Los arqueros habían formado cordón para mantener a la multitud alejada del atrio. En todas las ventanas se apiñaban cabezas de curiosos.
La bruma se había disipado y un sol pálido alumbraba las blancas piedras de Notre Dame de París. El edificio había sido terminado hacía sólo setenta años y se trabajaba continuamente para embellecerlo. Poseía aún el brillo de lo nuevo, y la luz acentuaba el arco de sus ojivas, el encaje del rosetón central y hacía resaltar el hormigueo de estatuas bajo los pórticos.
Se había hecho retroceder hasta las casas a los vendedores de aves que ofrecían su mercadería todas las mañanas, frente a la iglesia. El cacareo de las aves que se ahogaban en las jaulas desgarraba el silencio, el agobiante silencio que acababa de sorprender al conde de Artois al salir de la Galería Merciere.
El capitán Alán de Pareilles se mantenía inmóvil, frente a sus arqueros.
En lo alto de las gradas que conducían al atrio, estaban en pie los cuatro Templarios, de espaldas a la multitud y de cara al Tribunal Eclesiástico, instalado entre los abiertos batientes del gran portal. Obispos, canónigos y clérigos, se sentaban alineados en dos filas.
La gente señalaba con curiosidad a los tres cardenales, espacialmente enviados por el Papa. Aquello significaba que la sentencia sería dada sin apelación ni curso ante la Santa Sede. Las miradas se dirigían después a Juan de Marigny, joven arzobispo de Sens, hermano del primer ministro, quien había dirigido el caso, junto con el gran inquisidor de Francia.
Una treintena de monjes, con hábito pardo unos, y blanco otros, permanecían en pie, detrás de los miembros del Tribunal. El único civil de la asamblea, el preboste de París, Juan Ployebouche, personaje de unos cincuenta años de edad, rechoncho y con el rostro contraído, parecía poco satisfecho de hallarse allí. Representaba el poder real y era el encargado de mantener el orden. Sus ojos saltaban de la multitud al capitán de los arqueros y de éste al joven arzobispo de Sens.
El sol trazaba arabescos con las mitras, los báculos, la púrpura de las vestes cardenalicias, el amaranto de los obispos, el armiño y terciopelo de las capuchas, el oro de las cruces pectorales, el acero de las cotas de malla y de las armas de la tropa. Ese centelleo, ese colorido, todo ese fulgor, hacía más violento el contraste con los acusados, para los cuales de había montado aquel gran aparato, cuatro Templarios harapientos que, apretados unos contra otros, parecían un grupo moldeado en ceniza.
Monseñor Arnaldo de Auch, cardenal-arzobispo de Albano, primer legado, leía en pie los considerandos del juicio. Lo hacía con lentitud y énfasis, escuchándose, satisfecho de sí mismo y de su lucimiento ante un auditorio extranjero. A veces fingía horrorizarse por la enormidad de los crímenes que enunciaba. Luego recobraba su untuosa majestad para relatar un nuevo cargo, un nuevo delito.
—… Oídos los hermanos Gerardo de Passaje y Juan de Cugny, quienes afirman, igual que muchos más, haber sido forzados durante su recepción en la Orden a escupir sobre la Cruz, porque se les decía que era un simple trozo de madera y que el verdadero Dios estaba en el Cielo… Oído el hermano Guy Dauphin, a quien se indujo, si uno de sus hermanos superiores se sentía arrebatado por el tormento de la carne y quería saciarse con él, a consentir en todo lo que se le pidiera… Oído sobre ese punto el señor de Molay, quien en interrogatorio ha reconocido y confesado…
La multitud debía hacer esfuerzos para captar las palabras deformadas por el tono enfático. El legado se regodeaba con su lectura. El pueblo comenzaba a impacientarse.
A casa acusación, falso testimonio o confusión arrancada por la fuerza, Jacobo de Molay murmuraba para sí:
«Mentira… mentira… mentira…».
Lejos de aplacarse, la cólera, que hiciera presa del gran maestre durante el trayecto, crecía sin cesar. En sus descarnadas sienes la sangre batía cada vez con mayor fuerza.
Nada se había producido que viniera a detener el desarrollo de la pesadilla. Ningún antiguo Templario había surgido de entre la turba.
—… Oído el hermano Hugo de Payraud, quien reconoce haber obligado a los novicios a renegar de Cristo tres veces seguidas…
Hugo de Payraud era el hermano visitador. Volvió hacia Jacobo de Molay su rostro dolorido y murmuró:
—Hermano mío… ¿por ventura he dicho y alguna vez semejante cosa?
Los cuatro dignatarios estaban solos, abandonados del cielo y de los hombres, presos como en gigantescas tenazas, entre las tropas y el tribunal, entre la fuerza real y la fuerza de la Iglesia. Cada palabra del cardenal legado estrechaba el cerco.
¿Cómo no habían comprendido los comisiones inquisidoras a pesar de que se les había explicado mil veces, que la prueba de negación era impuesta a los novicios para asegurarse de su actitud si caían prisioneros de los musulmanes y eran obligados a abjurar?
El gran maestre sentía un loco deseo de saltar el cuello del prelado, abofetearlo, tirar al suelo su mitra y estrangularlo. Además, no solamente hubiera hecho trizas a aquel personaje, sino al joven Marigny, aquel presumido con mitra que adoptaba lánguidas posturas. Pero por encima de todo, hubiera querido castigar a sus tres verdaderos enemigos, ausentes de la ceremonia: el rey, el guardasellos, el Papa…
La rabia de la impotencia hacía danzar un velo rojo ante sus ojos. Era preciso que sucediera algo… se apoderó de él un vértigo tan fuerte que temió desplomarse sobre las losas. Ni siquiera veía que igual furia dominaba a Charnay y que la cicatriz del preceptor de Normandía se había vuelto muy blanca en medio de la frente carmesí.
El legado hizo una pausa en su declamación. Bajó el largo pergamino, inclinó ligeramente la cabeza a derecha e izquierda hacia sus asesores, luego acercó de nuevo el pergamino a sus ojos, y sopló como para quitar una mota de polvo. Después reanudó la lectura:
—… Y considerando que los acusados lo han confesado y reconocido, los condenamos a prisión y al silencio por el resto de sus días, a fin de que obtengan la remisión de sus faltas por las lágrimas del arrepentimiento. In nomine Patris…
El legado hizo lentamente la señal de la cruz y se sentó, lleno de soberbia, enrollando el pergamino que inmediatamente tendió a su clérigo.
La turba quedó perpleja. Después de semejante enunciado de crímenes, era tan lógico esperar la pena de muerte, que la condena a prisión perpetua, con sus cadenas y su régimen de pan y agua, parecía una sentencia benigna.
Felipe el Hermoso había medido bien el golpe. La opinión pública admitiría sin objeciones, casi plácidamente, ese punto final de una tragedia que la había sacudido durante siete años.
El primer legado y el joven arzobispo de Sens cambiaron una imperceptible sonrisa de connivencia.
—Hermanos míos —tartamudeó el hermano visitador general—. ¿He oído bien? ¡No nos matan! ¡Nos conceden perdón!
Sus ojos estaban llenos de lágrimas; sus manos hinchadas temblaban y su boca de dientes rotos se abría como si fuera a reír.
El espectáculo de aquella alegría espantosa fue la causa de todo.
De pronto, tronó una voz desde lo alto de las gradas:
—¡Protesto!
Sonó tan potente, que nadie pensó, en primer momento, que pudiera pertenecer al gran maestre.
—¡Protesto contra esa sentencia inicua y afirmo que los crímenes que nos atribuyen son imaginarios! —gritó Jacobo de Molay.
Un inmenso suspiro se elevó de la multitud. El Tribunal se inquietó. Los cardenales se miraban estupefactos. Nadie esperaba eso. Juan de Marigny se puso en pie de un salto. ¡Adiós posturas lánguidas! Estaba lívido, tenso, temblaba de cólera.
—¡Mentís! —gritó al gran maestre—. ¡Confesasteis ante la comisión!
Instintivamente, los arqueros apretaron sus filas, aguardando una orden.
—¡No soy culpable —prosiguió Jacobo de Molay—, sino de haber creído a vuestros embustes, amenazas y tormentos! ¡Afirmo ante Dios que nos escucha, que la Orden es inocente y santa!
Y, en efecto, Dios parecía oírle. Sus palabras lanzadas hacia el interior de la catedral, repercutían en las bóvedas y volvían en forma de eco, como si otra voz más poderosa, desde el fondo de la nave, repitiera sus palabras.
—¡Confesasteis la sodomía! —gritó Juan de Marigny.
—¡En el tormento! —replicó Molay.
«… En el tormento», repitió la voz, que parecía nacer en el tabernáculo.
—¡Confesasteis la herejía!
—¡En el tormento!
«… En el tormento», repitió el tabernáculo.
—¡Lo retiro todo! —dijo el gran maestre.
«… Todo…», respondió como trueno la catedral entera.
Un nuevo interlocutor se unió a este extraño diálogo. Godofredo de Charnay, el preceptor de Normandía, apostrofaba al arzobispo de Sens:
—¡Abusasteis de nuestro desfallecimiento! —decía—. Somos víctimas de vuestras intrigas y de vuestras falsas promesas. ¡Vuestro odio y vuestra sed de venganza nos han perdido! Pero y afirmo, ante Dios, que somos inocentes, y los que dicen otra cosa mienten como bellacos.
Entonces se desató el tumulto. Los monjes, desde detrás del tribunal, comenzaron a proferir grandes voces:
—¡Herejes! ¡A la hoguera! ¡Al fuego los herejes!
Pero su clamor fue ahogado bien pronto. Con ese impulso generoso que pone al pueblo al lado del más débil y del valor en desgracia, la turba, en su mayoría tomaba partido por los Templarios. Mostraban el puño en alto a los jueces. De todos los rincones de la plaza llegaban alaridos. Aullaba la gente en las ventanas; aquello amenazaba convertirse en un motín.
A una orden de Alán de Pareilles, la mitad de los arqueros se había formado en cadena, dándose el brazo para resistir a la presión de la multitud, mientras los otros, pica en ristre les hacían frente.
Los guardianes reales golpeaban a diestro y siniestro en medio del gentío, con sus bastones de las flores de lis. Las jaulas habían sido volteadas y las aves, pisoteadas, dejaban escapar estridentes cacareos.
El tribunal estaba en pie, desconcertado. Juan de Marigny discutía con el preboste de París.
—No importa lo que hagáis, monseñor, pero ¡haced algo! —decía el preboste—. Hay que detenerlos. Nos arrollarán. No conocéis a los parisienses cuando se irritan.
Juan de Marigny, extendiendo el brazo, alzó su cayado episcopal para dar a entender que iba a hablar. Pero nadie quería escucharlo. Lo abrumaban a insultos.
¡Torturador! ¡Falso obispo! ¡Dios te castigará!
—¡Hablad, monseñor, hablad! —lo apremiaba el preboste.
Temía por su puesto y su pellejo; recordaba los motines de 1306, durante los cuales fueron saqueadas las casas de los burgueses.
—¡Declaramos relapsos[11] a los dos condenados! —exclamó el arzobispo, forzando inútilmente la voz—. Han reincidido en sus herejías; han rechazado la justicia de la iglesia; la Iglesia los rechaza y los remite a la justicia del rey.
Sus palabras se perdieron en medio de la batahola. Luego, como una bandada de enloquecidas gallinas, el Tribunal penetró en Notre Dame, cuyo portal fue cerrado al instante.
A una señal del preboste a Alán de Pareilles, un grupo de arqueros se precipitó a los peldaños, otros trajeron la carreta, y a golpes de mangos de pica, los condenados fueron obligados a subir a ella. Se dejaban llevar con gran docilidad. El gran maestre y el preceptor de Normandía se sentían a la vez exhaustos y en calma. Por fin estaban en paz consigo mismos. Los otros dos nada comprendían.
Los arqueros abrieron paso a la carreta, en tanto que el preboste Ployebouche daba instrucciones a sus guardias para que despejaran la plaza cuanto antes. Dio media vuelta, completamente desbordado.
—¡Conducid los prisioneros al Temple! —gritó Alán de Pareilles—. Yo corro a avisar al rey.