Pero nos habíamos olvidado de Kivu. Wilson y Delville, solos, habrían vagado cerca de los elefantes durante días, pero el nativo había visto sus huellas y sabía que se encontraban a menos de media hora. Entonces, cambió la dirección y avisó a Wilson. Sólo la oscuridad les había impedido seguir a la manada. No dispararon contra los antílopes por temor a asustar a los elefantes, de modo que era lógico suponer que los enormes animales rondaban aún por alguno de los llanos próximos al campamento.
El silencio desesperado de Wilson había desaparecido. Durante toda la cena, con una nueva mirada vehemente, no habló más que del camión. Sin él sería imposible reencontrar la manada. No se podrían seguir sus huellas a pie, porque los elefantes eran capaces de recorrer grandes distancias.
—Tienes que hacer algo, René —decía una y otra vez—, enviar a alguien a la pesquería; iré yo mismo, si los demás no quieren.
—Mandaremos un chico —dijo Delville.
—De noche es difícil —puntualizó Zibelinski—. Temen a los leopardos. No abandonarán el poblado.
—Iremos Hod y yo —dije.
Wilson aparentó no haber oído.
—Tiene que ir alguien. El camión debe estar aquí mañana por la mañana, a las cinco. Llama a Kivu, vamos a tener una charla con él.
El cazador apareció unos minutos más tarde.
—Dile que se siente —dijo Wilson.
Delville parecía azorado. Zibelinski se encogió de hombros.
—Dile que se siente, ¡joder! Es el único que vale algo aquí, así que trátale como a un hombre.
Delville obedeció, Kivu hizo una reverencia y, con gran dignidad, explicó que prefería permanecer de pie.
—Pregúntale si ha cenado bien.
Delville cumplió lo mandado. Kivu dijo que estaba satisfecho. Entonces, Wilson procedió a establecer los planes del día siguiente, dando por sentada la presencia del camión. Kivu explicó que irían hasta la zona donde habían visto las huellas, para seguirlas.
—Pregúntale si dispone de un buen sitio para dormir —ordenó Wilson.
—Ellos se ocuparán —dijo Delville.
—No, ellos no. ¡Joder, pregúntaselo!
Kivu dijo que había encontrado un sitio en el poblado nativo contiguo.
—Quiero asegurarme de que estará aquí mañana. Él y el camión son lo más importante de mi vida en este momento. No cometamos errores.
Mientras hablaba, se oyó el ruido distante de un motor, que se acercó y se detuvo. Nos quedamos inmóviles.
—Hablando del rey de Roma —dijo Wilson, imponiendo silencio—. El camión, y ha parado cerca de aquí —se levantó, nervioso—. ¿Quién tiene una luz?
—Voy por una —dijo Zibelinski y salió de la habitación. Un instante después oímos unos pasos afuera y apareció Paget. Sonrió con sarcasmo, quitándose el sombrero con una reverencia.
—¿Ha habido suerte, Hollywood?
Wilson se le quedó mirando.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Me ha traído el camión —contestó Paget.
Hodkins dio un salto.
—Entonces aún no se ha ido. Voy a retener al conductor.
Wilson corrió a una esquina de la habitación y tomó uno de los rifles pequeños.
—Lleva esto. Si pretende irse, pégale un tiro. No discutas con él, Hod; pégale un tiro.
Hodkins agarró el rifle y salió fuera. Paget se nos quedó mirando. No podía creerlo.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Necesitamos ese camión para mañana y vamos a obligarle a que se quede. Nada de promesas de que piensa volver, lo retendremos aquí.
—De todos modos, tiene que recogerme mañana —dijo Paget—. He de volver a la pesquería para hablar otra vez con el hombre de la aduana.
—Se quedará aquí —dijo Wilson—. Si tiene usted que ir puede hacerlo andando.
—¡Joder! Son diez kilómetros —protestó Paget.
—¿No es usted un cazador blanco? —preguntó Wilson, despectivo—. Diez kilómetros no le parecerán muchos.
—Tengo que estar allí a las siete —dijo Paget con agresividad—. Lockhart no podrá cruzar el lago con el equipo si no estoy allí. Tendré que salir a las cuatro para llegar.
—Y ¿de qué tiene miedo? Un tío como usted no debería preocuparse por unos cuantos leones o leopardos.
—Esta puta película no es mía —dijo Paget, pero el tono era ya quejumbroso—. Me importa un carajo que llegue su equipo aquí o que se pudra en Masindi.
—A mí también. En este momento no me importa, pero el camión sí. Métaselo en la cabeza. Si no quiere usted andar, quédese aquí, yo me hago responsable.
Hodkins volvió triunfante.
—Tengo al negro, le he quitado las llaves. Ha gritado como un cerdo en la matanza, pero se las he cogido.
—Bien hecho, Hod —dijo Wilson, encantado. Por primera vez desde nuestra llegada, dominaba por completo la situación. Kivu nos miraba a todos con aire aturdido.
—Bien, René, dile a Kivu que duerma bien esta noche y se prepare para las cinco. El camión está listo, no queremos más problemas.
—El camión pertenece a la pesquería, John —dijo Delville, muy preocupado.
—Lo sé, lo sé —replicó, como ausente—. Dale las buenas noches a Kivu, ¿quieres, René?
El nativo se quitó el bonete, hizo una reverencia y salió. Delville se levantó nervioso y encendió un cigarrillo.
—¿Llegó bien Lebeau? —preguntó a Paget.
—Sale mañana —dijo Paget. Daba vueltas al sombrero, observando a Wilson.
—Bueno, me parece que nosotros también deberíamos acostamos —dijo Wilson, triunfante, y, sonriendo a Hodkins, añadió—. ¿Estás seguro de que no arrancarán el camión conectando los cables de encendido?
—Hay que tenerlo en cuenta. Los pondré delante de mi tienda cuando me vaya a la cama. Tengo el sueño ligero.
—Estupendo —dijo Wilson, y se volvió de nuevo a Paget—. Mañana puede venir con nosotros si quiere, Vic.
Paget negó con la cabeza.
—No me gustan los safaris de Hollywood —dijo, cortante. Wilson se le quedó mirando largo rato. Luego encendió un pitillo muy despacio, como si constituyera una operación importante y difícil.
—Esa palabra ha salido ya en la conversación bastantes veces.
—¿A qué palabra se refiere usted? —dijo Paget. Hizo bien en subrayar el usted porque el humor de Wilson no mejoraba precisamente.
—A Hollywood. Ya sé que no es más que el nombre de una ciudad, pero usted la emplea con un otro significado.
—No me he dado cuenta.
Me sentí incómodo. Wilson comenzó a pasear arriba y abajo por el suelo de arena de la cabaña, como si le ocupara un pensamiento profundo.
—A mí me lo ha parecido —dijo, después de un largo silencio—. Pero no estoy enfadado. A fin de cuentas, ha traído el camión, ha actuado como una especie de salvador, un salvador involuntario, por decirlo así. Por eso, en vez de darle una patada en el culo, voy a ser aleccionador.
—No he dicho nada —objetó Paget, intentando retractarse y mirando a los demás en busca de auxilio.
—Me parece que somos hipersensibles a esa palabra, John —puntualicé.
—No, yo no. Vic la emplea como un insulto. Y no me contradigas, ¡coño!, la he oído mil veces: en el ejército, en los teatros neoyorquinos, por todas partes; la gente dice «Hollywood» cuando quiere insultar. Pero lo que pretendo que comprenda nuestro «cazador blanco» es que no se trata de un insulto. ¿Me está oyendo, Vic? Bueno, entonces continúo… Hollywood no es más que un lugar donde se fabrican productos; el nombre de una ciudad fabril como otra cualquiera, como Detroit o Birmigham o Schaffhausen. Sin embargo, sus productos baratos tienen tanta publicidad que recalcarle a un hombre que procede de allí equivale a una afrenta —esbozó su falsa sonrisa—. No Víctor, bien pensado en todos los sitios hay gente de poca monta. Tíos pusilánimes, que rondan por ahí, consiguiendo dinero sin dar golpe, pusilánimes y ruines, ¿me sigues? Bueno, por desgracia, suelen dejar su impronta en lo que hacen los que sí trabajan duramente en Hollywood, por eso el mundo entero nos señala con disgusto… «Mira, ése es de Hollywood», y dicho así, Hollywood significa cosas baratas, insignificantes, asquerosas; es excesivo, sabe. No me gusta que se incorpore al lenguaje con ese sentido, porque se tergiversa. Por las mismas razones, se podría decir otro tanto de un tío de Kenia… ¿me comprende, Vic?
—Pero, yo no tenía la intención de utilizarlo así —protestó Paget.
—Sí. claro que la tenía —dijo Wilson con amabilidad—. Yo mismo la he utilizado con ese sentido, y Pete, y casi todos mis amigos, pero cuando lo hacen ellos me molesta menos, porque sé que se refieren a los estafadores, a los traficantes de carne, a los chulos que se broncean en las piscinas, a esa pandilla de miserables que vive y respira en función de los dólares, que habla y habla de costes y beneficios hasta que empuja a los hombres cuerdos a la bebida. Pero no se refieren a los que trabajan, a los que se esfuerzan por realizar cosas que merezcan la pena. Cuando dicen «Hollywood» sólo aluden a las putas —miró, burlón, a su víctima—. Sabe lo que significa la palabra, ¿verdad, Vic?
—Claro —dijo Paget, sonriendo con timidez.
—No estoy seguro, sabe, porque no quisiera meterme con ese oficio en concreto. Mire, Víctor… las putas tienen que vender una de las pocas cosas que no debería venderse en este mundo: el amor. Pero existen otras que tampoco deberían estar en venta, cosas con las que no comercian las furcias que usted frecuenta. Existen también putas que venden palabras, ideas o canciones, y las hay que comercian incluso con dinero, que lo invierten inútilmente, sin crear nada que valga la pena; ésas son probablemente las peores. Sé de lo que hablo, Víctor, porque yo mismo estafé algo en mi época, mucho más de lo que me gustaría reconocer, y lo que vendí puteando no lo recuperaré nunca. Es igual, lo que quiero decir es que quienes convierten a Hollywood en una inmensa diana suelen ser esas putas, y son también ellas las que disparan para sentirse más limpias. Pero cuando tiran contra Hollywood, están tirando contra los Estados Unidos, porque lo bueno y lo malo de allí es lo bueno y lo malo de todo el país, aunque no sea tan noticiable.
—John —dije—, por favor… Me parece que lo malinterpretas.
—No, ¡coño!, no. Tú lo has oído, y los demás también, ya no se puede arreglar. Creo que me he ido un poco por las ramas, lo reconozco, puede que Vic se haya desinteresado…
—¿Por qué no lo dejamos para otro día?
—No, tiene que ser esta noche, porque estamos a punto de intentar algo muy grande mañana, y, pase lo que pase, no quiero oír otra vez la palabra «Hollywood» en boca de Víctor si las cosas van mal.
—No se me ocurriría —musitó Paget.
—Sí, cazador blanco de Nairobi, seguro que se le ocurriría, seguro que diría: «Ese director de Hollywood ya la ha jodido otra vez con el elefante». Y no me gustaría tampoco que añadiera: «Lo que pasa es que ese hijo de puta demente no sabe nada de caza», porque cuando pronuncia la palabra «Hollywood» no tiene ni puñetera idea de lo que habla.
—No conocía tu amor por la ciudad —sonreí.
—Pues, ya ves —respondió con agresividad—. Lo siento cuando estoy en África.
—John, por favor —supliqué.
—No, lo digo en serio. No conviene criticar cuando no se es mejor. Y eso sirve para cualquier sitio, hermano. Porque, a mi parecer, Hollywood es un sitio como otro cualquiera. A eso me refiero. La única diferencia es que lo malo de allí se conoce, está siempre en el candelero. Como yo, quizás. Un ejemplo extremo, un caso radical, una parte de la enfermedad colectiva, pero no el germen… ¿comprende?
Paget asintió.
—Pues, me alegro por usted —encendió un cigarrillo, sonriéndonos a todos—. Tenía que ser África la que me sacara todo esto de dentro —sacudió la cabeza—. África y el olor de mi primer elefante. Y está bien, sabes, Pete. No me gustaría haberlo dicho en Chasen’s, delante de algún personajillo de Hollywood.
Todos nos pusimos en pie, mucho más contentos, porque el humor de Wilson parecía haber vuelto por sus fueros.
—Es una pena que no te haya entendido Kivu —dijo Hodkins.
—Kivu lo sabe —replicó Wilson con su sonrisa más amplia, para demostrarnos que la tormenta había pasado de verdad—. Kivu sabe todo, sin que nadie se lo diga.
—Deberías llevarlo contigo a Hollywood —sugerí.
Ladeó la cabeza, como si lo considerara con toda seriedad.
—¿Sabes que no es mala idea? Aprendería a ser muy útil en casa.