III. LAS NUERAS DEL REY

Un sabroso olor a harina tostada, a miel y a manteca perfumaba el aire en torno al azafate de mimbre.

—¡Calientes, barquillos calientes! ¡No todos los comerán! ¡Probadlos, burgueses, probadlos! ¡Barquillos calientes! —gritaba el buhonero, accionando detrás del horno al aire libre.

Lo hacía todo a la vez: estiraba la masa, retiraba del fuego las galletas cocidas, devolvía el cambio y vigilaba a los pilletes para impedirles sus raterías.

—¡Barquillos calientes!

Tan atareado estaba que no prestó atención al cliente cuya blanca mano depositó un denario sobre la tabla, en pago de una delgada galleta. Pero sí se fijó en que la misma mano dejaba el barquillo, que apenas mostraba la huella de un mordisco.

—¡Mal gusto tiene! —dijo atizando el fuego—. El se lo pierde: trigo candeal y manteca de Vaugirard…

De pronto se irguió y quedó boquiabierto, con la última palabra detenida en su garganta, al ver a quién se había dirigido. Un hombre de elevada estatura, de ojos inmensos e inmóviles, que llevaba caperuza blanca y túnica hasta las rodillas…

Antes de que pudiera esbozar una reverencia o balbucir una excusa el hombre de la caperuza se había alejado. El pastelero, con los brazos caídos, lo miraba perderse entre la multitud, mientras la hornada de barquillos amenazaba quemarse.

Las calles que comprendían el mercado de la ciudad, según decían los viajeros que habían recorrido África y Oriente, se parecían mucho en esos tiempos al zoco de una ciudad árabe. Igual bullicio incesante, iguales tiendas minúsculas pegadas unas a otras, iguales olores a grasa cocida, especias u cuero, igual parsimonia de los compradores y de los mirones, que a duras penas se abrían paso. Cada calle, cada callejón tenía su especialidad, su oficio particular; aquí los tejedores, cuyas lanzaderas corrían sobre los telares en la trastienda; allí los zapateros, claveteando sobre las hormas de hierro; más lejos los guarnicioneros tirando de las leznas, y los carpinteros moldeando patas de banquetas.

Había la calle de los pájaros, de las hierbas, de las legumbres, y la de los herreros, cuyos martillos resonaban sobre los yunques. Los orfebres se agrupaban a lo largo del muelle del mismo nombre, trabajando en torno de sus pequeños braceros.

Estrechas franjas de cielo asomaban entre las casas hechas de madera y de argamasa, con las fachadas tan próximas que de una ventana a otra era fácil darse la mano. Por todas partes el pavimento estaba cubierto de un fango maloliente, por el cual la gente, según su condición social, arrastraba los pies descalzos, las suelas de madera o los zapatos de cuero.

El hombre de altos hombros y caperuza blanca seguía avanzando lentamente por entre la turba, con las manos a la espalda, despreocupado, al parecer, de los empellones que recibía. Por otra parte, muchos le cedían el paso y lo saludaban. Respondía entonces con un leve movimiento de cabeza. Tenía figura de atleta; sus cabellos rubios, más bien rojos, sedosos, terminados por rizos que le caían casi hasta los hombros, enmarcaban su rostro regular, impasible, de una rara belleza de rasgos.

Tres guardias reales, vestidos de azul y llevando colgado del brazo el bastón terminado por la flor de lis, insignia de su cargo, seguían al paseante a cierta distancia sin perderlo de vista jamás, deteniéndose cuando él se detenía y reanudando la marcha al mismo tiempo que él[8].

De pronto, un joven de jubón ceñido, arrastrado por tres grandes lebreles que llevaba atados a una correa, desembocó de una callejuela lateral y vino a chocar contra él, derribándolo casi. Los perros se enredaron y comenzaron a ladrar.

—¡Fijaos por donde camináis! —gritó el joven, con marcado acento italiano—. ¡Poco faltó para que me atropellarais los perros! Me habría gustado que os hubieran mordido.

Dieciocho años a lo sumo, bien moldeado a pesar de su pequeña talla, de ojos negros y fina barbilla, plantado en medio del callejón, levantaba la voz para hacerse el hombre.

Mientras desenredaba la traílla continuó:

Non si puo vedere un cretino peggiore[9]

Pero ya lo rodeaban los tres guardias reales. Uno de ellos lo tomó por el brazo y le murmuró un nombre al oído. Al instante, el joven se quitó el gorro y se inclinó con grandes muestras de respeto.

Se formó un pequeño grupo.

—En verdad, unos perros muy hermosos, ¿de quién son? —dijo el paseante, midiendo al muchacho con sus ojos inmensos y fríos.

—De mi tío, el banquero Tolomei… para serviros —respondió el joven, inclinándose de nuevo.

Sin decir más, el hombre de la caperuza blanca siguió su camino. Cuando se hubo alejado, así como sus guardias reales, la gente rodeó al joven italiano. Éste no se había movido del lugar y parecía digerir mal su equivocación. Hasta los perros se mantenían expectantes.

—¡Vedlo, ya no está orgulloso! —se decían unos riendo.

—¡Por poco no derriba al rey, y encima casi lo insulta!

—Puedes irte preparando para dormir esta noche en la cárcel, muchacho, con treinta latigazos en el cuerpo.

El italiano hizo frente al coro de mirones:

—¿Y qué queríais? Jamás lo había visto. ¿Cómo podía reconocerlo? Además, sabed, burgueses, que vengo de un país donde no hay rey que nos haga pegarnos a las paredes. En mi ciudad de Siena, cada uno puede ser rey a su debido momento. ¡Si alguien quiere algo de Guccio Baglioni, no tiene más que decirlo!

Había lanzado su nombre como un desafío. La orgullosa susceptibilidad de los toscanos ensombrecía su mirada. En la cintura levaba una daga cincelada. Nadie insistió; el joven hizo chasquear los dedos para despabilar a los perros y prosiguió su camino, menos seguro de lo que pretendía, preguntándose si su tontería no le acarrearía molestas consecuencias.

Pues acababa de atropellar al propio rey Felipe. El soberano, a quien nadie igualaba en poderío, solía pasearse por su ciudad, como un simple burgués, informándose acerca de los precios, gustando las frutas, tanteando telas, escuchando las opiniones de la gente… Le tomaba el pulso a su pueblo. Los forasteros que ignoraban quién era, se dirigían a él para pedirle una simple información. Cierto día, un soldado lo detuvo para reclamarle la paga. Tan avaro de palabras como de dinero, era raro que, a cada salida, pronunciara mas de tres frases o gastara más de tres monedas.

El rey pasaba por el mercado de carnes cuando la campana mayor de Notre Dame comenzó a sonar, al mismo tiempo que se elevaba un gran clamor.

—¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!

El clamor se acercaba. La turba se agitó y las gentes comenzaron a correr.

Un obeso carnicero salió de detrás de un mostrador, cuchillo en mano, gritando:

—¡Muerte a los herejes!

Su mujer le asió de la manga, y le dijo:

—¿Herejes? ¡No más que tú! ¡Quédate aquí haciendo tu oficio, que más te conviene, gran holgazán!

Se trabaron de la lengua; y en seguida se formó un corro en torno a ellos.

—¡Confesaros delante de los jueces! . Seguía diciendo el carnicero.

—¿Los jueces? —replicó alguien—. Siempre hacen igual. Juzgan por la boca de los que pagan.

Todo el mundo comenzó a hablar a la vez.

—Los Templarios son unos santos. Siempre practicaron la caridad.

—Bien estaba sacarles el dinero; pero no atormentarlos.

—El rey era su principal deudor; acabados los Templarios, acabada la deuda.

—El rey ha hecho bien.

—El rey o los Templarios —dijo un aprendiz—, lo mismo da. Que los lobos se devoren entre sí; así no nos devorarán a nosotros.

En este momento una mujer se volvió, palideció, e indicó a los demás que se callaran. Felipe el Hermoso estaba detrás de ellos y los observaba con su mirada inmóvil y glacial. Los guardias se habían acercado a él, dispuestos a intervenir. En un instante el grupo se dispersó y sus componentes salieron a escape, exclamando a grandes voces:

—¡Viva el rey! ¡Mueran los herejes!

El semblante del rey no había cambiado de expresión. Se diría que no había oído nada. Si sorprender a la gente le causaba placer lo mantenía en secreto.

El clamor crecía sin cesar. El cortejo de los Templarios asomaba por el extremo de la calle, el rey, por el espacio abierto entre las casas, pudo ver durante unos instantes al gran maestre. De pie en la carreta, junto a sus tres compañeros, se mantenía erguido; ¡su aspecto era de mártir pero no de vencido!

Dejando que la turba se precipitara a contemplar el paso del cortejo, Felipe el Hermoso, con su mismo paso tranquilo, regresó a palacio por calles bruscamente vacías.

Bien podía el pueblo refunfuñar un poco y el gran maestre erguir su viejo cuerpo quebrado. Dentro de una hora habría terminado, y la sentencia, en general, sería bien recibida. Dentro de una hora quedaría colmada y rematada la obra de siete años.

El Tribunal Episcopal se había pronunciado: los arqueros eran numerosos, las guardias vigilaban las calles. Dentro de una hora el caso de los Templarios sería borrado de los asuntos públicos, y el poder real resultaría acrecentado y reforzado.

«Incluso mi hija Isabel estaría satisfecha. He atendido a su súplica y he contentado a todo el mundo; pero ya era tiempo de acabar con esto», se decía el rey Felipe.

Regresó a su morada por la Galería Merciere.

El palacio, arreglado cien veces, en el transcurso de los siglos, sobre viejos fundamentos romanos, acababa de ser renovado totalmente por Felipe y considerablemente agrandado.

Corrían tiempos de reconstrucción, y los príncipes rivalizaban en ese punto. Lo que se estaba haciendo en Westminster había sido terminado ya en París.

De los antiguos edificios sólo quedó la Sainte-Chapelle, construida por su abuelo San Luis. El nuevo conjunto de la Cité, con sus grandes torres blancas reflejándose en el Sena, era imponente, macizo, ostentoso.

Aunque Felipe era muy cuidadoso con los gastos menores, no tacañeaba cuando se trataba de afirmar la pujanza del Estado. Pero como no despreciaba el menor provecho, había concedido a los merceros, mediante el pago de una buena renta, el privilegio de vender en la gran galería del palacio, llamada por esa razón Galería Merciere, después Galería Marchande[10].

Este inmenso vestíbulo alto y ancho como una catedral de dos naves, provocaba la admiración de los visitantes. Sendos pilares servían de pedestal a las cuarenta estatuas de los reyes que se habían sucedido en el trono del reino de los francos, desde Faramundo y Moroveo. Frente a la estatua de Felipe el Hermoso se había levantado la de Enguerrando de Marigny, coadjutor y rector del reino, el hombre que había inspirado y dirigido las obras.

La galería, abierta para todos, se había convertido en lugar de paseo, de citas de negocios y de encuentros galantes. Uno podía hacer allí sus compras y codearse al mismo tiempo con príncipes. Allí se decidía la moda. La multitud deambulaba incesantemente entre los azafates de los vendedores, bajo las grandes estatuas reales. Bordados, encajes, sedas, terciopelos y rasos; pasamanería, artículos de aderezo y pequeña joyería se amontonaban allí, tornasolaban y refulgían sobre los mostradores de encina, cuya trampa se quitaba por la tarde o se ponían sobre mesas de caballetes, o se colgaban en pértigas. Damas de la corte, burguesas y sirvientas iban de un escaparate a otro. Era un hervidero de discusiones, regateos, parloteos y risas, dominado todo por la charlatanería de los vendedores para cerrar el trato.

Abundaban los acentos extranjeros, sobre todo los de Italia y de Flandes.

Un mozo flacucho ofrecía pañuelos bordados, dispuestos sobre una harpillera de cáñamo en el mismo suelo.

—¡Ah, hermosas damas! —exclamaba—, ¿no os apena sonaros con los dedos o las mangas, cuando existen preciosos pañuelos ideados para tal fin, que podéis anudar graciosamente alrededor de vuestro brazo o de vuestra limosnera?

Poco más allá, otro entretenedor hacía juegos malabares con bandas de encajes de Malinas y las alzaba tan alto que sus blancos arabescos rozaban las espuelas de Luis el Gordo.

—¡Lo regalo, lo doy! A seis denarios la pieza. ¿Quién de vosotras no tiene seis denarios par hacerse pechos provocativos?

Felipe el Hermoso atravesó la Galería en toda su extensión. La mayoría de los hombres se inclinaban a su paso, y las mujeres esbozaban una reverencia. Sin darlo a entender, al rey le placía esa animación y las muestras de deferencia que recibía.

La grave campana de Notre Dame seguía tañendo; pero su sonido llegaba allí atenuado y disminuido.

Al final de la galería, no lejos de la gran escalinata, había un grupo de tres personas, dos mujeres muy jóvenes y un mozalbete, cuya belleza, presencia y prestancia atraían la discreta atención de los paseantes.

Las muchachas eran dos de las nueras del rey, a quienes el pueblo llamaba «las hermanas de Borgoña». Se parecían poco. Juana, la mayor, casada con el hijo segundo de Felipe el Hermoso, tenía apenas veinte años. Era alta, esbelta y de cabellos de color entre castaño y ceniciento, con porte un poco estudiado y grandes ojos oblicuos como de lebrel. Vestía con sobria simplicidad, casi rebuscada. Aquel día llevaba un largo vestido de terciopelo gris claro, con mangas ajustadas, sobre el cual lucía una sobrevesta bordeada de armiño hasta las caderas.

Su hermana Blanca, esposa de Carlos de Francia, el menor de los príncipes reales, era más pequeña, más torneada, más sonrosada, más espontánea. A sus dieciocho años conservaba todavía los hoyuelos de la niñez en las mejillas. Tenía cabellos de un rubio cálido, ojos de color castaño claro, muy brillantes; y sus dientes eran pequeños y transparentes. Vestirse representaba para ella más una pasión que un juego. Se entregaba a ello con cierta extravagancia que no siempre era de buen gusto. En la frente y en el cuello, las mangas y la cintura, exhibía la mayor cantidad de alhajas posible. Sus vestidos estaban siempre bordados con hilos de oro y perlas. Pero tenía tanta gracia, y parecía tan contenta de sí misma que se le perdonaba de buen grado esta tonta profusión.

El joven que estaba con las princesas vestía como un oficial de casa soberana.

Había una cuestión en este pequeño grupo sobre un asunto de cinco días, que se discutía a media voz con tendencia a agitación. «¿Acaso es razonable atormentarse tanto por cinco días?», preguntaba la condesa de Poitiers.

El rey surgió detrás de una columna que había ocultado su proximidad.

—Buenos días, hijas mías —dijo.

Los jóvenes callaron bruscamente. El hermoso muchacho hizo una profunda reverencia y se apartó un paso, con los ojos fijos en el suelo. Las dos jóvenes, luego de doblar la rodilla, se quedaron mudas, ruborizadas, un tanto confundidas. Parecían tres personas sorprendidas en falta.

—¡Y bien, hijas mías! —agregó el rey—. Se diría que estoy de más en vuestra charla. ¿Qué estabais contando?

No le sorprendía la acogida. Estaba acostumbrado a ver a todo el mundo, aun a sus familiares más próximos, intimidados con su presencia. Un muro de hielo se alzaba entre él y los que lo rodeaban. Ya no se sorprendía; pero lo apenaba. Sin embargo, creía hacer todo lo posible para mostrarse asequible y amable.

Blanca fue la primera en recobrar su aplomo.

—Debéis perdonarnos, sire —dijo—. ¡Pero no es fácil repetir nuestras palabras!

—¿Por qué eso?

—Porque estábamos hablando mal de vos —respondió Blanca.

—¿De verdad? —dijo Felipe, no sabiendo si bromeaba.

Lanzó una ojeada al muchacho, quien, un poco apartado, parecía incómodo, y lo designo con la barbilla.

—¿Quién es ese doncel? —preguntó.

Messire Felipe de Aunay, escudero de nuestro tío de Valois —respondió la condesa de Poitiers.

El joven volvió a saludar.

—¿No tenéis un hermano? —dijo, dirigiéndose al escudero.

—Si, sire. Está al servicio de monseñor de Poitiers —respondió el joven Felipe de Aunay, enrojeciendo y con voz insegura.

—Eso es; siempre os confundo —dijo el rey.

Luego, volviéndose a Blanca:

—¿Y qué decíais de malo, hija mía?

—Juana y yo estábamos de acuerdo en no perdonaros, padre mío, pues van cinco noches seguidas que nuestros maridos nos descuidan, ya que los retenéis hasta muy tarde en las sesiones del consejo o los alejáis por asuntos del reino.

—Hijas mías, hijas mías, ésas no son palabras para decir en voz alta.

Era púdico por naturaleza y se decía que guardaba absoluta castidad, desde que había quedado viudo hacía nueva años. Pero no podía enojarse con Blanca. Su vivacidad, su alegría y su audacia para decirlo todo, lo desarmaban. Estaba divertido y perplejo a la vez. Sonrió, cosa que raramente sucedía.

—¿Y qué dice la tercera? —Añadió.

Aludía a Margarita de Borgoña, prima de Juana y de Blanca, casada con el heredero del trono, Luis, rey de Navarra.

—¿Margarita? —exclamó Blanca—. Se encierra en su aposento, pone cara triste y dice que sois tan malvado como hermoso.

Otra vez volvió el rey a sentirse indeciso, preguntándose cómo debía tomar las últimas palabras. ¡Pero eran tan límpidas y tan cándida la mirada de Blanca! Era la única que se atrevía a bromear con él, que no temblaba en su presencia.

—¡Pues bien! Tranquilizad a Margarita y tranquilizaos, Blanca; Luis y Carlos os harán compañía esta noche. Hoy es buen día para el reino —dijo Felipe el Hermoso—. No se celebrará consejo esta noche. En cuanto a vuestro esposo, Juana, que ha ido a Dole y a Salins a vigilar los intereses de vuestro condado, no creo que tarde más de una semana.

—Entonces me preparo a festejar su vuelta —dijo Juana, inclinando su bella cabeza.

Para el rey Felipe, la conversación que acababa de sostener era muy larga. Volvió la espalda bruscamente a sus interlocutores y se alejó sin despedirse, hacia la gran escalera que conducía a sus habitaciones privadas.

—¡Uf! —dijo Blanca, con la mano sobre el pecho, viéndolo desaparecer—. De buena nos hemos librado.

—Creí desfallecer de miedo —dijo Juana.

Felipe de Aunay estaba rojo hasta la raíz de los cabellos, no ya de confusión, como poco antes, sino de cólera.

—Gracias por vuestras palabras al rey —dijo secamente a Blanca—. Son cosas muy agradables de oír.

—¿Y qué queríais? —exclamó Blanca. ¿Acaso vos lo hubierais hecho mejor? Os quedasteis pasmado y tartamudeante. Se nos vino encima sin que lo notáramos; tiene el oído más fino del reino. Por si había escuchado las últimas palabras, era la única manera de engañarlo. En lugar de recriminarme deberíais felicitarme, Felipe.

—No empecéis de nuevo —dijo Juana—. Caminemos, recorramos las tiendas, dejemos este aire de conspiradores.

Messire —prosiguió Juana en vos baja—, os haré notar que vos y vuestros estúpidos celos son la causa de todo. Si no os hubierais puesto a gemir tan alto por los sufrimientos que os hace padecer Margarita, no habríamos corrido el riesgo de que el rey nos oyera.

Felipe conservaba su expresión sombría.

—En verdad —dijo Blanca—, vuestro hermano es más agradable que vos.

—Sin duda lo tratan mejor, de lo que me alegro por él —respondió Felipe—. En efecto, soy un estúpido, al dejarme humillar por una mujer que me trata como un lacayo, que me llama a su lecho cuando la vienen ganas, que me aleja cuando le pasan, que me tiene días enteros sin dar señales de vida, y que finge no conocerme cuando se cruza conmigo. ¿Cuál es el juego, a fin de cuantas?

Felipe de Aunay, escudero de monseñor el conde de Valois, era desde cuatro años el amante de Margarita de Borgoña. La mayor de las nueras de Felipe el Hermoso. Y si osaba hablar de tal modo delante de Blanca de Borgoña, esposa de Carlos de Francia, era porque Blanca era la amante de su hermano, Gualterio de Aunay, escudero del conde de Poitiers. Y si podía descararse delante de Juana, Condesa de Poitiers, era porque ésta, aunque no era amante de nadie, favorecía, un poco por flaqueza y otro poco por diversión, las intrigas de las otras dos nueras reales, combinando entrevistas y facilitando encuentros.

Así, en aquel anticipo de primavera de 1314, el día mismo en que los Templarios iban a ser juzgados, cuando tan grave asunto era la principal preocupación de la corona, dos hijos del rey de Francia, el Mayor, Luis, y el menor Carlos, llevaban los cuernos, por obra y gracia de dos escuderos, pertenecientes uno a la casa de su tío, el otro a la de su hermano, y todo bajo la tutela de su hermana política, Juana, esposa constante, aunque benévola celestina, que sentía un turbio placer viviendo los amores ajenos.

—En todo caso, nada de torre de Nesle esta noche —dijo Blanca.

—Para mí no será distinta de las anteriores —respondió Felipe de Aunay—. Pero rabio al pensar que hoy, entre los brazos de Luis de Navarra, Margarita murmurará, sin duda, las mismas palabras…

—Amigo mío, vais demasiado lejos —dijo Juana con mucha altivez—. Hace un momento acusabais a Margarita, sin razón, de tener otros amantes. Ahora queréis impedir que tenga un marido. Los favores que os concede os hacen olvidar quién sois. Creo que mañana aconsejaré a nuestro tío que os envíe por algunos meses a su condado de Valois, donde tenéis vuestras tierras, para calmaros los nervios.

El hermoso Felipe se serenó de golpe.

—¡Ho, señora! ¡Creo que moriría! —murmuró.

Era más seductor de ese modo que encolerizado. Daban ganas de asustarlo, sólo por verle bajar las sedosas pestañas y temblar levemente su pálida barbilla. De pronto se había convertido en un ser tan desdichado, que ambas mujeres, olvidando su alarma, no pudieron contener una sonrisa.

—Decid a vuestro hermano Gualterio que esta noche suspiraré por él —dijo Blanca con la mayor dulzura del mundo.

No se podía saber si hablaba sinceramente.

—¿No convendría prevenir a Margarita acerca de lo que acabamos de oír? —dijo de Aunay, un tanto vacilante—. En caso de que para esta noche hubiera previsto…

—Que Blanca haga lo que le parezca —dijo Juana—. No pienso encargarme más de vuestros asuntos. He sentido demasiado miedo. Algún día terminará mal y verdaderamente es comprometerme en serio por nada.

—Es cierto que tú no aprovechas las gangas —dijo Blanca—. Tu marido está ausente con mayor frecuencia que los nuestros. Si Margarita y yo tuviéramos esa suerte…

—No encuentro placer alguno en ello —replicó Juana.

—O no tienes coraje —dijo Blanca.

Es verdad que, aunque lo quisiera, no tengo tu habilidad para mentir, hermana mía. Estoy segura de que me traicionaría en seguida.

Dicho esto, Juana permaneció unos instantes meditabunda. No, no sentía deseos de engañar a Felipe de Poitiers, pero estaba cansada de pasar por gazmoña.

—Señora… —dijo Felipe de Aunay—. ¿No podríais encargarme un mensaje para vuestra prima?

Juana miró de soslayo al joven, con tierna indulgencia.

—¿No podéis pasaros un día sin ver a la bella Margarita? —respondió—. Bien, seré buena, compraré alguna alhaja para ella y se la llevaréis de mi parte. Pero es la última vez.

Se acercaron a una parada. En tanto que las dos mujeres elegían, y Blanca iba derecha a los objetos más caros. Felipe de Aunay pensaba en la súbita aparición del rey.

«Siempre que me ve, me pregunta mi nombre —se decía—. Ésta es la sexta vez. Y nunca deja de aludir a mi hermano».

Sintió una sorda aprensión y se preguntó por qué el rey le inspiraba tanto pavor. Sin duda, era su mirada. Aquellos grandes ojos inmóviles y de extraño color, entre gris y azul pálido, semejantes al hielo de los estanques en las mañanas de invierno, ojos que uno no cesaba de ver durante horas enteras, luego de cruzarse con ellos.

Ninguno de los tres jóvenes había notado la presencia de un hombre de alta estatura, con botas rojas, parado en la gran escalinata, que los vigilaba hacía unos instantes.

—Felipe, no llevo bastante dinero, ¿quieres pagar?

Las palabras de Juana arrancaron a Felipe de sus reflexiones. El joven obedeció en el acto. Juana había elegido para Margarita un cinturón de terciopelo con aplicaciones de filigrana de plata.

—¡Oh, querría uno igual! —dijo Blanca.

Pero tampoco ella tenía dinero, y Felipe debió pagar.

Siempre sucedía lo mismo cuando las acompañaba. Ellas prometían devolverle el dinero cuanto antes, pero pronto lo olvidaban y él era demasiado galante para recordárselo.

—Cuidado, hijo mío —le había dicho su padre, el señor de Aunay—. Las mujeres más ricas son las más costosas.

Bien lo sabía su bolsillo. Mas no le importaba. Los Aunay eran ricos y sus posesiones en Vémars y de Aunay-les-Bondy, entre Pontoise y Luzarchez, les proporcionaban una buena renta.

Ya tenía su pretexto para correr al palacio de Nesle, donde vivían el rey y la reina de Navarra, al otro lado del río. Cruzando el puente de San Miguel, el camino era cosa de minutos.

Saludó a las dos princesas y salió de la Galería Merciere.

El señor de las botas rojas lo siguió con la mirada, mirada de cazador. Era Roberto de Artois, llegado hacía unos días de Inglaterra. Pareció reflexionar; luego bajó la escalinata, y a su vez, salió a la calle.

Fuera, la campana de Notre Dame había enmudecido. Sobre la isla de la Cité reinaba un silencio desacostumbrado, impresionante. ¿Qué pasaba en Notre Dame?