Tomamos asiento en el bar del hotel, provistos de sendos puros de Landau. Yo ocupaba el puesto de honor, a la derecha del productor. Hodkins, al otro lado de la mesa, explicaba la logística del asunto, esforzándose en quitar hierro al asunto.
—Sólo puedo hacer una cosa —concluyó—. Volar al poblado o adonde se encuentre John y tirarle un mensaje para que se reúna conmigo en la pista de aterrizaje del lago Alberto. Claro, siempre que Mike venga de Entebbe en el Beechcraft y coja el Rapide para volver a Tatsumu.
—Eso se puede solucionar —dijo Landau, impaciente—. Le tendré aquí mañana por la tarde.
Hodkins miró su reloj.
—Lo dudo mucho. Sabe usted, un telegrama tarda un día en llegar a Nairobi, y ahora está cerrado. Pero, supongamos que usted lo envía dentro de una hora y Alec lo recibe en Nairobi por la mañana… Mike no podría estar en Tatsumu hasta mañana por la tarde, porque a última hora es peligroso volar sobre la selva con un monomotor.
Landau dio una calada al puro.
—¿Y necesita usted un monomotor para traer a John?
—En ese campo, sí. Si conseguimos que vaya en coche a Tatsumu, yo podré recogerle en el Rapide.
—No querrá ir a Tatsumu si no ha matado su elefante —repetí—. Vendrá una hora para hablar con usted, nada más.
—Muy bien, pues procedamos a partir de ahí —replicó Landau—. ¿Qué podemos hacer con Lockhart y el equipo?
—Yo podría volar al campamento de caza y arrojar una nota para que Paget venga también a la pista de aterrizaje. Así tendría usted respuesta a todas sus preguntas.
—Buena idea, Hod —dijo Landau, y, volviéndose hacia mí, con su mejor sonrisa, añadió—. El señor Hodkins es de gran ayuda.
—Es nuestros ojos, nuestros oídos y nuestro cerebro —confirmé—. Si no fuera por él, John andaría aún perdido entre la vegetación africana.
Landau asintió, pensativo, haciendo una pausa.
—Dígame, Hod, ¿no podría usted salir hoy en el Rapide a lanzar esos mensajes, para dejarlo todo hecho?
—No, porque la revisión del Rapide está atrasada, y no podemos arriesgarnos a más de un vuelo sobre la selva.
Landau sacudió la cabeza, como un mariscal de campo confuso que asume una nueva orden.
—Aquí es todo muy complicado. Ni comunicaciones, ni transporte…
—Ni director —añadió Basil Owen—. Habría resultado más sencillo rodarlo todo en Kenia.
—O en Florida —suspiró Landau—. Habríamos pasado los fines de semana en Miami.
Hodkins se disculpó. Había cumplido sus funciones admirablemente, y no deseaba hacerse partícipe de otros problemas. Landau me pidió que saliera con él a la terraza. La experiencia le había enseñado que los pactos abiertos constituyen un lujo que sólo las grandes potencias pueden permitirse.
—¿Qué te parece? —preguntó, en cuanto salimos a la oscuridad, contemplando la tranquila corriente del río.
—¿Qué?
—¿Quién debería ir con Hod a buscar a Wilson?
Le miré sorprendido, sabiendo lo que estaba a punto de proponer.
—Que me aspen, si lo sé, pero supongo que tú eres la opción más lógica, ¿no eres su socio?
—Por favor, no me lo recuerdes. En todo caso, no lo veo así. Cuando llegue la compañía, tendrá que haber alguien aquí.
—Ocuparé tu puesto.
—Ya lo has hecho una vez, con pésimos resultados —dijo amargamente.
—Por eso no debería volver a representarte ante Wilson. Envía a Basil con Hodkins.
De pronto, se enfadó. La tensión comenzaba a hacer mella en él.
—Eso es una idiotez. Basil no ejerce ninguna influencia sobre John, ni sobre nadie.
—Yo tampoco.
—Pero tú puedes llevar mi mensaje y discutir con él. No creo que comprenda la gravedad de la situación. La película tiene un presupuesto, sabes.
—¿Por qué no envías a Kay? —se me ocurrió—. Es mujer, es una estrella, y tiene mucho carácter.
Volvió a negar, incluso con mayor energía.
—Vamos, Pete. Déjalo ya. De sobra sabes que si le ve en esas condiciones, tomará el primer avión para Estados Unidos. Su contrato no se ha aprobado aún del todo; sería la excusa que necesita.
—Muy bien. Imagina que voy, le amenazo, le ruego y me manda al carajo. ¿Qué pasa?
—En tal caso, veríamos. No hay respuesta hasta que vayamos. Creo que te escuchará. Si te disculpas y le dices que quieres conservar la amistad, creo que…
—¿Disculparme? ¿Por qué coño? Él es quien debe disculparse conmigo.
—Pete, Pete, por Dios, piénsalo, ¿qué te cuesta decir «lo siento»?
—Nada, no me cuesta un céntimo, pero sólo lo haría con ciertas condiciones.
—¿Cuáles?
—Que tomara el avión de vuelta no más de una semana después.
—Trato hecho.
Debí ponerme en guardia, porque la frase era fatal en el mundo del cine, pero no lo hice; llevaba demasiado tiempo en África.
Al día siguiente llegó un DC-4 de la Sabena con toda la compañía. Los ciudadanos de Stanleyville abarrotaban la entrada del aeropuerto para ver a las estrellas. Algunos habían trepado a las palmeras más cercanas para contemplar a sus anchas a nuestros actores, pero la aparición de los técnicos y los miembros del equipo produjo una enorme desilusión.
—¿Usted qué hace? —preguntó con mucho descaro a Fielding, el cámara, un niño de unos diez años.
—Intento no estorbar —respondió con orgullo.
Cuando, finalmente, descendieron Kay y los Duncan por la escalerilla, se oyeron gritos de júbilo. Duncan saludó. Landau y yo corrimos para ayudar a Kay a entrar en el coche y salimos a toda velocidad hacia el Sans Souci.
—Bien, Pete —me dijo con entusiasmo—. Es un placer encontrarte sano y salvo. Te imaginaba espachurrado por las pezuñas de los búfalos.
—Lo estaría, si hubiéramos visto alguno.
—¿Dónde está el ogro? —preguntó Duncan—. ¿Por qué no ha venido a buscarnos? Imagino que se habrá ido a vivir con una negra y ni se acordará de que existimos.
—No está aquí —contesté.
—Está buscando exteriores —añadió Landau con presteza.
—¿Exteriores? ¿Aún no los habéis encontrado? ¿Qué han hecho estos tíos aquí todo el tiempo?
—Trabajar en el guión —expliqué.
—Espero que haya mejorado —dijo Kay.
—Quiere decir que espera que hayan alargado su papel —dijo Duncan—. Tal como está, le parece que sólo sirve para que yo me destaque. Yo hablo, y ella escucha.
—Me da igual que tengas todo el diálogo —respondió Kay con descaro—. Pero hay algo en mi personaje que no me acaba de convencer. No me importa no decir una palabra, si represento a un ser humano.
—Tienes toda la razón —asintió Landau, desde el asiento delantero—, precisamente los cambios que han introducido afectan a tu personaje.
Duncan me dirigió un guiño jovial.
—Con tal de que no me hayáis quitado las mejores frases.
Cuando les enseñaron sus habitaciones del hotel, hubo que hacer algunos ajustes. Kay quiso cambiar de suite porque la suya era oscura y húmeda. Sacamos las pertenencias de la de Wilson para restaurar la paz.
Landau volvió a llevarme aparte, mientras ellos deshacían el equipaje.
—Cerciórate de que no olvidas la naturaleza de tu misión mañana, y advierte a Hodkins que se mantenga callado en la cena de esta noche.
—No soy tan tonto como crees.
Cuando apareció Kay Gibson, vestida con unos pantalones de zapa y una pamela pajiza, dispuesta a conocer la ciudad, me ofrecí a acompañarla. Landau y los Duncan se unieron a nosotros con la intención de realizar algunas compras en Stanleyville. Adquirieron numerosas provisiones de jugo de tomate, carne de cerdo y judías enlatadas para hacer frente a cualquier catástrofe. La esposa de Duncan me llevó aparte mientras Landau pagaba los gastos.
—¿Cómo es? ¿Qué tipo de campamento han habilitado? ¿Qué tal la casa flotante que ha alquilado Landau?
—Todo está muy bien; te encantará.
—Oh, claro, no me vengas con cuentos. ¿Lo has visto?
—No me hace falta, creo en la eficacia de la compañía.
—Yo no.
—No te preocupes por nada —declaró Kay—. No será un paraíso, pero estará bien.
Lo dijo con una sonrisa que despertó el sentimiento de adoración de mi juventud.
—No sabéis cuánta ilusión me hace —dio un breve respiro—. ¡Siempre he deseado venir a África!
Sonreí débilmente.
—Es digno de ver, desde luego.
Aquella noche, durante la cena, la moral se mantuvo alta. El hotel resultaba más cómodo de lo que esperaban y la comida no estaba nada mal. Sólo Fielding, el cámara, que se había reunido con nosotros en el Sans Souci, aportó una nota de desaliento.
—La vegetación —repitió al menos cinco veces durante la cena—. Es demasiado espesa; a través del visor, pierde calidad. Las orillas del Congo podrían ser las de cualquier río inglés.
—Pero no rodaremos aquí —se apresuró a decir Landau—. El paisaje cambia donde vamos.
—No me cabe duda —interrumpió la señora Duncan—. Si John se está ocupando de los exteriores, serán de primera.
—Paul, ¿adónde vamos? —preguntó Kay.
—Al sur —respondió él vagamente—. A unos ciento cincuenta kilómetros de aquí y, luego, a Masindi.
—¿Dónde está eso? —quiso saber Duncan.
—A orillas del lago Alberto —replicó Hodkins.
—¿Es bonito? —preguntó Kay.
Hodkins y yo intercambiamos una mirada silenciosa.
—Es interesante —dijo él—. Bueno, toda África lo es, si vamos a eso.
Se estaba cubriendo de gloria.
—Claro, estoy segura —dijo Kay sinceramente—. Me gustaría ver cuanto sea posible mientras esté aquí. ¿No te parece, Pete?
—Bueno, yo he pasado algún tiempo —dije, pensando en mi partida inminente—. Ya he visto bastante.
Entebbe, Tatsumu, el lago Alberto y la selva. De sobra.
—Oh, no estoy de acuerdo —dijo ella—. Me gustaría quedarme años para verlo todo.
—Puede que te quedes —dije en voz baja para que no me oyera Paul, pero ella mostraba tal entusiasmo que no estaba en condiciones de captar la advertencia.
Pasaban de las once cuando volvimos en el coche al Sabena, cuyo porche aparecía atestado de gente rubia y sonrosada de nuestro equipo británico, que desentonaba en aquel ambiente. Por otra parte, el humor era más bien amargo, en contraste con el optimismo que había presidido nuestra cena. Acababa de llegar el primer equipo de ropa para la selva y, al parecer, los sombreros, todos iguales, pero demasiado grandes y de un fieltro oscuro y fuerte, constituían el principal objeto de discordia. Al cruzar el porche, algunos de los miembros del equipo se los encasquetaron muy enfadados. Parecían personajes de Disney: un grupo de enanos blancos, tocados de enormes hongos marrones.
—Se hará algo, chicos —declaré con suficiencia—. No os preocupéis por nada.
—Que sea algo mejor —dijo el encargado del sonido. Yo sabía que las grandes revoluciones suelen estallar siempre por fallos menores.
Comenzaba a llover. Los primeros goterones sobre las ramas de las palmeras se habían convertido en un chaparrón al llegar a la puerta de mi cuarto. Se oyó un trueno y comenzó a diluviar. El agua rebotaba en el porche de cemento, formando repentinos ríos por los caminos.
—Las lluvias —dijo Hodkins—. Se cumple con puntualidad el programa.
—¿Imaginas cómo será en el poblado de Kivu, sin suelos de cemento? —le pregunté.
Hodkins esbozó una sonrisa alegre.
—Wilson estará sentado en el barro, protegiendo el rifle. Los nativos cantarán la canción de la lluvia mientras se oye el rugido de los leopardos. Puede que se le despierten las ganas de volver mañana y todo se arregle solo.
—Puede —respondí, poco convencido. Pensando en Wilson, allí, bajo la lluvia, en medio de una naturaleza salvaje, arreglándoselas de cualquier modo en la choza de los nativos, mientras planeaba la muerte de incontables bestias y daba rienda suelta a su locura, me convencí de que lo último que se le pasaría por la cabeza sería pensar en nosotros. Hollywood era para él cosa sabida, ahora quería poseer África.