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El despegue fue muy suave. Hodkins se volvió y nos hizo un gesto de asentimiento mientras ascendíamos sobre la ciudad de Tatsumu y el campo circundante.

—Hemos tenido un buen comienzo. Habrá tiempo de bajar hasta el lago y echar un vistazo a lo que hacen los chicos.

—Muy bien —dije—. Es la forma más segura de salir a cazar con John.

Sonrió, al tiempo que viraba a la derecha. Habíamos volado a unos cuatrocientos metros, pero ahora ganábamos altura para cruzar las montañas que bordeaban el lago, antes de comenzar de nuevo el descenso hacia la llanura cubierta de árboles. Hodkins señaló el campamento. Las cabañas formaban hileras que yacían plácidamente al sol de la mañana. No había rastro de vida. Seguimos la línea de la ribera, sobrevolando la carretera tantas veces transitada y allí avistamos el camión, estacionado entre los árboles, sin trazas de Wilson y sus acompañantes. A menos de cien metros del solitario vehículo pastaba una manada de antílopes. Cuando tuvimos las montañas prácticamente encima, Hodkins giró, escudriñando el terreno, hasta que sonrió al hacer un gesto afirmativo. Redujo el motor y nos lanzamos hacia abajo. Entre los árboles, se veía a Wilson, a Kivu y al grueso cazador de elefantes. Levantaron la vista contrariados y Wilson nos hizo una señal con la mano para que nos apartáramos.

—Teme que le espantemos la caza —dijo Hodkins—, pero no hay rastro de elefantes.

Se encogió de hombros, pulsando el acelerador, y nos elevamos, de vuelta al lago.

—Veamos lo que hay en el Semliki.

A los diez minutos llegábamos a la desembocadura. El agua turbia del río formaba una marisma de campos anegados, que se extendía entre la vegetación por todas partes. Cuando el aparato viró a la izquierda, contemplamos una pequeña manada de búfalos corriendo por las aguas poco profundas, cuyas pezuñas chapoteaban en las malas hierbas. Hodkins, trazando un círculo más bajo, volvió a sobrevolarla. El jefe, una especie de toro imponente, se detuvo para lanzar una feroz mirada al avión. Una familia de hipopótamos se encaminaba hacia las aguas más profundas; entonces, avistamos nuestros primeros elefantes del Samliki.

Las hembras bañaban a los pequeños, pero cuando percibieron nuestra sombra se internaron en la maleza. Ahora volábamos muy bajo, a pocos metros sobre los pantanos, donde descubrimos otra manada de elefantes, en la ribera opuesta. Uno de ellos, de enormes colmillos, se parecía al de la noche anterior. Volvimos en círculo, planeando sin motor, para pasar por encima del animal, a unos cuatro metros. Elevó la trompa para emitir lo que, sin duda, era una señal de alarma. La pequeña manada a sus órdenes se internó, siguiendo la ribera.

—Creo que el viejo tenía razón —dijo Hodkins—, aquí abunda la caza.

Delville, que había permanecido aferrado al asiento durante las acrobacias, estaba molesto.

—Claro que hay caza —dijo en su acostumbrado tono de disculpa—, pero es muy difícil aproximarse. Este pantano… es imposible hasta para una embarcación.

—Me alegro de habernos quedado donde lo hicimos —dije.

Hodkins viró para retomar la dirección anterior. A los pocos minutos nos encontrábamos de nuevo sobre la orilla del lago. El paisaje tenía ahora la misma vegetación que habíamos visto en el campamento de caza, unos cuarenta kilómetros más adelante. Nos elevamos hacia el aire claro y ligero.

Abajo, los objetos se hacían tan pequeños que ya no guardaban ningún significado; al poco tiempo, la negra masa de la selva aparecía ante nosotros, tan amenazadora como siempre. Enseguida volvió a aprisionarnos dentro de sus interminables límites, cerrándose a nuestra espalda en todas direcciones.

Aterrizamos en Stanleyville a media tarde. La mujer de Delville condujo el coche hasta la pista.

—Estaba preocupada. ¿Dónde está el señor Wilson?

—Se ha quedado un par de días más —expliqué.

Se sorprendió.

—¿Ha ido bien la excursión, René?

Delville se encogió de hombros.

—No muy bien. No ha habido suerte.

—Son cosas que pasan —dijo—. Ni siquiera en África se encuentra siempre caza.

—La encontramos —dijo Delville con tristeza—, pero no matamos nada.

—Bueno, lo importante es que estéis todos bien. ¿No cree usted, señor Verrill?

—Desde luego.

—Tiene usted que telefonear al Sans Souci —dijo la señora Delville—. Parece que ha llegado parte de su gente de Londres.

Me llevaron al hotel Sabena para hacer la llamada. Expliqué quién era al conserje del Sans Souci y la siguiente voz fue la de Landau.

—¿Pete?

Se le notaba preocupado, porque pronunciaba mi nombre como temiendo lo peor.

—Bienvenido a África, Paul.

—¿Dónde estás? ¿Y John? ¿Qué es lo que pasa?

—Estoy en el Sabena. Enseguida iré a explicártelo todo.

—Ven ahora mismo.

—Primero quiero darme una ducha, acabamos de llegar.

—Bueno, te espero dentro de media hora. No te retrases, por favor.

Le encontré en el porche del Sans Souci, vestido con una camisa de cuadros blancos y negros y unos pantalones flojos, lo mismo que se habría puesto para su casa de la playa en Santa Mónica. Aunque el semblante era grave, se las compuso para sonreír al estrecharme la mano.

—Me alegro de verte, Pete.

—Yo también, Paul.

—Me has asustado por teléfono; parecía una amenaza.

—Lo siento, no era mi intención.

Landau chasqueó los dedos y apareció un chico a la carrera.

—¿Qué tomas? ¿Un té helado?

—No, por Dios —dije, espantado—. Todo menos eso.

Parecía sorprendido.

—¿Por qué no? Es una buena bebida para el trópico.

—Me trae recuerdos.

Con gesto de indiferencia, pidió una ginebra con gaseosa para mí. El camarero respondió con un asombroso deseo de servirnos.

—¿Qué les has hecho? Nunca los he visto actuar con tanta diligencia.

Landau sonrió, satisfecho de sí mismo.

—Mis buenos modales y el elevado puesto que, como resulta evidente, ocupo en la sociedad tienden a influir por donde voy en los criados.

Cierto. En todas partes, ejercía el mismo influjo sobre los empleados, y ellos acudían en tropel para que nunca le faltara nada. Camareros, directores de hotel y mayordomos reconocían en él un rey nada más verle.

—Adelante, cuéntamelo todo.

—Imposible, Paul, es demasiado largo. Pero puedo decirte que tu opinión de Londres no era exagerada. Tenías razón, y yo debería haberte escuchado.

—¿Qué opinión te di en Londres? —preguntó, intrigado—. Vamos, no hagas misterios.

—Me hablaste de la locura de John, o de su tendencia a ella. Acertaste en todo.

—¿Por qué me dices eso? Y, por cierto, ¿dónde está?

—En la desembocadura del río Semliki, cazando elefantes. Y cabe la posibilidad de que no vuelva en bastante tiempo.

—¿Qué? —manifestó su asombro, pero enseguida se puso en guardia—. Vamos, Pete, no bromees, te lo suplico. Las cosas están ya bastante complicadas; no tengo humor.

—No bromeo, Paul; está allí, con un rastreador nativo y un cazador de elefantes, y es muy probable que no vuelva hasta que tenga su gran colmilludo.

—Increíble, ¿quieres decir que no estará aquí mañana, cuando llegue el resto de la compañía?

—Por nada del mundo. Aunque quisiera volver, se encuentra a media jornada de la carretera más próxima y a ocho horas en coche de un aeropuerto en el que pueda aterrizar el avión, sin teléfono y sin servicio telegráfico.

Me miraba con la boca abierta.

—¡Pero él sabe que íbamos a comenzar el rodaje dentro de cinco días!

—No le importa. Casi ha olvidado la película. Sólo piensa en matar elefantes.

Su mente ágil se anticipó.

—¿Ya no sois amigos?

Negué con un gesto.

—Se acabó la historia de amor. Le he dicho lo que pienso de él, y él me ha indicado lo que opina de mí.

—¡Dios mío!

—Quiero volver a Londres lo antes posible. Me gustaría evitar un nuevo encuentro. Estoy harto. Lo sé… te he defraudado, no he cumplido el trabajo para el que me contrataste, pero eso es sólo un aspecto del problema. Renuncio.

—¿Qué pasa con el guión?

—Te lo envié desde Entebbe. ¿No lo tienes?

—Tenemos la mitad del manuscrito final corregido, nada más —replicó con voz cada vez más alarmada.

—Yo envié el resto. Probablemente te lo mandarán aquí.

—¿Y tú quieres irte?

—Exacto. Mañana mismo, si hay vuelo.

Parecía más tranquilo. Supongo que estaba dispuesto a afrontar los problemas uno a uno, a medida que se presentaran.

—No puedes. Piensa lo que podría representar para la moral de la compañía. Creerán que ha ocurrido algo tremendo. Imposible empezar la película en esas condiciones.

—Es que ha ocurrido algo tremendo, Paul.

Iba a responder, pero cambió de idea.

—Mira. Ahora tengo otras preocupaciones, no añadas más. Unos días de espera no te afectarán. Aquí hay mucho qué hacer. El equipo no ha llegado aún; el campamento de Pontiaville no está listo; no hay nada organizado. No me compliques ahora el trabajo planteando problemas personales.

Basil Owen llegó hasta nuestra mesa. Había perdido peso y se le veía aún más preocupado que la última vez.

—Señor Landau, tengo que hablar con usted de los camiones. No sabemos una palabra de Lockhart.

Landau le dio de lado.

—Un momento. Vamos a dar un paseo, Pete.

Cruzamos el vestíbulo del hotel en dirección a la orilla del río. Las nativas lavaban la ropa en el agua turbia, mientras que sesenta o setenta negros esperaban, en el pequeño embarcadero de madera que teníamos delante, la enorme canoa que hacía las veces de ferry. Landau caminó majestuosamente por la ribera, observando la miserable confusión de la vida a orillas del Congo. Me sorprendía verle tan a gusto. Siempre le había tenido por incapaz de sobrevivir fuera de Nueva York o de Hollywood, pero allí mismo, en ese preciso instante, comprendí lo absurdo de mi idea. Era evidente que su conocimiento de los ambientes más salvajes, de la pobreza y el esplendor, le había capacitado para salir adelante en cualquier situación.

—Te hablaré del equipo, Paul; lo primero es lo primero.

—Parece que son muchas las cosas que tienes que decirme.

Caminamos despacio entre las palmeras, mientras le contaba la historia de nuestro safari. Era extraño, pero ahora sonaba bastante inofensiva. Una y otra vez me preguntaba qué me había hecho Wilson en concreto, y las respuestas parecían débiles incluso a mis propios oídos.

—Te sometió a una broma pesada y estúpida y disparó contra una hembra. No es muy deportivo, desde luego, pero tampoco parece cosa que pueda quebrar una amistad.

—La hembra se acababa de despertar, y él tiró desde el camión, apoyando el rifle en una barra del lateral.

Landau hizo un gesto de indiferencia. La ética de la caza no parecía importarle gran cosa.

—Está bien, suena bastante desagradable, pero ¿qué te hizo en concreto?

—Supongo que nada más que sus maneras, una actitud extraña, de superioridad y sarcasmo. Su forma de ignorarme, sin contar con los insultos.

Sonrió débilmente.

—Hablas de insultos, cuando yo tengo que empezar una película dentro de cinco días, sin director y sin equipo.

Se detuvo a contemplar la pesada piragua de madera que comenzaba a cruzar el río.

—¿No les da miedo volcar? —preguntó, muy interesado.

—No, Paul. ¿Qué tendrían que perder?

—Ya, es cierto.

Volvió a nuestro problema.

—Me parece que deberías tranquilizarte un poco. Esta noche nos reuniremos con Owen y el piloto y discutiremos la cuestión, punto por punto.

—¿Pero qué me queda por hacer? Deseo irme de aquí, Paul. No quiero volver a ver a Wilson; en estas condiciones, ni siquiera me interesa África.

Observó la jungla circundante con gesto pensativo. Luego, muy lentamente, enarcó una ceja.

—Te entiendo. Ya te lo advertí, ¿recuerdas?, pero sigo creyendo que debes quedarte para ayudarnos.

—¿Cómo, Paul? Dime de qué manera, como no sea pegándole un tiro en la cabeza.

—De entrada, puedes ayudarme a que regrese, porque si no ha vuelto dentro de tres días, estamos arruinados.

—Dios mío. Me pides un imposible.

—Veremos. He afrontado peores problemas en la vida.

—¿De veras? Muy bien, pues sal ahí, busca un elefante, sujétalo para que Wilson le acierte en el cerebro, y habrás resuelto todos los que tienes ahora.