Muchas veces me había preguntado cómo actuaría Landau en una auténtica crisis. Nunca le había visto afrontar algo más grave que las violentas disputas que estallaban durante nuestras reuniones de trabajo, alguna complicada transacción comercial o una discrepancia por la puntuación del gin rummy, y, hasta donde yo recordaba, siempre que las cosas iban mal perdía los estribos de una forma desagradable delante de sus inferiores. Pero, a fin de cuentas, se trataba de un comportamiento bastante común, una especie de reacción exagerada frente a los problemas. Sus ataques a los camareros o a las secretarias no eran peores que las explosiones de otros. En conjunto, había aguantado bastante bien las pérdidas de prestigio o de dinero. Era un hombre lógico, bastante contenido, que, cuando llegaba lo peor, solía aceptarlo con un fría elegancia.
Sin embargo, esto era distinto. No un desastre que se saldara con una pérdida más o menos calculable, sino el fin; y no tanto para Wilson, que lo había provocado, como, no me cabía duda, para Landau, su socio, que nada había tenido que ver. Sobre él caería ahora casi todo el peso de la culpa, como habría caído la gloria sobre Wilson en caso de haber salido airosos de la empresa. Si, como todo parecía indicar, el asunto se venía abajo, la gente vincularía a Wilson con el desastre de forma natural y hasta tolerante: «Bueno, así es el ogro», comentarían con una sonrisa. «Ya se sabe, lo que toca se marchita a su contacto», pero correrían a firmar un nuevo contrato con él. Me constaba que, gracias a su talento, renacería de las cenizas. Pero Landau, no. Un coro de protestas se elevaría a su alrededor para declararle fracasado y único responsable. Ahora, mientras volvíamos con las malas nuevas, me inspiraba una intensa pena. Aquella mezcla de escándalo y desastre financiero constituía en Hollywood una fórmula perfecta para destruir cualquier carrera. Una sola cosa habría bastado; las dos, eran casi siempre fatales.
Sobrevolamos Stanleyville y realizamos la aproximación. Como no paraba de llover, la pista aparecía cubierta de charcos enormes, por los que cruzaron las ruedas levantando grandes chorros de agua sonrosada a ambos lados. A lo lejos percibí dos figuras en el portalón abierto de un hangar.
—Allí está —dijo Hodkins. Mientras rodábamos hacia el hangar, vi que Landau salía bajo la lluvia hacia nosotros. Se echaba a los hombros un chubasquero de aspecto militar; por el borde de su casco blanco y tropical sobresalía una larga pipa. Basil Owen caminaba a su lado, tocado con uno de los enormes sombreros de fieltro oscuro.
—Pobre Paul —dijo Hodkins—. No envidio su papel.
—Yo tampoco.
—Tal como se han puesto las cosas… podría juntarse con el tío que recauda impuestos a los pigmeos.
La hélice se detuvo. Abrimos las portezuelas y abandonamos el aparato sin entusiasmo. Landau, en uno de sus gestos más paternales, me mantuvo sujeto por el codo hasta que salté del ala. Miraba con aprensión las caras verdosas, que corroboraban sus peores sospechas.
—Bien, ya podéis contarnos las nuevas, chicos.
—¿Aquí mismo? ¿No preferirías esperar a que lleguemos al hotel?
—No puedo esperar tanto —dijo, como si algo le hiciera gracia—. Es lo que dije en el 38 a los que sostenían que Hitler no duraría más de un año. Supongo que vuestras noticias serán algo mejores.
—No, no lo son —dije.
—Bueno, pues no le echéis azúcar —dijo en tono bonachón—. Está lloviendo y ya sabes que encarece las secuencias.
Buscamos refugio en la terraza del hotel, al otro lado de la carretera.
—Tu socio está como un cencerro —dije despacio—. No ha querido ir a la pista, pero le hemos visto desde el avión. Ya no cabe duda sobre su demencia.
—¿Dónde estaba?
—En un poblado nativo, a pocos kilómetros de la orilla del lago Alberto. Ni siquiera nos saludó; se sentía molesto porque creía que le espantábamos la caza del entorno.
—¿Tiraron los mensajes? —preguntó Owen, tranquilo y reservado.
—Claro, pero él no vino. Envió a su cazador —di un golpecito a Landau en el hombro—. Prepárate para un susto, Paul. Lo ha cambiado todo. Quiere que los actores y el equipo se trasladen al campamento de caza cercano al poblado, porque pretende rodar allí y no en los exteriores de Masindi.
—¿Es cierto, Hod? —preguntó Landau, conservando la serenidad.
—Sí, Paul; me temo que sí.
Cerró los ojos un instante y respiró profundamente.
—Cree que el poblado de ahora es mejor para los exteriores.
—Pero el de Masindi está casi terminado —dijo Landau con voz contenida.
—Quiere utilizarlo para la escena de la destrucción —repliqué—. Pero pretende realizar las escenas de los esclavos en el de ahora.
Landau cerró la boca con firmeza, apretando con los dientes el rabo de la pipa.
—Bueno, no será tan difícil disuadirle. El equipo empezará aquí; tendrá las manos atadas.
Hodkins hizo un gesto negativo.
—El equipo está con él. Ayer obligó a Paget a que lo trasladara al poblado.
Landau se detuvo en medio de la calle. La lluvia le golpeaba el sombrero y trazaba pequeños riachuelos por la espalda de su impermeable.
—No lo creo. No puedo creerlo.
—Lo hemos visto, Paul —le dije con delicadeza—. Vamos a resguardarnos de la lluvia.
Se resistía a moverse.
—Pero no puede ser cierto. ¿Es que no comprende que está arriesgando la vida de la compañía y del equipo? ¿Es que sólo piensa en sí mismo? ¿Es que no se da cuenta…
—Paul, vamos dentro.
Permaneció aún uno o dos minutos bajo la lluvia torrencial, con el rostro largo y oscuro salpicado de gotas de sudor. Luego, se encaminó hacia el porche.
—¿Cómo era aquello? —preguntó, ya con otra voz. Aceptado lo peor, intentaba acostumbrarse.
—Un lodazal, cubierto de chozas achaparradas de paja tostada —respondí—. Los alrededores son los de Masindi o Butiaba, con menos vegetación selvática. Llueve también…
—¿Pero dónde vive?, ¡por Dios! —volvió a contenerse. Cerró los ojos y sacudió la cabeza como si quisiera librarse de un mal sueño—. De sobra sabe que el equipo más reducido se compone de casi veinte personas. ¿Dónde van a dormir o a comer?
—En el campamento de caza. Se supone que Lockhart está haciendo ya los preparativos —añadió Hodkins.
—¿Se puede vivir allí? Quiero decir, sobreviviendo —preguntó el jefe de unidad.
—Sí, para una o dos semanas es soportable.
—¿Y la comida? —preguntó Landau.
—Bastante buena, pero tiene más sabor cuando mejora la puntería. Para nosotros fue asquerosa.
—Por favor, hoy no quiero la más mínima broma —rogó Landau. Nos sentamos rodeados de pasajeros de Sabena con rumbo al norte, entre los que había un montón de niños chillones que salían para Bélgica aquella noche.
—Y vale para todos. Ni un chiste, ni una sola apostilla sarcástica. Sólo preguntas y respuestas escuetas —echó un vistazo a la selva empapada que le circundaba—. Dios mío, ¿cómo se me ocurriría asociarme con un maníaco?
Sacudió la cabeza y, quitándose el sudor de las cejas, se derrumbó en la silla.
—¿Me traería alguien un mapa? —dijo, mirando a Owen—. Un mapa y un vaso grande de agua.
—Aún tenemos una salida, Paul —dije—. Si escampa podríamos rodarlo allí. Será muy real, con los nativos y el barro. Quizás se beneficie la película.
Negó con la cabeza.
—No pienso permitirle que lo haga. Yo soy el responsable del equipo y de los actores, no puedo enviarlos a semejante sitio.
—Pero ¿qué va a hacer? —preguntó Owen—. Tenemos que empezar, usted lo sabe.
—Suspendo la película —dijo Landau gravemente.
—Pero, no puede. Ya hemos invertido cien mil libras.
—Las devolveré, no sé cómo, pero me las arreglaré, aunque me cueste años, será mejor que llevar una muerte en mi conciencia.
Hablaba sin ahorrar dramatismo. Yo le imaginaba como un hombre muy viejo que, acabada su jornada de cajero en un almacén indio de Kampala, se dirige al banco a depositar en una cuenta de Londres las últimas cincuenta libras que ha ganado con su trabajo; cuando sale, camina muy despacio bajo las arcadas hacia una habitación pequeña y calurosa, con la conciencia de que al menos ha devuelto honrosamente la deuda contraída por un socio enloquecido. Podría ser el último plano de una antigua película alemana, en la que un vagabundo derrotado, de pelo gris, se detiene, en su lento camino a casa, frente al cine de la localidad, y contempla los anuncios de la marquesina, donde, naturalmente, aparece en letras radiantes y gloriosas el nombre del auténtico villano.
—Paul, tendrás que dedicar lo que te queda de vida a devolver una deuda de cien mil libras —dije.
Hizo un gesto de indiferencia.
—¿Qué quieres que haga? ¿Mandarlos a todos allí, a sabiendas de que los envío a una muerte segura?
—Hombre, no exagere —dijo Hodkins—. Serán diez días incómodos, pero no creo que nadie arriesgue la vida.
—En todo caso, tienes que decírselo —sugerí—. Cuéntales la verdad… que será duro, pero que conseguiremos una película muy especial.
—No —dijo Landau lentamente—, no podemos hacerlo. Abandonemos la película o nos pleguemos a las exigencias de Wilson, habrá que ser honrado o indecente. No existe vía intermedia.
—Pero ¿por qué no decir la verdad? —pregunté—. Me parece lo más sensato.
—Porque, entonces, se verán obligados a ayudarnos. Querrán correspondernos porque nos ven en un apuro y porque hemos sido sinceros con ellos —se rascó la nariz con la embocadura de la pipa—. No, sólo se pueden hacer dos cosas. Aceptar el desastre y dejarlo todo, o mentirles y esperar que un golpe de suerte nos saque de ésta.
—Eso me parece más complicado —dije—. Lo mejor es siempre decir la verdad, Paul.
Sonrió. Era la primera vez que lo hacía desde que llegó a África, y con aquella sonrisa, le recorrió el rostro una expresión perspicaz y profundamente humana.
—Pete, si hubiera dicho siempre la verdad, ahora sería una pastilla de jabón.
La risa de los otros me ofendió. Era una respuesta ingeniosa, sin duda, pero yo percibía un dejo de rotunda tristeza.
Landau se levantó bruscamente. Duncan y su esposa acababan de llegar a la terraza en un taxi. Ambos llevaban cascos de médula. Kay Gibson llegó enseguida en otro coche. Landau les hizo una seña y se quedó en pie, esperando que se aproximaran. Me ponía nervioso verlos, sin conocer el plan a seguir.
—¿Qué vamos a decir, Paul? Vamos, tienes que pensar algo.
Apartó mi sugerencia con la palma extendida.
—No te preocupes, no te preocupes. Ahora no.
—Pero, Paul, Kay sabe que hemos salido en un vuelo de reconocimiento.
—He dicho que no te preocupes.
Kay Gibson y los Duncan cruzaban la atestada terraza, discutiendo entre ellos.
—¿Por qué no has esperado? —preguntaba Kay—. Ya te dije que era un minuto.
—Phillip detesta esperar… Ya lo sabes. Además, nos constaba que había otro coche…
Llegaron hasta nuestra mesa. Hodkins y Owen trajeron más sillas de mimbre.
—Bien, ¿qué tal, Pete? —preguntó Duncan, provocador—. ¿Qué piensa hacer el ogro?
—No hay grandes cambios —dijo Landau.
—Preguntamos a Pete, Paul —añadió la señora Duncan, adoptando el tono agresivo de su esposo.
—Y él os contestará; yo intentaba ofreceros un resumen de la situación.
—Eso es precisamente lo que no deseamos —dijo Kay—. Queremos conocer la verdad, por muy horrible que sea. ¿Cuándo empezamos? ¿Adónde vamos? ¿Cómo? ¿Hay una nueva versión del guión? ¿Cuánto tiempo vamos a estar allí?
—Yo soy sólo un empleado, ¿sabéis? —respondí, mirando a Paul con la esperanza de que acudiera pronto en mi ayuda.
—Pregúntale a Hodkins —sugirió Duncan—. El no pertenece al negocio del cine; puede que no reúna condiciones para ser un cochino mentiroso.
—Oh, yo no sabría cómo responder a esas preguntas —dijo el aludido.
—¿Y Basil? —preguntó la señora Duncan, frunciendo el ceño.
—No, por favor —dijo el interesado.
—Vamos, Paul —añadió Duncan con sequedad—. Basta ya de mierda. ¿Qué es lo que se cuece? ¿Qué va a pasar? ¿Vamos a hacer la película o nos volvemos esta noche a Londres?
—Sí, Paul —intervino Kay para puntualizar—. Acabemos con tanta tontería. No somos niños.
Landau vació la pipa en el cenicero que tenía delante. Se le veía ocupado en decidir. Los actores habían adoptado una actitud bastante desagradable en el momento mismo en que él se había sentido protector. Le amenazaron sin darse cuenta de que, en realidad, se encontraban impotentes y expuestos, en un equilibrio inestable en las grandes manos de Landau. Él guardó la pipa vacía en el bolsillo de la chaqueta, pasándose por la ceja el dedo índice, a modo de limpiaparabrisas.
—La situación está dominada. En cuanto escampe un poco, el reparto y un equipo reducido volarán a los exteriores que ha elegido John a orillas del lago Alberto, para empezar a trabajar.
—¿Hablas en serio, Paul? —preguntó Duncan con aprensión.
—Palabra de honor —dijo Landau. Nuevamente, echaba mano de sus métodos para luchar contra las fuerzas hostiles. Siempre existía una puerta abierta frente a él para salir del atolladero y pasar de la jungla a un país saludable, a la terraza del Fouquet’s, al bar del Twenty-one, o al Romanoff’s, el séptimo cielo. Una puerta, una abertura en la frontera hasta entonces cerrada a cal y canto. Carecía de pasaporte, apenas contaba con dinero, pero el ingenio le ayudaba siempre a escapar.
—Bueno, eso ya suena mejor —dijo Duncan—. Vamos a terminar nuestras compras, ¿vienes, Kay?
—Desde luego, iré en vuestro coche.
Se levantaron con una sonrisa mordaz y desaparecieron. Landau miró lentamente a los presentes.
—¿Crees que tenemos alguna posibilidad de salir adelante? ¿Una sola? ¿O somos las típicas bolas de nieve en el infierno?
—Creo que tenemos una oportunidad —dije.
—Espero que sí —concedió fríamente Owen.
—Saldrá bien. Si conseguimos que los belgas cierren los ojos, volaremos todos sin ningún problema —aseguró Hodkins.
—Déjeme a mí lo de cerrarles los ojos —le dijo Landau. Todos nos mostramos de acuerdo. Hodkins y yo nos levantamos para ir a nuestras habitaciones.
—Funcionará —dijo el piloto—. Ya verá. Aquello no es tan peligroso como creen estos amigos. Todo en la vida parece mil veces peor de lo que es, ya lo sabe usted.
—Sí, he tenido ocasión de comprobarlo —dije.
—Yo también —añadió Hodkins—. En todo caso, no hay otra forma de salir adelante.
Ahora que la suerte estaba echada, en Stanleyville sólo podía haber un héroe, y ése era Landau. Se hizo cargo de la situación, como un Napoleón sudoroso planificando sus cien días. Se ocupó de los funcionarios. Envió los mensajes necesarios a Wilson y a Lockhart, para que tuvieran todo a punto a la llegada de la compañía. Pacificó al equipo, presidiendo interminables reuniones donde se les permitió desahogar sus quejas. Insufló confianza a los actores a fuerza de caviar y champán en la cena. Organizó los planes y la partida de los camiones. Y, finalmente, les sacó a todos la peor espina solucionando el problema de los sombreros al descubrir que, en realidad, eran dos en uno, y que, convenientemente separados con una cuchilla de afeitar, quedaban bastante utilizables. Por fin, fue como si recibiera en el último momento la ayuda de las potencias que solía invocar en sus palabras más desesperadas y agónicas. No escampó, pero el cielo se despejó momentáneamente y la expedición pudo partir.
Tuvimos aún una breve discusión el día anterior, cuando se enteró de que había hecho la reserva para volver a Europa y me convocó inmediatamente a su puesto de mando en el bar del Sans Souci.
—¿Estás dispuesto a dejar que me enfrente a solas con John? —preguntó, en cuanto me sirvieron la copa—. ¿Serás capaz de hacerme eso, Pete?
—Era un trato, Paul, ¿lo recuerdas? Una semana más…
—No te pregunto eso —me interrumpió—. Te pregunto si vas a dejarme a solas con él.
—Pero ¿en qué podría ayudarte?
—Si tú no lo sabes —dijo con voz cansada—, yo no puedo decírtelo.
—Pero, Paul…
—Está bien, puedes irte. No quiero discutir contigo.
—Es que no sé qué bien podría hacer.
—Todo el bien del mundo —dijo con vehemencia—. Serviría para apoyarme, para respaldarme, esas cosas que se hacen por un amigo.
Yo me sentía abatido.
—¿Cuánto tiempo necesitarás ese apoyo?
—Hasta que empecemos el rodaje.
—¿Nada más? ¿Seguro? Será mi contribución final.
—Empeño mi palabra de honor.
—Por favor, no te molestes. Iré.
Parecía herido.
—¿He faltado alguna vez a la palabra en mi trato contigo?
Por lo visto, había olvidado la prédica de los días anteriores.
—Bueno, no exactamente…
—Entonces, ¿por qué lo dices? —echaba chispas.
—Déjalo. Al carajo.
El viaje transcurrió sin incidentes. Como estaba acostumbrado a sobrevolar la jungla a baja altura o en medio de una tormenta, dentro de un avión pequeño y sensible a todas las corrientes, la experiencia de viajar cómodamente sentado en un DC-3 se me olvidó nada más aterrizar en Tatsumu. Tomé varias fotografías de la compañía delante del puesto aduanero de bambú, antes de que Looschen llegara en el Rapide. Hodkins, que se nos había adelantado varias horas en el Beechcraft, cambió los planes con Mike. Ahora asumía el riesgo de aterrizar con el Rapide en la pequeña pista cercana al campamento de caza; quedaba en sus manos el cumplimiento del compromiso. Yo viajé con Mike y Landau en el Bonanza.
Aterrizamos en la pista a media tarde. Tan pronto como descargaron nuestro equipaje, Looschen partió hacia Tatsumu para transportar al resto del equipo a la pista de aterrizaje. Los camiones del campamento aún no habían llegado. Landau caminaba nervioso arriba y abajo con el último calor del día. Para calmarle, le dije que aún nos quedaban dos horas de luz, lo que suponía por lo menos dos viajes antes de reunir a la compañía al completo.
—Imagina que no llegan.
—Seguro que vienen. Están a menos de una hora de camino.
—Pero imagínate que no llegan. ¿Qué nos pasaría? ¿Dormiríamos aquí? A John ni se le ha ocurrido, estoy seguro.
—Paul, cálmate. Llegado el caso, podríamos ir andando al campamento.
El Rapide trazó un círculo sobre el campo. Observamos la aproximación de Hodkins con bastante aprensión, pero nos demostró que había calculado el aterrizaje con precisión absoluta; le sobró no menos de un tercio de la pista. Fielding y su equipo de cámaras besaron el suelo a la salida, pero ni siquiera aquellas payasadas hicieron reír a Landau, que continuó paseando a un lado y a otro por el borde de la pista. Sólo la llegada del convoy de camiones le tranquilizó un poco. Supervisó la carga del equipo de la cámara, estorbando a Fielding casi todo el tiempo, y luego ocupó su lugar en la cabina del vehículo que abría la marcha. Habían llegado todos, salvo el técnico de sonido, pero, dado que empezaba a oscurecer, supusimos que lo primero que haría Looschen a la mañana siguiente sería ocuparse de traerlo.
Avanzamos por la carretera tortuosa a la confusa luz de la tarde, que cernía un amplio cinturón rosa sobre el lago. Hodkins se situó a mi lado, apoyado en el techo de la cabina.
—¿No te resulta familiar?
—Como la vuelta a un hogar espantoso que habías creído no volver a encontrar. Pero me temo que será una decepción. Wilson demostrará que tiene razón y todo irá sobre ruedas.
—Esperemos lo mejor.
Estaba a punto de amanecer cuando llegamos al campo, agotados y polvorientos. Nadie dijo nada; ni siquiera les apeteció echar una ojeada a los alrededores. Se limitaron a coger su equipaje y esperar instrucciones.
—¿Se puede saber adónde vamos, Paul? —bramó Duncan; el rostro cubierto de una gruesa capa de polvo, que sólo permitía ver los ojos airados.
—No lo sé; yo tampoco he estado aquí antes.
—Por aquí —dije.
Los conduje por la conocida carretera que bordeaba el lago. Aunque la cabaña principal se encontraba a menos de cuarenta metros, mientras caminábamos hundiendo los pies en la arena se oían las quejas de bastantes miembros del equipo. Al llegar a la puerta, me volví hacia los demás.
—Veréis qué sorpresa tan agradable.
—Vamos, Pete, no jodas —gimió Duncan—. Me encuentro preparado para todo.
Traspasamos la cortina de paja que cubría la entrada. Aunque estaba bastante oscuro, vimos una mesa preparada como para un gran banquete. Los candelabros, situados por todas partes, producían una luz suave y festiva; Wilson se hallaba sentado en la barra. Estaba solo, vestido de esmoquin y corbata negra. Cuando se volvió, como sorprendido por nuestra entrada, me di cuenta de que llevaba en el hombro un monito.
—Vamos, adelante, amigos —dijo con marcado acento británico y su más encantadora sonrisa de víbora—. ¡No sabéis con cuánta ilusión os esperaba a todos!