33

—¿Ogilvy? —preguntó Zibelinski.

—Exacto. En aquella época cazó más de quinientos elefantes, y aún es un tío duro. Quizás pueda contratarle.

Wilson se encogió de hombros.

—Traedlo aquí. Si accede a ir, ya tiene el puesto.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte? —pregunté.

Wilson no respondió.

—¿Me has oído?

Me miró con rostro inexpresivo; luego, se enderezó ligeramente en la silla.

—¿Cuánto? —repitió—. Eso depende de los elefantes y de mis guías, Pete. Si ese Ogilvy resulta otra doncella, tendré que quedarme meses, pero con que sea un profesional, sólo la mitad de hombre que Kivu, no tardaré mucho.

—¿Y la película?

Hizo un gesto de indiferencia.

—¿Quieres dejar de importunarme? ¡Cristo bendito!, ¿no tengo ya bastante?

Me alejé de él. Una hora después apareció el viejo guarda de caza. Era un hombre enorme, que pesaba más de cien kilos. Vestía sólo una camisa y unos desastrados pantalones cortos de color caqui. Los tobillos y las pantorrillas desnudas dejaban ver redes de venas muy gruesas. El cabello largo y gris, bien alisado a lo largo del cráneo, parecía un vegetal húmedo que coronaba un semblante fofo. El pasado debía de haber dejado en él muchas huellas, porque guardaba un gran parecido con los animales que había cazado; era igual que un elefante sin trompa. Se plantó en medio de la cabaña, con las piernas abiertas y los enormes pies casi enterrados en la arena.

Los modales de Wilson cambiaron en una décima de segundo; todos sus encantos surgieron a la vez desde lo más profundo de su cerebro para representar una escena espantosamente familiar: la sonrisa juvenil, el fuerte apretón de manos, la zancada desenvuelta hacia la víctima y aquella manera de ladear la cabeza al decir: «Bueno, señor Ogilvy, estoy encantado de conocerle». Parecía cálido y sincero, mas para mí era un viejo verde acosando a una jovencita con las acostumbradas palabras: «¿Por qué no te habré encontrado antes?». Lo había oído demasiadas veces y lo había desaprobado otras tantas. Estaba tan harto de él y de sus rutinas que prefería ahorrarme el cortejo al cazador de elefantes.

—¿No quiere tomar algo, señor Ogilvy? —canturreó Wilson.

Abandoné la cabaña. Cuando volví para la cena, el negocio estaba cerrado. Ogilvy, Kivu y Wilson se sentaban juntos, haciendo planes.

—Cazaremos aquí mañana —anunció Wilson—. Si no hay suerte, iremos a la desembocadura del Semliki, de donde procede Kivu. Su poblado está en la mejor zona de elefantes y búfalos del entorno del lago Alberto.

El viejo cazador asintió.

—En el país del Semliki no nos llevará más de una semana cazar un elefante. Señor Wilson, tendrá usted unos colmillos que colmarán su orgullo, e incluso un par de cráneos de búfalo para hacerles compañía sobre la chimenea.

—¿Seguro que no quieres venir, chaval? —añadió en tono sarcástico—. Creo que abundan las gallinas de guinea; hasta puede que encuentres un par de patos.

—Vuelvo a Stanleyville con los otros.

Cuando Kivu nos dejó, nos sentamos a comer. Wilson hablaba con Ogilvy, haciendo caso omiso del resto de la concurrencia. La única vez que se dirigió a Delville fue para hacerle un reproche.

—Tendríamos que haber ido a la zona del Semliki al principio. Está a unos cincuenta kilómetros de aquí. Habríamos podido llegar en una embarcación y volver al día siguiente.

—Lo siento, no se me ocurrió —dijo Delville tristemente.

Wilson sacudió la cabeza y añadió en un tono lleno de ironía y falsa piedad:

—No se te ocurrió ¿Y tú eres guarda de caza, René? ¿Cómo conseguiste el trabajo?

Abandoné la mesa y me dirigí lentamente hacia la carretera, fuera del campamento. Estaba disgustado, en parte conmigo mismo y en parte con él. Tenía que alejarme de Wilson lo antes posible, ya no podía aguantar su acento sarcástico, ni asistir al padecimiento de sus víctimas. Cuando se me pasaba por la cabeza lo mucho que le había apreciado, me sentía aún peor. A los pocos minutos oí unos pasos detrás de mí; era Wilson que surgía de la oscuridad.

—¿Qué te pasa, tío? —preguntó agresivamente.

—No me pasa nada. Estoy dando un paseo.

—Eres un puñetero mentiroso.

—¿Y qué? No es nada malo.

—¿Por qué no desembuchas, en vez de cocerte en tu propia salsa como una mujer arrojada a puntapiés del lecho?

—¿Qué tendría que decir?

—No es lo que digas, es que te comportes como un hombre para variar.

—Muy bien. Tú lo has querido. Estás loco o eres el hijo de puta más egocéntrico y más irresponsable que he visto en mi vida. Pareces un niño mimado que se ha quedado sin su globo, un memo de Hollywood, que se dedica a lanzar arrullos y sonrisas al primero que le dice lo que quiere oír. Les lames el culo y te arrastras ante ellos, pero cuando no te dan lo que quieres, los dejas en la estacada. Todas tus amistades se basan en lo mismo: o quieres algo de la gente o pretendes desenmascararla demostrando tu superioridad, pasando por encima de todo y de todos para realizar tus deseos. Estoy harto de verlo; ya he asistido demasiadas veces al espectáculo.

No se irritó; parecía vagamente interesado, como si estuviéramos hablando de un tercero por el que ninguno de los dos sintiera gran aprecio.

—No te falta razón. Pero ¿es eso todo? ¿De verdad, has acabado?, porque creo que deberías vomitarlo entero, si es posible.

—No, no he acabado —repliqué. Mientras yo continuaba, se adaptó a mi paso—. Sabes, la gente siempre decía de ti que eres una personalidad destructiva, que vas sembrando cadáveres a tu paso: mujeres, amigos, socios. Yo no lo creía, de hecho, siempre te he defendido. Pero ahora sé que tenían razón, que eres exactamente eso. Un tío con un ego tan enorme que aplasta todo lo que le rodea, y si ya no le queda otra cosa, busca un animal o cualquier ser indefenso que se cruce en su camino.

—Puede que sí —observó desinteresadamente—, pero ¿a qué viene decirlo ahora? ¿Te he hecho algo?

—Poca cosa, salvo demostrarme que eres más valiente que yo. Pero lo que me revuelve las tripas es contemplar tu forma de funcionar. Por eso te lo digo ahora.

—Bueno, puesto que ya lo has soltado, te puedo preguntar si nunca se te ha ocurrido verlo desde mi perspectiva.

—¿Qué quieres decir?

—Sólo esto, que toda la gente que he destruido eran tíos que andaban por ahí vagueando, a la espera de sacar algún provecho de mí o de vivir a mi costa. Prometían cosas porque esperaban los dividendos, y cuando no cumplían lo pactado, sí, entonces los he dejado atrás o los he abandonado. Como pienso abandonar ahora durante algún tiempo la película, a Landau e incluso a Delville. Pero al final obtienen lo que buscan; tú, por ejemplo, que has sacado un viaje a África, o Landau, que, en definitiva, tendrá su película, o Laing, que ha ganado un montón de dinero con el alquiler de los aviones, o Delville, que ha disfrutado de una semana de caza gratuita. Si ellos me utilizan, ¿por qué no puedo utilizarlos yo?

—¿Y Kivu? Supongo que te está utilizando para introducirse en el círculo de los criados negros de Beverly Hills, de modo que si muere de nostalgia disfrazado de chófer, le estará bien empleado.

—En absoluto. Te equivocas. Kivu es la excepción que confirma la regla, porque ya ha declinado mi oferta. Prefiere quedarse a cazar en su poblado natal. Por eso he oído hablar de ese sitio. Así que no puedo abandonar a Kivu porque no está corrompido, ni destruirlo porque no es un vago. ¿Me sigues?

—Te sigo. Incluso me adelanto, porque sé que se trata sólo de una justificación para ir de una persona a otra. Ese afecto enfermizo e itinerante por un montón de personas, acaba por no ser ni afecto ni nada.

Wilson asintió lentamente. Recordé que uno de sus características más irritantes consistía en la habilidad para mostrar un repentino acuerdo con la persona que le atacaba.

—Puede ser. Puede que tengas razón en todo. Un afecto enfermizo e itinerante… bien, puede ser…

Permanecimos en silencio, contemplando las estrellas sobre la negrura del lago.

—Verás —comenzó a decir con lentitud—. Lo pensé durante muchos años, hasta que decidí que, ogro o no, prefería ser yo mismo, porque no sé vivir de otra forma. Fue después de una historia de amor muy especial, una primavera en París —rio para sí—. Oh, todo era propicio para el amor, desde el fondo hasta el verde de los árboles y el frío de París. La ciudad era un sueño, un sitio espléndido, concebido para el amor —sonrió, sacudiendo la cabeza—. Había depositado mi afecto en un jockey, un tipo pequeño y delgado, de semblante triste, que hablaba con acento de Kentucky. Me lo llevé a vivir a un hotel grande y lujoso de la orilla derecha, donde disfrutábamos de una habitación llena de espejos y edredones de color rosa, con los sanitarios de Jouy. Era un tipo maravilloso, no físicamente, desde luego, porque contemplarle cuando se levantaba, en ropa interior, con las piernas delgaduchas, rascándose el culo escuálido, resultaba más bien repugnante. Pero ¡ah!, por la tarde ya era otra cosa… en Longchamps o en St. Cloud, cuando se dirigía al paddock llevando sus colores y sus botitas lustrosas. Le izaban hasta el caballo, y entonces el amor brotaba de nuevo. Tendrías que haberle visto, Pete, allí sentado, cuando se remetía el látigo por la pierna para ajustarse la cincha, se alejaba del paddock y las campanas daban la salida en la tribuna. Yo le enfocaba con los prismáticos para observar la carrera. Dios mío, aquello merecía la pena. Ganara o perdiera, el corazón se me subía a la boca siempre que veía a Jackie surgir entre los caballos o alejarse del grupo.

Y no se trataba de que fuera bueno, sino de algo mucho más importante. Con él, las cosas resultaban sencillas y limpias. Nunca te mareaba con los detalles. En el baño de vapor, en el paddock o en la rueda de los favoritos, siempre era un hombrecito limpio, que mantenía la boca cerrada y los ojos abiertos. Un auténtico profesional. Por eso le admiraba y le quería… ¿Comprendes lo que quiero decir?

Yo me armaba de paciencia. Era típico de él desgranar una historia larga y retorcida en un momento así; formaba parte de su filosofía, a medias fingida y siempre imprecisa y mística. Se dio la vuelta y comenzó a caminar despacio por la carretera.

—No había sexo, naturalmente —continuó—, porque ni él ni yo estábamos hechos así, pero le quería, no lo dudes, con ese amor difícil de olvidar porque es un artículo raro, una cosa fuera de lo común.

Yo intentaba verle la cara para comprender qué significaba y qué ocultaba aquella sátira. ¿Se reía de mí o de él mismo? Pero, me fue imposible deducirlo de su expresión.

—Has estado alguna vez en el hipódromo de París, ¿verdad?, cuando los árboles tienen un verde aún tierno, antes de que los intoxiquen los humos de los coches o el sol les abrase los bordes. La grava parece casi blanca a la luz del sol, el cielo tiene un azul muy particular y los personajes que te rodean son esos tíos extraños y bien parecidos que van allí a sacarle un extra a su endeble moneda, a jugarse el alquiler y la factura de la tienda, arriesgando lo que ya tienen por lo que podrían tener. Bueno, después de las carreras, íbamos a la ciudad —suspiró nostálgico, antes de seguir—. A los bistrós y los cabarets.

—¿Y qué enfrió esa pasión tan especial?

—Como tú dices, soy destructivo, ¿iba a dejar de serlo aquella primavera parisina? Jackie y yo alternábamos mucho, porque no puedo quedarme en la habitación de un hotel, a no ser que esté con una mujer. Frecuentábamos los restaurantes, tomábamos aquella deliciosa comida, nos emborrachábamos con champán… en fin, Jackie comenzó a ganar peso. No un poco, no creas; bastante. Tendría que dejar la comida tres días antes de correr, y pasarse diez horas en el baño turco el día anterior; cuando le izaran al caballo, le flaquearían las piernas. Bien, sabía lo que estaba haciendo, pero no podía detenerme. ¡Qué coño! ¿Era yo el que corría? ¿Era yo el que debía dar el peso? A santo de qué tenía que hacer la vida de un jockey, porque lo fuese mi amigo. Egocentrismo, como tú dices. Supongo que tuve la culpa, y supongo que le destruí. Al final, desaprovechó un favorito a tres metros de la meta, sin un solo caballo al lado, y se fue cuesta abajo en un deslizamiento glorioso. Y con él se fue también mi amor, porque perdió la afabilidad y se volvió desagradable; gritaba, me hablaba con ironía; dejó de apetecerme tenerle a mi lado. Te resulta familiar, claro. Bueno, por fin, derrotado, volvió a los Estados Unidos. Fue el tío más valiente que he conocido, hasta que encontré a Kivu. A decir verdad, Jackie se parecía mucho a este negrito, creo que por eso lo he recordado. No salía con su lanza a enfrentarse a la caza mayor, pero, en realidad, lo hacía, aunque fuera un oficio, y cuando posaba el culo en el caballo, se entregaba por completo —hizo una pausa—. Para mí, son ésos los hombres que valen. Cuando caen, se despeñan hasta el fondo, sin frenos, sin nada que pueda salvarlos. Mueren como vivieron… o se hunden en el olvido de la misma forma. Pronto y para siempre, como le pasó a mi jockey. Nunca volvió a triunfar; intentó de todo, sin ningún resultado. Ya no era nadie, se había desmoronado aquella primavera en París.

—¿Y cuál es la moraleja del cuento?

—Bueno, a mi parecer ésta. Tal como yo lo interpreto no se destruye a nadie que no lo esté ya a medias, del mismo modo que no se puede estafar a quien no ande ya medio arruinado o quiera meterse en un negocio turbio. ¿Por qué coño habría de ser responsabilidad de un solo hombre? Si te has enterado por mí de que no eres tan valiente como creías, ¿tengo yo la culpa? Antes o después, habrías acabado por descubrirlo. Oh, lo admito, es poco agradable por mi parte haber contribuido a hacer la luz en tu espíritu, pero por Dios que no fui yo quien puso en él la cautela, ni quien lo ha descubierto. Tampoco he forzado a nadie a firmar esta película que, según tú, voy a arrojar por la borda. Ni he obligado a ninguna mujer a meterse conmigo en la cama o a casarse. Siempre me he preocupado de mí, siempre he tomado el camino que quería, sin pensar en el resultado final.

—Y eso no es inmoral, supongo.

—Claro que lo es —respondió rápidamente—. Pero yo no me las doy de moral como tú. ¿No estableces juicios morales?, entonces tendrás que ser consecuente. A mí no me interesan. Yo sigo mi camino, intento vivir un poco antes de morirme.

—Hago juicio morales e incluso estoy dispuesto a ser consecuente con ellos.

Mostró un total acuerdo.

—Muy bien, ya está. Por eso te vas mañana. Por eso me juzgas y me condenas, e incluso te morirás de risa si caigo en la embestida de un elefante. Pero aprovecha para aprender algo de mí, chaval, aprovecha.

—Creo que ya lo he aprendido —dije, aunque no estaba tan seguro; no en ese momento.

—Muy bien. Eso es lo que importa, que saques algo de todo esto, especialmente si eres escritor.

—De acuerdo.

—¿Quieres decir algo más?

—¡Bah!… vete al carajo —dije, sin mucha convicción.

Sonrió encantado y me dio una palmada en la espalda.

—Pete, me habías asustado. Ahora estoy seguro de que continuamos siendo amigos.

Me aparté de él. A fin de cuentas, había conseguido ridiculizar mis palabras.

—Pero, mi disgusto no es sólo por la parte que me afecta —dije—. Puede incluso que tengas razón y que no sean sólo tus encantos y tus mimos lo que atraiga a la gente; es probable que intervengan sus propios intereses; es lo de menos. Lo encuentro ligeramente repugnante, nada más. Lo peor es la irresponsabilidad hacia ti mismo y hacia tu trabajo, tu arte, si es que pretendes ser un intelectual. Lo eludes, dedicas todos tus esfuerzos a un caballo, a un jockey o a cualquier pasión ajena; nunca estás a la altura de tus auténticos compromisos. Quizás pretendes curarte en salud ante el fracaso, no lo sé. Pero esta vez es peor, porque estás poniendo en peligro el éxito de la empresa por satisfacer un deseo personal, que sólo te atañe a ti. Deja de escupir sobre tu oficio. Deja de hacer cosas que nunca han estado tan cerca de arruinar el resultado. Esta vez estás tirando por la borda hasta el trabajo más mecánico; vas a dirigir una película que, bien lo sabes, hace ya tiempo que has abandonado. Y ¿por qué?, ¿para qué? Para matar un elefante, para acabar con uno de los seres más fabulosos y más nobles que caminan por este miserable mundo. Un acto repulsivo, que te convertirá en un miserable. Ahora no están en el circo, haciendo el ridículo; los he visto en la realidad, John, y sé lo que digo. Y para matarlo estás dispuesto a olvidarte de todos nosotros, dispuesto a continuar hasta el final con este puto espectáculo. No te engañes, ya no te empuja la pasión, sino el deseo de eludir tus responsabilidades. La pasión podría ser una excusa, pero ahora se ha convertido en un delito, porque matar un elefante es un crimen que estás dispuesto a cometer a costa de destruirlo todo. Si expusieras la película por una mujer, por un trabajo mejor o porque de pronto estás harto del asuntó, lo comprendería. Esto no puedo digerirlo.

Por unos instantes, Wilson adoptó una expresión seria. Mientras daba una calada, como reflexionando, al cigarrillo, comprendí que alguna de mis palabras había hecho mella en él. La mayor parte, no se me escapaba, se había perdido en el aire nocturno de África, pero algo le había calado, de una forma extraña, como solía ocurrir en su caso; algo había sacudido el blindaje de su proceso de pensamiento. Ahora se concedía una pausa para sopesar la respuesta. Le conocía bien, pensé.

—Mira, chaval —dijo, tras un largo silencio—, te equivocas. Matar un elefante no es un crimen. Es algo más. Un crimen… ¡qué coño!, no es para tanto. Pero esto sí, esto es un pecado, ¿lo comprendes?, un pecado; así de sencillo. El único que puedes cometer comprando una licencia. Por eso lo deseo más que ninguna otra cosa. ¿Lo entiendes?