32

Mientras escudriñábamos delante de nosotros, llegó una brisa agradable, y con ella un olor extraño y rancio, como el del circo, aunque más salvaje y más fuerte. En ese preciso instante, resonó un barrito. Los nativos murmuraban detrás de nosotros, sin quitar los ojos de la dirección señalada por Hodkins. Entonces, vimos las moles grises moverse lenta y majestuosamente entre los árboles. Avanzaban hacia nuestra derecha, como desfilando ante nosotros en una caravana continua; lentos, pero seguros, con la regularidad de un grupo de acorazados que se dirigen a puerto; jamás una cosa viva me había parecido tan indestructible.

No tenían nada en común con el resto de la caza; no había rastro de temor o de huida, como inmediatamente se palpaba en el caso de los antílopes o de los cerdos salvajes. Ocurriría, naturalmente, cuando nos vieran o cuando abriéramos fuego, pero ni siquiera entonces habría miedo. Ellos eran de la tierra y la tierra era suya. A su lado, parecíamos intrusos, criaturas perversas de otro planeta, feas y mal formadas, carentes de dignidad.

—Bueno, por Dios bendito —susurró Wilson.

Por primera vez, desde que le conocía, sus habituales palabras de saludo resultaban adecuadas, porque los elefantes tenían algo que ver con Dios y con el milagro de la creación, de ahí la sensación de habernos trasladado a otra era, a un mundo que había dejado de existir mucho tiempo atrás. No transmitían tanto la idea de la jungla y la vida salvaje como el sentimiento de una edad irrecuperable.

—Hay más de treinta —susurró Hodkins—. Hembras y crías, y unos cuantos machos.

Cuando me pasó los binóculos, vi los cuerpos flojos e imponentes, como envueltos en grandes cortinas grises, avanzando a paso lento entre la miniatura de los árboles. Los más grandes tenían unos círculos oscuros alrededor de los ojos, parecidos a la piel cetrina del semblante de los viejos, y unos andares típicos del hombre en la decadencia física, al que ya no urge nada. Al bajar los prismáticos, vi que Wilson saltaba del camión. Delville ya estaba en tierra, junto a Kivu.

Wilson se me quedó mirando.

—¿Listo, Pete?

Negué con la cabeza.

—Tres ya sois demasiados. ¡Adelante!

La respuesta le sorprendió.

—¿No vienes?

—No, John. Adelante.

Se acercó al camión.

—Oye. Nunca te he dado muchos consejos, ni te he obligado a hacer nada que no quisieras, pero esto es distinto. Tienes que venir; te lo ruego encarecidamente, como amigo…

—Adelante, John. Te espero aquí.

Ni el sitio ni el momento resultaban adecuados para decirle que nuestra amistad había quedado aquel mediodía en la carretera, que si la hembra había salvado la vida, nuestra relación no había tenido tanta suerte.

—Te arrepentirás mientras te quede memoria —dijo con calma.

—Ya te dije que no quería cazar elefantes, John.

Sacudió la cabeza.

—No se trata de eso. Si no vienes es porque eliges la seguridad, porque estás asustado, y tú lo sabes.

—Muy bien, lo arrastraré toda mi vida, supongo.

Se dio la vuelta y, con un ademán, ordenó a Kivu que abriera camino.

Contemplamos las tres figuras pequeñas avanzando tras sus enormes presas. Aunque malignas, indignas e incoherentes, no se les podía negar el valor. Llevaban rifles poderosos, pero parecía imposible que pudieran medirse con las inmensas criaturas que pretendían matar.

—Es probable que haya por aquí un arroyo —susurró Hodkins—. La familia vendrá de tomar su baño nocturno.

Volvió a pasarme los prismáticos. Algunas de las crías corrían detrás de sus padres. De repente, surgió desde un seto una figura aún más imponente, que, por sus movimientos, aparentaba ser el orgullo de la manada. Los colmillos, largos y curvados, le llegaban a unos centímetros del suelo. Como Kivu y los otros también le habían visto, se apresuraron con gran agitación. El elefante movió las orejas lentamente hacia adelante y luego se las sacudió de nuevo contra la cabeza.

—El viento sopla en buena dirección —dijo Hodkins—. Les permitirá acercarse fácilmente.

—¿Qué hacemos? —pregunté—. ¿Les seguimos a pie?

Hodkins dudó.

—Me parece que sin un rifle potente a mano, sería mejor quedarnos aquí, cerca de aquel árbol grande.

—Estará abarrotado —dije.

Dos o tres nativos comenzaban ya a encaramarse. El conductor corría hacia él. Por el camino echó un vistazo al camión, pero el instinto de conservación se impuso enseguida al sentido del deber.

Nosotros permanecimos en el camión abandonado para observar el acecho de los cazadores. Kivu se movía rápido y seguro, atajando hacia los elefantes. Los dos blancos le seguían, arrodillándose ocasionalmente en la hierba y atisbando la caza.

—Tendrán que apresurarse —dijo Hodkins—. Dentro de quince minutos no habrá luz. Los animales habían avanzado bastante, pese a la lentitud de sus andares, de modo que pronto se hicieron menos visibles. Wilson y sus dos compañeros habían desaparecido por completo.

—Convendría seguirlos —dijo Hodkins—. Si se alejan demasiado, los perderemos.

Saltó para introducirse en la cabina del camión. El arranque sonó más lento y el motor no respondió. Hodkins se apeó, encaminándose al árbol donde los tres nativos habían buscado refugio. Los oí hablar; luego, volvió adonde yo me encontraba.

—Si no emplean la manivela, nunca arrancaremos esa puta cosa.

—No quieren volver, ¿verdad?

—Les concederemos unos minutos; esperan el primer disparo.

Pero, aunque lo esperamos en medio de una gran tensión, no se produjo ningún sonido. Había oscurecido; ya no se apreciaba otra cosa que el perfil de los árboles y los matojos contra el cielo veteado. Arrancamos el camión con una manivela que Hodkins había tomado de debajo del asiento delantero. Los chicos saltaron enseguida del árbol; el conductor ocupó su asiento. Hodkins se situó de pie en el estribo, cerca de la cabina. El coche disponía sólo de un faro, que reflejaba una luz amarillenta y desvaída; todos nos dábamos cuenta de que emprendíamos un viaje peligroso. No distinguíamos los baches profundos, ni las enormes piedras, hasta que los teníamos debajo, de forma que Hodkins tuvo que gritar varias veces para que el conductor eludiera los obstáculos. Al cabo de un momento, le ordenó detenerse.

Nos quedamos a esperar en un claro, oyendo el funcionamiento irregular del motor bajo el capó. Hodkins se encaramó a la misma posición que le había permitido avistar los elefantes.

—Mala cosa —dijo—. Nunca los encontraremos; habrá que confiar en que Kivu vea nuestra luz.

—Me sorprende no oír tiros —dije.

—Quizás no hayan tenido oportunidad. Oscurece muy aprisa.

El conductor volvía a quejarse. Hodkins tuvo que gritarle, haciendo acopio de toda su autoridad.

—Están asustados. Temen que nos sorprendan aquí.

Tomó uno de los rifles pequeños.

—Puede que tengamos un pequeño motín en marcha.

Permanecimos allí hasta que sólo quedaron trazas de luz en el cielo. Ahora se lamentaban todos los nativos. Hodkins volvió a subirse al estribo y avanzamos lentamente. Yo no distinguía nada. Cuando ya comenzaba a pensar que Wilson y los otros estaban irremediablemente perdidos, la mirada perspicaz de Hodkins captó un movimiento entre las matas situadas a nuestra derecha. A una orden suya, se detuvo el camión.

—Ahí están. Veo la camisa de John.

A los pocos minutos, oíamos sus voces. Lentamente, llegaron a nuestra altura y saltaron al camión.

—¿Qué ha pasado, John? —preguntó Hodkins.

Wilson movió la cabeza, sin responder.

—¿Habéis llegado hasta ellos?

Delville lo negó con un gesto.

—Hemos estado muy cerca, pero no le he dejado disparar. Si matamos al grande y las hembras cargan contra nosotros, yo habría tenido que disparar. No es buen asunto para un guarda de caza tirar a una hembra que lleva a su cría.

Wilson encendió un cigarrillo. Parecía muy calmado, muy contenido.

—Tendríamos que haber aprovechado la oportunidad, René —dijo, como zanjando una discusión que se hubiera prolongado mucho tiempo.

—Lo siento, John. Es un riesgo que no puedo correr.

—Muy bien, estupendo —dijo con irritación—. No tiene sentido volver sobre ello. Tú piensas una cosa y yo otra. Tú sigues tu camino, así que dejémoslo correr.

Volvimos lentamente. Hodkins ocupó el estribo hasta que encontramos la carretera. A partir de ese momento, nadie dijo una palabra mientras avanzábamos vacilantes, en la noche fría y húmeda, por la orilla del lago.

Paget y Zibelinski nos esperaban ansiosos en la cabaña principal. El grupo entró con aire desanimado. Wilson se acercó a la barra y pidió un whisky.

—¿Sin suerte, otra vez? —preguntó Paget.

—No exactamente —respondió Delville—. Encontramos una manada de elefantes, pero había demasiadas hembras. No podía dejarle disparar.

Wilson se sentó en su silla habitual, con un vaso de cerveza lleno de whisky hasta la mitad.

—El honor de René como guarda de caza del Congo ha quedado en entredicho —comentó con rencor.

—Era un riesgo para todos —replicó con vehemencia Delville—. Para el camión, para el campamento, para los demás. Las hembras se convierten enseguida en animales solitarios y peligrosos cuando llevan una cría. Y, de ser así, ten por cierto que habrías creado un problema grave.

—Tiene razón —confirmó Paget—. En Kenia y en Tanganica han conocido manadas peligrosas que se produjeron de esa forma, y han tenido que salir a matar a todos los putos bichos.

Wilson empujó el cubito de hielo hacia el fondo de su vaso.

—Muy bien, olvidado. Mañana volveremos tras ellos.

Delville se armó de valor.

—Por la mañana —puntualizó—. Por la tarde nos vamos.

Wilson guardó silencio, sin apartar la vista de su bebida. Luego, lentamente, se alzó.

—Tú puedes irte si quieres. Yo me quedo.

Le miré con sorpresa.

—La compañía llegará a Stanleyville pasado mañana, John.

—También puedes irte tú. Yo me quedo.

—John, ¡por los clavos de Cristo!, sé razonable.

—Soy razonable. No me importa que lleguen un día u otro. Yo me quedaré aquí hasta que tenga el elefante.

—Pero necesita alguien —dijo Delville—. No puede ir solo. ¿Por qué no vuelve dentro de dos semanas?

Negó con la cabeza.

—No me discutas. Yo me quedo. Paget podría venir conmigo, pero si no quiere, lo haré solo.

—Es cierto, John —dijo Hodkins—, ir solo resulta demasiado peligroso.

—Kivu vendrá.

—Vamos, John, por Dios bendito.

—No me dores la píldora, ni intentes engatusarme, ¡coño! Yo me quedo. Tú puedes irte al carajo. Me basta con Kivu y el camión.

Se produjo un largo silencio.

—Yo iría —dijo Paget—, pero tengo que ocuparme de mi equipo.

Se volvió a Zibelinski.

—¿Y aquel tío de la pesquería? ¿Cómo se llama? Ése que a veces hacía de guarda de caza en Zambezi.