31

Desgraciadamente, el buen humor de Wilson duró poco, porque la presencia del camión no solucionó sus problemas. Al día siguiente, la frustración fue aún peor. Después de madrugar, salimos rodeando el lago Alberto. Kivu se sentó en la cabina, junto al conductor rebelde, para guiarle hacia el lugar donde había visto las huellas de elefante. Allí nos desviamos y seguimos las enormes marcas a campo abierto; el camión se adentró por un terreno más escabroso, en el que apreciamos incontables manadas de antílopes. Después de la salida del sol, pasamos junto a una familia de cerdos salvajes. Nos paramos a verlos trotar entre la maleza, olisqueando la hierba con los hocicos negros y puntiagudos. Al poco rato, descubrimos un numeroso grupo de monos entre los setos de roble, que se alejaron de nosotros a la carrera. El campo bullía de caza, pero yo no sentía ningún deseo de tirar; me bastaba con verla moverse a mi alrededor.

—Lástima que no podamos tirar a un cerdo —dijo Hodkins—. Los pequeños tienen un sabor exquisito.

—No hay que arriesgarse —advirtió Wilson—. Puede haber elefantes en un radio de noventa metros.

Delville asintió con prudencia.

—Es mejor no disparar hasta que encontremos lo que buscamos.

Habíamos llegado al pie de la montaña situada tras el campamento. A partir de allí, continuamos a pie porque los árboles formaban densos bosquecillos, demasiado apretados para el acceso del camión. El sol salía cuando comenzamos a ascender la montaña, donde las zarzas de la espesura se nos enganchaban en los pantalones. Kivu, Wilson y su porteador desaparecieron enseguida de nuestra vista. Comprobé que eran las once en punto en mi reloj. El cielo estaba despejado y el calor era ya muy intenso. Las nubes del fondo se elevaron súbitamente, dejando ver las cimas del Ruwenzori, las Montañas de la Luna. Hodkins sacó los prismáticos y contemplamos las extensiones nevadas, tenues manchas inmaculadas a lo largo de las líneas de la cordillera, cuya pulcra blancura destacaba en el gris de las rocas de los precipicios.

—Tenéis suerte —dijo el piloto—. Es muy raro ver esas montañas. Según los nativos, nadie las ve más de una vez cada seis meses.

Los nativos se protegieron los ojos para otear las cumbres distantes, hasta que volvieron a esconderse tras una nueva masa de nubes. Regresamos al camión para esperar a los otros. El enfado del conductor secuestrado no había disminuido. Aquella ruta era muy dura para un camión y el muchacho temía que se quejara su amo, a pesar de que Delville le explicó que no le echábamos la culpa y le prometió acompañarle por la noche a la pesquería para contar lo ocurrido, pero el nativo no creyó ninguna de las dos cosas. Permaneció sentado en la cabina, fumando los cigarrillos que le habíamos dado, sin hacer caso del calor y sin decir palabra, con la gorra azul encajada hasta los ojos para no vernos.

A la una volvió el porteador de Wilson. Este último había decidido, de acuerdo con Kivu, continuar la búsqueda en el momento de mayor calor del día. El camión nos devolvió al campamento. Después de comer, retornamos en el mismo vehículo al lugar donde habíamos dejado a los otros. Allí, esperamos una hora a la sombra, hasta que, a punto de oscurecer, reapareció Wilson. Traía un aspecto terrible, como si hubiera adelgazado aún más, con la cara cubierta de una espesa barba y los ojos vidriosos.

—Se han ido. Han desaparecido como por encanto. ¿Estás seguro de haberlos visto ayer?

—Sin duda —contestó Hodkins—. Todos los vimos.

—¿No sería una broma?

—¡Por supuesto que no!

Wilson hizo un gesto de asentimiento e intentó saltar a la plataforma del camión, pero se venció hacia atrás, dio un traspiés y quedó sentado en el suelo. Durante mucho tiempo, ni siquiera intentó levantarse.

—¿Estás bien, John? —pregunté. Parecía increíblemente débil y delgado. Delville le ayudó a ponerse en pie, y Hodkins y yo le aupamos hasta el vehículo.

—Estoy bien —dijo despacio. Se sentó entre los rifles, sosteniéndose la cabeza con las manos, y empezó a toser. Le eché mi chaqueta de caza por los hombros empapados. Los nativos le contemplaban con caras de susto. Kivu entró a la cabina y salimos hacia el campamento.

Inmediatamente antes de cenar, Delville le dijo a Wilson que proyectaba irse con el camión. Wilson yacía en su cama, con el mosquitero remetido por el colchón, de modo que apenas se le veía la cara bajo la gasa blanca.

—No piensas volver, lo sé. Y aunque quisieras, ellos no te dejarían.

—Le doy mi palabra de honor.

—No te lo permitirán; te dirán que necesitan el camión.

—Tienen un jeep; pueden utilizarlo los dos próximos días.

—¿Por qué sabes que accederán? Te estás arriesgando. Si mañana no contamos con el camión, dará lo mismo que volvamos a Stanleyville y nos olvidemos de los elefantes.

—Contará con él —dijo Delville, muy cerca de la cama—. Se lo prometo.

Wilson se derrumbó en la almohada.

—De acuerdo, René. ¿Qué puedo añadir? —replicó, herido y derrotado.

Paget y Delville se fueron con el conductor. Volvieron a las diez de la noche y se les sirvió una cena fría, consistente en huevos fritos y carne de cerdo en conserva. Wilson, que cenó en su cabaña, se había quedado dormido sobre el plato. Los demás nos sentamos en la barra a tomar té frío, con un humor tétrico.

—Tenemos que salir pasado mañana, René —dije.

El belga asintió con un ademán. En tres días, había experimentado un profundo cambio: desaparecieron sus modales bondadosos y risueños y perdió mucho peso. Se le veía desmejorado, con el rostro abrasado por el sol; además, había adquirido la tendencia a mantener la boca abierta cuando escuchaba.

—Lo sé. Tengo que volver a la oficina; hay mucho trabajo.

—¿Qué hacemos mañana si no encontramos nada? John nunca querrá irse.

—Tendrá que hacerlo —dijo Delville—. Ya he pedido el coche.

—¿Lebeau de nuevo?

—No, otro coche de Tatsumu. Una furgoneta que nos esperará en la pesquería; hasta allí iremos en el camión.

—¿Qué les ha parecido que retuviéramos el camión? —preguntó Hodkins.

Delville se encogió de hombros.

—Lo esperaban.

—Pero no están contentos, se lo aseguro —puntualizó Paget.

—Nadie está contento —añadió Hodkins.

—Wilson es el que mejor está, al menos duerme —dije yo.

—Estará soñando con los elefantes —dijo Delville con esperanza—. Quizás mate uno grande en sueños.

—No le bastará —dije.

A la mañana siguiente, el cielo amaneció encapotado y la lluvia nos sorprendió al salir del campamento. Como íbamos en la plataforma, el agua nos caía en la cara y empapaba el suelo de madera bajo nuestros pies. De nuevo, tomamos la carretera, pero, esta vez, en lugar de doblar hacia las colinas, continuamos por el borde del lago. Tras una ligera elevación del terreno, nos encontramos subiendo los acantilados que se asomaban directamente al lago. Con la lluvia, las colinas parecían más verdes que nunca, bajo las pesadas nubes negras que colgaban de sus cimas. Nadie hablaba. Wilson iba sentado sobre un cajón, de espaldas a las montañas, protegiendo su rifle del agua.

—¿Adónde vamos esta mañana, John? —le preguntó Hodkins.

—A un sitio que conoce Kivu; dice que en esta época del año van allí los búfalos y los elefantes.

—¿Cómo lográis comunicaros? —pregunté.

—Nos las apañamos. ¿Sabes que esta mañana le he preguntado si quiere venir conmigo a los Estados Unidos? Zibelinski ha actuado de intérprete.

—¿Y qué ha dicho?

—Bueno, como es lógico no puede tomar una decisión semejante en un momento, pero lo va a pensar.

—¿De verdad se lo has mencionado? —preguntó Hodkins.

—Desde luego. He hecho otras cosas más difíciles.

—Pero ¿qué vida puede hacer allí?

—Viviría en mi granja —dijo Wilson, como si fuera una idea razonable y cuerda— y trabajaría con Zeke y Nancy; en otoño le llevaré a cazar a Montana y a Idaho.

Zeke y Nancy eran los dos criados negros de Wilson; llevaban años en su casa, y eran, con mucho, los miembros más sensatos de la familia.

—Se helará en Montana —dije.

Wilson me dirigió una mirada larga y desesperanzada.

—Es todo un hombre. Saldrá adelante.

Era evidente que tomaba la idea en serio. De México se había traído un mono y un gran número de máscaras precolombinas. Ahora, para demostrar que había estado en África, quería unos colmillos de elefante y un nativo. Tratándose de Wilson, me pareció tan poca cosa como recoger un perro extraviado.

—¿No te da miedo trasplantar así a un ser humano? —preguntó Hodkins—. Supón que lo detesta, que se asusta o se pone enfermo.

—No le ocurrirá —dijo Wilson—. Al fin y al cabo, no tendrá que ir todos los días a la Warner Brothers.

Cuando se detuvo el camión, Kivu saltó de la cabina. Su rostro oscuro y arrugado seguía con una mirada penetrante nuestros desmañados movimientos al aproximarnos por la hierba seca.

—¿Cuándo te lo dirá? —pregunté a Wilson.

—Oh, mañana o pasado.

Capté la mirada de Delville. Al parecer, Wilson no tenía intención de salir al día siguiente. El belga se limitó a encogerse de hombros, sin decir nada, ocupando su puesto en la caravana.

El camino en el que nos encontrábamos era muy distinto del de las llanuras que circundaban el campamento. Había una honda grieta en el terreno, bordeada de enormes árboles, y la vegetación nos sobrepasaba en más de tres metros. Nos movimos en fila india a lo largo del arroyo, mirando hacia la sima ancha y húmeda. Mientras nos escurríamos en la tierra mojada, vi una pequeña corriente al fondo del cañón, por cuyo borde ascendíamos. Al extremo final había un hoyo lleno de agua, cuyos fangosos límites aparecían marcados de huellas. Los nativos comenzaron a ponerse nerviosos.

—Huellas de búfalo —dijo Delville.

Kivu halló un camino escarpado que descendía por el cañón, y Wilson y su porteador le siguieron. Delville se detuvo para ofrecerme su rifle.

—¿Quiere bajar? —preguntó.

—No, baje usted. John podría necesitar una ayuda experta.

La idea no pareció agradarle, pero comenzó a descender el escurridizo sendero. Los que quedábamos arriba contemplamos el descenso hacia el sombrío valle.

—Van a estar muy apretados, si se encuentran con una manada de elefantes —dijo Hodkins.

—O un león. Convendrá cubrirles.

Hodkins asintió. Avanzamos por el acantilado para ver los espacios abiertos del cañón debajo de nosotros.

Pero los cazadores no encontraron nada más que unos huesos de antílope y la calavera de un búfalo. Wilson estaba aún más desanimado cuando volvió a subir al camión una hora después.

—Es un sitio para venir de noche —dijo.

—Sí, a la hora del cóctel.

Ni siquiera sonrió. Era evidente que volvía a sentir el fracaso de la expedición. Saltó al camión y volvimos. Como había cesado de llover, el sol volvía a pegar a través de las nubes en retirada. El vehículo se balanceaba peligrosamente al salir a la carretera, cuando, de repente, se detuvo, porque había una manada de antílopes a la derecha. Kivu se apeó y habló en suajili a Delville, que se encogió de hombros.

—Dice que como no hay elefantes aquí, podríamos tirar a la carne. ¿Qué piensa, John?

—Lo que él diga.

Saltamos al suelo y comenzó la acostumbrada ceremonia. Kivu, Wilson y Delville se pusieron al acecho de la manada, avanzaron lentamente y pronto se perdieron de vista. Media hora después se producían dos disparos y la manada salía corriendo en dirección al campamento. A los pocos minutos, apareció Delville, seguido de los otros. Caminaban con lentitud y desánimo, con los rifles cruzados por los hombros.

—Puede que hayan matado un macho y vuelvan para que lo recojan los chicos —dijo Hodkins.

—Mírales la cara, Hod.

El piloto movió la cabeza.

—¡Qué lástima! ¡Qué lástima tan grande!

Wilson se apoyó dolorosamente en el camión.

—Estos rifles no están bien. He alcanzado a uno, pero no he podido detenerle. Esto de herirlos así es asqueroso.

Delville parecía aún más deprimido.

—¿Cuál es el plan, John? —pregunté.

—Habrá que volver al campamento y esperar a media tarde —dijo Wilson, desplomándose con la espalda apoyada en la cabina.

Seguimos nuestro camino, porque ya era casi mediodía. Cientos de moscas seguían la estela del camión. Nadie hablaba, mientras nos aferrábamos a los traqueteantes laterales del vehículo, que, de pronto, volvió a detenerse. El brazo oscuro y largo de Kivu apuntaba a la derecha. Nos apretamos a lo largo de la barrera de madera, contemplando una hembra de antílope, dormida sobre la hierba, a menos de cincuenta metros a nuestra derecha. Yacía al sol, en medio de un círculo de hierba rubia y pisoteada.

—¡Qué cosa tan pequeña y tan bonita! —dijo Hodkins en un susurro.

La hembra movió la cola y se levantó despacio, como si hubiera percibido algún peligro. No nos movimos. Era imposible concebir siquiera la idea de disparar contra un animal tan delicioso e inofensivo. La piel de color canela le brillaba al sol.

—¿Y bien? —dijo Delville.

Nadie respondió, sólo se oía el zumbido de las moscas. Entonces, muy lentamente, Wilson levantó el rifle. Hodkins y yo nos miramos sin creerlo. Parecía imposible, sin embargo, estaba ocurriendo. Pensé que sólo querría espantarla, pero hasta eso me parecía cruel.

No era ésa su intención. Enderezó el rifle sobre la estructura metálica del lateral del camión y apuntó con cuidado. La hembra seguía allí, mirándonos; ya ni siquiera mostraba miedo. Íbamos a presenciar un asesinato. Aquel animal pequeño y hermoso estaba a punto de morir para aliviar la frustración de un hombre. No cabía duda: Wilson había perdido el juicio. Al fin, su ego le había despojado de los sentimientos, de todo lo que era y de lo que había sido, aniquilando su compasión y su natural humanidad. Ya era sólo un cazador. Todas las influencias de su vida, todo su pasado quedaba en el olvido mientras dirigía el cañón hacia la víctima. Por fin, deseaba una sola cosa: matar. En ese mismo instante, se acabó mi afecto hacia él.

El ruido del rifle me atronó. Yo estaba lo suficientemente inclinado hacia adelante como para recibir la onda expansiva, pero ni siquiera me percaté porque miraba a la hembra. Entonces, ante mi sorpresa, comprobé que la bala golpeaba el suelo a unos centímetros de su pezuña delantera y que, dándose la vuelta, echaba a correr por la espesura.

Se produjo un largo silencio. El conductor nativo arrancó el motor.

—Me alegro mucho de que hayas fallado, John —dijo tranquilamente Hodkins.

Wilson movió la cabeza.

—Yo no. Debería alegrarme, ya lo sé, pero no me alegro.

Kivu habló brevemente a Delville en suajili, antes de cerrar la puerta de la cabina. El belga se volvió hacia Wilson.

—El cañón —informó con voz ahogada—. Dice que no tendría que haberlo apoyado en el lateral metálico del camión, porque la bala al salir desvía la puntería.

Wilson no pareció oírle. Descargó el rifle muy despacio y lo depositó en el suelo. Luego, se sentó en su posición habitual, con la cara apoyada entre las manos y los codos en las rodillas. Estuvo así hasta que llegamos al campamento.

No apareció durante la cena. Pidió que le llevaran una jarra de té frío a la cabaña. Los demás eludimos el asunto de la hembra. No nos apetecía hablar delante de Zibelinski y de Paget; nos avergonzaba incluso haber presenciado el incidente.

A las tres de la tarde, cuando Wilson se despertó de su siesta, volvimos a salir. La parte trasera del camión se había convertido en una cárcel para todos nosotros, una celda de la que no había posibilidad de huir. Nos dirigimos a las montañas, mudos y contrariados, aferrados, como siempre, a los laterales de madera. Wilson había decidido situarse en la cabina para que el conductor conociera con exactitud nuestro destino.

Al ver una manada de antílopes nos detuvimos; los cazadores repitieron la acostumbrada ceremonia, pero, desde los acontecimientos de la mañana, nada era igual. Habíamos alcanzado el punto más bajo de nuestro safari, el fondo de la frustración y la desesperanza. Minutos después de que ellos abandonaran el camión, se oyeron dos tiros y vimos un antílope inclinarse hacia adelante y caer al suelo.

—Acaba de abatir uno —gritó Hodkins. Dos de los nativos corrieron al sitio donde se había desplomado el animal; minutos después apareció Wilson con aspecto aliviado. No podía decirse que estuviera contento, pero al menos la tensión había desaparecido del rostro. Delville sonreía.

—Primera presa —anunció.

—¿Tiene buena cabeza? —preguntó Hodkins.

—Una hembra —dijo Wilson—. Naturalmente, ¿crees que Dios saca a sus criaturas del atolladero a cambio de nada?

Instantes después, llegaron los nativos con el antílope en una vara larga que sostenían sobre los hombros, arrastrando por el suelo la amable cabeza, con las largas y graciosas orejas manchadas de sangre.

—¿Quién acertó? —pregunté—. He oído dos disparos.

—John —contestó Delville—. Yo estaba tirando a otro ejemplar de la manada.

Aunque al principio no lo creí, pronto se me hizo patente que el rifle de Wilson había infligido la herida. El pequeño agujero del cuello evidenciaba el impacto de uno de nuestros inservibles Mannlichers. Cuando los nativos echaron el antílope muerto a la parte trasera del camión, continuamos adelante. Kivu ocupó su sitio en la cabina y Wilson volvió con nosotros.

Al parecer, la fiebre había afectado de repente al conductor, porque se puso a perseguir a la siguiente manada que avistamos. El vehículo brincaba incesantemente, girando y retorciéndose al perseguir la caza. Nos rodeaban los antílopes a menos de treinta metros. Delville gritaba excitado en suajiii, mientras los demás nos aferrábamos. Por fin, el camión se detuvo.

—Esto es una locura —dije, irritado.

—Bastante peligroso, en mi opinión —se lamentó Hodkins—, e ilegal, por más señas.

Delville reprendió al conductor.

—Querían carne —explicó, cuando retomamos el camino.

—Que se queden con la hembra entera —le dijo Wilson—, con tal de que no hagan pedazos el camión.

Nos detuvimos aún dos veces, pero la caza era demasiado salvaje y nadie disparó. Se hacía tarde, porque el sol estaba ocultándose tras las montañas. En la atmósfera azulada del campo se desdibujaban los árboles más lejanos. De pronto, el camión se detuvo y el motor produjo un chisporroteo antes de apagarse.

—Nos hemos quedado sin gasolina —dijo Hodkins.

Nos separaban aún varios kilómetros del campamento. El conductor salió para abrir el capó, y Hodkins le gritó algo en suajili.

—Este imbécil no me cree —dijo.

Delville, saltando al suelo, comenzó a discutir con el nativo. Por fin, le convenció; el muchacho sacó de la cabina una lata del combustible de repuesto. Como no disponía de embudo, sólo entró por la estrecha boca del tanque la mitad de la gasolina que salía de la lata. Hodkins le dijo que esperara y formó un embudo con un periódico doblado. Pero incluso con el tanque lleno, el motor se negaba a arrancar, produciendo un gran estrépito en la quietud de la noche.

—Ahógalo, imbécil, ahógalo —gritaba Hodkins.

Parecíamos un grupo de marajás venidos a menos sobre el lomo de un elefante de acero alquilado.

—Este chico no sabe nada de motores —se lamentaba Hodkins.

—¿Por qué no bajas a ayudarle? —sugirió Wilson.

—Será lo mejor —dijo Hodkins. Se dispuso a saltar por encima de la barandilla de madera cercana a la cabina, pero cuando estaba en lo alto, se detuvo, mirando a lo lejos.

—Dios mío —exclamó—. Dios mío.

Entonces, recuperó su anterior posición y golpeó estrepitosamente en el techo de metal de la cabina. Gritaba en suajiii al conductor, con una voz de la que había desaparecido la amabilidad y la sorpresa. El arranque dejó de rechinar y Hodkins se volvió hacia Wilson.

—Si miras de frente —susurró—, verás lo que yo veo.

—¿Qué es, Hod? —preguntó Wilson, manipulando sus gafas.

—O estoy loco o he visto elefantes a unos ciento cincuenta pasos.