29

A pesar de su presencia, el lugar al que habíamos llegado resultaba bastante agradable. Era sorprendente encontrar una habitación amplia, dotada de asientos cómodos y de un techo sólido. Después de habernos creído en el fin del mundo, la súbita aparición de una barra con vasos y licores nos reconfortó. John demostró, naturalmente, mayor entusiasmo que los demás, y yo le comprendí en aquel momento porque parecía un esquiador que hubiera encontrado un chalet hermoso y limpio al pie de una gran montaña, rodeado de extensos campos de nieve sin hollar. Era el punto de arranque ideal para abordar una empresa que le importaba por encima de todo. Aparentemente, se trataba de la entrada a un extenso país lleno de caza, y una base a la que retomar por la noche para sentarse entre los trofeos de otros cazadores y comentar con ellos la suerte del día, delante de un vaso de cerveza.

Debo confesar que yo sentí la misma atracción, porque la atmósfera del lugar tenía un sabor romántico. No cabía duda de que sus habitantes eran gente muy especial, por tanto, sus invitados, al margen de lo que ocurriera después, serían valientes aventureros, entregados, por el momento, a una vida azarosa.

Wilson, quitándose el gran sombrero, se sentó en una de las profundas butacas de bambú. Cruzó las piernas, colocando una polaina sobre la otra, y tomó un sorbo de su cerveza.

—Bueno, Víctor —dijo con su acento más paternal— ¿qué le trae por aquí?

Paget se acercó a él con calma y se situó de pie, apoyado contra una viga. Él también dio un sorbo a su cerveza, con un gesto subrayado de tranquilidad.

—Es la ruta de su equipo. Llega por el lago Alberto y entra al Congo a unos quince kilómetros carretera abajo. Tengo seis vagones llenos que esperan al otro lado.

—¿No me diga? Pero, insisto, ¿qué hace usted aquí?

Paget se puso un cigarrillo en la boca con elegancia estudiada. Tuve la impresión de que había ensayado todos los gestos delante de un espejo antes de exhibirlos para el resto del mundo. Dio un golpecito al paquete para que saltara un cigarrillo. Luego, se lo colocó en los labios llevándose la cajetilla a la boca. Con el mechero realizó otro movimiento no menos elocuente; lo accionó ligeramente sirviéndose del pulgar y lo acercó lentamente al cigarrillo, protegiéndolo con las dos manos. Quería demostrar que era hombre acostumbrado a vivir a la intemperie de las llanuras.

—¿Qué hago aquí? —repitió con arrogancia—. Bueno, me encargo de comprobar que el material se transporta en condiciones; soluciono problemas, cuando surgen. Estos putos belgas se han empeñado en cobrar una fianza desorbitada por la entrada del equipo de la cámara, pero no hay dinero, así que intento allanar el camino para no tener que pagarla.

—Es una tarea de mucha importancia —dijo Wilson con ironía.

—No sabe hasta qué punto, pero no estoy seguro de que pueda pasar su material.

—¿Dónde está Lockhart? —preguntó Wilson—. Creí que estos asuntos formaban parte de su cometido.

—Al otro lado —dijo Paget, con un breve gesto de la mano—, organizando el transporte por el río.

—Ya. ¿Y usted pasará aquí la noche?

—En efecto —Paget hablaba ahora apretando entre los dientes la boquilla que había colocado al cigarro.

—No pretenderá usted venir a cazar con nosotros, ¿verdad? —preguntó Wilson suavemente.

—No me importaría cazar algo, pero aquí hay cosas más importantes. El sujeto de la aduana llegará mañana o pasado de Tatsumu para el registro del material.

—Ya. Espero que todo salga bien, Vic —dijo con un tono condescendiente que Paget fingió no percibir. Ahora, Wilson se volvía a Zibelinski—. Dispone usted de un sitio estupendo.

El polaco acogió las palabras con una inclinación. Tenía un bigote extravagante, menos espeso que el de Hodkins, aunque le sobresalía mucho más a ambos lados de la cara.

—Es un placer acogerlos en mi casa.

En ese momento, entró una mujer por una puerta situada detrás de la barra. Aunque curtida, se podía decir que era bonita; tenía un rostro fuerte, de huesos grandes y piel bronceada. Cuando entró en la habitación, vi que llevaba pantalones cortos, y, al instante, comprendí por qué: las piernas, de pantorrillas robustas y morenas y rodillas y muslos bien formados, eran excelentes. Zibelinski nos la presentó como Dorshka, su mujer. Nos dio la bienvenida con una profunda voz rusa:

—Es un placer conocerlos.

El tono recordaba al de ciertas provocativas cabareteras que se encuentran en los clubes rusos de París; se movía, además, con la gracia estudiada de una gran dama. El único detalle discordante eran los pantalones de color azul claro.

Cuando le pregunté dónde podía lavarme las manos, Dorshka me condujo a mi alojamiento. Por el camino, noté que junto a la cabaña grande había al menos ocho más pequeñas, construidas en barro, con el mismo tipo de techo de paja que cubría la edificación principal. Todas contaban con un pequeño porche y un interior sin ventanas, con dos camas pequeñas en el centro de la habitación. A espaldas de la mía había un nicho habilitado para baño. A un lado, un pedestal de madera tosca sostenía una jofaina de estaño; al otro, había un recuadro de cemento, en el que una estructura de estacas de bambú sostenía un enorme bidón de aceite. De la base del bidón sobresalía una deteriorada manguera de caucho que acababa en una alcachofa.

Aunque pronto descubrí que de aquella ducha no salía más que un delgado chorro, no me importó demasiado, porque me di cuenta de que inclinando hacia adelante el bidón caía bastante agua. Me cambié de ropa y me reuní con los demás a tomar la última copa. Todos se sentían mejor. Wilson y Lebeau, que habían llegado a un buen entendimiento, bebían whisky irlandés; el desastre del De Soto parecía casi olvidado.

Pero, a primera hora de la mañana siguiente, volvieron los problemas. Apenas había luz fuera, cuando Hodkins me despertó y oí unas voces discutiendo a lo lejos.

—Tenemos un problema tremendo. No hay camión.

—¿Dónde se ha ido?

—A la pesquería a la que pertenece. Lebeau se lo ha llevado.

—¿Y el coche de caza?

—Era ése.

—¿Quieres decir que íbamos a cazar en el camión?

—Exacto. Otra vez empantanados.

Me vestí para bajar a la cabaña principal. Sobre el lago comenzaba a amanecer. Los árboles de pequeño tamaño que había delante del campamento se recortaban contra el cielo grisáceo. Detrás de nosotros se elevaban en la oscuridad las colinas verdes. El campo que conducía hasta ellas era una ondulada pradera, cubierta de setos de roble y espesura.

Al entrar en la cabaña, me encontré una enorme cafetera cerca de la puerta, junto a un plato de rebanadas de pan con mantequilla. Wilson, Delville y Zibelinski discutían acaloradamente.

—Mire, yo sólo sé que necesitamos un coche. No podemos cazar a pie —decía Wilson.

—Pero, señor Wilson, la caza abunda cerca del campamento —protestaba Zibelinski—, y esta tarde llegará el camión. El chico lo prometió.

—Vamos a perder toda la mañana, estoy seguro, ¡coño!

—En absoluto, señor Wilson —sostuvo el polaco—. Los chicos le llevarán. Cazará aquí por la mañana; no quedará defraudado, ya lo verá. Yo mismo he matado un león a menos de un kilómetro de la cabaña y aquel elefante de allí… —añadió, señalando el tronco y las orejas deterioradas—. Mi mujer caza a media hora de camino del campamento.

Wilson se dirigió a Delville.

—Me preocupa la tarde, si no llega el camión estamos jodidos.

—¿Perdón? —dijo Delville. Todavía se mostraba cortés; cortés y un poco preocupado.

Coincé —traduje, aproximadamente.

—Ah, pero no —dijo Delville con desesperación cuando lo hubo entendido—. Ellos me lo prometieron; volverán después de comer. Ya lo verá. Todo está resuelto.

—Espero que así sea —dijo Wilson, y pasó por mi lado hacia la salida. Delville se encogió de hombros.

—Está nervioso, el señor Wilson.

—Ansioso. No tiene otra oportunidad de cazar.

—Ah, pero va a salir bien, ya lo verá. Todo está arreglado; los chicos esperan.

Naturalmente, detrás de la cabaña esperaban siete nativos, con la vestimenta más extraña que yo había visto. El que daba evidentes muestras de mandar llevaba unos pantalones cortos de color caqui y una blusa de guardiamarina estadounidense del uniforme de invierno. Se tocaba la cabeza con una gorra de las guarniciones de verano del cuerpo auxiliar femenino y sostenía una larga lanza de madera con la punta metálica. Los demás llevaban también pantalones cortos, pero no blusas, sino unos jerseys gruesos sin mangas o camisas rotas, la mayoría proporcionadas por el gobierno americano. Todos iban descalzos y portaban largos palos. Sólo los dos cazadores jefes llevaban lanzas. Escuchaban atentamente las palabras que les dirigía Zibelinski en suajili.

—Sorprende comprobar el influjo de la intendencia del ejército en el mundo —comenté a Wilson.

Asintió sin mirarme. Su interés por la charla de Zibelinski no dejaba de ser curioso, teniendo en cuenta sus limitaciones en materia de suajili. Le lancé una breve ojeada. Parecía un escuálido perro de caza a la espera de que el amo acabara de perder el tiempo conversando con su esposa para salir a los campos matutinos.

—¿Qué dicen, John?

—¿Hum? —me miró sin comprender—. ¿Qué dicen? ¿Cómo coño quieres que lo sepa? Lo único que entiendo es que algo se ha vuelto a joder —tocó a Zibelinski en el brazo—. ¿Qué pasa?

—El cazador jefe no puede venir hoy —replicó el polaco—. Tiene que atender no sé qué problema en el poblado.

—¿Que debe atender qué? ¡Por Dios bendito!

Amanecía sobre el lago y los primeros rayos del sol caían a sesgo a lo ancho del horizonte.

—No sé. Unos dicen que debe buscar un ganado perdido y otros que tiene que ayudar a su mujer en algo relacionado con la casa.

—¡Con la casa! —explotó Wilson—. ¡No puede ser!

En tan desafortunado momento, Delville se introdujo en escena. Venía recién afeitado, con el largo cabello negro bien cepillado, pero suelto. Parecía un grueso hombre de negocios, dispuesto a pasar el día en el campo de golf, después de una noche descansada. Le acompañaba un negro joven, de baja estatura, portando el rifle. Wilson se volvió a él hecho una furia.

—Ahora resulta que no viene el cazador, parece que está ayudando a su mujer a hacer la puta colada o sacando al pequeño en el cochecito. ¡Cristo! ¿Es que no puede haber nada bien organizado?

Delville enrojeció. Se abrió paso entre el círculo de nativos y comenzó a hablarles en suajili, en voz baja y con mucho esfuerzo, pero no parecía surgir una solución inmediata. Wilson paseaba nervioso arriba y abajo del camino que había detrás de nosotros. A los pocos minutos, volvió a gritar a Delville.

—Está saliendo el sol. Dentro de media hora será tarde para empezar.

El belga se apartó de los nativos.

—Iremos. El cazador jefe estará aquí a las dos y media.

—Convendría que se cerciorara —dije con calma—. John está a punto de subirse por las paredes.

René asintió. Se le veía turbado y nervioso.

—Vendrá.

Llamó a los nativos, que se levantaron como un solo hombre.

—¿Sabe alguno de éstos adónde vamos? —preguntó Wilson.

—Sí, el del sombrero. Es el segundo cazador del poblado.

—Está bien.

Se desplomó, resignado, junto al nativo que llevaba la blusa de guardiamarina y el sombrero del cuerpo auxiliar femenino. Echamos a andar en fila india por el terreno llano que había junto al campamento. Delville y Hodkins iban inmediatamente detrás de Wilson; yo cerraba la marcha. El resto de los nativos nos seguía por la húmeda vegetación, parloteando entre ellos mientras se colocaban los numerosos bultos.

Nos dirigimos hacia las montañas. Ya había luz y el aire era fresco. Bajo las cumbres de las montañas que teníamos enfrente estaba suspendida una enorme nube blanca. El paisaje era tan pacífico que no parecía posible encontrar caza. De pronto, vi que Hodkins echaba a correr, alcanzaba a Wilson y apuntaba delante de la columna. El nativo vestido de guardiamarina se detuvo también. Luego, muy despacio, Wilson, Hodkins y el muchacho avanzaron con la cabeza inclinada, dando grandes zancos para moverse entre las hierbas.

Yo no alcanzaba a ver nada. Por fin, Wilson se detuvo y apuntó. Como no terminaba de disparar, imaginé que estaba manipulando el seguro del rifle. Hodkins también mantenía el suyo en posición. Wilson disparó primero; Hodkins, un instante después. A unos ciento treinta metros a nuestra izquierda pasaba una gran manada de antílopes. Hodkins volvió a tirar, pero la manada continuó ilesa su camino.

El cazador se adelantó, Wilson fue tras él sin mirar atrás. Hodkins esperó a que yo le alcanzara.

—Erramos —dijo.

Asentí.

—Se han detenido más adelante, a varios cientos de metros.

—Saben dónde están a salvo.

Seguimos a los cazadores. Súbitamente, uno de los nativos que había detrás de mí señaló, muy agitado, un gran matojo a mi izquierda:

Kanga. Mingi Kanga.

Eran palabras familiares. Arrebaté la escopeta a mi porteador y avancé. Delante del matojo, aparecieron dos gallinas de guinea. Abatí a la primera y fallé la segunda, que salió trazando un círculo.

Uno de los nativos corrió a coger el pájaro muerto. Sonreía feliz cuando me lo trajo.

—Buen tiro —dijo Hodkins.

Delville sonreía.

—Con una buena salsa están mejor que las otras.

La caravana prosiguió adelante. Yo sentía un regocijo pueril, como si mi puntería hubiera representado una gran hazaña, aunque, en realidad, aquellos pájaros eran un blanco grande y pesado, más fácil que un faisán o un pato.

—Estoy orgulloso de ti —dijo Hodkins—. A tu manera, eres un cazador fino.

—Sólo mato animales comestibles.

Wilson esperaba unos metros más adelante con aire furioso.

—¿Quién coño ha disparado?

—Yo. He matado una Kanga.

Estaba contrariado.

—¿Te parece que has venido hasta aquí para matar pájaros? ¡Por favor! Has tenido que disparar cuando me estaba acercando a la manada.

—Lo siento, lo hice para que no pasáramos hambre esta noche.

—Idioteces. Ven aquí, conmigo, porque me parece que sólo así podré controlarte, y devuelve esa puñetera escopeta a tu chico.

Cogí el Mannlicher y le seguí. No habíamos andado más de cuarenta metros, cuando nos salió otra manada de antílopes. Las hermosas figurillas marrones se encontraban entre los árboles achaparrados, mirando cómo nos acercábamos. Me arrodillé en la hierba, dejando seguir a Wilson. De nuevo, acechaba la caza. El chico de la chaqueta de marino le siguió, cubriéndose con las matas. Se detuvieron a medio camino entre la manada y el lugar en que yo me había arrodillado. Wilson abrió fuego. Oí el silbido de la bala, que salió de rebote, por el aire. La manada se disgregó a la carrera.

—Este rifle está mal —dijo Wilson.

Le ofrecí el mío.

—Prueba con éste.

—¿Y tú?

—Miraré. Aquí sobra con un tirador, en cuanto acecha más de uno, se acabó el baile.

Y así fue durante muchas horas. El sol se puso alto y aumentó el calor. Continuamos adentrándonos en la espesura y encontrando una manada de antílopes aquí y otra allá. Wilson hizo más de seis disparos. En una ocasión se oyó que la bala había pegado en carne, pero los antílopes salieron corriendo delante de nosotros.

Cuando me rezagué para caminar con los demás, Delville me sustituyó al lado de Wilson.

—Pobre John —decía Hodkins, con un acento lleno de piedad—. Creo que ha acertado a uno.

—El rifle es demasiado ligero. No se puede frenar a un macho grande con una posta pequeña, y si llegamos a tener el camión y podemos aproximarnos, el animal estará condenadamente cerca.

—Se podría correr hacia ellos y matarlos…

Los nativos venían detrás, haciendo comentarios en su habla y moviendo negativamente la cabeza. Era patente que no les impresionábamos como cazadores. A lo lejos, volvió a oírse el rifle de Wilson.

—¿Crees que durará mucho? —preguntó Hodkins—; empiezo a cansarme.

—Hasta que nos quedemos sin munición —dije a la ligera.

—Sugiero que esperemos aquí hasta entonces.

Nos sentamos en un sitio que encontramos a la sombra. Durante dos horas, oímos varias veces el estampido lejano de un rifle.

—Es un país agradable, ¿no te parece?

—¿Crees que hay otra cosa que no sean los antílopes? —pregunté.

Hizo un gesto de indiferencia.

—En África nunca se sabe. Cuando menos se espera salta algo.

—Me parece que ya tengo bastante caza mayor. Demasiado sabido.

—El escenario de la mañana fue impresionante —dijo Hodkins—. Nunca olvidaré el lago, las montañas y el primer antílope ahí, contra el cielo azulado.

Las moscas zumbaban monótonamente por encima de nuestras cabezas. La sombra de los árboles disminuía. De pronto, uno de los nativos se puso de pie y señaló hacia el campo abierto. Tomé el rifle, pero en ese momento vi que volvían Wilson, Delville y su chico.

Traía la cara encendida y los magros hombros caídos hacia delante, sin quitar los ojos del suelo. Al pasar inclinó la cabeza. Delville se detuvo debajo de nuestro árbol.

—Volvemos para comer —anunció.

—¿Ha habido suerte? —preguntó Hodkins.

El belga hizo un gesto negativo.

—Ninguna —añadió con tristeza. Llevaba la chaqueta de cuero atada alrededor de la enorme barriga y la camisa pegada al cuerpo.

—¿Wilson está molesto?

Se encogió de hombros.

—No lo sé. No habla.

—Pobre John. Llevaba meses preparándolo. Ha venido a África para eso, pero, cuando llega al trópico, le timan y le traen a una barraca de feria. Le ponen veinte antílopes de cartón montados sobre raíles, tira, se los mueven, y no se lleva ni un miserable osito de peluche.

Delville frunció el ceño.

—No haga bromas; le pido por favor que no bromee bajo ningún concepto. Sea serio.

—Pero es así, René, confiéselo a sus amigos. Este paraíso de pega es un invento de la Cámara de Comercio local. Aquí no hay un solo antílope vivo en ochenta kilómetros a la redonda. Son de cartón, los mueven por control eléctrico.

—Por favor —gimió Delville—. Las cosas ya están mal, si se burla usted se pondrán peor y Wilson me echará la culpa. Ya lo hace. El camión, la ausencia del cazador jefe… todo es responsabilidad mía.

—No se preocupe, amigo —dijo Hodkins—. Lo más que puede ocurrir es que le pegue un tiro, y, según dicen, es una muerte rápida.

Delville se dio la vuelta y echó a andar, arrastrando el rifle por la maleza. Continuamos tras él, y en media hora llegamos al campamento. Nos habíamos alejado mucho menos de lo que yo imaginaba; en realidad, la cabaña no distaba más de dos kilómetros. Al pasar por el lago vi a Paget, de pie, en la puerta de su cabina, bebiendo una botella de cerveza.

—Buenos días, amigos —dijo enseguida—. Tengo entendido que no les ha ido muy bien.

—Bueno, no hemos encontrado una cabeza que valiera la pena —dije.

—Entonces, ¿a qué venía ese tiroteo que parecía una puta guerra?

—Prácticas.

Sonrió con suficiencia.

—Pueden entrar y coger una botella de cerveza.

Pero no había. Las existencias de Zibelinski no sólo estaban agotadas, sino que, al parecer, no seria posible reponerlas antes de una semana. Nos acomodamos en las enormes sillas de madera, mirando al lago. Wilson, que se había quitado la camisa, se sentó inclinado sobre las rodillas. El cuerpo magro estaba casi tan rojo como la cara y las costillas se le marcaban a cada esfuerzo por recuperar el resuello. La tos le ahogaba, como si tuviera los pulmones quemados y la garganta se le fuera a salir por la boca. Por fin, se rehízo.

—¡Dios bendito! —dijo, sacudiendo la cabeza—. Esta vez creí que iba a echar un pulmón.

Dorshka trajo un té helado que sorbimos en silencio. Pero cuando sirvieron la comida, mejoró el humor de todos los presentes. Hodkins era el más animado; lo pasaba bien porque para él se trataba de unas vacaciones. Wilson acabó pronto y abandonó la mesa. Desde los laterales abiertos de la cabaña, le vimos retirarse lentamente a sus cuarteles.

—¿Qué pasa con el camión? —pregunté a Delville.

Miró el reloj.

—Vendrá enseguida; de todas formas no se puede salir con este calor.

Pasaron las horas. Al ver que no llegaba el oficial de aduanas, Paget decidió ir a buscarlo y se dirigió a pie hasta el poblado pesquero, a diez kilómetros, carretera abajo. Los demás nos arrellanamos en nuestras sillas de madera, escuchando las historias de Hodkins sobre su vida en Kenia y la casa que se había edificado al borde de la reserva. Una vez, había capturado una pitón de casi cuatro metros en el jardín; aún conservaba la fotografía del enorme animal sostenido por seis de sus nativos. Nos habló de su mujer y de sus dos hijos, de lo mucho que habían trabajado en la casa durante su ausencia, de cómo colocaban las piedras y rellenaban las rendijas con mortero. Tenía un encanto especial para narrar sus infortunios. Descubrimos que le pagaban mal y que vivía atemorizado por la posibilidad de no pasar el examen físico de vuelo, pero no parecía habérsele ocurrido nunca que la suya fuera una vida heroica. Aceptaba como un hecho rutinario que un hombre de casi cincuenta años recorriera la selva en aeroplanos pasados de moda. Había realizado dos aterrizajes forzosos, uno en la selva y otro en el desierto, pero no les concedía importancia. Se había salvado, lo demás no tenía importancia; sus aventuras apenas merecían otro comentario. Sólo cuando hablaba de los nativos se transformaba en un intolerante sin remedio.

—Cuando salgo por ahí, llevo siempre la pistola. Nunca se sabe cuándo van a crearte problemas estos negros. Lo mejor para no equivocarse es disparar primero y preguntar después.

Miré el reloj. Delville notó el movimiento de mi cabeza, se levantó nervioso y se acercó a la puerta. Ni rastro del camión, sólo el silencio del campo que nos rodeaba.

—Debería despertarle. Si quiere que cacemos algo esta tarde, habría que empezar ahora.

—Pero el camión…

—Se enfadará más si le dejamos dormir.

Suspiró, deslizando la mano lentamente por la protuberancia de su estómago.

—Si usted cree que es lo mejor —dijo pasivamente.

—Creo que sí.

Asintió, emprendiendo el camino que conducía a la cabaña de Wilson con el aire de un condenado.

—Pobre René…

—¡Qué puñetas! La culpa es suya —dijo Hodkins—. Nunca debió prestarse a organizar este safari.

Llegó Wilson, seguido del belga. Nunca le había visto tan mal, parecía completamente acabado. La barba le había crecido durante aquel día abrasador y la chaqueta campera flotaba alrededor de su pecho huesudo.

—¿Qué piensas hacer, John? —preguntó Hodkins.

Wilson nos miró fijamente.

—Andar. No hay camión; pues, se anda.

—¿Y los nativos?

—Delville ha ido a buscarlos. Probablemente se han largado a casa, pero da igual, no los necesitamos. No servían.

—Convendría esperar y ver qué pasa —dijo Hodkins. Era el único que aún podía hablarle.

—Supongo que sí.

Se alejó hacia la carretera, sosteniendo el rifle en el pliegue interno del codo, con las piernas, que sobresalían del doblez de sus botas, ligeramente encorvadas. Aunque el sol le pegaba en el sombrero, no se movió. Parecía contemplar la extensión despejada del lago que tenía enfrente.

—¿Te apetece otro vaso de té helado antes de salir, John? —le grité.

No respondió. El hecho de que nos adaptáramos a las conflictivas condiciones del safari le irritara más que el desesperante estado de la expedición.

Delville entró por la puerta situada al lado de la barra. Como Dorshka y Zibelinski desaparecían entre las comidas, utilizábamos toda la habitación como si estuviéramos en casa. Cuando deseábamos más té siempre había un nativo que nos servía la mesa, pero el resto del tiempo hacíamos lo que se nos antojaba.

—¿Cómo ha ido, René? —preguntó Hodkins.

—Algo mejor. Ya viene el cazador jefe. Uno de los chicos ha ido a buscarle.

—¿Cuánto tardará?

—Unos minutos.

Wilson volvió, parecía un descarnado Acab, momentáneamente olvidado del mar.

—¿Nos vamos? —preguntó, muy tranquilo—. ¿O vosotros habéis decidido quedaros aquí?

—Un momento, John —dijo Delville con tono de disculpa—. Ya viene el cazador jefe.

—No lo creo. No creo nada de lo que dices, René. Ni una palabra. No has hecho más que mentirme desde que te conozco. No puedes evitarlo, eres un embustero patológico. Debe de ser una enfermedad que adquiriste en la infancia.

Aquella voz suave e insidiosa me resultaba horriblemente familiar. Reflejaba la calma que precede a la tormenta. Delville se sonrojó.

—¿Por qué, John? —dijo, tratando de tomárselo a broma.

—Porque no eres capaz de organizar nada. Todo lo que me dijiste en Stanleyville era falso, el coche de caza, los guías, todo. Te gusta darte importancia. No puedo ni enfadarme contigo, porque es una enfermedad lamentable, pero te advierto de los síntomas.

Delville se sintió ofendido. Aunque temía la calma maníaca de la voz de Wilson, se vio obligado a defenderse.

—Lo he organizado todo —protestó—. Envié mensajes a dos campamentos. Creí que traerían un avión pequeño, que nos habría permitido ir a cualquier parte, pero vinieron con el Rapide, por eso tuvimos que ir a Tatsumu.

Wilson sacudió la cabeza, sonriéndonos a los demás.

—Mentira, todo mentira. ¡Pobre diablo!

Delville dio un paso adelante, tratando de mostrar su decisión.

—No puede insultarme así. La culpa no es mía; a veces pasan estas cosas.

—Aquí pasan siempre, René —dijo Wilson. Aún mantenía la suavidad y la sonrisa afable hacia Delville, pero yo sabía que era falso, que estaba torturando al belga porque él mismo se sentía mortificado. Llamaron a las persianas de paja, que habíamos bajado para defendernos del sol de la tarde.

—Adelante —gritó Hodkins.

Todos nos volvimos hacia la puerta abierta, que traspasó con timidez un negro de mediana altura. Más precisamente, dio un solo paso hacia dentro y se detuvo. Llevaba una lanza y un casquete verde con el borde festoneado, al estilo de las gorras escolares. De los calzones desgarrados, sobresalían unas piernas largas y musculosas, rectas y bien formadas. Los pies eran nudosos y estaban llenos de callos, pero lo que nos llamó la atención fue la línea larga y redonda que le llegaba al centro del rostro, como la cara de un conejo de Pascua de chocolate. Los ojos, inyectados en sangre, le bizqueaban. Murmuró una disculpa en suajili.

—El cazador jefe —anunció Delville con orgullo.

—Bueno, por Dios bendito. Por fin ha llegado —dijo Wilson, soltando una risita—. Dile que pase.

El cazador avanzó unos pasos y levantó la mano en señal de saludo. Wilson le correspondió.

—Bien, explícale lo que queremos. Dile que buscamos un búfalo o un elefante. Ya estamos hartos de antílopes.

Cuando Delville lo tradujo, el nativo contestó con un bufido breve y gutural.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Wilson, impaciente.

Delville se mostraba tremendamente incómodo, pero contestó con una sinceridad sorprendente.

—Dice que para el elefante hay que llevar un camión. Está demasiado lejos del campamento, no se puede ir a pie.

—¡Maldita sea! Pregúntale si sirve de algo ir a pie esta tarde.

—Dice que sí, si queremos carne —tradujo Delville.

—Bueno, creo que sí —replicó Wilson, zanjando la cuestión.

La expedición volvió a partir, aunque ahora la formación había variado ligeramente. En cabeza iba el cazador, seguido de Wilson y del guarda de caza, detrás el chico de la chaqueta de marinero, después, todos los demás.

Pero desde el preciso instante en que el cazador jefe se hizo cargo, supimos que estábamos en manos de un experto. El procedimiento había cambiado. El negro no caminaba expectante entre la maleza; por el contrario, estudiaba el terreno, se detenía a observar las huellas y los excrementos de antílope, y movía los ojos de un modo incesante, como dos antenas de radar. Pasamos junto a una manada de las que probablemente habíamos asustado por la mañana, pero el cazador explicó que no estaban bien situados y que un acercamiento resultaría casi imposible. Minutos después volvimos a detenernos. Entonces cambió de dirección, retrocediendo en círculo. Al poco tiempo estábamos en medio de otra manada.

Pero fue una actuación demasiado experta para nosotros, porque nos encontró desprevenidos. Cuando Wilson disparó, los blancos comenzaron a saltar a nuestro alrededor. Parecíamos una columna de colonos que, súbitamente rodeados por los indios, se ven obligados a disparar en todas direcciones. Apenas había tiempo de apuntar, y, entonces, con la misma brusquedad que habían aparecido, volvieron a desaparecer.

—He acertado al mío —declaró Wilson, exaltado—. He oído que la bala daba en el blanco, pero se ha dado la vuelta y ha continuado su camino.

—Es cierto, yo lo he visto —añadió Hodkins.

—Debían de ser muchos.

—Nunca he visto tantos. Estaban por todos lados —gritó Wilson, lleno de entusiasmo otra vez—. Este tío es magnífico. Mírale. Lee en el campo como si fuera una guía, y tiene los ojos como dos prismáticos. Mejores que los de Hod.

Se volvió a Delville.

—Pregúntale cómo se llama, ¿quieres, René?

Delville obedeció. Le satisfacía que las cosas mejoraran.

—Le llaman Kivu, porque una vez estuvo allí.

—Bueno, ahora pregúntale qué le parece que hagamos. Dile que tiene a su cargo la expedición.

El cazador se apoyaba en la lanza. Wilson le dio un cigarrillo y se lo encendió.

—Eres el jefe, ¿comprendes? —dijo, cuando Delville acabó de hablarle en suajili. El cazador guardó un largo silencio antes de responder. Delville parecía algo molesto.

—Dice que somos muchos, que deberíamos separarnos.

Wilson aprobó.

—Muy bien. Lo que él diga.

Me ofrecí voluntario para ir con el nativo de la chaqueta de marinero. Hodkins me siguió. Wilson eligió dos de los nativos más pequeños como porteadores, a las órdenes del cazador jefe, y nos alejamos en direcciones contrarias.

—Aseguraos a qué coño tiráis —les grité—. No vayamos a provocar una guerra.

—No te preocupes, nos cercioraremos —replicó Wilson.

Continuamos adelante. Hodkins pidió al guía que nos llevara a una zona más alta para no encontrarnos con una bala perdida, y el joven asintió. El también parecía contento de alejarse de Wilson.

Caminamos una hora antes de llegar a una pequeña meseta a unos cientos de metros sobre el campamento. Allí hicimos un alto. Repartí cigarrillos y nos sentamos a contemplar las llanuras y el lago, frente a nosotros. El campamento quedaba a la derecha; a la izquierda, las colinas se hacían más escarpadas hasta formar un acantilado que descendía al lago. Nos dedicamos a contemplar el paisaje ociosamente con los pequeños prismáticos de Hodkins. Vimos más de cinco manadas de antílopes pastando entre los árboles; eran, evidentemente, los mismos que habíamos intentado cazar durante toda la jornada.

—Esos pequeños desgraciados, ni siquiera se molestan en refugiarse en las colinas —dijo Hodkins.

—¿Para qué? Donde están ahora, se encuentran a salvo.

Hodkins miró con interés a nuestra izquierda y ajustó los prismáticos apoyando los codos en las rodillas.

—¡Dios mío! —exclamó de pronto—, ¿es verdad lo que veo?

El chico de la chaqueta de marinero ya se había puesto en pie y miraba en la misma dirección.

—Creo que sí —dijo Hodkins—, creo que lo estoy viendo.

Tembo —exclamó el muchacho, muy nervioso, sacudiendo la mano.

Mingi, mingi, mingi, tembo —gritó Hodkins, elevando la voz.

—¿Qué es? —pregunté.

—Elefantes. Unos veinte. ¡Dios mío, si John estuviera aquí! Echa un vistazo.

Miré en la misma dirección con los prismáticos que me había pasado Hodkins. El resto de los nativos se habían levantado detrás de nosotros. Muy a lo lejos, percibí un objeto parecido a una enorme piedra gris, y luego, justo a su lado, otra, y después otra y otra. Se movían lentamente entre los árboles de pequeña altura.

—¿Los ves?

—Los veo. Parecen piedras enormes.

—Exacto. Dios bendito, ¿dónde estará el bueno de John?

—Acechando una cría de antílope, probablemente.

Moví los prismáticos hacia abajo y a la derecha. Los árboles se hicieron más nítidos; vi con mayor claridad las matas y la hierba reseca, y, entonces, se me escapó un grito. A menos de un kilómetro de los elefantes avanzaba una pequeña columna entre una hierba que le llegaba a la cintura. Primero distinguí una mota verde, sin duda el cazador. Detrás, un hombre alto con un sombrero marrón, y luego, una especie de animal grande y achaparrado, de color marrón, Delville. Seguían tres pequeños puntos negros. Todos los miembros de la caravana, con los ojos clavados en lo que tenían enfrente, se movían lentos y cautelosos. Al dirigir los prismáticos delante de ellos, enfoqué una manada de antílopes.

—No puedo creerlo —dije a Hodkins—. Mira.

Hodkins tomó los prismáticos.

—Enfócalos un poco a la derecha y hacia abajo, y dime lo que ves.

Hodkins rastreó con los prismáticos.

—Hierba, árboles, más hierba, más árboles… —se detuvo——. Oh, no. Oh, Dios mío, no.

Bajó los prismáticos y nos miramos. Resultaba extravagante y hasta cómico ver a los elefantes moviéndose entre la maleza en una determinada dirección, y, no muy lejos, a la extraña caravana, caminando casi en la opuesta. La extraña silueta del grupo de Wilson asomando por la alta hierba lo hacía aún más divertido. El cazador negro y el hombre blanco y alto, seguidos de otras figuras de tamaño decreciente, deslizándose en silencio por la hierba como criaturas sin piernas, como patos en una fila de tiro al blanco, transformaban la escena en algo realmente absurdo.

—Dios mío —dijo Hodkins—. Dios mío. No debemos decírselo nunca, nunca.