Aún llovía cuando Hodkins y yo partimos a la mañana siguiente. Esta vez nos acompañaba un amigo de Delville, que se dirigía a Tatsumu en viaje de trabajo. Estuvo a punto de darse la vuelta, al comprobar la endeblez del antiguo cacharro, pero, dado que la alternativa consistía en conducir tres días por la jungla, decidió continuar. Era un hombrecillo vestido de uniforme blanco, con las hombreras de un verde brillante, que se limitó a permanecer en su asiento mirándose los pies, sin pronunciar palabra. Me dirigí brevemente a él cuando aterrizamos en Tatsumu. Por lo visto, se ocupaba del censo y de recaudar los impuestos, internándose en la selva.
—¿A quién se cobra impuestos allí? —le pregunté, mientras Hodkins discutía con el oficial de aduanas en la cabaña de bambú, tratando de explicarle que era el avión, no nosotros, el que abandonaba el Congo.
—A los nativos —replicó el hombrecillo, como si se tratara de una pregunta absurda—. Vaya, hasta los pigmeos pagan un impuesto por cabeza.
—No le envidio el trabajo de recaudar entre ellos.
—No es para tanto. Lo difícil es encontrarlos.
Se oyó pasar un avión por encima de nuestras cabezas y me bajé para seguir a Hodkins. El Beechcraft trazó un círculo antes de aterrizar. El plan maestro de Hodkins se desarrollaba punto por punto.
Looschen nos estrechó la mano con una sonrisa.
—Vamos dentro, tíos. No tengo tan buena forma como vosotros, que venís de un safari.
—No sabes lo que te has perdido —replicó Hodkins—, fue una excursión estupenda.
—Estoy seguro. Y ahora, ¿cuál es el trato? Yo piloto tu cacharro hasta Nairobi, y tú te vas en el mío y te ganas las medallas.
—Me parece que sí —sonrió Hodkins—. A no ser que prefieras sustituirme ahora mismo.
—Ah, no, amigo, ahora, no. Te sustituiré cuando pongan en forma a Jenny.
Hodkins se volvió hacia mí.
—Pete, eso me recuerda que hay que encontrar unos trapos para confeccionar los mensajes. Tenemos que hacerlo bien, ya sabes.
El aduanero nos proporcionó una cuerda y Looschen sacó del compartimento de equipaje del Beechcraft una camiseta vieja, que yo rasgué en tiras. Hodkins confeccionó hábilmente unas pequeñas bolsas en los extremos con aguja e hilo, donde introdujimos los mensajes de Landau, previamente enrollados. Les incorporamos unos cartuchos del Mannlicher 256 para hacer peso. Looschen nos contemplaba con una sonrisa divertida.
—Es tremendamente ingenioso, pero ¿a quién habéis perdido?
—A Wilson —respondí—. Se ha fugado con una elefanta. Vamos a echarle un mechón de su mujer para que recuerde sus obligaciones con la especie humana.
—No es muy distinto de lo que me contó Alec —dijo el piloto, sonriendo. Luego, nos acompañó hasta el final de la pista—. Bueno, chicos, mucho cuidado, no os acerquéis demasiado a los árboles. Ese milano no tiene más que un soplo.
Hodkins y yo nos introdujimos en el Beechcraft y nos abrochamos los cinturones. Looschen dibujó un saludo informal, antes de entrar rápidamente a la cabaña. No dejaba de llover. Al dirigirnos al final de la pista, las ruedas marcaban huellas profundas en la arcilla roja. Hodkins levantó el pulgar, lanzándome un guiño. Éramos ya una tripulación de primera. Desplegué el mapa sobre las rodillas. Los mensajes iban en el suelo, bajo mis piernas.
Ascendimos rápidamente en medio de la lluvia. Gracias a la velocidad, el parabrisas se mantenía despejado al ladearnos en picado entre las nubes. A la media hora, sobrevolábamos el campamento de caza.
Hodkins se acercó a las cabañas, pero, como no se percibía rastro de vida, trazó un círculo sobre el lago y dimos una nueva pasada sobre el campamento.
—¿No se ve ningún camión?
Mi reloj marcaba algo más de la una; no era hora de caza, pero como la lluvia había disminuido el calor, cabía la posibilidad de que Wilson hubiera decidido permanecer a la intemperie.
—Está el polaco —dijo Hodkins. Volvimos a girar para pasar sobre la cabaña principal. Zibelinski nos hacía señas desde la puerta de su cabaña—. Me parece que se han ido todos —gritó Hodkins—. Subiremos al Semliki.
Hizo una rápida inclinación de las alas, a un lado y a otro, en señal de reconocimiento y continuamos.
En la orilla, el techo estaba tan bajo que nos obligó a bajar hasta los trescientos metros. La tortuosa carretera pasaba constantemente de su lado al mío, de modo que Hodkins se inclinaba a cada segundo para mantener la vista. Yo sudaba, porque el calor de la cabina y el continuo girar del avión comenzaban a hacer efecto en mi estómago vacío. Bajé la cabeza y la sostuve con las manos.
—La copa de la amistad está justo debajo del asiento —dijo Hodkins, divertido. Él se mantenía recto en el asiento, con una colilla en la boca, sin dejar de mirar por la ventanilla.
—Nunca la he utilizado —añadió. Nos inclinamos a la derecha, girando en un círculo ceñido.
—Camiones —dijo Hodkins—. ¿Quieres echar un vistazo?
Volvíamos a descender sobre la carretera. El suelo se aproximaba hacia mí en una extraña angulación, cuando percibí una hilera de camiones estacionados al margen de la carretera. Una figura caqui saltó del primer vehículo y agitó el sombrero grande y andrajoso.
—Paget —fue todo lo que acerté a decir.
—Creo que sí. Lanzaremos el mensaje A, pero primero hay que hacer otra aproximación.
Volvimos en círculo. Cuando Hodkins bajó los flaps a la posición de acercamiento, le alcancé las dos serpentinas.
—Rebajaremos un poco la velocidad del aire para asegurar la trayectoria de la bomba —sonrió—. ¿Te sientes bien?
—Sobrevivo —gemí.
—Estamos terriblemente cerca, ¿eh?
Pero él se mostraba imperturbable.
—Caramba, me parece raro que Paget esté en la carretera; debería haber ido al poblado para recoger a John.
—¿Con todos los camiones? Resulta raro.
—Esta carretera no conduce a ninguna parte.
Volábamos a tan escasa altura que el avión rozaba casi las copas de los árboles. Hodkins abrió la ventanilla que tenía junto al codo y sostuvo una de las serpentinas en el puño. Luego movió las alas y soltó la carga. La vi flotar en dirección a la carretera, justo delante del primer camión.
—Buen tiro —sonrió, satisfecho de sí mismo. Yo no perdía de vista sus manos agarrando de nuevo el volante, sin atreverme a mirar hacia abajo. Aceleró el aparato y volvimos en círculo.
—Tiraré otro igual. Es mejor asegurarse.
La segunda serpentina se enganchó en las ramas de un árbol. Ascendimos un poco antes de volver de nuevo. Paget ordenaba a uno de los conductores nativos que trepara hasta el mensaje. Hodkins trenzó una señal con las alas y seguimos. Noté que fruncía el ceño al comprobar en el manómetro la temperatura del motor.
—Siempre se calienta un poco cuando se vuela con los flaps bajos. Vamos arriba para que se enfríe antes de volver tras el bueno de John.
Dimos un salto a través de las densas nubes y Hodkins replegó los flaps. La niebla que nos rodeaba me impedía ver nada. Encendí un cigarrillo. Ahora que volábamos en equilibrio regular, me sentía mejor.
—¡Qué extraños esos camiones en una carretera equivocada! No imagino lo que está haciendo Vic —dijo Hodkins, sacudiendo la cabeza.
Yo intentaba recuperarme, ajeno a todo lo demás. A los pocos minutos, con el motor ya frío, volvimos a descender entre las nubes. Vimos el lago y la carretera y pasamos sobre el convoy de Paget. Se habían atascado una vez más, porque percibíamos los brincos de las ruedas sobre el terreno escarpado.
—Mira la carretera —dijo Hodkins—. Vuelve a estar a tu lado. Obedecí, pero giró a la izquierda.
—Ahora está al tuyo.
Hodkins hizo un gesto de asentimiento. Minutos después avistamos el poblado.
—Antes de tirar el mensaje B, zumbaremos un poco sobre ellos.
—Muy bien.
El poblado pasó rápidamente bajo las alas. Había un grupo de niños nativos bajo la lluvia.
—Allí está el camión —dijo Hodkins, dando un tirón enérgico hacia adelante. Tenía la capacidad de verlo todo a la vez con sus ojos pequeños y rápidos. Volvimos en círculo para dar la primera pasada sobre los techos de las chozas. Vislumbré un blanco que sobresalía entre la multitud de nativos.
—Era John, ¿verdad? —pregunté, cuando volvíamos a subir.
—John y el gordo. Están de barro hasta las orejas.
—Me ha parecido que hay barro por todas partes.
—Creo que sí. Esta vez los pasaré debajo de tu ala.
Asentí. La aguja de la temperatura volvió a recorrer la zona amarilla y se aproximó a la roja. «Si nos estrellamos y ardemos, Wilson quedará por fin libre de satisfacer sus antojos», pensé, «nos habrá destruido a distancia».
—Allí están. Fíjate ahora.
Apreté el rostro contra la ventanilla lateral. Wilson estaba en el claro central del pequeño poblado, hundido en el barro hasta las rodillas, sin molestarse en hacer una seña. Observaba el avión, encasquetándose el sombrero para guarecerse de la lluvia.
—No cabe duda, es John —dije.
—Parece un curandero albino entre los negros.
—Me temo que, en este momento, lo es.
Volvimos en círculo y arrojamos el duplicado del mensaje. La aguja de la temperatura alcanzaba ya la zona roja. Hodkins miraba hacia el poblado que iba quedando atrás.
—Los han cogido —dijo—. Buen bombardeo.
—Bueno, sí, señor —respondí débilmente, señalando el manómetro. Hodkins sonrió al captar el mensaje.
—¡Arriba! —gritó alegre—. Hay que enfriarlo antes de aterrizar.
Volamos unos diez minutos más en medio de aquel magma blanco, antes de descender en busca de la pista. La encontramos cerca del lago, a medio camino entre el campamento de caza y el poblado de Kivu. Aterrizamos en un mar de lodo y Hodkins apagó los motores.
—Te mereces una medalla, compañero. En cuanto me fume un cigarrillo te la impondré.
—Ponte tú otra, Hod.
Sacudió la cabeza.
—Me la dará Landau a la vuelta. Quiero una gran ceremonia, nada de austeridades. La puta compañía al completo y una buena charanga.
Esperamos una media hora en el campo desierto, hasta que llegó el primer camión. Era Paget.
—¡Qué sorpresa, tíos!
—El placer es todo nuestro —respondió Hodkins—. ¿Sabe que iba por una carretera equivocada?
Paget sonrió con malicia.
—Han cambiado los planes; lo decía en un telegrama que envié a Tatsumu esta mañana. El señor Wilson ha decidido comenzar aquí el rodaje de la película.
—¿Qué?
No podía creerlo; Paget se incorporaba sin lugar a dudas a la última broma pesada de John.
—Sí, es la última novedad. Lo decidió ayer, cuando por fin introdujimos los camiones por la aduana. No quiere empezar en Masindi, porque dice que este poblado es mucho mejor. La compañía puede alojarse en el campamento de caza. Lockhart ya ha ido a instalarlo, para la comida y todo lo demás.
—Dios mío, ¿y qué va a pasar con Masindi? El poblado está construido, ha costado una fortuna.
—Pero no es tan auténtico como éste —dijo Paget, con una sonrisa fingida—, además, supondría introducir otra vez el equipo para volver a Uganda, así que ha decidido anular el otro poblado. Allí se rueda sólo la secuencia de la destrucción. Ya que está aquí, lo hace todo en el Congo. Lógico, ¿no?
—Para un demente sí. ¿Está seguro de que no se notará la diferencia entre los dos poblados? ¿Está seguro de que podemos vivir todos en el campamento? ¡Por Cristo! Pero ¿es que Lockhart no se ha opuesto?, es el ayudante del jefe de unidad…
—Tranquilícese, hombre —dijo Paget, tan contento—. Saldrá bien. Él es el jefe, y nosotros, Lockhart, usted, yo, incluso Hodkins… somos empleados… meras piezas de la gran máquina… No nos pagan para pensar, ¿verdad?, pues obedezca y calle…
—¿Ni siquiera se le ha ocurrido pedir consejo a Landau? Es lo menos que podía haber hecho.
La sonrisa de Paget era cada vez más amplia.
—No, no se le ha ocurrido. No le ha dado tiempo, porque nada más adoptar la decisión, volvimos a salir con el viejo Ogilvy en busca del gran elefante.
—Esto va a ser un golpe para el pobre Paul —murmuró Hodkins.
—¿Qué tal la caza? —pregunté débilmente—. ¿Han matado algo?
—Aún no —gorgeó Paget—. Wilson está a la espera de un elefante que merezca la pena, pero todavía no lo ha encontrado. Tengo que reconocer que tiene un gran espíritu deportivo. Vive allí, en una cabaña nativa, como un rey negro.
—¡Dios bendito!
Pensé en que traer hasta aquí a Landau con toda la compañía constituiría la locura final. Tatsumu, el interminable barrizal de la carretera y el campamento de caza. No se les podía exigir tanto.
—No es tan mala idea, Pete —dijo Hodkins, buscando el lado bueno—. Si esos cabrones de belgas nos permitieran entrar con el Rapide, la compañía podría volar a Tatsumu con un DC-3 de la Sabena y luego cruzar con el ferry a la otra orilla en dos saltos. Tiene su lógica.
—¿Y el tiempo? —gemí—. No se puede rodar con esta lluvia.
—El tiempo está mal en todas partes —dijo Paget—. La carretera de la jungla hasta Stanleyville será un infierno y puede que les lleve más de una semana. En todo caso, como acabo de decir, y como creo que usted mismo ha dicho más de una vez, el jefe es él, ¿o no?
—Supongo que sí.
Paget saltó al Beechcraft para resguardarse de la lluvia, mientras Hodkins recorría a grandes pasos el campo, inspeccionando el terreno. Se apresuró a volver en cuanto oyó el sonido de un camión que se aproximaba.
—El terreno está bien. Si me dejan, podría aterrizar aquí con un DC-3.
El vehículo que se nos había hecho ya tan familiar durante nuestro safari se acercó hasta el avión. Ogilvy echó pie a tierra, sin rastro de Wilson.
—John está muy irritado —dijo, sin un saludo—. Si continúan zumbando así, van a espantar toda la caza.
—Entonces, ¿no piensa venir? —pregunté, atónito.
—No, me envía a mí. Traigo instrucciones.
Se confirmó el relato de Paget. Wilson había adoptado la decisión en firme y no estaba dispuesto a discutirla ni a alterar ninguno de sus términos.
—¿Crees que todavía merece la pena que vaya a verlo? —pregunté a Hodkins.
El piloto negó con la cabeza.
—No creo que adelantes mucho, Pete, y si perdemos tanto tiempo, no podremos volver a Stanleyville antes de que anochezca. Tendríamos que quedarnos en Tatsumu; los demás se preocuparían.
—¿Piensas que podemos volver con este tiempo?
—Sí, siempre que salgamos ahora mismo.
—Ah, una cosa más —dijo Ogilvy—. El señor Wilson quiere que le traigan más aceite para las armas y más cartuchos la próxima vez. Me ha recomendado encarecidamente que no se me olvidara.
—¿Algo más? —pregunté.
—Nada. Y no se olviden de la caza, si tienen que volver por el mismo sitio rodeen nuestra zona.
Paget abandonó el avión y Hodkins arrancó los motores. Nos elevamos de aquel mar de fango. Durante mucho tiempo, permanecí observando cómo la lluvia lavaba la arcilla roja de nuestras alas plateadas.