—Al menos en el avión hace fresco —dije. Llevaba cinco minutos sin prestar atención a las palabras de Hodkins.
—Cuando se vuela alto —intervino Wilson con una sonrisa. Su broma había cosechado un gran éxito.
—Déjenme que acabe la historia —dijo Hodkins.
Nos hallábamos en el comedor principal, suavemente iluminado, de un hotelito llamado Sans Souci, con vistas al río Congo. Del bar llegaba la tediosa música de una orquestina. Wilson y el guarda de caza, René Delville, se sentaban al fondo de la mesa con Basil Owen, que había llegado en el Beechcraft una hora antes que nosotros; Hodkins refería por fin la historia del perro que le mordió en Jartum, en 1944.
—Adelante, Hod —le animó Owen—. Había bajado del avión y el perrillo negro se le echó encima y le mordió.
—No tan perrillo, no crea. Era una cosa enorme, cubierta de pelo, y más rápido que el demonio. Me agarró la pierna y me hincó el diente por toda la bota de vuelo… hasta la piel. Le di una patada del carajo, que lo mandó contra el tren de aterrizaje de un Beaufighter estacionado cerca de mi aparato, pero se limitó a sacudirse y echar a correr. Eso fue lo malo, que el muy cabrón se internó en el desierto. Bueno, el caso es que cuando fui al médico del escuadrón y le enseñé la pierna, me preguntó qué perro me había mordido. Me eché a reír en su cara, porque acabada de llegar, no conocía ni el nombre del comandante, mucho menos el de los perros de la localidad.
Tomó un trago de cerveza. Wilson, adelantando su larga osamenta, se dispuso a escuchar atentamente. Esa habilidad para prestar atención a las palabras de otro constituía uno de sus mayores encantos.
—Continúa, Hod. ¿Qué pasó entonces?
—Reunieron todos los perros del aeropuerto, para que yo identificara a la bestia, pero, claro, no tenía ni la menor idea de cuál había sido, así que en el escuadrón dijeron: «Muchacho, al Cairo para un tratamiento completo». El Cairo no era gran cosa, pero comparado con Jartum parecía la gloria, así que metí mi equipo en el primer avión rumbo al norte y me presenté en el hospital. Un tremendo error, porque no había pasado una hora cuando empezaron a administrarme el tratamiento contra la rabia. Veinticuatro pinchazos en doce horas, justo en la tripa, fue el orden del día para el pobre Hodkins. Cada media hora, entraba la enfermera con una aguja del tamaño de un estoque. A los seis pinchazos, ya empezaba a gritar cada vez que giraba el pomo de la puerta, y cuando iba por los dieciocho me tenían que sujetar tres cabos de aviación. Fue la peor noche de mi vida; cuando terminó me enviaron de vuelta a Jartum. Salí del avión con la pistola en la derecha, dispuesto a pegarle un tiro al primer perro que encontrara, hasta que llegué al comedor. Y ¿qué veo al entrar?, pues al chucho negro, el mismo que me había mordido, sentado al lado del comandante, con las putas patas sobre la mesa. Armé un escándalo. Cuando consiguieron calmarme y les dije que compartían el pan con un asesino, se cayeron de culo, muertos de la risa, porque, por lo visto, el perro estaba más sano que usted y que yo, y todas aquellas torturas no habían servido para nada.
Toda la mesa estalló en una carcajada histérica.
—Es una historia magnífica, Hod —dijo Wilson—. Mucho mejor que nuestra broma.
—Pues esto no lo fue, aunque durante muchos años sospeché que podía haberlo sido —replicó el piloto, satisfecho de su éxito.
El guarda se aclaró la garganta.
—Señor Hodkins, me gustaría preguntarle algunas cosas a propósito de mañana. ¿Está dispuesto a salir a primera hora? —hablaba un inglés fluido, con ligero acento francés.
—Cuando usted quiera, desde el amanecer.
—Tengo entendido que volvemos a Tatsumu, John.
Wilson me miró con agresividad.
—Exacto.
—Después de todo, no se puede cazar en la selva.
—Se puede, pero nosotros no lo haremos.
—¿Es cierto, monsieur Delville? —pregunté—. ¿Hay quien caza en la selva?
El guarda aclaró, sonriendo:
—Los pigmeos.
—Pero no los blancos.
—Que yo sepa, no.
Wilson aparentaba no oír nada.
—Saldremos a las ocho. Esta noche, antes de acostamos, hay que limpiar las armas.
—Conviene hacerlo —dijo Delville con afectación—. Las armas deben estar limpias y bien engrasadas. ¿Ha cazado usted mucho, monsieur Pete?
—No mucho, casi siempre aves.
—Miente —dijo Wilson—. Ha cazado mucho más que yo.
Delville esbozó una sonrisa de plena comprensión, como si pensara: «Son modestos, como todos los grandes cazadores».
—Sólo a un idiota o a un novato engreído se le ocurriría decir que no está preocupado el día anterior.
—Ya está todo dispuesto, ¿verdad, René? —preguntó Wilson, preocupado.
—Todo. El coche, los nativos y el campamento. Todo.
—Creo que encontrará lo que busca, John —puntualizó Basil Owen. Satisfecho, Wilson levantó el vaso:
—Por la caza.
—Por el deporte —añadió Delville.
Todos bebimos.
—Lo único que importa en la vida —dije—. Lo único auténtico. La pasión más grande, la más absorbente.
Wilson me miró, irritadísimo, pero no dijo nada.
Delville asintió.
—La actividad más vieja del mundo.
—Bueno, no precisamente —dije yo, suscitando las risas animadas de la concurrencia.
—¿Brindamos también por lo otro? —preguntó Hodkins. Era evidente que se encontraba como en casa.
—¡Claro que sí! —respondió Wilson, levantando el vaso—. Hod, por esa actividad aún más vieja que la caza.
—Y la más placentera —corroboró el piloto, ruborizándose. Era un hombrecillo tan agradable que no le podía guardar rencor por haber secundado la broma de Wilson. Cuando se separó el grupo, salimos al aire inmóvil de la noche; afuera esperaba un joven negro con la camisa rota y una gorra de chófer. Hodkins y yo subimos al coche. Wilson nos despidió desde los escalones del restaurante, porque se quedaba en el Sans Souci.
—Buenas noches, chicos —nos gritó.
Stanleyville era un sitio extraño, muy parecido a una pequeña ciudad del sur americano, en la que no faltaban las luces de neón, la indigencia de los negros y las grandes tiendas de la calle mayor, además de un barrio de sólidas casas familiares y pulcras, alineadas a ambos lados de las calles. Sólo la selva, que aparecía por todos lados como un telón de fondo, le proporcionaba la atmósfera africana. Era una presencia agazapada al final de las cortas calles, detrás de todas las cosas, y a lo largo de la otra orilla del Congo; una mole compacta de vegetación que avanzaba hacia la fachada civilizada que habían erigido al otro lado.
—Tenéis un grupo fabuloso —dijo Hodkins, feliz. Habíamos comenzado a tutearnos—. No me lo esperaba. Wilson parece un tío amable.
—Es ideal.
Nos detuvimos ante la terraza del hotel Sabena, donde no había música, sino un numeroso grupo de fatigados pasajeros en tránsito hacia cualquier otra tórrida ciudad del Congo. Los camareros nativos se movían ociosos a la espera de cerrar. Un belga muy gordo, que dirigía el restaurante, les gritaba en suajili.
—¿Tomamos la última, antes de acostarnos? —preguntó Hodkins.
—No me encuentro con fuerzas para afrontar el problema racial a estas horas.
El piloto me miró atónito, hasta que, por fin, creyó haberlo entendido.
—Ah, estoy de acuerdo. Estos chicos son una panda horrorosa; perezosos, insolentes, de lo peor que he encontrado en África. Me gustaría verlos donde yo vivo en Kenia, iban a dar saltos.
—Buenas noches, Hod.
Descendí por un camino de grava muy cuidado hacia el bungalow donde me habían asignado la habitación. Abrí con la llave y entré. Sobre la cama se movía lentamente un ventilador, que agitaba la pesada atmósfera. Después de desnudarme, tomé una ducha fría. A los pocos minutos dormía en un vacío negro y caliente, olvidado de África y de Wilson.
Una mano que salió de la oscuridad me sacudió por el hombro. Me incorporé con los ojos doloridos e hinchados. Wilson se encontraba al lado de la cama, completamente vestido con su chaqueta de caza, las polainas y las botas. Afuera, apenas había luz.
—Vamos, Pete, despierta —dijo en un susurro terminante.
—¿Qué pasa, John?
—Las armas —murmuró, enfadado—. Anoche las olvidaste.
—Y tú también.
Se le notaban los esfuerzos por contenerse.
—Qué coño importa ahora. Por lo menos yo me despierto y me acuerdo.
—Y ¿qué quieres hacer?
—Limpiarlas, naturalmente.
—¿Ahora?
—Pues claro, ahora mismo. Empezaré yo; vístete y te reúnes conmigo en el porche.
De nada servía discutir. Salté de la cama, busqué los rifles, y salió con ellos.
—Date prisa —dijo, amenazador, desde la puerta. Me vestí para seguirle. Eran las cinco y diez. Los bungalows blancos del hotel parecían deshabitados. En la terraza, las sillas se apilaban sobre las mesas. No había más signo de vida que el propio Wilson, sentado en el murete de ladrillos que corría frente al porche, con las mangas de la chaqueta subidas, pasando una baqueta por el cañón de uno de los mágnums.
—Esto es una puñeta —dijo con ferocidad al acercarme—. Creías que bastaba con una vez, pues, ya ves, hay que hacerlo dos; ahora todos los rifles están picados y llenos de óxido.
—Hemos cometido un error imperdonable disparándolos antes.
Dejó lo que estaba haciendo para dirigirme una feroz mirada.
—Ah, ¿sí? ¿Te parece una idiotez utilizar los rifles cuando nos va en ello la vida? En ese caso, ¿por qué no te vuelves a la cama? Vete a dormir, olvida los rifles y, mañana, cuando estemos cazando, coges un palo grande.
—Ya estoy aquí. ¿Por qué no te relajas un poco y te lo tomas con tranquilidad?
—Claro —dijo con sarcasmo—. Sería lo más inteligente, ¿por qué no relajarse si nos quedan dos horas? Muy apropiado, sí señor, muy apropiado.
—Lo apropiado sería no ir en absoluto. En realidad, no disponemos de tiempo para una caza en condiciones. ¿Qué coño son cinco días? La mayoría de la gente emplea dos meses para un safari y todavía le parece poco.
—¡Cristo bendito, quédate! Nadie te obliga a ir.
—Ya es tarde. Me apetece conocer el final de la historia.
Tomé uno de los rifles y desmonté los cañones. Wilson se aplicaba intensamente con la baqueta. Mirándole, se me cruzó por el pensamiento una fantasía fugaz. Estábamos en la llanura africana, rodeados de bestias salvajes. Wilson, haciendo oídos sordos a los consejos de Delville, nuestro guía y mentor, perseguía un león herido. Cuando el animal se abalanzaba sobre él, yo disparaba con algún retraso. Llegaba la compañía de Inglaterra y conocía la noticia. Alguien tenía que sacar adelante la película, así que decidían dejarlo en mis manos. El accidente me abría las puertas de una nueva carrera.
—¿Piensas quedarte rumiando ahí mucho tiempo? —preguntó Wilson—. ¡Vamos, tío! Reprime esos pensamientos negros y desesperados.
—Estaba pensando quién continuaría la película si te pasara algo.
—No quien tú imaginas, porque pienso ocuparme de ese asunto. Voy a dejar instrucciones concretas a Landau para que, pase lo que pase, no te beneficies de mi muerte. Es instinto de protección, porque conozco las personalidades psicóticas. Puedes tener la idea de convertirte en director de cine a mi costa, y no me apetece que te surjan esos pensamientos a quince metros de mí, con un rifle en la mano.
—Eres un encanto.
—¿Tengo que creer que no se te ha ocurrido?
—Se me ha ocurrido; pero por nada del mundo me calzaría tus zapatos.
—¿Te frenan los sentimientos? No me hagas reír.
—Los sentimientos no, pero no te mataría en mi provecho, en todo caso, por el bien de la humanidad.
—Y si te lo pidieran, naturalmente te negarías a realizar la película…
—Exacto. No me gusta el guión.
Dejó el trabajo y me miró fijamente; luego, sonrió, a pesar suyo.
—Pete, después de tantos años, comienzo a darme cuenta de que tienes un alma mezquina. Eres un cobarde de naturaleza ruin y envidiosa. Exactamente de ahí proceden tus limitaciones. Confías en un accidente para librarte de mí. Si fueras de verdad el hombre que yo creía, no esperarías al accidente, me matarías para quitarme el puesto o morirías conmigo, víctima del destino que yo hubiera elegido para mí mismo. Pero, no, no eres así. Eres un muchachito correcto, de pensamientos borrascosos, que nunca se saldrá con la suya porque el accidente no ocurrirá.
—Y tú eres un monstruo —dije con toda tranquilidad—. Un monstruo dotado de talento, aunque no del que la gente piensa. No de imaginación, ni de lirismo o de otra forma de talento artístico. Lo tuyo es simplemente habilidad para mirar dentro de la gente y descubrir sus pensamientos más insignificantes. Se aprecia en tus películas.
—¡Ajá! Ahora nos conocemos. No es mal momento.
—Para eso sirven los viajes largos. Hemos venido a África para descubrir mutuamente lo que somos.
—Exacto. Un viaje puramente instructivo.
Se oyeron unos pasos en el porche que teníamos detrás y apareció Hodkins.
—¿Qué tal? ¿Una charla a corazón abierto por la mañana? —preguntó amablemente.
—En efecto, Hod —dijo Wilson—. Cada uno indaga el alma del otro. Lo más fascinante que puede hacer un hombre a estas horas.
Hodkins sonrió, tomó los cañones del rifle que había limpiado Wilson y acercó los ojos a los agujeros.
—No está mal, para la inspección de un comandante miope que se ha olvidado las gafas.
Se frotó las manos.
—Voy a ver si está preparado nuestro avión. Espero encontrar el desayuno listo a la vuelta.
—Te acompaño, Hod —dije.
Cruzamos la carretera en dirección al aeródromo. El Rapide se hallaba estacionado en la hierba, tal como lo habíamos dejado. Al entrar, Hodkins tropezó con un muchacho nativo que dormía en el suelo de la cabina. Gritó y maldijo en suajili, mientras el chico huía chapoteando con los pies desnudos en los charcos cercanos a la pista. Hodkins no se cansaba de exclamar que de haber tenido un rifle le habría pegado un tiro.
—¿Por qué no cerraste la puerta anoche? —pregunté—. Te habrías ahorrado esto.
—No tengo llave —bufó—. ¡Maldito su cuero negro! Toda la cabina apesta a prostíbulo egipcio.
Abrimos las ventanillas del compartimento del piloto y Hodkins encendió los motores. Luego, apuntalamos la puerta abierta y volvimos al hotel.
—No te preocupes, Hod, en cuanto estemos en el aire no se notará.
—El funcionamiento del aeropuerto es un puñetero desastre.
Le brillaban los ojos de furia y mantenía los puños cerrados mientras caminábamos.
—Así son los belgas, ni se les pasa por la imaginación la posibilidad de poner un vigilante.
—Puede que fuera el chico.
—No me sorprendería lo más mínimo.
Encontramos a Wilson desayunando con Owen. Hablaban de los alojamientos que habían construido en los exteriores. Era evidente que las palabras del jefe de unidad no despertaban un gran interés en Wilson, que sólo por un vago sentido del deber se veía obligado a prestar atención.
—Cuéntaselo a Pete —dijo, cuando me senté a la mesa—. Es probable que él acabe la película. Voy a ver si Delville está preparado, Hod. Tendríamos que salir dentro de media hora.
Owen le observó cruzar la terraza, llevando los dos rifles grandes. Luego, sacudió la cabeza.
—¿Siempre está así antes de comenzar la producción?
—¿Cómo, Basil?
—Indiferente, como si le interesara un pimiento.
—Es un humor pasajero; desaparecerá cuando haya matado su elefante.
Hodkins y yo compartimos las dos rodajas de piña que habían quedado. Uno de los nativos menos malhumorados nos sirvió café, panecillos y mermelada. Al poco rato, apareció Delville acompañado de su mujer, vistiendo más o menos como la tarde anterior, con una chaqueta de ante, un casco de médula y unos pantalones de lana gruesa. Su esposa, una mujer rolliza y bastante bonita, tenía el aspecto de haberse arreglado para pasar un día de verano en la ciudad.
—¿Esta preparado monsieur Wilson? —preguntó Delville, cuando nos hubimos presentado.
—Ha ido en su busca —dije—, probablemente volverá aquí cuando no le encuentre.
Delville enarcó una ceja; a pesar de su corpulencia tenía un rostro agradable. La mujer le agarraba del brazo en un gesto posesivo.
—¿Cuidarán ustedes de mi René? —preguntó, alzando la voz en una típica inflexión francesa.
—Le cuidaremos —dije yo.
—Quiero que vuelva.
Delville estaba azorado.
—Se preocupa mucho —dijo, encogiendo ligeramente los hombros—. Llevo quince años saliendo a cazar en el Congo y todavía se inquieta.
Apareció Wilson, seguido de un muchacho nativo cargado con el equipaje.
—Hola, René —dijo, mostrándose muy contento de ver al belga—. Y señora —se inclinó para besar la mano de madame Delville—. Viene usted a despedirse, ¿no? —inquirió con el acostumbrado rastro de acento mejicano y la sonrisa dulce e insinuante.
—He venido a pedirles que le cuiden bien.
—Chérie —protestó el guarda.
—Le cuidaremos, querida —dijo Wilson. Luego nos miró, enarcando levemente las cejas—. Bueno, chicos, ¿vamos a lo nuestro?
Media hora después ascendíamos de nuevo, atravesando el primer estrato de nubes grises. Ocasionalmente, vislumbrábamos la jungla, una masa de follaje húmedo y laberíntico alrededor de los altos mástiles frondosos que habíamos rozado con las alas el día anterior. Ahora, en cambio, parecía inofensiva y remota, como una inmensa alfombra verde que se podía saltar con toda naturalidad, como una parte del mundo fácil de conquistar.
Delville sonrió, satisfecho.
—Es buen piloto, ¿verdad?
—De los mejores.
—Y el avión vuela bien para ser un artilugio tan viejo.
—Muy bien, especialmente cuando funcionan los motores.
—¿Perdón?
—Nada, era una broma. Dígame, monsieur Delville…
—René —me corrigió—. En los safaris hay que ser amigos.
«Cuánta razón tiene», pensé.
—René, ¿cuál es exactamente el plan?
—Volamos hacia Tatsumu, donde nos recogerá un coche para trasladarnos al campamento, a orilla del lago Alberto. Allí está la caza.
—¿Cerca de Masindi?
—Al otro lado del lago. En la orilla que pertenece al Congo.
Asentí, pensando que Laing había acertado plenamente, íbamos a cazar a unos ochenta kilómetros de la zona propuesta al principio, con la diferencia de que habíamos volado inútilmente unos mil doscientos.
—¿Hay mucha caza?, ¿búfalos o elefantes?
Lo pensó antes de contestar.
—Elefantes, sí; búfalos, no tanto. Están en la desembocadura del Semliki. Podemos volver otra vez.
—¿Qué otra cosa hay, además de los elefantes?
—Antílopes, muchos.
«De eso ya hemos visto», pensé, «incluso habríamos podido cazar todos los que nos hubiera apetecido». Con todo, la ausencia de búfalos era un buena noticia, porque eliminaba a nuestro enemigo natural más peligroso.
—Y también cerdos —dijo Delville—, leopardos, leones, hipopótamos…
—¿Y gallinas de guinea?
Al sonreír, la enorme boca le dibujó una media luna negra en el rostro.
—Siempre hay gallinas, buenas para el puchero.
—¡Por Dios bendito! —interrumpió, disgustada, la voz de Wilson—. ¿Aún estás rumiando tu infancia? ¿Es el único delito que quieres repetir?
—Si hubiera sabido que estabas escuchando, no se me habría ocurrido preguntarlo.
Wilson sacudió la cabeza y se dio la vuelta. El libro de la caza mayor se le escurrió del regazo; alargué la mano y lo recogí. El capítulo tres trataba de los rifles adecuados para matar elefantes. La primera frase resultó una ráfaga de luz en mi mente. «Cuando se trata de animales peligrosos», leí, «el principiante debe emplear un rifle muy potente, siempre que pueda manejarlo con soltura y comodidad». El ruido de los motores cambió bruscamente y caímos unos cincuenta metros hacia la húmeda foresta; me ajusté el cinturón de seguridad y continué mi estudio. «Principiante» era un término adecuado para todos nosotros, con la posible excepción de Delville. Mientras continuaba leyendo, el avión subió ligeramente y luego volvió a caer. La lluvia golpeaba las endebles alas. Las palabras del libro destacaban con una claridad meridiana, casi bíblica. Toqué el hombro de Wilson.
—Me gustaría leerte un párrafo.
Parecía algo asombrado.
—Lo he leído entero.
—Lo sé, pero hay un pasaje que me gustaría que volvieras a oír.
—Adelante.
Comencé a leer, tratando de elevar la voz por encima del ruido de los motores:
«No obstante, existe un supuesto incluso más peligroso que la estampida de los elefantes. Cuando se tiene cerca una manada resguardada entre la espesura, habría que localizar a todos y cada uno de sus miembros antes de disparar. Pero esto, que parece fácil sobre el papel y debe hacerse siempre que sea posible, no lo es tanto en la práctica, ya que, con frecuencia, la maraña de espinos plantea una imposibilidad física de maniobrar para apuntar a cada ejemplar. Consecuentemente, puede ocurrir que al otro lado de la maleza haya una hembra nerviosa o intranquila, tan cerca de usted que podría haberla tocado alargando un bastón, de haber sabido que estaba allí y lo que iba a hacer. Pero el primer indicio de esa presencia que suele tener el cazador es un trompetazo agudo y subsiguiente al tiro que haya disparado contra otro miembro cualquiera de la manada. Entonces, el cazador levanta la mirada y se encuentra literalmente encima unos colmillos que se lanzan contra él. No se trata de una carga, porque es posible que el animal no disponga siquiera de espacio; es, sencillamente, un resabio. Puesto que, en ese caso, no queda tiempo para echarse el rifle al hombro, ni mucho menos para apuntar, lo más que puede hacerse es propinarle un fuerte golpe en la cara con la culata del rifle, al nivel de la cintura del cazador».
—¿Y?
—¿Lo habías leído?
—Sí.
—Vale.
Se dio la vuelta, disgustado. Yo me estiré, aflojé el cinturón de seguridad y me quedé dormido.
Me despertó la luz deslumbradora que se filtraba por la ventanilla de la cabina. Volvía a hacer calor, y bajo las alas se extendía ahora una pradera. El aparato se inclinó con brusquedad en dirección a la pista rojiza del aeropuerto de Tatsumu. Permanecí en silencio mientras el Rapide se deslizaba sobre el extremo del campo, virando hacia un lado a causa de una ráfaga de viento, antes de tocar tierra. Fue un aterrizaje estupendo. Nadie dijo nada mientras rodábamos hacia la choza ya familiar. Apareció la camioneta, conducida por un negro en guardapolvo. Se pararon los motores. «Todo esto ha pasado ya», pensé. Wilson y Delville salieron del avión. Nosotros los seguimos con todo el equipaje que éramos capaces de acarrear. Los dos cazadores llevaban sólo sus armas y sus municiones. Era como tenía que ser: los porteadores descargaban de la tarea a sus bwanas.
Cuando llegamos a la cabaña, Delville hablaba por teléfono. Wilson permanecía junto a él con gesto preocupado.
—Las cosas han vuelto a joderse —dijo con una voz baja que no auguraba nada bueno—. No hay coche para ir al campamento de caza.
Delville movió la cabeza con un gesto afligido.
—Lebeau tiene coche, nos llevará.
Yo sonreí. Wilson tenía un aspecto peligroso.
—Y si no quiere, ¿qué hacemos?
—Querrá —dijo el belga—. Me conoce y, además, le pagaremos.
Afuera, el sonido de un claxon anunció la llegada del De Soto antes de la consabida polvareda. Observé a Lebeau acercarse a la cabaña, con los ojos puestos en el avión. Era evidente que conocía lo que le aguardaba; no pude evitar un sentimiento de lástima por él. Tropezó a la entrada.
—Ah, Monsieur Lebeau —dijo Delville cálidamente. Depositó el teléfono en su caja de cuero y le estrechó la mano.
—Bonjour. Ça va, mon vieux?
—Ça va —respondió Lebeau con tono apagado, mirándonos lleno de aprensión. Wilson, sonriendo, se adelantó con la mano extendida.
—Bonjour, Monsieur Lebeau —dijo en un tono falsamente amistoso.
—Cóm’ ustá, amigol[13] —añadí yo—. ¿Qué tal las cosas por Tatsumu?