Fue una de las bromas más elaboradas de Wilson, de las que a él le gustaba planear. Pero a medida que avanzaba, comencé a sentir que encubría algo básicamente cierto. Paget apareció en camisa blanca y pajarita negra, lo mismo que Ogilvy. Se les notaba que habían ensayado los papeles, porque la representación resultó bastante acertada. Sirvieron las bebidas, con gran despliegue de reverencias y bromas bruscas no menos elaboradas; la concurrencia se divertía, pero la cosa no había terminado. Wilson continuó representando el papel de caballero en la jungla, mientras Ogilvy y Paget le imitaban, obedeciendo sus órdenes. En el fondo, pensé, nos está demostrando quién es el rey aquí.
El poder temporal que asumen los directores de cine les permite adoptar a menudo maneras principescas, pero en ese momento, Wilson era más que un príncipe. Se movía como si una luz poderosa proyectada sobre él guiara sus pasos, y él la exageraba, sirviéndose de cualquier medio, hasta lograr que, en definitiva, nos sintiéramos incómodos. La gente del equipo le miraba como si hubiera perdido definitivamente la cabeza. Los Duncan, Kay y el resto secundamos la representación durante toda la cena, dirigiéndole preguntas en el tono más cortés y excusándonos repetidamente por no estar vestidos para la ocasión. Duncan representó su papel como nadie.
—Voy hecho un asco, amigo —repetía una y mil veces—, pero un puto imbécil, perdón, señoras, insistió en cargar el avión con los equipos de cámara y sonido, ya sabes lo que es eso, y no han pensado en la ropa para la cena.
—Un escándalo —dijo Wilson frunciendo el ceño.
—Salvajes —añadió Kay, zumbona—. Bueno, hoy ya nada es lo mismo. La vida… no volverá a ser lo que era. La elegancia, los modales, la ropa… todo ha desaparecido, me temo que para siempre.
—La guerra, querida —dijo Wilson—. Deberíamos haber muerto antes de que acabara. Ahora yaceríamos tranquilamente en nuestras tumbas, en vez de asistir al entierro de nuestra forma de vida.
Mientras ellos continuaban, yo contemplaba a Landau. Al principio, se había unido a las risas, haciendo todo lo posible para evitar al mono que John llevaba en los hombros, pero ahora empezaba a ponerse nervioso. Se sintió incómodo cuando los miembros del equipo iniciaron el desfile, uno a uno, hacia sus cabañas, hasta dejarnos prácticamente solos. Paget y Ogilvy fumaban sendos cigarrillos en unas boquillas de bambú muy largas. El resto, en nuestras sucias ropas de safari, permanecíamos a un lado. Landau tosió para aclararse la garganta.
—John, ¿dejamos ya la broma?
—¿Qué broma? Mi querido amigo… me temo que no te entiendo.
—Hablo en serio, John. Tenemos que empezar mañana. Fielding debe salir hacia los exteriores y tú tienes que examinar el vestuario…
—Estoy completamente preparado para hacer lo que me pidas.
Hodkins se echó a reír alegremente, pero Wilson le dirigió una fría mirada.
—Este piloto… está hoy de un humor vomitivo, ¿no os parece?
—Por favor, John —protestó Landau—, estoy hablando en serio.
—Bien, ¿de qué se trata, Paul? ¿He hecho algo que te guste?, dentro de unos límites, naturalmente.
Landau trató de contenerse.
—En primer lugar, acaba ya con ese acento lamentable, y luego, por Dios, abandona el papel de gran cazador blanco y vuelve a ser un director de cine.
Wilson le contempló durante largo tiempo con su mirada más ponzoñosa.
—Oye, vendedor de alfombras de los Balcanes —empezó a decir, desprendiéndose del acento inglés—, el papel de gran cazador blanco, como tú dices, es precisamente mi único oficio. Y a ti te importa un carajo. Es tabú, ¿me entiendes?, tan tabú como la vida sexual de mi madre. Así que abstente de comentarios, no se te ocurra ni pensarlo, porque tu mente ruin no está capacitada para comprender un asunto tan serio y tan importante. Esas pasiones te superan. Tendría que explicarte el olor de los bosques y el sonido del viento. Tendrías que volver a nacer y borrar todo el tiempo que has pisado asfalto con zapatos demasiado estrechos…
—Tu caza no me interesa —consiguió interrumpir Landau—. Para mí no tiene sentido, siempre que no interfiera en la película…
—¿Cómo ha interferido? ¿Cuándo?
—Vamos, ni siquiera dispongo aún del final del nuevo guión.
—Ah, ¿no?
La actitud de Wilson cambió inmediatamente, como si acabara de recordar otra parte de su actuación.
—Dios me proteja —se volvió hacia la entrada de la cabaña—. Kivu —llamó en voz alta— Kivu.
Apareció el rastreador.
—El guión, Kivu. Lo has corregido, ¿verdad?
—Ndio, bwana —dijo, volviendo a desaparecer. Hasta él estaba entrenado.
—Hay que mecanografiarlo y hacer copias. Estamos perdiendo un tiempo precioso —se lamentó Landau.
—Claro, claro.
Kivu volvió a entrar, con las últimas cincuenta páginas del guión en una mano y la lanza en la otra.
—Nada más, Kivu —dijo Wilson con sorna—. Hasta mañana a las cinco.
El rastreador asintió, depositando el guión sobre la mesa de la cena, ya recogida. Landau se incorporó para cogerlo, pero, en ese instante, ocurrió algo inesperado. El monito de Wilson, atraído por el crujido de la hojas, se arrojó sobre el guión al mismo tiempo que Landau.
—El mono —dijo Landau con acento horrorizado—. Que me quiten este puñetero mono.
Pero nadie se movió, porque la escena de Landau sosteniendo un extremo del manuscrito y el mono agarrando del otro resultaba extravagante y cómica en exceso. Durante un instante, tiraron los dos, hasta que, de repente, el mono adelantó su mano libre para arañar a Landau. Éste soltó el manuscrito y se echó hacia atrás, dejando al simio dueño de la situación. Un momento después, el animalejo se columpiaba por los techos de la cabaña, aferrando su presa. Saltó de la cornamenta de una gacela Thompson a los cuernos de una cabeza de búfalo. Dos o tres páginas revolotearon hasta el suelo, pero él continuó, aumentando el ritmo de sus acrobacias. Hodkins y yo nos lanzamos a por él. Esparcía las páginas de nuestros esfuerzos como los críos tiran papelillos en las ferias. Wilson y los otros se reían a carcajadas. Paget, que había tomado un rifle, apuntaba al simio, ofreciéndose para matarle.
—El tiro a la frente —gritó Ogilvy—. Y, por Dios, no falles.
Landau dirigió una mirada feroz a Wilson, se giró bruscamente y salió de la cabaña. Las carcajadas subieron incluso de tono. Hodkins agarró al mono y le arrebató los papeles. La risa obligaba a Wilson a doblarse, tosiendo violentamente.
—Dios mío, Dios mío. Esto lo compensa todo —declaró en medio de las carcajadas.
—Deberías ir tras Paul —me dijo Hodkins, alargándome el manuscrito. Paget había reunido las páginas dispersas.
—Sí, conviene que le tranquilices —dijo Kay—. Es capaz de irse derecho al lago, ¡pobre hombre!
Salí del bar. Landau estaba en su cabaña, deshaciendo su equipaje. Al entrar, levantó la cabeza.
—Me equivoqué. Debería haberlo dejado todo y haber comprado una camisa de fuerza.
—No lo creo, Paul. Es un buen síntoma. Si le da por las bromas pesadas otra vez es que vuelve a ser él.
Landau me miró fijamente.
—No lo aguanto más. Renuncio. Mañana vuelvo a Stanleyville a enviar un telegrama a Reissar, para que venga y se haga cargo.
Pero al día siguiente, durante el desayuno, se le vio recuperado. Hablaba con Wilson como si nada hubiera ocurrido. Cuando entró Kivu con el mono, se levantó y salió a supervisar la carga de los camiones. Media hora después, sentado junto a Wilson en el vehículo delantero, dirigía la procesión que abandonaba el campamento.
Avanzamos por el aire fresco de la mañana hasta el poblado, mientras el sol comenzaba a salir. De nuevo, comprobamos que Wilson había organizado las cosas para nuestra llegada. Medio kilómetro antes de entrar en la plaza del poblado, vimos a los nativos alineados en la carretera, que estallaron en gritos de bienvenida al percibir la presencia de Wilson y corrieron tras él. En cuanto se paró el camión dentro del poblado, le rodearon gritando y danzando. Cuando un anciano comenzó a tocar un tambor de madera, salió de una de las chozas una larga fila de muchachas, bailando al ritmo del instrumento, enlazadas por el talle. Dejando aparte el hecho de que obedeciera a una orden previa, la danza demostraba un maravilloso sentido de la improvisación. Era como la fila de una conga, pero auténtica. Arrastraban los pies, levantando oleadas de polvo, con las caras redondas y dulces brillando bajo el sol. Los hombros desnudos se movían arriba y abajo, mientras crecía el ritmo del tambor y se le unía otro más pequeño. Wilson se dirigió al centro de la plaza, agitando el sombrero.
Gritaban de alegría. Wilson permanecía entre los cuerpos sudorosos de las danzarinas, dando vueltas, sin dejar de sonreírles a todas. Tomó en sus brazos a un negrito que había echado a correr hacia él, mientras los cámaras no dejaban de disparar a nuestro alrededor.
—No es que esté loco —dijo Landau—. Es mucho peor. No bastaría con la camisa de fuerza, se impone la celda acolchada.
En una esquina de la plaza, había comenzado una pelea de gallos nativa. Cuatro jóvenes del poblado, pintados de blanco y adornados de plumas, se retaban en círculo, portando unos cuchillos largos. Wilson se apartó del centro con el negrito en brazos para observarlos. Le rodeó un enjambre de nativos, profiriendo gritos frenéticos.
—¿No es estupendo? —oí que le decía a Kay Gibson—. ¿No es estupendo?
—Maravilloso, John —aceptó ella.
Los festejos tardaron una hora en calmarse. Entonces, Wilson dedicó un momento a Fielding y el equipo de cámaras, caminando despacio alrededor del poblado, seguido de una multitud de negros, mientras planeaban el trabajo de la semana.
—¡Jesús, qué escena! —me dijo Duncan—. Le quieren de verdad.
—¿Por qué no? Le ocurre a todo el mundo, al principio.
Wilson se acercó a nosotros.
—Vaya, Pete. Estoy realmente sorprendido de volver a verte. ¿Qué coño hace aquí un moralista amargado como tú?
—Quiero ser testigo del principio del fin.
Sacudió la cabeza.
—Deberías haber vuelto a París, chaval, para dedicarte a escribir todas esas cosas que ignoras.
—¿Has encontrado a tu gran colmilludo?
—Lo encontraré, no te preocupes.
—Puede que en el fondo no quieras pecar, ¿te lo has planteado?
Se encogió de hombros.
—Quédate por aquí. Cuando uno no sabe vivir por sí mismo, su única emoción es ver cómo viven otros.
Al día siguiente, fue despedido una vez más por una muchedumbre de nativos entusiasmados. Pero, en cuanto se deshizo el equipaje de las cámaras, comenzó a llover. Los relámpagos atravesaban el cielo oscuro. Nos refugiamos en las chozas de bambú hasta la hora de comer. Después, se decidió volver al campamento, para intentarlo de nuevo por la tarde.
Pero no escampó. Sólo por la noche amainó un poco; sin embargo, al amanecer del día siguiente diluviaba. Wilson, Paget y Ogilvy decidieron continuar la caza, dado que, al parecer, la lluvia no la afectaba. Entonces comprendí que había insistido en cambiar la localización de los exteriores porque los días lluviosos le permitirían continuar su búsqueda.
—Hoy no se trabaja, tíos —diría una y otra vez todas las mañanas de lluvia, añadiendo, con voz heroica:
—Cazadores, empuñad las lanzas.
Entonces, aparecía el camión con el equipo de caza, conducido por Paget, y Wilson y Ogilvy saltaban a la plataforma trasera. El procedimiento se repitió cuatro desdichados días, durante los cuales Landau se desesperaba y Wilson se mostraba francamente encantado. La disconformidad de toda la compañía compensaba en parte la ausencia de caza, porque el padecimiento de los demás hacía más soportable su frustración. Él no conseguiría su «gran colmilludo», pero los demás se quedaban sin la película.
La mañana del quinto día se abrieron claros sobre el lago, aunque todavía lloviznaba. Wilson decidió quedarse en el campamento, pensando que el tiempo podría aclarar. Se sentó en la cabaña principal con Paget y Ogilvy a limpiar su rifle. Mientras, yo leía en una esquina apartada. Hodkins se unió a ellos.
—¿Aún no ha habido suerte con los elefantes?
—Hemos visto unos cuantos, Hod —respondió Wilson—. Pero no el que yo quiero, el de los colmillos grandes.
—Lo cazaremos —dijo Ogilvy, rascándose los pies desnudos y callosos—. Hay tiempo. Todavía queda una semana antes de que la lluvia se tome un respiro.
—¿Te parece? —preguntó Wilson, esperanzado.
El gordo asintió lentamente. No tenía la menor idea de la naturaleza de la empresa que le rodeaba; carecía de todo interés por la película. Para él, los actores y los técnicos estaban allí por casualidad. Nunca hablaba con ellos, ni siquiera los miraba a la cara. No eran cazadores, luego no había por qué tomarlos en consideración. A Landau lo evitaba, como a un enemigo natural. Ahora, levantó un poco la cabeza porque el productor apartaba la esterilla de bambú para traspasar la puerta. Landau les hizo un gesto con la cabeza y se sentó a mi lado, con una copia del guión.
—Hace demasiado calor para trabajar en mi cabaña. Parece un baño turco.
Me habló por la comisura de los labios, tras dirigir una mirada a Wilson.
—Nunca echa un vistazo al guión en estos ratos perdidos, ¿verdad?
—Tiene miedo de perder su espontaneidad artística.
—¡Ah!, por eso.
—Claro. Se inspira mejor mirando por los cañones del rifle.
—Es un personaje interesante, ¿no te parece?
—Fascinante, diría yo.
—Si no disfrutara fastidiando al prójimo.
Wilson nos lanzó una mirada.
—¿De qué os lamentáis ahora, vosotros dos? ¿No os encontráis a gusto? Paul, ¡por los clavos de Cristo! Estás aquí, el tiempo empieza a mejorar y yo me dispongo a tomar inmediatamente la cámara para enriquecerte. ¿Qué coño te pasa?
—Nada —dijo Landau, y volvió la cara.
Poniéndose en pie, Wilson comenzó a pasear arriba y abajo.
—Excelente par de amigos. Me juego el cuello para hacerlos ricos y famosos, y ellos se sientan ahí, cociéndose en su salsa, a gruñir. ¡Dios, qué panda más triste! ¡Mis compañeros, la gente de mi mundo! —y, a continuación, espetó—: Ven a África para enterarte de quién está contigo. Ven al mundo salvaje para aprender algo del hombre civilizado.
—Dale la vuelta al disco, ¿quieres? —dijo Landau. Hodkins se levantó y salió de la cabaña.
Wilson sacudía la cabeza mientras nos examinaba.
—Ni agallas, ni sentido del humor, ni compañerismo. Me alegro de haberlo descubierto. No quiero cargar más con vosotros.
—Puedes estar bien seguro —dijo Landau, con un tono cada vez más airado—. Es la última vez que me asocio contigo.
—¿Quieres firmarlo en un papel?
—Cuando quieras.
Wilson se volvió a los otros.
—Ya le habéis oído. Sois testigos. Acabamos de disolver Sunrise Productions, aquí y ahora. Una gran empresa americana que se queda por el camino —se echó a reír secamente—. Por Dios que estoy contento. Es el día más feliz de mi vida.
A la entrada había llegado un nativo, que llamó a la estera de bambú y se quedó a esperar pacientemente bajo la lluvia.
—John, hay un chico afuera —dijo Paget.
—Pues, que entre. Será otro testigo.
El chico entró y se paró atento delante de Ogilvy. A sus murmullos en suajili respondió el cazador gordo.
—¿Qué pasa, Ogilvy? —preguntó Wilson.
—Le envía Kivu, que está fuera del poblado. Parece que ha visto un elefante.
Wilson ladeó la cabeza.
—¿De veras? ¿Dónde lo han visto?
—A unos tres kilómetros del poblado, pero ya hace dos horas, porque el chico ha venido a pie.
—Bien, vamos —dijo Wilson—. ¿Qué estamos esperando?
—A estas horas pueden estar muy lejos —dijo Paget.
—No tenemos otra cosa que hacer.
Ya había cogido el rifle y el sombrero.
—El tiempo está aclarando, John —dijo Landau—. Quizás podamos empezar el trabajo esta tarde.
—O quizás no. ¡Vamos!
Cuando Landau se levantó, le temblaba el rostro.
—Adelantaríamos medio día de trabajo si aclara. John, por favor, sé razonable.
—No aclarará —dijo Wilson. Paget y Ogilvy estaban reuniendo los rifles—. En todo caso, puedes llevar a la compañía al poblado, y nosotros iremos también.
—Pero estaréis a campo abierto, a varios kilómetros de aquí.
—Volveremos —dijo Wilson, irritado—. Tú quédate y reúne a la compañía. Se supone que tienes que hacer algo, aparte de reposar el culo.
—Pero no irás allí —dijo Landau—. Hace días que esperamos para comenzar la película, y ahora que nuestra suerte parece a punto de cambiar, te largas.
—Es que también ha cambiado la mía, sabes.
—John, por favor —rogó Landau—. Cuando salga el sol, estarás a muchos kilómetros…
—No me digas dónde estaré —gritó Wilson—. ¡Coño!, manda a tu Pete para que me lo recuerde cuando aclare, si no confías en mi criterio.
—¿Estás dispuesto a ir para que no se le olvide que debemos empezar la película? —me preguntó Landau.
—No me necesita.
—Desde luego. Sería un riesgo —se jactó Wilson.
Landau me imploró con la mirada.
—Pete, por favor, ve con ellos.
—Claro, Pete —volvió a jactarse—. Paul cuidará de tu familia si te pasa algo.
—Voy, con la única condición de llevar un rifle.
Wilson sonrió.
—En el camión no se necesitan, y como estarás siempre arriba…
—Está bien, John. Vamos, si Dios quiere será nuestra última tarde juntos. Eso lo compensa todo.
—Si aclara, estaremos allí —gritó Landau a nuestra espalda—. No se os olvide.
Salimos a la lluvia. El nativo nos seguía, murmurando palabras en suajili a Ogilvy.
—Puede que encontremos hoy nuestro elefante, John —dijo Paget, esperanzado—. Tengo un buen pálpito.
—Veremos, Vic. Han pasado cosas raras —dijo Wilson antes de sumirse en el silencio. El rostro parecía tenso de nuevo.