Cuando el preboste de París, jadeante, se presentó ante el rey, lo halló de buen humor, Felipe el Hermoso se encontraba admirando a tres grandes lebreles que acababan de enviarle con la siguiente carta:
Señor: Un sobrino mío ha venido a confesarme, muy apenado por su falta, que estos tres lebreles que conducía os han atropellado a vuestro paso. Aunque indignos de seros ofrecidos, no es tanto mi mérito para conservarlos, puesto que han tocado a tan alto y poderoso señor. Me fueron enviados hace poco de Venecia. Os pido que los recibáis como muestra de devoción y humildad de vuestro servidor.
Spinello Tolomei
Sienés
—Hombre hábil, ese Tolomei —se dijo Felipe el Hermoso.
Aunque tenía por costumbre rechazar todo presente, no se resistía a aceptar aquellos perros. Sus jaurías eran las más bellas del mundo, y constituía un halago a su única pasión obsequiarle con animales tan magníficos como los que tenía adelante.
Mientras el preboste explicaba lo sucedido en Notre Dame, Felipe el Hermoso seguía acariciando a los lebreles, abría sus fauces para examinar los blancos colmillos y el negro paladar y palpaba sus flancos. Importados de Oriente, sin duda.
Entre el rey y los animales, principalmente los perros, nacía en seguida un acuerdo tácito, secreto, misterioso. A diferencia de los hombres, los perros no le temían. El más grande de los lebreles posaba ya, por propia iniciativa, su cabeza sobre las rodillas del rey y contemplaba al nuevo amo.
—¡Bouville! —llamó Felipe el Hermoso.
Apareció Hugo de Bouville, primer chambelán del rey, hombre de unos cincuenta años de edad, cuyo negro cabello estaba surcado por blancos mechones lo que le daba un curioso aspecto de tordillo.
—Bouville, reunid inmediatamente al consejo interno —dijo el rey.
Luego hizo saber al preboste que cualquier disturbio que se produjera en París significaría su muerte, y lo despidió.
Felipe el Hermoso se quedó meditando en compañía de sus lebreles.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer, Lombardo? —dijo acariciando la cabeza del gran lebrel, y dándole así su nuevo nombre. Porque todo el mundo llamaba Lombardos indistintamente a todos los banqueros o comerciantes originarios de Italia. Y como el perro procedía de uno de ellos, el rey le impuso este nombre, como cosa natural.
Pronto se halló reunido el consejo, no en la gran Sala de Justicia que podía albergar a cien personas y que se utilizaba para los grandes consejos, sino en una pequeña habitación contigua, donde ardía el fuego en la chimenea.
Entorno a una larga mesa, los miembros de este restringido consejo habían tomado asiento para decidir la suerte de los Templarios. El rey se encontraba a la cabecera, con el codo apoyado en el brazo de su sitial, y la barbilla en la mano. A su derecha tenía a Enguerrando de Marigny, coadjutor y rector del reino, a Guillermo de Nogaret, el guardasellos; a Raúl de Presles, presidente del Parlamento de Justicia, y otros tres legistas: Guillermo Dubois, Miguel de Bourdenai y Nicolás le Loquetier. A su izquierda se hallaba el primogénito, el rey Luis de Navarra, a quien habían encontrado por fin, y Hugo de Bouville, el gran chambelán, y el secretario privado Millard. Dos sitios quedaban sin ocupar: el del conde de Poitiers, que se hallaba en Borgoña y el príncipe Carlos, hijo menor del rey, que había salido de caza por la mañana y al cual aún no habían podido encontrar. Faltaba también monseñor d Valois, enviado a llamar a su palacio, donde debía de estar intrigando, como siempre hacía antes de cada consejo. El rey había decidido comenzar sin él.
Enguerrando de Marigny habló el primero. Este todopoderoso ministro, todopoderoso por su profundo entendimiento con el soberano, no había nacido noble. Era un burgués llamado Le Portier antes de convertirse en el señor de Marigny. Su prodigiosa carrera le valía tanta envidia como respeto, y el título de coadjutor, creado para él lo convertía en la mano derecha del rey. Tenía cuarenta y nueva años, sólida figura, ancha quijada, piel granulosa y vivía con magnificencia gracias a la inmensa fortuna adquirida. Era el hombre de palabra más hábil en el reino y poseía una inteligencia política que sobrepasaba a su época.
Pocos minutos le bastaron para exponer un cuadro completo de la situación, según los muchos informes recibidos, entre ellos el de su hermano, arzobispo de Sens.
—La comisión eclesiástica os ha remitido al gran maestre y al preceptor de Normandía, sire —dijo—. Os está permitido disponer de ellos a vuestro antojo, sin atender a ninguna persona ni al mismo Papa. ¿Acaso no es lo mejor que podíamos esperar?
Lo interrumpió el ruido de la puerta que se abría. Monseñor de Valois, entró como un vendaval. Tras de esbozar una inclinación de cabeza hacia el soberano, y sin preocuparse de averiguar lo que se había dicho, el recién llegado gritó:
—¿Qué oigo, hermano? ¿Al señor Le Portier de Marigny —recalcaba el apellido Le Portier— le parece que todo ha sido para bien? ¡Y bien, hermano mío! ¡Con poco se contentan vuestros consejeros! ¡Me pregunto cuándo hallarán que todo anda mal!
Dos años menor que Felipe el Hermoso, parecía el mayor y era tan agitado, como tranquilo el rey. Carlos de Valois, de gruesa nariz y mejillas rubicundas por la vida al aire libre y los excesos de la mesa, adelantaba el vientre, legítima panza, y vestía con suntuosidad oriental que en cualquier otro hubiera parecido ridícula. Había sido guapo.
Nacido tan cerca del trono de Francia, y sin haberse consolado de no haber ascendido a él, este príncipe embrollón había recorrido el universo en incesante búsqueda de otro trono donde sentarse. Adolescente aún, recibió la corona de Aragón que no pudo conservar. Después intentó reconstruir en provecho propio el reino de Arles. Luego fue candidato al imperio de Alemania, pero fracasó en el intento, viudo de una princesa de Anjou-Sicilia, fue emperador de Constantinopla por su nuevo matrimonio con Catalina de Couternay, heredera del imperio latino de Oriente; pero sólo nominal, porque el verdadero emperador Andrónico II Paleólogo reinaba en Bizancio. Ahora mismo, este cetro ilusorio, a raíz de haber quedado viudo nuevamente, se le había escapado de las manos a favor de uno de sus yernos, el príncipe de Tarento. Sus mejores títulos de gloria eran la campaña relámpago de Guyena en el 97, y su campaña de Toscana, donde luchando con los güelfos contra los gibelinos, había devastado a Florencia y desterrado al poeta Dante. A raíz de sus victoria el Papa Bonifacio VIII lo había nombrado conde de Romaña. Valois vivía al estilo de un rey, tenía su corte y su canciller propio. Detestaba a Enguerrando de Marigny por mil razones, por su origen plebeyo, por su título de coadjutor, por su estatua colocada con la de los reyes en la Galería Merciere, por su política hostil a los grandes señores feudales, por todo. Valois, nieto de San Luis, no podía admitir que el reino fuera gobernado por un hombre surgido del pueblo. Aquel día vestía de azul y oro, del sombrero a los zapatos.
—Cuatro ancianos medio muertos —reemprendió—, cuyo destino, según nos habían dicho estaba resuelto, ponen en jaque ¡y de qué manera!, a la autoridad real, y todo anda bien. El pueblo escupe sobre el tribunal eclesiástico… ¡Valla tribunal! Reclutado por las circunstancias, convengamos en ello, pero al fin, tribunal de la Iglesia… todo anda bien. La multitud grita: «¡A muerte!», pero ¿contra quién? ¡Contra los prelados, contra el preboste, contra los arqueros, contra vos, hermano mío!… y toda va bien. Pues bien, que sea así. ¡Alegrémonos; todo va bien!
Alzó sus hermosas manos cargadas de sortijas, y se sentó no en su sitio reservado, sino en la primera silla que halló a mano, al otro extremo de la mesa, para afirmar, con ésta lejanía, su desacuerdo.
Enguerrando de Marigny había permanecido de pie, con una mueca de ironía en la comisura de los labios.
—Monseñor de Valois debe estar mal informado —dijo tranquilo—. De los cuatro ancianos que menciona, solamente dos han protestado la sentencia que los condenaba. En cuanto al pueblo, mis informes me aseguran que la opiniones están harto divididas.
—¡Divididas! —gritó Carlos de Valois—. Pero ya es un escándalo que puedan estar divididas. ¿A quién le importa la opinión del pueblo? A vos, señor de Marigny, y se comprende el motivo. He aquí el resultado de vuestro hermoso invento de reunir burgueses, villanos y otros patanes para hacerles aprobar las decisiones del rey. ¡Ahora se arrogan el derecho de juzgar!
En cualquier tiempo y lugar siempre han existido dos partidos: el de la reacción y el del progreso. Ambas tendencias se enfrentaban en el consejo del rey. Carlos de Valois se consideraba jefe natural de los grandes barones. Encarnaba la reacción feudal y su evangelio político defendía ciertos principios con ensañamiento: el derecho de guerra privada entre los señores, el derecho de los grandes feudatarios[13], de acuñar moneda en sus territorios, el retorno al orden moral y legal de la caballería, y la sumisión a la Santa Sede como supremo poder de arbitraje. Todo ello, instituciones y costumbres heredadas de los siglos pasados pero que Felipe el Hermoso, inspirado por Marigny, había abolido o pugnaba por abolir.
Enguerrando de Marigny representaba el progreso. Sus grandes ideas eran la centralización del poder y de la administración, la unificación de la moneda, la independencia del poder civil con respecto a la autoridad religiosa, la paz exterior mediante la fortificación de ciudades estratégicas y de guarniciones permanentes, la paz interior por el robustecimiento de la autoridad y del intercambio. Sus disposiciones eran llamadas «la innovaciones».
Pero la medalla tenía su reverso: aumento de la fuerza policial constituía un gasto considerable, lo mismo podía decirse de la construcción de las fortalezas.
Combatido de lleno por el poder feudal, Enguerrando se había esforzado por dar al rey el apoyo de una clase que, al desarrollarse, adquiría conciencia de su importancia: la burguesía. En varias ocasiones difíciles, principalmente a propósito de los conflictos con la Santa Sede, había convocado a los burgueses de París, juntamente con los barones y prelados, al palacio de la Cité. Otro tanto había hecho en las ciudades de provincias. Tenía presente el ejemplo de Inglaterra, donde hacia medio siglo ya funcionaba la Cámara de los Comunes.
Claro está que la misión de estas primeras asambleas francesas no era discutir, sino escuchar las razones de las medidas adoptadas por el rey y aprobarlas. (A partir de esas asambleas instituidas por Felipe el Hermoso, los reyes de Francia tuvieron por norma recurrir a consultas nacionales que tomaron más tarde el nombre de Estados Generales, de donde surgieron, después de 1789, las primeras instituciones parlamentarias).
Por embrollón que fuera Valois, no tenía un pelo de tonto. No perdía una sola oportunidad para desacreditar a Marigny. Su oposición, sorda, durante mucho tiempo, se había convertido, desde meses atrás, en abierta lucha.
—Si los altos barones, de los cuales sois el más alto, monseñor —dijo Marigny—, se hubieran sometido de mejor grado a las ordenanzas reales, no habríamos tenido necesidad de apoyarnos en el pueblo.
—¡Hermoso apoyo, en verdad! —gritó Valois—. ¡Los motines de 1306, cuando el rey y vos mismos debisteis refugiaros en el Temple… sí, os lo recuerdo, en el Temple… no os han servido de lección! Vaticino que, antes de mucho tiempo, si continuamos de ese modo, los burgueses prescindirán del rey para gobernar y serán vuestras asambleas las que redactarán las ordenanzas.
El rey callaba, apoyada la barbilla en la mano y los ojos muy abiertos, fijos delante de sí. Raramente parpadeaba, sus pestañas permanecían inmóviles por largo tiempo, y esto confería a su mirada la extraña fijeza que amedrentaba a todo el mundo.
Marigny se volvió hacia él como pidiéndole que usara su autoridad para detener una discusión que tomaba otros derroteros.
Felipe el Hermoso, alzando levemente la cabeza, dijo:
—Hermano mío, hoy se trata de los Templarios, no de las asambleas.
—Sea —dijo Valois, golpeando la mesa—. Ocupémonos de los Templarios.
—¡Nogaret! —murmuró el rey.
El guardasellos se puso en pie. Desde la iniciación del consejo ardía en una cólera que sólo esperaba el momento de manifestarse. Fanático del bien público y de la razón de Estado, el caso de los Templarios era su caso y a él aportaba una pasión sin límites ni descanso. Por otra parte, a ese proceso del Temple debía su alto cargo desde al dramático consejo de 1307 cuando habiendo rehusado el arzobispo de Narbona, Giles Aycelin, guardasellos real, sellar la orden de arresto de los Templarios, Felipe el Hermoso, sin decir palabra, tomó los sellos de manos del arzobispo para entregarlos a Nogaret, haciendo de este legista el segundo personaje de la administración real. Huesudo, moreno, carilargo, de ojos muy juntos, continuamente jugueteaba con sus ropas o se roía las uñas de sus chatos dedos.
—Señor, la monstruosidad de lo ocurrido —comenzó diciendo con voz enfática y apresurada— prueba que cualquier indulgencia concedida a los secuaces del diablo es flaqueza que se vuelve contra vos.
—Es verdad —dijo Felipe el Hermoso, volviéndose hacia Valois—. La clemencia que vos me aconsejasteis, hermano mío, y que mi hija me pidió desde Inglaterra, no han producido buen fruto… Proseguid, Nogaret.
—Se les da a esos canes infectos una vida que no merecen, y en lugar de bendecir a sus jueces la aprovechan para insultar en seguida a la Iglesia y al rey. Los Templarios son herejes…
—Eran —subrayó Carlos de Valois.
—¿Decíais, monseñor? —preguntó Nogaret, impaciente.
—He dicho eran, messire, pues si la memoria no me falla, de los miles que contaban en Francia, y que vos habéis desterrado, encarcelado, atormentado o quemado, sólo cuatro os restan en vuestras manos… bastante molestos, os lo concedo, pues se atreven a proclamar su inocencia después de un proceso de siete años. Creo que antaño, messire de Nogaret, llevabais a cabo vuestra labor con mayor presteza, pues de un simple mojicón hacíais desaparecer a un Papa.
Nogaret se estremeció, y su tez se oscureció aún más, bajo el pelo azul de la barba. Pues había sido él quien había conducido hasta el corazón del Lacio, la siniestra expedición destinada a deponer al anciano Bonifacio VIII, al final de la cual este Papa de ochenta y ocho años fue abofeteado, aun con la tiara pontificia. Nogaret fue excomulgado, y se necesitó toda la autoridad de Felipe el Hermoso sobre Clemente V para que le fuera levantada la sanción.
No era muy antiguo este penoso suceso, databa solamente de doce años y los adversarios de Nogaret no perdían ocasión de recordárselo.
—Bien sabemos, monseñor —replico Nogaret—, que siempre habéis apoyado a los Templarios, sin duda contabais con sus huestes para reconquistar, aun a costa de la ruina de Francia, ese trono fantasma de Constantinopla en el que al parecer, no os habéis sentado.
Devolvía ultraje por ultraje; su tez recobró el color.
—¡Truenos! —rugió Valois, incorporándose y derribando su sillón.
Una zarabanda de ladridos que surgió de debajo de la mesa hizo sobresaltar a todos, excepto a Felipe el Hermoso y a Luis, el rey de Navarra, que se reían a carcajadas. Los ladridos provenían del gran lebrel que el rey de Francia había retenido a su lado y que aún no estaba acostumbrado a esos arranques.
—Luis, callaos —dijo Felipe el Hermoso, clavando una mirada glacial en su hijo.
Luego hizo chasquear los dedos, diciendo: «¡Quieto Lombardo!», y acercó a su cadera la cabeza del perro.
Luis de Navarra, a quien ya empezaban a llamar Luis Hutin, es decir, el Turbulento, Disputador, Confuso; y Luis la Brouille, Enredón, bajó la cabeza para sofocar su risa bobalicona. Tenía veinticinco años, pero mentalmente no pasaba de los quince. Tenía algunos rastros de su padre; pero su mirada era débil y huidiza. Sus cabellos eran de color desvaído.
—Sire —dijo Carlos de Valois solemnemente, después de que Bouville, el chambelán, le hubiera alzado la silla—. Dios es testigo de que nunca soñé en otros intereses y otra gloria que los vuestros.
Felipe el Hermoso volvió sus ojos hacia él y Carlos de Valois se sintió menos firme en su discurso. Sin embargo, prosiguió:
—En vos únicamente pienso, hermano mío, cuando veo destruir aquello que forjó el poder del reino. Sin el Temple, refugio de la caballería, ¿cómo podríais emprender una cruzada, si fuera menester?
Marigny se encargó de responder.
—Bajo el sabio gobierno de nuestro rey —dijo—, no se ha emprendido ninguna cruzada, justamente porque la caballería estaba tranquila, monseñor, y no fue necesario llevarla allende los mares para que desahogara sus ardores.
—¿Y la fe, messire?
—El oro rescatado de manos de los Templarios ha acrecentado más considerablemente el Tesoro, monseñor, que el gran comercio que se hacía bajo las oriflamas de la fe. Las mercaderías también circulan sin las cruzadas.
—¡Habláis como un descreído, messire!
—¡Hablo como servidor del reino, monseñor!
El rey dio un ligero golpe sobre la mesa.
—Hermano mío —dijo otra vez—, hoy nos ocupamos de los Templarios… Os pido vuestro consejo.
—Mi consejo… ¿mi consejo? —repitió Valois, cogido de sorpresa.
Se hallaba siempre dispuesto a reformar el universo, pero nunca a dar una opinión precisa.
—¡Pues bien, hermano mío! Que aquellos que han bien el caso —Marigny y Nogaret— os inspiren el modo de terminarlo. En cuanto a mí…
E hizo el gesto de Pilatos.
El guardasellos y el canciller cambiaron una mirada.
—Luis… vuestro consejo —dijo el rey.
Luis de Navarra se sobresaltó y tardó un rato en responder.
—¿Y si confiamos esos Templarios al Papa? —dijo por fin.
—Callaos —dijo el rey, y cambió con Marigny una mirada de conmiseración.
Devolver al gran maestre al Papa equivalía a comenzar de nuevo, reabrir la causa en cuanto a fondo y forma, renunciar al desentendimiento tan duramente arrancado a los concilios, anular siete años de esfuerzos, reiniciar los debates…
«¡Y pensar que ese imbécil, esa pobre mente incompetente va a sucederme en el trono! —se decía Felipe el Hermoso—, ¡en fin, esperemos que de aquí a entonces haya madurado!».
Un chaparrón de marzo crepitó sobre los vidrios reticulados de plomo.
—¡Bouville! —llamó al rey.
El gran chambelán, todo devoción, obediencia, fidelidad y afán de agrandar, no tenía espíritu de iniciativa. Como de costumbre, se preguntaba cuál sería la respuesta que Felipe el Hermoso desearía escuchar.
—Reflexiono, sire, reflexiono —respondió.
—¿Vuestro consejo, Nogaret? —dijo el rey.
—Que aquellos que han caído en la herejía sufran el castigo de los herejes… y sin dilación —respondió el guardasellos.
—¿Y el pueblo? —preguntó Felipe el Hermoso dirigiéndose a Marigny.
—Su inquietud cesará en cuanto dejen de existir los que la causan —dijo el coadjutor.
Carlos de Valois intentó un último esfuerzo.
—Considerad, hermano mío, que el gran maestre tenía el rango de príncipe soberano. Tocar su cabeza es atentar contra el principio que protege las cabezas reales.
La mirada del rey le cortó la palabra.
Hubo una pausa de pesado silencio. Luego, Felipe el Hermoso pronunció su sentencia:
—Jacobo de Molay y Godofredo de Charnay serán quemados esta tarde en el islote de los Judíos, frente al jardín de palacio. La rebelión ha sido pública, el castigo será también público. Messire de Nogaret redactará el decreto. He dicho.
Se puso en pie, y todos los presentes lo imitaron.
—Quiero que asistáis al suplicio, señores, y que también esté presente nuestro hijo Carlos. Que se le avise.
Luego llamó:
—¡Lombardo!
Y salió seguido del perro.
En este consejo, en el que participaron dos reyes, un ex emperador, un virrey y muchos dignatarios, dos grandes señores de la milicia y de la Iglesia al mismo tiempo, eran condenados a morir en la hoguera. Pero en ningún momento se tuvo la sensación de que se trataba de vidas humanas; solo principios.
—Sobrino mío —dijo Carlos de Valois a Luis el Turbulento—, hoy hemos asistido al fin de la caballería.