En la carretera encontramos cinco socavones difíciles de eludir, y aunque Lebeau se las compuso para evitar los dos primeros, no tuvo tanta suerte con los restantes. La rueda delantera de la derecha chocó violentamente y se oyó el golpe del bastidor contra el eje trasero. Lebeau agarró con fuerza el volante de plástico y salimos, levantando una espesa polvareda a nuestra espalda.
—¡Qué espanto de carretera! —exclamó Hodkins. Estaba encajado a mi derecha, porque a mi izquierda había una enorme pila de equipaje. El asiento delantero, aunque mucho más amplio, iba aún más abarrotado. Wilson ocupaba un lateral, con su escuálido brazo colgando fuera de la ventanilla; Delville, en el centro, junto al silencioso conductor. Desde que acabara la larga discusión surgida en Tatsumu a propósito del coche, Lebeau no había abierto la boca. Tal y como yo imaginaba, había salido perdiendo, de modo que no le quedaba más que añadir. Se limitaba a conducir, maldiciendo su suerte al oír el continuo traqueteo que producían todas las piezas del De Soto.
—Habría sido mucho más sencillo el avión —observó Hodkins. Le dirigí una mirada asesina. Wilson sonrió, asintiendo. A pesar de las estrecheces, Delville se las arregló para volverse.
—Comprenda usted mi situación como funcionario —explicó por enésima vez—. Si se enteran en Stanleyville de que he volado en un aparato que transgrede la reglamentación, me harían responsable.
El contenido de la discusión había sido muy sencillo. Puesto que el coche, previamente encargado o no, había fallado, se imponían dos únicas alternativas. Una era que Lebeau nos llevara hasta el campamento en su De Soto, y la otra volar hasta una pista de aterrizaje que se encontraba a unos ocho kilómetros del campamento; pero el tamaño de la pista sólo permitía monomotores que no excedieran de un determinado peso, y aunque el Rapide habría podido tomar tierra con una cierta facilidad, se transgredían las leyes vigentes. Hodkins se mostró dispuesto a correr el riesgo para complacer a Wilson, pero Delville insistió en ir con el coche. Su discusión con Lebeau había durado algo más, ya que el propietario del hotel no tenía ninguna intención de hacer el viaje. Al final, se impuso Delville por sus relaciones con el gobierno que, al parecer, le proporcionaban mucho más poder del que cabría esperar de un guarda de caza cualquiera. Se había llevado a Lebeau a un lado para explicarle el asunto en francés, y a los cinco minutos estábamos amontonados dentro del De Soto.
—No tiene sentido volver sobre ello —dijo Wilson—. De todos modos, creo que monsieur Lebeau está disfrutando del viaje.
—Yo no lo creo —dijo Delville con tristeza—, en coche es muy pesado.
—No me lo parece —añadió Wilson—. En el Oeste las carreteras son igual de malas, y, sin embargo, la gente recorre a diario cientos de kilómetros.
—En Kenia son aún peores —observó Hodkins.
Lebeau gruñó, mirando con odio a Wilson. Atravesamos un pueblo, el único asentamiento civilizado que habíamos visto desde nuestra llegada a Tatsumu, pero la carretera no mejoró. Estaba llena de grandes socavones y piedras enormes, que golpeaban la parte interior de los parachoques; una nube de polvo fino se filtraba continuamente por los lados del coche. Cuando apareció de frente una baja cordillera de montañas verdes, comenzó a ascender. Pasamos un poblado nativo, uno de los muchos que íbamos a cruzar aquella tarde. El parecido era muy grande; todos presentaban una hilera de tiendas de madera, con la fachada desvencijada hacia la carretera. Nunca faltaban un sastre, un zapatero remendón y los ultramarinos, propiedad de un comerciante indio. Delante, formando una fila, se sentaban negros de aspecto miserable, cuyos hijos jugaban peligrosamente al paso del coche. Alguno de ellos saludaba de vez en cuando, con un gesto breve e impotente de amistad que enseguida se tragaba la polvareda. Los adultos apenas mostraban interés en nosotros.
Arriba, en las montañas, cambió la vegetación. La hierba se hizo más espesa, disminuyeron los árboles, y los poblados nativos, colgados de unas pequeñas terrazas, se hicieron más limpios. Al tomar una curva, pasamos junto a tres mujeres nativas, vestidas de un rojo intenso, con los labios proyectados hacia delante, al estilo de las ubanguis.
—Pero, bueno, por Dios bendito —dijo Wilson. Era la primera vez que se fijaba en lo que había en la carretera.
—¿Ve los agujeros que llevan en las orejas? —preguntó Delville—. Eso y los labios son rasgos de gran belleza.
—¿Quién habrá sido el primero en concebir la idea de hacerle eso a su mujer? —reflexionó Hodkins—. A ella tenía que gustarle mucho para complacerle en un capricho tan raro.
—Al principio no buscaban la belleza —explicó Delville—. Querían afear a sus mujeres para impedir que los traficantes árabes de esclavos las secuestraran para venderlas en la costa.
—Exacto —dijo Wilson—, y con los años se convirtió en una moda —se volvió hacia el asiento trasero—. Sería una escena fantástica, ¿no te parece? Los árabes llegan al poblado y el tío piensa que no está dispuesto a perder a su mujer porque le gusta muchísimo, pero se da cuenta de que sólo puede conservarla si la marca. Entonces, vuelve a mirarla con amor una vez más y se le ocurre lo del pelapatatas. Y funciona. Los árabes ni la tocan, pero cuando ella ya se ha recuperado, deja de gustarle. Entonces sale a buscar a otras mujeres del poblado que no tengan marcas ni perforaciones y ella le monta una escena del carajo.
Adelantó los labios para mimar la escena.
—Mira lo que me has hecho, negro hijo de puta. En este momento, estaría tan feliz en la tienda de un árabe, si no fuera por tu brillante idea. Ahora tendrás que aguantarme así.
A Hodkins le encantó el espectáculo; yo me limité a sonreír vagamente.
—¿Te gusta, Pete? Te lo regalo, introdúcelo donde encaje.
—Demuestra una compasión profunda y poética. Una buena dramatización para una idea muy triste.
Hodkins emitió una risilla feliz. Wilson se volvió hacia él.
—Tú aprecias mis historias, ¿verdad, Hod? —dijo, riendo entre dientes.
—Sí, John.
—Pues, dile a ese cabrón del gesto taciturno que tienes al lado que se anime, porque me está deprimiendo.
—Lo estoy pasando muy bien, John —dije—. Te encuentro muy gracioso.
Él sonrió falsamente.
—Gracias, camarada.
Se deslizó en el asiento, obligando a Delville a hacerle sitio. Inclinó la cabeza sobre el pecho y, al rato, se quedó dormido.
No volvió a despertarse hasta mucho después, cuando ya habíamos cruzado la última fila de montañas y nos encaminábamos hacia la inmensa extensión del lago Alberto. La última luz del sol daba color a las verdes colinas que teníamos enfrente, resaltando sus suaves contornos con mayor viveza. Abundaban las casas, colgadas de las laderas que miraban hacia el lago. La mayoría estaban bien edificadas, con unos tejados de paja tostada pulcramente recortados y bien sujetos a los techos a pesar del fuerte viento que soplaba en ese momento desde el valle que teníamos debajo.
Lebeau pisó el freno porque había un camión estacionado a un lado de la carretera. Unos kilómetros más adelante nos cruzamos con dos hombres en calzones blancos y altas botas de cuero, armados de rifles. Tras intercambiar saludos con Lebeau, le comentaron que habían visto un pequeño grupo de elefantes al otro lado de la carretera. Wilson dio un salto, aún medio dormido.
—¿Qué dicen, Pete?
—Poca cosa. Parece que hay algunos elefantes merodeando por la vecindad.
Wilson se asomó por la ventanilla sin acabar de comprender, aunque la realidad comenzaba a abrirse paso en su cabeza.
—¿Dónde? ¿Dónde están?
Delville no manifestaba tanta euforia por la noticia.
—Un poco más abajo. A un kilómetro de aquí, más o menos.
—¿No deberíamos sacar los rifles del coche? —preguntó Wilson.
Delville parecía en un aprieto.
—Quizás, aunque creo que ya se han ido.
—Convendría sacarlos de todas formas.
Wilson salió del coche. Lebeau le abrió el portaequipajes.
—¿Los cargamos, René?
Delville dudaba.
—En el coche, no. Lleve la munición en la mano, es más seguro.
Ahora, el asiento delantero iba tan lleno que Wilson casi no pudo cerrar la puerta. El cañón de su rifle descansaba a pocos centímetros de la nariz de Delville. No había hecho más que cerrar la puerta, cuando se oyó el barrito de un elefante. Era un sonido irreal, salvaje e inquietante, como la llamada de una corneta primitiva.
—Dios mío —dijo Wilson—. ¿Lo has oído?
—Están muy lejos —observó Delville, con una especie de alivio.
—Bueno, vamos, ¿qué coño esperas?
Hodkins sonrió.
—Te apetece un poco de acción esta noche, ¿eh, John?
Delville negó con la cabeza.
—Ya se han ido. Han oído el coche.
—El viento sopla de cara —arguyó Wilson—. A lo mejor no han oído nada. Vamos, sin pérdida de tiempo.
Comenzamos a descender la carretera empinada y tortuosa. Los dos belgas habían vuelto corriendo a sus camionetas y ahora nos seguían a unos veinticinco metros del De Soto.
—¿No es estupendo? —dijo Wilson, con el rostro excitado por la emoción—. ¡Cristo!, ¡elefantes! Llegar y besar el santo.
Pero ni volvimos a oír barritos ni vimos elefantes. A los pocos minutos de alcanzar la orilla del lago, Hodkins señaló súbitamente por la ventanilla.
—Mirad. Allí.
El coche se detuvo. A unos cientos de metros a nuestra derecha, una pequeña manada de antílopes nos miraba avanzar, pero, como sus primos de Tatsumu, se dieron la vuelta y echaron a correr.
—Tío, este país está lleno de caza, —dijo Wilson, entusiasmado. Emprendimos camino de nuevo. Cuando aparecieron algunas casas blancas asomadas al lago, Lebeau se detuvo. La camioneta nos adelantó para continuar camino. Salimos a estirar las anquilosadas piernas. A lo largo de la orilla, la carretera, blanca y arenosa, atravesaba por una zona de espesos matorrales. Aunque el sol comenzaba a ponerse, era la tarde más calurosa que yo recordaba.
—¿Y ahora qué pasa, René? —preguntó Wilson.
Delville y Lebeau permanecían junto al coche, discutiendo en francés; los dos tenían la camisa pegada a la espalda. Delville se acercó a nosotros, dejando a Lebeau a unos cuantos metros, en la carretera.
—No quiere seguir —dijo Delville—. De aquí al campamento, la carretera empeora.
—¿A qué distancia está? —preguntó Hodkins.
—A diez kilómetros.
—¿Qué pretende que hagamos? —preguntó Wilson— ¿que vayamos a pie?
—Dice que deberíamos haber subido a la camioneta que nos ha pasado.
—Entonces, ¿por qué coño no lo ha pensado antes? Ahora se han ido.
Delville se encogió de hombros, en un gesto que, en adelante, veríamos a menudo.
—Voy a hablar con él.
Se reunió con su compatriota.
Wilson observaba la discusión. El grito de un chacal, a lo lejos, pareció decidirle. Se acercó a Lebeau. Hasta nosotros llegaba su voz a través del aire en calma.
—Mire, amigo mío, métase en la cabeza que no nos puede dejar aquí. Tenemos mucho equipaje y no estamos dispuestos a volver a Tatsumu con usted esta noche.
Delville traducía a Wilson y, luego, volvía a traducir la respuesta de Lebeau.
—Dice que retrocediendo unos cuantos kilómetros hay un hotel. Justo antes del sitio en que nos ha pasado el camión.
—¡Y un carajo! —dijo Wilson, inflexible—. Mañana por la mañana tenemos que estar cazando; sólo dispongo de unos cuantos días. Pregúntale hasta dónde estaría dispuesto a llegar.
Delville volvió a intentarlo, pero Lebeau se negó en rotundo. Torcía la cara con un gesto nervioso al encender el cigarrillo. Desde el comienzo del viaje, parecía haber adquirido un tic.
—Dice que no es por él. Por lo visto, le preocupa el coche. Está convencido de que no llegaría al campamento. Tuvo que esperar más de dieciocho meses para que se lo entregaran y no desea correr el riesgo de averiarlo.
—Le garantizo la entrega de otro —dijo Wilson, exaltado—. Coño, más aún, si pasa algo malo le envío mi Cadillac inmediatamente desde California y se lo regalo.
Pero ninguna de las promesas conmovió a Lebeau. Wilson comenzaba a perder el dominio de sí mismo.
—Mira, René —dijo, dando en el hombro al guarda—, pregúntale qué quiere. Pregúntale con qué sueña, qué es lo que más desea en este mundo; pregúntaselo, por Dios —a medida que hablaba, iba elevando la voz y gesticulando como un loco. Lebeau le miró con temor y, de repente, arrojando el cigarrillo a la arena de la carretera, comenzó a descender hacia el coche, farfullando en francés.
—¿Qué dice? ¿Qué pasa? —preguntó Wilson.
Delville se encaminó de nuevo hacia el coche.
—Dice que bueno —tradujo con voz cansada—, que no quiere nada. Está seguro de no poder, pero lo va a intentar, sólo por probarle a usted lo equivocado que está.
—¡Caramba!, es una decisión de hombre. Vamos, antes de que se arrepienta.
Nos apresuramos hacia el coche. Lebeau arrancó y salimos de un brinco, siguiendo la estela del suelo arenoso. Se oía el constante rechinar del cárter contra la elevación central de la carretera, más el ocasional entrechocar de la parte metálica de los rifles en el asiento delantero. Nadie hablaba, porque todos estábamos ocupados en agarrarnos a los lados del vehículo.
Me sorprendí compadeciendo a Lebeau, porque conocía la indiferencia de Wilson hacia los automóviles, mil veces demostrada a lo largo de nuestros años de amistad. Para él, eran objetos que se podían maltratar, cosas muertas, que no experimentaban ni miedo ni placer. Wilson no comprendía que el funcionamiento de una maquinaria pudiera satisfacer a nadie. En cierta ocasión, yo mismo había intentado explicarle que ciertas personas sienten por el coche lo mismo que él por sus caballos, pero, lejos de tomarlo en serio, me dijo que le parecía un signo de atraso. Evidentemente, era lo que pensaba en este momento de Lebeau.
—Lo estamos haciendo bien —dijo—. No resulta tan difícil.
En ese momento, la carretera trazó una curva y se hundió en un pequeño hoyo. De una ojeada, capté el agua gris y estancada en las huellas del neumático. Quise gritar, pero ya era tarde. Lebeau cambió rápidamente a segunda y pisó el acelerador. Se aferró a las barras metálicas al verse impulsado hacia atrás como los jinetes del Grand National cuando dan un gran salto. El coche encajó un duro golpe, saltó limpiamente el primer hoyo y aterrizó de lleno en el agua sucia que teníamos delante. Por todas partes se oían crujidos; debajo de nosotros crujían las ballestas de los amortiguadores, pero también las puertas metálicas, las ruedas y hasta las molduras cromadas de la base de los parachoques. Dimos bandazos a uno y otro lado, patinando en el barro, y, de repente, nos paramos. El motor quedó en silencio, no había más movimiento que el del agua del charco, chapoteando contra las gruesas llantas.
—Dios mío —dijo Hodkins—, no debió intentarlo. Tenía que haberse detenido para que nos bajáramos.
—Es un fatalista —respondí—. Sabía que era un destino inevitable. Más adelante, hay otros cincuenta socavones aún más profundos.
—Cállate —dijo Wilson, sin volver la cara. Se dirigió a Delville—. Pregúntale qué espera. Dile que vuelva a encender el motor.
Delville obedeció. Sin una palabra, Lebeau se inclinó para apretar el botón de arranque. El motor rechinó de un modo extraño, y Lebeau apagó el contacto. Se volvió lentamente hacia Wilson con una trágica expresión en el rostro, y, sin quejas, sin demostraciones de ira, sólo con una total desesperación, se limitó a decir: «Voilà». Luego, salió del coche, sacó un enorme pañuelo azul del bolsillo del pantalón y se secó la cara. Lo peor había pasado; no cabía duda de que sentía un gran alivio; al menos había terminado la espantosa espera. Wilson se acercó a él, poniéndole una mano en el hombro.
—Lo siento mucho, monsieur Lebeau. He cometido un error.
Lebeau le quitó importancia con un gesto de la mano y caminó en silencio por la carretera. Delville salió tras él.
—Me gustaría saber qué va a pasar —dije—. Dentro de media hora habrá oscurecido.
Hodkins sacudió la cabeza.
—No tengo ni la más remota idea —dijo. Se puso un cigarro bajo el bigote y lo encendió—. Habrá que andar, y me parece que sé a quién le va a tocar.
Pero se equivocaba, porque tanto Lebeau como Delville se habían hecho cargo del asunto, dándole el tratamiento de una crisis belga, y asumían la responsabilidad. Volvieron al coche. Delville cargó el rifle y se introdujo seis cartuchos de repuesto en el bolsillo de la chaqueta de ante, preparándose para el camino. Yo me acerqué a Lebeau con intención de consolarle.
—Lo siento mucho, monsieur Lebeau, pero no creo que sea nada grave, una simple avería.
Se encogió de hombros, con un movimiento nervioso de los párpados.
—Ya veremos.
—Vamos por el camión —dijo Delville—. Creo que están en el campamento.
—Suponga que han salido a cazar; tendríamos que esperar aquí a que volvieran.
—Se está haciendo tarde para la caza —respondió Delville—. Ya habrán regresado —dirigió una mirada aprensiva a la carretera—. No se aparten del coche —me advirtió en francés—, es zona de leones, y por la noche salen los leopardos.
—Esperaremos aquí. Vuelvan pronto.
Vimos alejarse en el crepúsculo las dos gruesas figuras con las camisas empapadas en sudor. Bostezando, Wilson volvió al coche para descabezar un sueño. La arenosa carretera se extendía ahora desierta ante nosotros, mientras que arriba, en el cielo de suaves colores, trazaban círculos varias águilas ratoneras. Hodkins me alargó uno de los rifles grandes.
—Nunca se sabe lo que puede pasar.
Anochecía rápidamente y ya zumbaban los mosquitos en el aire tórrido.
—¡Pobre Lebeau! —exclamó Hodkins—. ¡Pobre diablo! El hombre no se da por satisfecho hasta que destruye lo que ama.
—¿Y su mujer? —pregunté—. Cuando vea que no vuelve, se preocupará.
—Sobre eso no podemos hacer nada —respondió, sin apartar sus ojos pequeños y profundos de la carretera—. Mira —dijo, después de un breve silencio—, un chacal.
—Atraído por el cadáver del De Soto, no hay duda —dije. El animal se movió en la carretera, ante nosotros, antes de desaparecer—. No parece un sitio ideal para pasar la noche.
—No será tan grave, ahora que los gordos han ido por ayuda.
Volvimos a entrar en el coche; al cerrar la puerta despertamos a Wilson.
—¿Ya están aquí? —preguntó.
—No, John —contestó amablemente Hodkins—. Cuando lleguen, te avisaremos.
Pasaron dos horas antes de que vislumbráramos las luces del camión. Lebeau iba en la cabina, junto al conductor nativo. Salió a cerrar las puertas de su coche cuando lo hubimos descargado de nuestras pertenencias. Luego, saltamos todos a la parte trasera del camión. Delville parecía más contento.
—Todo se arreglará —le dijo a Wilson, mientras el camión daba la vuelta y comenzaba a descender la carretera. Sus débiles luces amarillas iluminaban varios metros de campo frente a nosotros—. Permanezca atento, porque a estas horas se encuentran leopardos; quizás pueda cazar uno.
Inmediatamente, Wilson cargó el rifle. Cada bache de la accidentada carretera nos lanzaba contra la madera deteriorada de los laterales del camión. Delville me sonrió; el alivio que había sentido relajaba ahora su rostro redondo de buena persona.
—Bien está lo que bien acaba —comentó.
—Todavía no ha acabado bien, René.
Lanzó una risa falsa.
No aparecieron ni leopardos ni leones, ni siquiera otro chacal. La carretera cruzó el cauce seco de un río, antes de ascender de nuevo. Estábamos muy cerca del lago, porque se olía el agua. El conductor cambió produciendo un gran ruido, al pasar por un poblado nativo sumido en una completa oscuridad. Al dejarlo atrás se difundió en el silencio una voz, como un sonido largo y farfullado. Estábamos llegando al campamento de caza por un tramo ancho y corto de la carretera, delimitado por hileras de piedras blancas.
Cuando el camión se detuvo, percibimos el brillo de una luz tenue, procedente de una puerta abierta. Saltamos a tierra, cansados y polvorientos, para seguir a Delville por un camino de arena, hasta una enorme cabaña de paja, que tenía una barra al fondo. Había también varias mesas y sillas de factura rústica, aunque apenas las percibí al entrar porque las paredes y los techos reclamaron toda mi atención. Estaban cubiertos de trofeos, entre los que destacaba una gran cabeza de búfalo y otra de elefante, con sus orejas, bastante deteriorada, justo encima de la barra. Los soportes de madera que nos rodeaban sostenían cornamentas de todo tipo, y las paredes de paja aparecían decoradas de cueros y pieles de serpiente.
—¿No es estupendo? —dijo Wilson. Parecía que acababa de entrar en el paraíso. Estaba tan entretenido en observar los techos de la habitación que apenas reparó en un tipo extraño y calvo, con pantalones cortos, que se le aproximaba con la mano extendida.
—Es el señor Zibelinski —informó Delville—, el dueño del campamento.
Wilson le estrechó la mano.
—Me alegro de conocerle.
En ese momento noté la presencia de una figura familiar, de pie, casi escondida en la oscuridad, al fondo de la barra. Reconocí el corte de sus pantalones caqui, el ancho cinturón de piel y el sombrero, grande y andrajoso, con la piel de serpiente a modo de banda. Era Paget, el desabrido cazador blanco contratado como delineante; se notaba enseguida que no había cambiado. Cruzó el piso de arena para acercarse a nosotros, con una risa sarcástica.
—¡Vaya!, aquí están. Los cazadores de Hollywood —no habría podido elegir una frase de bienvenida más maliciosa.