vez? —dijo Guccio moviendo la cabeza con aire de reprobación—. Sin embargo, dijisteis que…
—Guccio mío, Guccio mío —respondió suavemente el banquero (y ahora sus dos ojos estaban bien abiertos)—, recuerda siempre esto, los secretos que nos revelan los grandes de este mundo son los intereses que nos rinde el dinero que les prestamos. Esta mañana, monseñor Juan de Marigny y monseñor de Artois me han dado garantías que valen más que el oro y que sabremos negociar a su debido tiempo. Y en cuanto al oro… veremos de recuperar una parte.
Permaneció un momento pensativo y luego dijo:
—A tu retorno de Inglaterra darás un rodeo. Pasarás por Neauphle-le-Vieux.
—Bien, tío —respondió Guccio sin entusiasmo.
—Nuestro representante no consigue cobrar una suma que nos deben los castellanos de Cressay. El padre acaba de morir. Los herederos rehúsan pagar. Según parece, nada tienen ya.
—¿Y qué hacer si no tienen nada?
—¡Bah! Les quedan paredes, una tierra, tal vez parientes. Les basta con tomar prestado en otra parte lo que nos deben. Si no pagan, te vas al preboste de Montesquieu, haces embargar y obligas a vender. Es duro, lo sé; pero un banquero deba habituarse a ser duro. No hemos de tener piedad con los pequeños clientes, o no podremos servir a los grandes. ¿En qué piensas, figlio mío?
—En Inglaterra, tío —respondió Guccio.
El retorno por Neauphle le parecía una tarea penosa, pero la aceptaba de buen grado. Su curiosidad, sus sueños de adolescente volaban ya hacia Londres. Iba a cruzar el mar por vez primera… La vida de un mercader lombardo era agradable y reservaba hermosas sorpresas. Viajar, recorrer los caminos, llevar mensajes a los príncipes…
El anciano contempló a su sobrino con expresión de profunda ternura. Guccio era el único afecto de su astuto y gastado corazón.
—Vas a hacer un hermoso viaje y te envidio —le dijo—. Pocas personas tienen, a tu edad, oportunidad de ver tantos países. Instrúyete, husmea, huronea, míralo todo, haz hablar y habla poco. Cuidado con el que te ofrece de beber; no des a las mujeres más dinero del que valen y no olvides descubrirte ante las procesiones… Y si te cruzas con un rey en tu camino, procura que esta vez no me cueste un caballo o un elefante.
—¿Es verdad, tío —preguntó Guccio, sonriendo—, que doña Isabel es tan hermosa como dicen?