Se encontraba bajo la lluvia, como le había contemplado a menudo en las últimas semanas, con el sombrero encajado hasta la frente, la cara huesuda arrugada por el guiño de los ojos tras las gafas, y el brazo largo y delgado colgando por el lateral del camión, mientras la otra mano sujetaba el cañón del rifle; indiferente a todo lo que le rodeaba, a las lomas verdes coronadas de nubes blancas y algodonosas o la gris superficie del lago, en el otro lado. Ni siquiera parecía notar la lluvia que chorreaba por los lentes de sus gafas o el olor limpio de la humedad o el constante movimiento de la plataforma del camión bajo sus pies. Se hallaba perdido, una vez más. El torturador que llevaba dentro quedaba olvidado, apartado, temporalmente al menos, suprimido, como muchas otras facetas de su personalidad: el lado pretencioso, el esnob, el humano, el lado cómico de payaso, incluso el lado práctico que también sabía desplegar en ciertas ocasiones. Mientras le miraba, me resultó más ajeno que nunca. Siempre sabía lo que iba a decir, pero lo que sentía en realidad, lo que podía hacer en una determinada circunstancia, representaba aún un misterio para mí.
Y, como siempre ocurre cuando se contempla un rostro que nos ha mirado con afecto en muchas ocasiones felices, recordé mi vínculo original con él. «Ha cambiado mucho en este mes», pensé, «todo lo que en él era equívoco, duro o significativo se ha agrandado. África ha agudizado todas sus facetas. Se ha convertido en una caricatura de sí mismo: el tío favorito de todos los que dependen de él; bueno, unas veces; despiadado, otras; y casi siempre, fastidioso». Por eso mis vínculos habían desaparecido. Ahora todo era extremado; por tanto, insoportable. Y el hecho de que él mismo lo hubiera aceptado, de que incluso le hubiera divertido el proceso, lo hacía aún más grave. Nunca antes había demostrado aquella ausencia de moderación; ya no era capaz de distanciarse de sí mismo. Se había dejado arrastrar, abandonándose a sus apetitos; sus palabras sobre Hollywood valían, en realidad, para él. Era el vivo retrato del deterioro que los climas radicales producen en los hombres demasiado ardientes.
—Ahí está el poblado —dijo bruscamente Paget, señalando a través de la lluvia.
Pasamos la primera hilera de chozas, hasta el centro del poblado. Los nativos nos sonreían desde el umbral de sus cabañas, donde se refugiaban de la lluvia torrencial. Un grupo de niños, tan marrones y desnudos como el barro que pisaban, corrieron a observamos. Ogilvy hablaba con el que parecía de más edad. Luego se volvió hacia Wilson; en su rostro orondo relucían las gotas de lluvia.
—Kivu no está aquí. Ha salido tras los elefantes con el camión. Van con él otros dos cazadores.
—Entérate qué dirección han tomado —ordenó Wilson.
—Hacia el Semliki —tradujo Ogilvy—. Uno de los chicos nos indicará el camino.
—¿Seguro que lo conoce?
—Eso dice.
—Cerciórate, puede que sólo quiera quedar bien con nosotros.
El muchacho afirmaba categóricamente, subido ya al estribo del camión y mirando con ansiedad hacia el interior.
—Dice que sabe exactamente dónde están.
—Muy bien —dijo Wilson—. «Un niño los conducirá».
Hizo un gesto al chico y el negrito se introdujo en la cabina, junto a los dos nativos. De nuevo, abandonamos el poblado. Una anciana nos saludó vagamente desde la puerta de su casucha, desnuda hasta la cintura, con los pechos largos y flácidos, completamente secos.
—Adiós, mamá —saludó Wilson, sonriendo—. ¡Vieja puta!
Paget lanzó una risa estruendosa y Ogilvy asintió con complicidad.
—Seguro que causa muchos quebraderos de cabeza a un buen número de nativos.
—Espero que también se los causen a ella —añadió Wilson.
El terreno estaba completamente empapado, de modo que el camión imprimía profundas huellas en la alta maleza. Ocasionalmente, las ruedas giraban y recuperábamos momentáneamente la posición, pero enseguida volvíamos a vararnos. Avanzábamos sorteando los numerosos charcos de la calzada. A cada momento, el bracito oscuro del muchacho se asomaba por la ventanilla, obligando al vehículo a tomar la dirección indicada. Como había cesado la lluvia y las nubes se desplazaban rápidamente por el cielo, nos encontramos en una zona soleada.
—Está aclarando —dije.
Wilson no respondió. Levantó un instante la vista al cielo, para fijarla de nuevo en los campos que nos rodeaban. El camión se detuvo a los pocos minutos.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Wilson a Ogilvy.
—Un chico viene en esta dirección.
En efecto, un nativo, vestido con pantalones cortos de color caqui, se acercaba lentamente por el suelo anegado, con la lanza en la mano. La superficie del agua reflejaba su figura, como si caminara por las nubes que espejeaban alrededor de sus plantas. Cuando llegó a la altura del camión, Ogilvy le abordó en la lengua de la zona.
—Ya no está lejos, es mejor ir andando.
—¿Qué hacemos con la compañía, John? Está aclarando.
Wilson dudó un instante, antes de saltar del camión.
—Que esperen, más he esperado yo. No tardaremos mucho.
—Convendría preguntarle si los elefantes andan aún cerca —dijo Paget a Ogilvy.
El gordo hizo un mal gesto.
—¿Crees que os llevaría chapoteando por el agua, si no estuvieran seguros?
Se volvió para hablar con brusquedad al nativo. Este asintió y se subió al estribo del camión, donde permanecía el negrito, observando cómo echaban a andar Wilson y Paget.
—No me gusta tener a esta pandilla a mi alrededor —dijo Ogilvy, ceñudo—. Sólo sirven para estorbar.
Alcancé a Wilson.
—¿Estás seguro de que no deberíamos volver? Puede que escampe esta tarde y luego llueva durante días.
—Vuelve tú si quieres. Puedes rodar la escena.
—Pero, le dijiste a Paul…
—Olvídalo.
Abrió el rifle por la recámara para introducir dos cartuchos.
—¿Vienes? —preguntó son sorpresa.
—Claro. Supongo que no pasará nada si me mantengo cerca de Ogilvy.
El agua, que nos cubría los tobillos, me empapó enseguida las botas, aunque, una vez dentro, la sentía más caliente. El nativo nos condujo a través de enormes charcos hasta una zona más alta, donde la vegetación se hacía más espesa. Había más maleza que en otros lugares donde habíamos cazado, sin embargo, no se veía un solo árbol.
—Es un país de búfalos —dijo Paget, mordisqueando una paja. En una rápida mirada, le encontré nervioso. Seguimos el vuelo de una mosca tsé-tsé, que zumbó sobre nuestras cabezas, hasta posarse en una de las piernas descubiertas de Ogilvy. Se sacudió rápidamente, pero no pudo evitar la pequeña mancha roja que dejó el insecto antes de caer.
—¡Cabrona! —exclamó a media voz.
Continuamos, siguiendo un espolón de terreno alto, hasta que vimos a Kivu sentado en cuclillas, con la lanza profundamente enterrada en el suelo blando. Al vernos, se puso en pie. Su rostro oscuro y reluciente mostraba la expresión de orgullo ansioso del hombre que, tras realizar una tarea larga y difícil, atisba el deseado final y se dispone a comunicárselo al jefe que admira.
—Mingi tembo, Mingi.
Señaló a través de la espesura, parloteando con Ogilvy en suajili.
—Dice que hay un ejemplar grande —tradujo el cazador—, con los colmillos hasta el suelo, pero también hembras y crías.
Wilson empalideció, con la piel húmeda de las mandíbulas pegada a los huesos y una costra seca en las comisuras de la boca.
—¿Qué hay que hacer, Ogilvy? Tú eres el jefe.
El gordo se rascó el picotazo de la pierna, extendiendo la mancha de sangre con los delgados dedos. En un rápido vistazo, le vi observar la llanura desarbolada que se extendía ante nosotros, reflexionando, como si buscara una respuesta lógica al problema que se le planteaba.
—No lo sé. Me preocupan las putas hembras. Y la vegetación es demasiado alta.
—No hay un árbol para refugiarse en treinta kilómetros —susurró Paget.
Los ojos de Kivu fueron de un interlocutor a otro, hasta detenerse impacientes en Wilson.
—Tenemos tres escopetas —dijo Wilson—. Y no es tan difícil ocultarse en esta maleza.
Pero las dudas de Ogilvy no se disipaban.
—Detesto disparar contra una hembra que lleva su cría. Siempre se produce una espantosa conmoción.
Wilson se rascó el pecho enteco.
—¿Por qué no echamos un vistazo? Llevamos una semana esperando. ¿Cuántas oportunidades puedo tener?
Ogilvy asintió. A pesar de su rostro orondo, estaba tenso y macilento.
—Está bien, señor Wilson. Daremos una ojeada. Pero no crea que basta con un par de intentos, y aunque así fuera, no es razón para hacer las cosas mal.
—Me recuerdas a Delville —dijo John suavemente—. Tanto decir que era un imbécil y ahora te comportas igual.
Ogilvy no respondió. Habló brevemente a Kivu y comenzamos a marchar en fila india. Como el terreno volvía a ascender, pronto nos encontramos sobre otra línea de montículos. Kivu se puso de cuclillas y nosotros le imitamos. A lo lejos, vi un garrapatero blanco que volaba despacio hacia nuestra derecha. Enseguida se le unieron otros, trazando círculos contra el cielo azul. Ogilvy se puso en pie lentamente, para otear el horizonte, con las piernas dobladas y el enorme cuerpo suspendido en una postura tensa e incómoda. Hizo un gesto de asentimiento a Kivu, que se puso de nuevo en movimiento. Me volví sorprendido porque había notado la mano de Paget en mi arma.
—Quédese —me dijo en un susurro.
—¿Y usted?
—Yo he traído una escopeta; me adelantaré.
—Iré hasta donde usted vaya.
Tragó saliva y se limpió el sudor del labio con mano nerviosa.
—Esperaremos un poco. No es bueno que vayamos todos.
Como Kivu se arrastraba ahora a gatas, se distinguía su casquete verde y las tostadas plantas de sus pies desnudos. Wilson y Ogilvy le seguían de cerca, sin dejar de arrastrarse tampoco. Paget, deteniéndose, se sentó en el camino que acababan de abrir las huellas y apuntó a la derecha. A menos de cien metros había dos elefantes, cuyos lomos abombados sobresalían por encima de la maleza. Ogilvy y los otros también habían detenido sus pasos para buscar refugio sentados entre los hierbajos.
Nos arrastramos hacia ellos. Wilson se hallaba de rodillas junto al gordo, mientras Kivu se adelantaba unos nueve metros. Entonces se oyó un trompeteo alto y agudo. Una de las hembras percibía el peligro.
—No me gusta —decía Ogilvy—. Créame, no me gusta nada.
Wilson no le miró; observaba fijamente el terreno.
—¿Qué dice Kivu?
—Da igual lo que diga —replicó Ogilvy—. No me gusta. He matado más de quinientos y le puedo asegurar que no es el día.
—Pregúntale —dijo Wilson, intentando contenerse, con la cabeza aún colgando del cuello largo y flaco.
Ogilvy hizo una seña al rastreador, que se arrastró hacia nosotros con gesto interrogador y los ojos abiertos de par en par en el rostro oscuro. El gordo le susurró algo y él replicó inmediatamente, sin sombra de duda.
—Quiere intentarlo —dijo Ogilvy—. Es su palabra contra la mía, señor Wilson.
Wilson, sin levantar la vista y retorciendo las hierbas próximas a su rodilla, contestó:
—Lo único que quiero saber es si vienes tú.
Ogilvy asintió.
—No tengo elección.
—Está bien —y, dirigiéndose a Paget, susurró—: usted no está obligado.
Paget, sin moverse, continuó mordisqueando la pajita. Wilson se dirigió al rastreador.
—Muy bien, Kivu.
Por un momento, pareció que Kivu sonreía, pero resultaba imposible saber si aquella expresión denotaba algo tan sencillo, más bien parecía una mirada fugaz en la que el temor se mezclaba con la satisfacción y el triunfo. Luego, se volvió y continuó avanzando a gatas, seguido de los dos blancos. Yo miré a Paget, que ni se levantaba ni dejaba de mordisquear la paja. De pronto, la escupió volviéndose hacia el montículo que acabábamos de dejar. Yo fui tras él.
Subimos a gatas por un camino hasta alcanzar de nuevo la cima del montículo, donde permanecimos en un largo silencio. Paget respiraba con fuerza y apenas podía hablar; cuando lo hizo, las palabras surgieron confusas.
—Mírelos desde aquí, se ve toda la manada.
Asentí. Delante de nosotros, se destacaba netamente contra la línea del cielo una espesura de ramas oscuras y hojas verdes.
Bajamos rodeando la otra ladera hasta que la tuvimos de frente, y luego volvimos a subir. Toda la manada quedaba ahora delante, con las hembras y las crías próximas a nosotros y el gran macho descubierto por Kivu a mayor distancia. Mientras le mirábamos, se dio la vuelta, mostrando los colmillos hasta el suelo; luego, levantó la trompa como un periscopio que inspeccionara el aire, retorciendo la punta en todas direcciones para olisquear mejor. En ese momento, nos llegó un barrito lejano que se abría paso por el aire. Avisté, un instante, a Wilson y Ogilvy, en el centro de la manada, increíblemente cerca de una de las hembras, y como inmóviles.
Paget levantó la vista hacia mí y luego la extendió por los campos de alrededor. Al comprobar el terrible gesto de fracaso de su rostro, me pregunté si el mío expresaría otro tanto, porque aquel extraño desasosiego, el retortijón en el estómago y la opresión del pecho, manifestaban a las claras el deseo de encontrarme con los otros, en medio de la manada. No se parecía en nada a lo experimentado cuando los vi por primera vez, sin descender del camión. Ya no sentía miedo, sino envidia y desesperación, y la conciencia de haber perdido algo sin remedio, como si, por fin, se me metiera dentro una muerte que llegaba desde hacía tiempo.
Por la vegetación sobresalían ahora otras trompas de elefante, y el barrito que nos llegaba era constante. Los animales se desplazaban en todas direcciones, buscando el peligro que intuían, con las trompas altas, como periscopios al aire. Su ceguera resultaba patética, pero aún parecían imponentes e indestructibles. Volví a vislumbrar a un cazador, sólo por un instante, y en ese momento se oyó el sonido categórico de una explosión. El elefante se detuvo en su camino, abocinando las orejas y volvió a lanzar un barrito. Se produjo otro disparo y el animal retrocedió con paso lento tratando de evitar el peligro, antes de dejarse caer repentinamente sin vida.
—Le ha dado —gritó Paget. La frase quedó suspensa en el aire como otro disparo, obsoleta y carente de significado, entre el tumulto que se acababa de formar en la maleza, delante de nosotros. Los elefantes se movían aprisa, en medio de la confusión, barritando, agitando violentamente las trompas y abocinando las orejas, trotando unos contra otros, para volver a dispersarse. Durante un segundo me pareció ver una mancha verde entre ellos y, luego, un cuerpo que se elevaba, arrojado a la bruma del aire. Se oyó un disparo y otro, y una de las hembras se desplomó en la hierba. El resto de la manada, volviéndose, se movió rápidamente en una dirección uniforme, abriendo anchos caminos entre la espesura, en plena estampida.
Paget me gritó y echó a correr hasta el lugar donde habíamos visto caer el primer macho; le seguí, pero a menos de setenta metros Ogilvy nos salió al paso. Nos dirigió una mirada, antes de darse la vuelta. Estaba pálido. Paget y yo nos detuvimos y seguimos sus pasos. No paraba de jurar en tono irritado, en dirección a donde había caído el macho. Al instante, vimos a Wilson sentado en la hierba, vomitando. Después, apoyándose en el rifle, logró ponerse en pie, lentamente. En su expresión no había rastro de triunfo, sólo una desesperación completa y definitiva.
—Le ha dado, John —gritó Paget.
Wilson se volvió lleno de rencor.
—¡Cállese! ¡Callaos todos!
Se lanzó salvajemente a través de la espesura, dando enormes zancadas. El macho muerto yacía a unos quince metros, a su izquierda, pero él pasó de largo. Eché un vistazo al cadáver. El cuerpo abatido de la imponente bestia parecía espantosamente inservible, como si nunca hubiera tenido vida o se hubiera movido por sus propios medios. Pero nada era tan trágico como aquellos pies enormes, cuya forma resultaba tan familiar, triste indicio de una muerte irremediable. Miles, millones de moscas rodeaban ya la cabeza sangrante, como cuerpecillos sucios y ladrones de la última nobleza de su semblante. Me había detenido sin darme cuenta. Entonces, levanté la cabeza y vi a los otros, a unos veinte metros, de pie e inmóviles, ante las oscilantes puntas de la maleza. Me acerqué corriendo, y, entonces, descubrí lo que miraban. Había una hembra muerta, tendida de costado, con un agujero de bala justo detrás de su pata delantera, y a menos de tres metros el cuerpo retorcido de Kivu, con el rostro pequeño y arrugado medio enterrado en la tierra. Lo demás era irreconocible. Aparté enseguida la mirada, pero la imagen de aquella piel oscura, cubierta de polvo y sangre, se me clavó en el cerebro.
—Dios mío, John —murmuré.
Sacudió la cabeza; las lágrimas le corrían por las mejillas. Apartando de un empujón a Paget y a Ogilvy, echó a andar por los campos. Los demás nos quedamos mirando la figura delgada de color caqui alejarse rápidamente hacia las lomas que teníamos detrás, con la hierba dorada hasta las caderas y un cielo claro y azul sobre su cabeza.
—¡Pobre negro, pobre desgraciado! —exclamó Paget.
Ogilvy se rascó la pierna.
—Ya lo había dicho, no era día para que muriera un hombre.
Retrocedió lentamente, sin apartar los ojos de la figura que iba delante. Sólo cuando le vio internarse en el campo circundante, volvió para dirigirse al camión; nosotros le seguíamos en silencio.
Cuando llegamos, Wilson estaba sentado en la plataforma, con la espalda apoyada contra la cabina. El negrito y los dos nativos, atemorizados, permanecían de pie, delante del capó. Ogilvy se acercó a Wilson.
—Tenemos que comunicarlo, John —dijo, sereno—. Saldrán a buscarle.
—¿Qué hacemos con el marfil? —preguntó Paget; el horror había desaparecido. A fin de cuentas, la muerte del rastreador constituía un hecho normal en los safaris.
—Deje eso en paz —dijo Ogilvy, irritado. Wilson continuaba sin responder—. Voy a comunicarlo —añadió el cazador—. El conductor nos llevará al poblado y luego volverá por él.
—Adelante —dijo Wilson.
Ogilvy continuaba dudando.
—Sabía a qué se enfrentaba —dijo, por fin, aunque aún sonaba forzado—. Especialmente, después de haberle advertido que era un error continuar.
—Quería complacerme —dijo Wilson lentamente, mordiéndose el labio—. Pequeño negro valiente, lo hizo lo mejor que pudo.
—Es más probable que estuviera pensando en una gratificación —murmuró Ogilvy. Wilson levantó bruscamente la cabeza.
—¿De veras?
El cazador se encogió de hombros.
—¿Qué importa ya? La ha diñado, y se acabó.
—¿Qué piensas tú, Pete? —preguntó Wilson, mirándome aturdido. Enseguida comprendí lo que quería: la verdad; oír de otros labios lo que pasaba por su cabeza.
—Creo que era como Jackie —dije lentamente—. La misma historia, el mismo procedimiento, sólo que más rápido y más brutal.
—Sigue.
—¿Para qué? Ya conoces lo demás; tú lo has visto. No ha perdido un premio, ni se ha malogrado. Sólo se ha tropezado con la muerte.
—Por Dios bendito, Pete… —comenzó a decir Paget.
Me volví a él airado.
—Escuche, no me preocupa el marfil, ni si buscaba una gratificación. Eso es aun peor que lo que acabo de decir.
Permanecieron largo tiempo allí, el gordo a un lado del camión, y Paget al otro. Yo me encaramé a la plataforma con Wilson, que me dirigió una mirada.
—Es una pena que no hables suajili —dijo—, podrías contarles lo que sabes de mí.
—Lo comprobarán por sí mismos.
Ogilvy se volvió bruscamente, como si acabaran de despertarle de un sueño profundo, fue a la delantera del camión y habló a los nativos, que, después de mirarle con los ojos muy abiertos, echaron a correr en aquella dirección. Los vimos avanzar unos noventa metros, antes de disminuir la marcha, y, luego, juntarse para continuar paso a paso. La distancia no nos impidió comprobar que se habían cogido de la mano. Oímos llorar al negrito, que había entrado a la cabina.
—Por favor, Vic, que se calle —dijo Wilson.
Paget obedeció, se introdujo por detrás de la rueda y se le oyó hablar con suavidad al niño.
—¿Quiere volver allí? —preguntó Ogilvy.
Wilson negó con la cabeza. El gordo entró en la cabina con Paget. El starter produjo un ruido enorme antes de que arrancara el motor. Me agarré a los laterales de madera cuando el vehículo comenzó a balancearse y brincar. La dureza del país, que no había percibido durante el viaje de ida, se me revelaba ahora por completo. Wilson encendió un cigarrillo. Las rodillas se le movían con el traqueteo y tuvo que agarrarse para guardar el equilibrio. Cuando salimos a la carretera, nos rodeó una enorme polvareda. Wilson comenzó a toser, pero no duró tanto como otras veces; quién sabe cómo, logró controlarse. Sacudió la cabeza, tragando saliva.
—¿Sabes?, lo más curioso —comenzó a decir en voz baja— es que yo era un buen chico; así como tú. Supongo que todo el mundo lo es, al principio. Nunca me había pasado nada malo, ni siquiera había visto sufrir a nadie —el ruido del motor aumentó—. Así, durante muchos años —murmuró—. Pero las desgracias llegaron a la vez: la gente que conocía tenía problemas, enfermaba, moría. Pasaron cosas terribles a mi alrededor; la vida se iba al carajo. Durante algún tiempo, miré hacia otra parte, no quería ver, pero no dio resultado, hasta que empecé a cambiar: me salió callo, me hice egoísta y nunca volví a sentir con la misma intensidad. Me daba cuenta de que, poco a poco, estaba cambiando, hasta que dejé de ser el mismo, pero tampoco las cosas eran como antes. Era como cuando vas en tren, dejando atrás los campos de heno y las granjas, para entrar en los arrabales sucios y grises de una ciudad de mala muerte. Dios mío, cómo detestaba todo; detestaba que la vida hubiera cambiado y que yo siguiera adelante. Desde entonces, no ha habido nada que se resolviera, nada que diera resultado. Pero aún así, creía que podría mantenerme vivo. No me di cuenta de que no bastaba hasta que fue demasiado tarde, porque, entonces, ya no había tiempo de cambiar, ya sólo podía dejarme llevar. ¿Me entiendes, Pete?
—Sí, creo que sí, John.
Movió lentamente la cabeza.
—Es cierto lo que dijiste de Jackie. Y este hombrecillo era como él, ¡Cristo!, exactamente igual.
Se empujó el sombrero y se levantó, agarrándose a la barra que tenía al lado con los grandes nudillos. El aire le levantó el ala y los ojos se le llenaron de polvo.
—Un pequeño espíritu destruido, Pete, ¿lo comprendes?
Gritaba contra el viento como un sordo.
No respondí. Al llegar al poblado, vimos los camiones de la compañía estacionados en el centro y la cámara montada. Paget se detuvo. Todos los nativos se habían concentrado a un lado de la plaza, sentados en el suelo, a la espera del comienzo de la película. Vi a Landau y los demás dirigirse hacia nosotros.
—Salga Paget —gritó Wilson—. Yo no me bajo.
Pero ya era tarde, porque en cuanto Ogilvy abrió la puerta de su lado, el muchacho nativo saltó fuera y echó a correr gritando por la plaza. De todo lo que dijo, sólo entendí la palabra Kivu. Los nativos se pusieron de pie; el pavor los mantuvo en silencio un momento, antes de estallar en gritos y lamentos. Entre los más jóvenes, tres o cuatro corrieron a la tienda del jefe y, tomando los tambores, comenzaron a golpearlos.
—Salga, Vic —volvió a gritar Wilson, agarrando su rifle y golpeando la culata contra la parte metálica de la cabina.
En el interior, Paget agachó la cabeza. Ogilvy cerró la puerta y volvimos a salir del poblado. Se nos cruzó una gallina y sentí la rueda delantera sobre su cuerpo. Luego nos ceñimos a la derecha para bajar por la carretera hacia el campamento de caza. Wilson arrojó el rifle en una esquina, volviendo la espalda hacia la brisa. Sólo se oía el quejumbroso ruido de los equipos y la agitación del motor. Tomamos la carretera principal que corría por el borde del lago. De muy lejos, llegaba el débil sonido de los tambores.
—Para —gritó Wilson—, para, por Dios.
Los frenos chirriaron y se elevó una polvareda cada vez más densa que acabó por oscurecer el cielo y el sol. Nos rodeaba una niebla marrón y amarilla. Me resulta extraño recordar ahora aquel momento que pertenece ya al pasado; el trabajo duro y amargo que siguió, con un Wilson distinto, enflaquecido, un silencioso espantapájaros, que se movía entre los actores, las luces y la gente del equipo, dedicado única y exclusivamente a su trabajo, al oficio que odiaba, a la película que tuvo que empezar cuando ya no quedaba nada, para crear una ficción absurda mientras pesaba en su mente una realidad que no podía extirpar; en efecto, un hombre flaco, que sólo hablaba si era necesario, que nunca sonreía ni miraba a nadie; un hombre obsesionado por una sola preocupación. Y aún me resulta más extraño recordar ahora el éxito con que se acogió la presentación de la película y que todos los que habían tenido algo que ver en ello disfrutaron. Todos, menos en Wilson, porque él nunca la vio.
En aquel momento, sin embargo, estábamos tan lejos de las ciudades, de los teatros; tan lejos de las taquillas y las colas, de la fama y el fracaso, de la gente, de la película y del dinero. En medio del polvo ardiente, todo parecía perdido y absurdo. Wilson se inclinó hacia la cabina para hablar a los que estaban dentro.
—¿Qué dicen los tambores, Ogilvy?
Hubo un gran silencio, hasta que nos llegó la respuesta, con una voz profunda, desde la lámina marrón que teníamos delante.
—¿Los tambores? Lo que cabría esperar, supongo.
—¿Qué es, Ogilvy?
—Comunican a todos lo que ha pasado, nada más. Las malas noticias —hizo una pausa—. Siempre comienzan con las mismas palabras —continuó, ahora con un curioso punto de malicia en la voz.
—¿Qué palabras?
Ogilvy tosió, antes de comenzar a hablar paladeando las palabras, como si le animara la intención de deslizarlas hasta lo más profundo del cerebro de Wilson.
—Cazador blanco, corazón negro. Cazador blanco, corazón negro.
Wilson asintió despacio, como si de repente hubiera sentido la necesidad de convencerse de que lo ocurrido era real; y pareció satisfacerle saber que no se trataba de un sueño.
—Sigamos —dijo.