Raúl abría paso, moviéndose por la oscuridad a grandes zancadas regulares, mientras la luz iluminaba mortecinamente la vereda delante de nosotros. Ya hacía frío y no se oían los pájaros, sólo el crujido de las hojas secas bajo nuestras plantas. Dejamos la vía ancha, cubierta de hierbas, para adentrarnos por una más angosta, en la que tuvimos que avanzar en fila. Por encima de nuestras cabezas, se oyó el grito de una lechuza y el incesante batir de sus alas entre la maraña de ramas y hiedras.
Raúl se detuvo de repente. Se echó el rifle al hombro y luego lo bajó despacio. A un ligero parpadeo de la luz, percibí en la oscuridad, como dos puntos brillantes, los ojos de un animal. Nos mantuvimos a la expectativa, hasta que, para sorpresa mía, comprendí que aquellos ojos pertenecían a un joven negro que se aproximaba despacio hacia nosotros. Caminaba rítmicamente sobre dos robustas piernas, con la camisa hecha jirones ceñida a los amplios hombros.
Lescelle no dijo nada. El muchacho se detuvo a diez pasos del pintor, pero ninguno de los dos habló. Entonces, Raúl, sin dudarlo un momento, le agarró con firmeza de la muñeca retorciéndole el brazo. La luz alumbró directamente el rostro del chico y, por encima de él, la alta figura del belga, que le torturaba sin que ninguno dejara escapar un sonido. Le soltó de repente, dejando caer el brazo con un gruñido de disgusto, como si se tratara de algo sucio e inservible. Sin necesidad de intercambiar palabra, el nativo había comprendido a la perfección el significado de la amenaza. Se apartó en la espesura del borde del camino para dejar paso a nuestra columna. Al mirarle allí, de pie en la oscuridad, con la cabeza inclinada y el brazo colgando flácidamente, vi las lágrimas que le corrían por las mejillas.
Era un aviso. Pese a que el muchacho retomaba a las posesiones de Bergère tras cumplir un recado que se le había encomendado, el pintor le acababa de recordar lo que podría ocurrirle si se le cruzaba por la mente la idea de escapar.
Después de una hora de camino, volvimos a percibir el olor a humedad del río. El paisaje había cambiado, ya no había árboles, sino matas y espesura a ambos lados del sendero. Raúl se detuvo y apagó la luz.
—Están a unos cuantos metros del río —me dijo en francés—. Yo regreso.
Cuando le expresé mi agradecimiento, él hizo una inclinación cortés y me estrechó la mano.
—De nada. Ha sido un placer ayudarle. Au revoir.
Habló en suajili a mis nativos, que no dejaban de asentir a sus palabras.
—Ndio, ndio, bwana.
Me adelantaron corriendo para recuperar su puesto en el camino. El pintor se dio la vuelta con su luz y comenzó el regreso. A los pocos segundos, había desaparecido.
Ya no veía ante mí más que las camisas de los nativos en medio de la oscuridad. Llegamos al río, donde las canoas yacían silenciosas en la tranquila superficie del agua. Sólo se oía el zumbar de los mosquitos. Uno de los muchachos se acercó lentamente al borde fangoso, hizo bocina con las manos y llamó. Su compañero se agachó en el barro y encendió uno de los cigarrillos que yo le había dado. Minutos después, llegaba la canoa, salté a ella y me agazapé en la madera mojada, que se deslizó por la superficie suave y turbia del río.
El resto del camino fue cosa fácil. La regularidad de la carretera me causaba la impresión de haber pasado la zona de peligro, como si el río constituyera la frontera, la Estigia que delimitaba aquel infierno. Pasamos la prisión, de cuyos altos muros de ladrillo llegaba el sonido lejano de unos lamentos, como una débil cantinela de voces mortificadas. Pero no eran gemidos, sino la charla de los presos, intercambiando la triste historia de su situación, preguntándose unos a otros la causa de su destino. Escuchando, sentí que toda África era un campo de concentración abarrotado, un continente lleno de prisioneros negros que, en medio de la oscuridad y el calor, demandaban entre murmullos una explicación que sólo el tiempo y Dios podrían darles.
No me importó que al llegar al hotel se hubiera acabado la cena. Subí a la habitación y me desnudé, dejando correr, en la oxidada bañera, un agua tibia que manaba marrón y espesa. A un centímetro de la superficie ya no se percibía mi mano. «¡Qué más da!», pensé, «a partir de ahora el agua tendrá siempre este color».
Después de secarme y ponerme unos calzoncillos limpios y una camiseta, me deslicé dentro del mosquitero y me dormí a pesar del calor y de la sensación de que el cuarto carecía del aire imprescindible para mantenerme vivo.
Me desperté en medio de la sofocante oscuridad. Afuera llovía y un viento ligero sacudía una de las contraventanas. Eran las cinco. Sentía las piernas rígidas y los pies magullados, pero tenía que ir en busca de Wilson para que no perdiera el avión.
Madame Lebeau tomaba el desayuno sola en el comedor de abajo. Me saludó con la cabeza, porque tenía la boca llena de pan y café caliente.
—Voy a casa de Bergère. Necesito el camión para que me lleve al río y nos espere, luego, a las diez.
—Tendrá usted que pedírselo a mi marido.
—¿Dónde está?
—Durmiendo.
—Está bien. Iré a despertarle.
Me miró asustada, comprendiendo que no hablaba en broma.
—No puede usted. Trabaja mucho y no se siente bien. No podemos despertarle a media noche.
—Yo tampoco puedo ir andando al río.
—Pero las llaves del camión están en su cuarto.
—Lo siento, no pienso ir andando. Si es preciso despertaré a todo el vecindario.
Me dirigió una abierta mirada de odio por encima de la taza de café, mientras terminaba de beber y masticar.
—Voy por las llaves —se volvió para hablar en suajili a uno de los nativos.
A los pocos minutos, llegó con la llave del camión y salimos afuera, donde ya esperaban en cuclillas los dos nativos que nos habían acompañado el día anterior. Me saludaron con seriedad cuando aparecí, antes de entrar en la parte trasera del camión, donde se acomodaron con los dedos del pie agarrados al portón de metal. El chico de la casa se puso al volante y partimos.
El recorrido fue corto. Por fortuna, el aire cálido que entraba por las ventanillas abiertas proporcionaba una agradable sensación. Descendí hasta el río y me deslicé en una de las piraguas. La superficie se mantenía inmóvil al aire frío y húmedo de la mañana, esperando tranquila otro día de tedioso bochorno. Encendí un cigarrillo observando las sutiles líneas de luz azulada que se formaban a mi izquierda, siguiendo el horizonte. De las chozas cercanas al agua llegaba el parloteo de los nativos. Uno de los chicos había ido a despertar al barquero y se les oía aproximarse charlando. Era evidente que comenzar el trabajo a aquellas horas no le hacía feliz, pero nada dejó traslucir en mi presencia.
Amanecía rápidamente. A esas horas, la oscuridad se mantenía sólo en las zonas más espesas del sendero. Cuando se hacían visibles las llanuras a ambos lados de la carretera, se apreciaban los tonos cambiantes del cielo y la hierba que comenzaba a destacarse contra el azul distante. «El comienzo del día es la hora de África», pensé. Las mañanas y las noches, cualquier momento en el que disminuya la luz y se refresque el aire.
Wilson y los dos belgas esperaban ya en el porche cubierto, con un aspecto pulcro y descansado; se adelantó hacia mí, satisfecho, con aire de misterio.
—Pete, ¡lo que te has perdido! —dijo en voz baja—. ¡Lo que te has perdido!
—¿Qué pasa, cenasteis negro a la barbacoa?
—No, en serio. Ha sido la noche más cojonuda de mi vida. No tienes idea de lo que me han contado, ya te lo explicaré.
Bergère se estiró bostezando.
—¿Está listo? —me preguntó.
—¿No quiere descansar un poco? —dijo Lescelle.
—No, estoy preparado. El paseo ha sido un buen despertador. ¡Vamos!
Tomamos las armas y nos dirigimos al otro lado de la casa, por el mismo camino que habíamos recorrido la noche anterior. Wilson se rezagó para caminar a mi lado.
—No puedes imaginar qué historia —repitió en tono bajo e intenso—. El Congo es una dictadura, un reino negro. Bruselas se cruza de brazos, mira a otro lado por los intereses económicos, pero no gobierna. Mandan estos tíos, los que viven aquí; hacen lo que se les antoja con los nativos y con todos los demás. No sabes las cosas que han hecho. Este tío sí que está enterado. Ha trabajado en las leproserías, en las minas y las prisiones, redactando informes para el gobierno y eso ha causado su ruina. Por eso van tras él. Han llegado a amenazarle con internarle en un manicomio para quitárselo de en medio, pero él aguanta.
—Puede que, después de todo, no debamos rodar aquí la película —dije.
—No, no pasará nada, basta con que mantengamos los ojos abiertos y la boca cerrada.
Bergère se detuvo en el sendero, delante de nosotros, haciendo la señal de silencio con el dedo en la boca. Wilson asintió y corrió a adelantarse. Cuando el belga señaló hacia el otro lado de la maleza, experimentó una instantánea transformación. La caza había comenzado.
Salimos a campo abierto, ya a plena luz del día. A distancia, se recortaba contra el color intenso de la hierba una manada de antílopes. Corrimos hacia ellos, con el viento de cara, que súbitamente nos trajo el olor de la caza. Pero no salió bien; nuestros continuos disparos de la noche anterior los habían puesto sobre aviso. Huyeron dando saltos, manteniendo siempre unos doscientos metros de pradera entre ellos y nosotros.
Bergère se mostraba contrariado.
—Nunca había visto nada igual. Siempre he cazado al salir aquí. Cuando acertaba a uno, los demás huían a mi alrededor como indios; habría podido matar hasta veinte. No entiendo lo que pasa.
Wilson se mantenía apoyado en el cañón del rifle, con el rostro acalorado bajo el amplio sombrero.
—No importa —dijo, jadeante—. No me interesan los antílopes.
—¿Buscamos otra cosa? —preguntó Bergère—. Cerca de aquí hay búfalos, si usted quiere…
—Pues, claro. Vamos allá.
—¿Tienes la certeza de que estamos preparados para eso, John? —pregunté mostrando mis dudas.
—Puedes estar seguro, chaval —hizo una seña a los nativos, que se mantenían aún a unos metros de nosotros—. Cogeremos los rifles grandes.
Bergère mostró su acuerdo.
—Es mejor.
—No hemos tenido muchas oportunidades de probar la puntería, John.
—Por Dios bendito, ¿quieres dejar de preocuparte?
—No hay árboles para trepar, así que tengo que preocuparme.
Pero no me hizo caso. Intercambiamos los rifles con los nativos que acababan de alcanzamos. Bérgere abría paso, girando hacia el sur por la espesura, que ahora aparecía seca y susurraba al suave viento. Aunque había algunas nubes, la luz era deslumbradora. Nada más descender un barranco, apareció ante nosotros una extensión de selva. Bergère se detuvo.
—Suelen estar aquí, a la sombra de los árboles. A veces he caminado por la zona sin ver rastro de ellos, pero salen cuando menos se espera.
La emoción daba al rostro de Wilson una expresión penetrante. Los delgados dedos apretaban la culata del rifle. Tenía las gafas empañadas y los labios secos y cubiertos de un hilillo blanco que se hacía más grueso en las comisuras. Nos internamos en el barranco. La hierba, que crecía alta a ambos lados, nos impedía ver nada. Yo sentía la quemazón del sol en la nuca. Wilson y el belga se detuvieron susurrándose algo, y luego continuaron avanzando con mayor lentitud. Al acercarnos a los árboles, se me hundieron las botas, como si el fango quisiera retenerme. De repente, se oyó frente a mí el inconfundible alboroto de pezuñas y ramas quebradas. Wilson se agachó, alerta. Súbitamente, salió de la espesura un animal. Era una vaca marrón y blanca, de grandes cuernos, que nos miraba asustada.
—¡Vaya por Dios! —dijo Wilson, echándose a reír. Bergère juraba en francés, empleando los tacos más templados de su idioma. Se agachó a coger una piedra para arrojársela al animal. Le acertó en un costado mientras la vaca se alejaba trotando hacia la meseta que había a nuestra izquierda.
—¿Seguro que no la quiere? —dijo Wilson, echándose el rifle al hombro—. Es carne.
—Matarla sólo nos causaría problemas —explicó, disgustado.
Raúl sacudió la cabeza con un gruñido. Era evidente que nos hacía responsables del fracaso de la caza. Yo miré el reloj.
—El avión llegará dentro de una hora más o menos, así que Lebeau nos estará esperando —le dije a Wilson—. Si llegamos tarde al aeródromo no podremos salir hacia Stanleyville esta noche.
—Todavía hay otros sitios donde cazar —dijo Bergère, a la defensiva—. No es lo único que podemos ofrecerles.
—Creo que debemos irnos —dijo Wilson.
El belga hizo un gesto de asentimiento.
—Si tienen que irse, no hay nada más que decir —añadió, abriendo los delgados brazos en un gesto de impotencia; luego, se dirigió hacia Raúl, que nos contemplaba con desprecio—. Tienen que volver —le comunicó en francés.
El pintor asintió y ambos se encaminaron juntos en dirección a la casa.
Nosotros íbamos detrás. Wilson, desfallecido, aunque no tan contrariado como yo esperaba.
—Donde vamos, podremos tirar todo lo que nos apetezca, Pete.
—Así lo espero, por tu bien.
Ascendía, encorvado, la ligera pendiente que conducía fuera del barranco.
—Deberíamos probar los rifles grandes. El blanco es lo de menos, pero habría que probarlos.
—Le pediré a Bergère que nos lleve a un sitio adecuado —dije.
El belga nos aseguró que a uno o dos kilómetros de la casa encontraríamos un sitio perfecto para el tiro al blanco. Observé que Wilson se quedaba muy rezagado. El sol nos daba ahora directamente en la cabeza y no había aire. Esperé a que me alcanzara.
—¿Estás bien, John?
—Bien —sonrió—. Muy bien, chaval —de nuevo, le brillaba el rostro abotagado—. ¡Qué perra suerte!, ¿verdad?
—Son cosas que pasan. Yo he vuelto muchas veces con las manos vacías después de todo un día de esfuerzo. En Idaho, en Nevada… en algunas de las mejores zonas de caza que tenemos allí; he vuelto bien jodido, pero lo curioso es que siempre hay una moraleja… que se comprende después.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que a veces te confías demasiado, la caza aparece de forma repentina… surge una bandada de patos de un rastrojo que tienes delante de tus narices, sin darte tiempo a cargar la escopeta; o acabas de entrar en el bote, ves una pareja perfecta, pero fallas, te dices que quedan muchos más, y naturalmente no es así. Me ha ocurrido muchas veces. Cuando te pasas de listo, siempre hay algo o alguien que te presenta factura.
—Eres un cabrón supersticioso —dijo, sonriendo.
—Intento no serlo, pero caigo cuando la situación se me escapa de las manos. Me pongo a buscar pautas morales, símbolos, explicaciones. Una tontería, ¿no te parece?
—No estoy seguro. Yo creo en los signos. No puedo despreciarlos porque los he encontrado muchas veces en mi vida, en todas las cosas; mujeres, trabajo, juego.
—¿A qué te refieres?
—Cuando rompí con mi primera mujer, por ejemplo. Era consciente de estar perdiendo a la mejor mujer que había encontrado en mi vida, y de que la perdía por comportarme como un auténtico cerdo. Así fue. Tuve que pagar mis errores; cada vez que me enamoraba volvía a repetirse. Sabía por experiencia que, antes o después, llegaría el desencanto, y llegaba, siempre. La vida sólo te ofrece una oportunidad.
—No lo creo.
—Ya lo verás. Lo aprendí con sangre, como te ocurrirá a ti. ¿Te acuerdas de Swan Song, mi potra?
—Claro, me ha costado cara su memoria.
—A mí también.
Hizo un pausa significativa, aminorando el paso.
—Sabía que a la potra no le faltaba clase para forrarme con ella, pero no me bastaba, quería una yegua que barriera en las apuestas. Sin embargo, no era más que una potra pequeña y deliciosa de veinte mil dólares como todos me advertían, aunque no sirvió de nada. Era mía, la quería perfecta, por eso la sometí a un esfuerzo excesivo. Cuando venció a todas las potras de dos años en California, corriendo mil doscientos metros, me empeñé en mandarla a correr mil seiscientos contra potros de primera. Bien, los adelantó durante mil doscientos, pero en el tercer poste se detuvo como si le hubieran traspasado el pecho con un revólver de seis pulgadas; los competidores la adelantaron y perdió la carrera. Nunca volvió a ganar porque se le había partido el corazón. Aquel día me fui a casa, y, tumbado en la cama, contemplé mi vida con toda claridad. Comprendí por qué había ocurrido todo, capté los signos, como dicen por ahí —me miró con intensidad—. Yo era la potra, era Swan Song, sólo podía recorrer seis estadios en una carrera limitada a caballos de mi valía y de mi clase. «Estás hecho para una carrera de siete mil dólares», me dije. A partir de ese momento, desde que supe adonde podía llegar, estuve dos años sin trabajar. No existe peor freno para un hombre. Era incapaz de escribir, de ganar dinero; incapaz de todo. Yo era la potra fracasada que se revolvía en el establo y comía un pienso que no me ganaba con mi trabajo.
—Pero saliste del bache.
—Claro, con el tiempo se me olvidó. Mejoró la situación y realicé un modesto melodrama con un tío especializado en papeles trágicos, que hizo de héroe. A partir de entonces, todo volvió a empezar: una nueva temporada para unas patas que conocen la derrota, después de un largo verano en los pastos.
—Entonces, ¿qué demonios significan los signos?
—Pues claro que significan. Al menos para mí. Nunca volví a comprar un buen caballo, ni tuve la oportunidad de apostar a cosa segura. A medida que se desarrollaba mi trabajo, el signo se hacía más certero. No escribía nada por encima de mis posibilidades, pero, si alguna vez lo intentaba, los competidores me adelantaban como a la pobre Swan Song.
—¿Así que no volviste a intentarlo?
—Sí, todavía asomo el cuello de vez en cuando. No puedo evitarlo, estoy hecho así —se detuvo para echarse el sombrero hacia atrás—. ¡Qué calor!
Me quedé observándole en medio de las moscas que nos rodeaban.
—No creo nada de eso —dije—. No necesito explicaciones místicas. Me parece que todos tenemos nuestras limitaciones, y que conviene respetarlas. Llámalo signos si quieres. Pero, entonces, te digo que aceptes ahora los signos de nuestra partida de caza y no tientes a los dioses; ya sabemos cómo puede acabar.
—¿De qué hablas?
—Los antílopes nos han vencido, ¿a qué viene ahora ir en busca de elefantes?
Me miró atónito.
—Porque no existe otra razón para mantenerse vivo. ¿Dónde estaría la gracia si no plantaras cara a los dioses? Déjate llevar por las fórmulas y la vida será un auténtico asco. ¡Coño!, creí que ya sabías esas cosas.
—Lo que sé es que estamos superados, John.
—Muy bien, pues es la única carrera que merece la pena correr. Los misticismos, como tú dices, te descubren los límites y te desafían a traspasarlos. El Everest, la línea del horizonte en el mar y la muerte están para eso, para tentarte, para burlarse de ti, para empujarte a seguir. Y si no eres un chupatintas de alma mezquina, interpretas los signos y te lanzas. Como Mallory, como Colón, como Einstein… —sacudió la cabeza—. Creí que lo sabías —repitió, sorprendido.
—Lo sé ahora.
Bergère nos llamó.
—Un poco más, señor Wilson. Ya sólo queda un kilómetro para probar las armas.
Wilson avanzó fatigosamente. Al rato, se giró para mirarme y sacudió de nuevo la cabeza.
—¡Cristo! —murmuró—. ¿Sólo aceptas las carreras que puedes ganar? ¿Nada más? Entonces, ¿por qué te tomas la molestia de vivir? ¿Para qué desperdicias lo que te comes?, ¡con la falta que hace en el mundo! ¿Para qué malgastas el tiempo, si ya conoces el resultado?
—John, contén tus instintos sádicos, ¿quieres? —pero no respondió. Continuó lentamente, solo, con el rifle cruzado en los huesudos hombros. Yo había notado que, a veces, al girar, los dos agujeros negros de la boca apuntaban hacia mí.
—¿Has puesto el seguro? —pregunté.
Se detuvo, mirándome.
—¿Tú qué crees? ¿Te parezco capaz de ir por ahí con un 475 sin seguro?
—No sé, pero no me gusta la mirada de esas cuencas vacías.
Volvió a mover la cabeza con disgusto.
—Si estás tan convencido de haber puesto el seguro —dije—, ¿por qué no te apuntas al pie y aprietas el gatillo?
—De acuerdo.
Se quitó el rifle de los hombros, alargó el pie y se apuntó en la bota con los dos cañones.
—¿Quieres apretarlo tú?
—No, yo no. Eres tú el que tiene la certeza de haber echado el seguro.
—En otras palabras, tu cobardía no te lo permite.
—El arma no es mía, John. No quiero hacer un drama de esto. ¡Coño!, no me presiones.
—Tonterías.
Bajó la guarda del gatillo y empujó uno de ellos. Se oyó el chasquido del percutor en la cámara vacía.
—¿Satisfecho? —preguntó, desafiante.
Un escalofrío me recorrió la espalda; me quedé mirándole con la boca abierta.
—Por Dios. No tenía seguro, lo que no había era un cartucho en la cámara.
—¿Pruebo con el otro cañón?
—Claro que no. ¿Qué te pasa?
Abrió el arma por la recámara; dentro del cañón derecho había un cartucho sin explotar.
—¡Dios bendito! —exclamé.
Me miró con aire de superioridad.
—Ya sabía que quedaba un cartucho sin disparar en el cañón derecho, pero estaba apretando del gatillo del otro lado.
—¡Una mierda!
—Claro que sí.
—Es igual, no tenía el seguro.
Se echó a reír secamente.
—No te engañes, sí lo tenía, porque lo puse con el pulgar al quitármelo de los hombros.
—Eres un mentiroso —dije, irritado—. Creías que tenía el seguro y que los dos cañones estaban cargados. Si no te has volado el pie, se lo debes a tu condenada suerte.
—No estás en tus cabales.
—John, por favor, déjalo ya. Has estado a punto de quedarte tullido o de matarme a mí.
A unos cien metros, Bergère y Raúl esperaban pacientemente entre las altas hierbas. Los dos nativos permanecían a nuestro lado, desconcertados por la situación.
—Bueno, si hubiera tenido que elegir, habría preferido lo segundo —dijo Wilson—. No sería una gran pérdida —se volvió bruscamente hacia los belgas. Los nativos me rodearon para seguirle. Yo me quedé allí, tratando de imaginar lo que habría podido suceder. Me parecía inconcebible que se hubiera arriesgado a perder un pie por torturarme, pero sabía también que su conocimiento de los rifles era insuficiente para estar seguro de qué gatillo disparaba cada uno de los cañones. Muy lentamente, descargué el mío y me dirigí hacia ellos.
Los alcancé en una colina baja. Detrás se abría un barranco, donde sobresalía entre la maleza un hormiguero muy alto, a menos de cien metros. Raúl había colocado un canto blanco justo en la cima. Wilson no me miró, apuntaba con el rifle grande a la piedra; disparó en el momento que yo llegaba. Bergère rio contento al verla desaparecer.
—Excelente, excelente, señor Wilson.
—Adelante, Pete —dijo Wilson.
Raúl corrió al hormiguero, colocó una segunda piedra y se apresuró a volver. Me eché al hombro el pesado rifle, pero estaba desequilibrado, como si hubiera un peso colgado de la boca del cañón. Empuñé con fuerza la culata, ajusté las miras y disparé. Se formó una nube de polvo amarillo que, al desvanecerse, dejó ver la piedra perfectamente colocada en su sitio.
—Te has arrugado —dijo Wilson.
—No creo.
—Puede que el rifle dispare bajo —terció Bergère.
—Lo dudo —insistió Wilson—. Lo hemos alquilado en una de las mejores armerías de Nairobi. Yo creo que Pete se ha arrugado —alargó la mano sin mirarme—. Deja que pruebe.
Le entregué el arma. Él se ajustó las gafas antes de cargársela al hombro, apuntó con mucho cuidado y disparó. Al desvanecerse el humo, la piedra había desaparecido. Me contempló un buen rato, sosteniendo el arma contra el hombro.
—Supongo que se podría aprender algo de esto —dijo despacio—, pero también imagino que preferirás no investigar el asunto.
—En absoluto. Tú eres mejor tirador que yo con un rifle. Por el momento, no veo más lecciones.
Bergère se frotaba nervioso las piernas.
—Sus rifles disparan correctamente, que es lo que necesitaban saber.
—Si no cazamos un elefante y algunos búfalos, no tendremos excusa —dijo Wilson sonriendo.
—Ah, pero no tendrán posibilidad de excusarse —dijo Bergère riendo—. Cuando se falla con un animal peligroso, sólo queda rezar.
—Señor, acoge en tu seno a este maltrecho escritor de cine, cuya ignorancia le impidió quedarse en casa —dijo Wilson solemnemente.
—Posdata —añadí yo—. No castigues a un hombre cuyo único delito es no elegir bien a sus amigos.
—Yo no soy amigo tuyo —dijo Wilson—. Soy tu patrón; tu patrón y tu ídolo. Eres de esas plantas que sólo crecen a la sombra de los árboles grandes y fuertes. La luz del sol te marchita cuando te da de frente.
—Vete al carajo y búscate otra víctima para destruirla a tus anchas.
Bergère se mostraba inquieto.
—Bromean ustedes; es normal entre amigos, pero deberían tener cuidado porque las bromas no se digieren bien en los safaris. Se llega demasiado lejos; al final desaparece la amistad y queda sólo la broma de mal gusto.
—Eso es nuestra amistad —añadió Wilson—, una broma de mal gusto.
—Ni siquiera eso.
Asintió.
—Tienes razón; es un cuento de hadas para hombres hechos y derechos —se estaba divirtiendo—. Es el informe Kinsey escenificado.
—Tienen que volver, ¿verdad? —preguntó Bergère.
—Tenemos que volver, sí —sonrió Wilson.
Continuamos por la llanura verde, castigada por el sol. Al fondo, las nubes trepaban unas sobre otras hacia el aire diáfano. Misteriosamente encontramos el camino del huerto que habían destrozado los elefantes, donde Bergère volvió a repetir la historia, para continuar con todas las calamidades que había padecido. Aunque ya las conocíamos, Wilson hacía gestos de asentimiento y comprensión. Pasamos las pieles de búfalo en dirección a la casa.
La habitación estaba barrida y despejada. Viniendo del sol, se sentía frío al entrar. Tardé en acostumbrarse a la penumbra, y sólo entonces vi que, en una esquina del fondo, había una persona esperándonos. Bergère también la vio. Era un hombre joven y rechoncho, en camisa y pantalones cortos de color blanco, que llevaba unas hombreras verdes de la Marina marcadas con unas insignias.
—Ah, teniente —exclamó Bergère con su voz potente y nerviosa— ¿hace mucho que me espera?
El joven se puso en pie y se hicieron las presentaciones.
—Zumo de naranja, Raúl —dijo Bergère en el tono quisquilloso de un ama de casa sorprendida, que trata con rudeza a la doncella para demostrar su sentido de la hospitalidad. Raúl abandonó la habitación con paso cansino. Bergère y el teniente hablaban en voz baja, con las cabezas muy próximas. Cuando acabaron, Bergère se enderezó y vino hacia nosotros.
—Jacques es nuestro agente de policía —dijo, señalando al joven—. Uno de los pocos honrados que hay en el Congo.
—¿De veras? —dijo Wilson con su voz interesada—. Tendrá usted mucho que vigilar.
—No habla inglés —dijo Bergère, y, tomándonos del brazo, nos condujo despacio hacia la terraza—. Verán —dijo con una expresión intensa y satisfecha—, a fin de cuentas, la vida tiene sus compensaciones, como dijo el escocés cuando vio a su mujer caer por la catarata —se echó a reír de repente, de un modo incontenible y disparatado.
—¿Qué quiere decir, Charles? —preguntó Wilson.
El otro volvió a reír.
—¿No me comprenden? —dijo levantando la voz—. ¿No está bien dicho «compensaciones»?
—Sí, claro, pero…
—Bueno, el escocés había abandonado el bote, con su esposa dentro, para orinar en la orilla, pero, cuando volvió de hacer sus cosas, vio que la corriente arrastraba a la mujer hacia una catarata; entonces, se dijo que la vida tiene sus compensaciones.
Movimos la cabeza, llenos de perplejidad.
—Me temo que no lo entiendo —dijo Wilson.
Bergère señaló al joven que estaba detrás de nosotros.
—Viene para arrestar a Raúl —dijo en un aparte—, para llevárselo, pero Raúl cree que viene por mí —lanzó otra estrepitosa carcajada.
Me admiró que Wilson consiguiera esbozar una sonrisa.
—Tenemos que irnos.
—Oh, espero que esto no les incomode —dijo Bergère riendo entre dientes.
—No, es cierto que debemos irnos —dijo Wilson, estrechando cordialmente la mano de Bergère—. Muchas gracias, Charles, ha sido estupendo.
—Siento lo de la caza.
—No importa. La próxima vez nos resarciremos.
Entró Raúl con los vasos y una jarra de naranjada. Estrechamos su mano y la del teniente; para no parecer descorteses cada uno tomó su vaso. Observé a los demás mientras bebían, escondiendo tras el vaso el placer que les proporcionaban sus crueles pensamientos.
—Bueno, adiós de nuevo —dijo Wilson, presuroso.
Abandonamos la habitación, cruzamos la terraza y salimos de la casa. Raúl hizo ademán de guiarnos, pero Bergère le detuvo.
—Ya conocen el camino. No se debe conducir a un invitado a la puerta, si quieres que vuelva.
Nuestros dos nativos, que nos estaban esperando, se colocaron detrás de nosotros. Miles de moscas, atraídas por las pieles de búfalo, se amontonaban en la costra de sangre seca. Wilson se volvió un instante para mirar la casa, agazapada bajo el peso de la hiedra que se agarraba a las mamparas rotas.
—¿No te gustaría tener un sitio así, al que volver siempre en tu tiempo libre?
—Claro —repliqué—. Además, queda muy a mano; es cómodo para el fin de semana, entre una y otra película.
—No bromeo. Me gustaría comprar un sitio como éste.
—Deberías consultárselo a tu mujer antes de hacerle una oferta.
Se encogió de hombros, dando la espalda a la casa.
—Cada vez estás más simpático —añadió con sequedad, pero no le hice caso.
Detrás de nosotros, las voces se elevaban cada vez más. Wilson aceleró la marcha. De pronto, cuando llegamos al camino, nos bloqueó el paso un hombre que salió de la maleza. Llevaba el mismo uniforme que el policía de la casa y una pistola en la funda. Al aproximarnos, comenzó a desabrochar la tapa con la mano derecha.
—¿Bergère?
—No, no es Bergère —respondí en francés. Era evidente que querían asegurarse de que nuestro amigo belga no escapara. El hombre quitó la mano del cinturón y se acercó a nosotros, escudriñándonos el rostro.
—Somos americanos —expliqué—. Hemos venido a cazar con monsieur Bergère.
—Ah —dijo el policía—, la caza. La caza es la culpable de todo.
—¿Qué dice? —me preguntó Wilson.
—No lo sé. Intento averiguarlo.
Me volví al policía del casco y los calzones cortos.
—¿Qué es lo que pasa? No conocemos bien a monsieur Bergère y…
Señaló con la mano en la sien.
—No es muy grave, pero están los dos… ya sabe. Y todo empezó con el abuso de la caza; los volvió locos. Pero ustedes no tienen de qué preocuparse, caballeros.
—Entonces, ¿podemos continuar?
—Naturalmente. Et bonne route.
Se hizo a un lado y le adelantamos aprisa. Cuando ya no podía oírnos, traduje a Wilson la conversación.
—Es una trampa —murmuró—. Tenemos que volver en su ayuda.
—¿Por qué no rodar aquí la película?
—En efecto, estaríamos muy ambientados.
—Claro que también puede ser verdad, puede que estén más locos que un rebaño de cabras.
—No lo creas —se mordió el labio—. Deberíamos volver a ayudarlos —repitió, pero no dejó de caminar hacia el río.
—No lo sé —dije, apresurándome tras él—. Si dejas que se te vaya de las manos, la caza puede convertirse en una manía.
—Eso es una bobada. Bergère no está más loco que tú o que yo.
—¿A qué viene, entonces, ese hincapié en la historia del escocés?
Se encogió de hombros.
—A que está harto del compañero. Yo le entiendo.
—Yo también. Bueno, es igual, nunca llegaremos a enterarnos de la verdad.
—En cualquier caso, deberíamos haber vuelto en su ayuda. ¡Han sido tan amables con nosotros!
Lebeau nos esperaba al otro lado de la turbia corriente, al volante de su adorado De Soto. Como llegábamos con media hora de retraso, había esperado bajo el calor del sol, lo que sin duda perjudicaba tanto a su tensión arterial como a la pintura del coche. Al acercarnos, emitió un gruñido que sirvió tanto de saludo como de queja.
—Ah, nuestro viejo amigo —dijo Wilson, sonriendo y dándole una afectuosa palmadita en uno de sus gruesos hombros—. ¿Qué tal, amigo? ¿Cóm’ustá[11]?
Los dos nativos quedaron a la espera fuera del coche, observándonos con mirada interrogadora. Lebeau volvió hacia ellos la maciza cabeza y les gruñó unas palabras en suajili. Los nativos asintieron tristemente. Salimos a la velocidad acostumbrada. Wilson estaba sorprendido.
—¡Eh, se le olvidan las chicos!
Lebeau emitió un gruñido desaprobador, echando una mirada rápida y poco afectuosa a Wilson.
—Pete, por favor, díselo.
—Ya lo sabe.
—Pues, pregúntale por qué no los llevamos.
Lebeau explicó que no había sitio para ellos en el portaequipajes y que con nosotros no podían ir porque olían muy mal. Traduje las palabras a un Wilson asombrado.
—¡Por Dios bendito! Dile que él también huele mal, y nosotros.
—No sirve de nada, John.
—Díselo, ¡coño! Si no, se lo diré yo.
Golpeó a Lebeau en el hombro y, señalándole, se tapó la nariz.
—Tú también hueles a rayos, amigo[12]. Y ése que viene detrás, y yo —el lenguaje gestual era inconfundible.
Lebeau se quedó mirándole, sin saber si ofenderse o tomarlo a broma. Se decidió por lo último y se echó a reír. Con aquellas hileras de dientes amarillos en un abismo de carne roja, parecía el bostezo matutino de un hipopótamo.
—Il est drôle —dijo, al tiempo que tomábamos la entrada del hotel. Wilson saltó del coche sin abandonar su pantomima. Señalaba a Lebeau, se tapaba la nariz y se apartaba corriendo de su lado. Lebeau, cuya risa era ya más forzada, subió los escalones del hotel. Wilson continuó actuando hasta que el hombre desapareció tras la puerta de mampara.
—Ésta sí que es buena —dijo, atónito—. No se ha cabreado.
—Ha preferido tomar tu insulto como una broma.
Sacudió la cabeza.
—No puedo creerlo, me parece que no se lo he dejado suficientemente claro.
Le seguí hasta el salón principal, donde en ese momento cenaban los mismos comensales de la tarde anterior.
—Lebeau —bramó Wilson, pero el propietario del hotel había volado—. ¡Hijo de puta!, ha desaparecido.
—¿Me busca? —se oyó decir en inglés desde una de las enormes butacas de cuero. Un hombre de poca estatura, vestido de un caqui desvaído, se levantó a saludarnos. Tenía el rostro fino y bronceado, y nos contemplaba, por encima de su enorme mostacho, con unos tiernos ojos acuosos.
—Me llamo Hodkins, soy su nuevo piloto.
Cambiando inmediatamente los modales, Wilson tendió la mano al hombrecillo con su mejor sonrisa.
—Le aseguro que me alegra conocerle, señor Hodkins. ¿Trabaja usted para Alec Laing?
—En efecto —le sonrieron los ojillos. Se trataba, sin la menor duda, de un hombre poco habituado a despertar tales entusiasmos—. Si está usted listo, creo que podemos partir. No me gustaría salir muy tarde hacia el Congo.
—Estamos a su disposición.
—Subo por las cosas —dije.
Cuando volví, Wilson y el piloto estaban en la barra. Wilson tomaba brandy y el piloto acababa una coca-cola.
—¿Listos, Pete? —me preguntó. Percibí algún misterio, como si se tramara algo, pero no me apetecía hacer preguntas.
—¿Está todo, John?
—¿Te has presentado a Hodkins?
—Sí, ya nos hemos presentado.
Hodkins sonreía.
—Llámeme Hod.
Hablaba como si dudara, como si quisiera disculparse del tiempo que nos hacía perder escuchándole.
Wilson le rodeó los estrechos hombros con afecto.
—Hod nunca ha estado en el Congo —añadió con una sonrisa feliz.
—Pero encontraré el camino —dijo el piloto jovialmente—, y si no lo encuentro, nos posaremos en cualquier árbol gigantesco a pasar la noche.
—Lo malo será despegar al día siguiente —dijo Wilson.
—Bueno, como dijo en cierta ocasión un famoso piloto —sonrió Hodkins—, todo merece la pena, incluso el choque final.
—Es tu filosofía, ¿verdad, Pete? —dijo, echándose a reír—. Todo un carácter temerario. El aventurero sin paliativos. El trotamundos despreocupado que apuesta la vida sobre la mesa por el placer del riesgo.
—Exactamente, así soy yo, dicho en palabras breves y sentimentales.
—Me parece que deberíamos irnos, amigos —dijo Hodkins—. Buscó un momento entre las sillas, hasta que encontró un sombrero flexible de pesca, comido por el sol. Luego, tomó su cartera de mapas y se dirigió a la salida. Wilson se puso a comprobar la cuenta con madame Lebeau, mientras Hodkins y yo salíamos al sol ardiente; afuera esperaba un joven nativo en mono, cerca de la camioneta, para conducirnos hasta el aeropuerto. Saltamos a la plataforma por la parte trasera. Wilson se sentó al lado del conductor. Madame Lebeau salió del hotel para vernos partir.
—Hasta pronto, cariño, hasta muy pronto —le gritó Wilson desde la cabina. La mujer no se molestó en hacer ademán de despedida. Se quedó allí, mirándonos, en el calor abrasador.
En la pista todo estaba dispuesto. Wilson se introdujo en el avión, mientras Hodkins y yo cargábamos el equipo.
—¿De verdad es su primer viaje al Congo, Hod? —pregunté.
—Sí. He recorrido este puñetero continente, pero nunca he ido al Congo. Bueno, siempre hay una primera vez para todo.
Se subió con energía al fuselaje. Yo le seguí y le ayudé a cerrar la endeble puerta.
—Bueno, ya está, mantengamos el equilibrio del aparato en la medida de lo posible, el señor Wilson allí, Pete al otro lado, para repartir más o menos el peso.
El interior del aparato era extremadamente pequeño. Había siete sillines de cuero sujetos al suelo a ambos lados del fuselaje. El equipo iba en la cola. El compartimento del piloto se encontraba muy adelantado, hacia el morro del aparato; estaba abierto por el lado derecho y separado por una delgada mampara, situada a la izquierda. Me acomodé en el primer asiento de la derecha, de modo que dominaba la carlinga con la vista. Wilson se tendió al otro lado del aparato.
Al poner en marcha los pequeños motores, Hodkins me sonrió, con los ojos escondidos tras las gafas negras y el flácido gorro de pesca encajado en la cabeza.
—Arranque automático —gritó para que le oyera—. Estupendo.
—Sorprendente.
Sonrió contento, haciendo un gesto de despedida al nativo que permanecía de pie en la pista.
—Abisinia —gritó.
El nativo correspondió con un leve gesto de adiós. Salimos dando sacudidas por la arcilla roja de la pista, con los motores vibrando en los anclajes y las frágiles alas moviéndose arriba y abajo, a pesar de los tirantes metálicos. Hodkins adoptó una expresión más seria cuando giramos para tomar el declive de la pista, sin apartar la mirada de la roja carretera que se abría ante nosotros, bien agarrado a los mandos. Parecía un conductor elegante de los años veinte, encaramado en lo alto de su montura, desde donde manejaba un cuadro lleno de mandos anticuados. Cuando la máquina respondió a su toque maestro, pareció sorprenderse gratamente de que le obedeciera.
Los pequeños motores realizaron lo que parecía un esfuerzo supremo; Hodkins tiró de las palancas de los mandos y nos elevamos. En realidad, no fue un despegue, sino una especie de salto a la desesperada, un último intento de la antigualla por recordar las leyes de la aerodinámica que habían regido su diseño.
Subíamos con regularidad, dejando atrás Tatsumu, cuando, de repente, Hodkins viró bruscamente y volvimos a sobrevolar la ciudad y el campo de aterrizaje.
—Como en las líneas aéreas —sonrió—. Vuelo suave para no agitar el estómago del cliente.
Tomó un paquete de cigarrillos del estante que había justo encima del cuadro de mandos y giró el cuerpo en el panel de separación para ofrecérnoslo.
—¿Un cigarrillo? —sonrió.
Mientras lo hacía, el aparato cayó un poco hacia la derecha. Wilson y yo declinamos el ofrecimiento. Hodkins sacó el mechero y encendió el cigarrillo sin ayuda; luego, se puso a revolverlo todo buscando su maletín de mapas. Cuando, finalmente, lo encontró, eligió uno de gran tamaño que desplegó sobre sus rodillas. Una de las esquinas rozó la punta del cigarrillo y el piloto pateó para apagar las chispas que caían al suelo. Luego, estudió las marcas del mapa, sacudiendo la cabeza, y volvió a plegarlo. La siguiente selección pareció dar mejores resultados. Asintió satisfecho, dirigiéndome una sonrisa.
—Éste es el mapa bueno.
Oteó el horizonte y moderó ligeramente la marcha. Nos enderezamos. Miré hacia tierra, calculando que volábamos a unos quinientos metros, una quinta parte de la altura a la que habría volado Laing, según sus propias palabras. Las praderas aparecían ya salpicadas de zonas de selva cada vez mayores, hasta que, súbitamente, se destacó frente a nosotros la inmensa superficie arbolada.
Fue como el primer vistazo al mar abierto en un día de tormenta. Cuando la esquina de una masa de nubes pasó sobre el sol, la jungla quedó bañada de una extraña luz filtrada, dorada y gris. Desde aquella altura no se veía el final, sólo se apreciaban unas cuantas colinas y cientos y cientos de kilómetros de árboles enormes, tan juntos que únicamente distinguíamos los de mayor altura. Lo demás era una masa densa y confusa de vegetación, que parecía cubrir la Tierra entera. Me volví hacia Wilson; había encendido un cigarrillo y miraba hacia abajo muy emocionado.
—Increíble, ¿no? —gritó—. Esta parte del mundo debió de pillar aburrido a Dios. «¡Qué demonios! ¡Ya está bien!», pensaría, y se puso a tirar árboles y vegetación y todos los animales que le habían sobrado y la gente de la que ya no podía ocuparse porque Adán y Eva le estaban montando follones en el paraíso.
Pasamos un río terroso. Parecía que el aparato descendía poco a poco hacia la selva.
—¿Te imaginas lo que estará pasando allá abajo? —gritó Wilson, arrugando el gesto para adoptar una expresión maligna.
—Las cosas más horribles. Asesinatos, torturas, violaciones… Pigmeos, búfalos, elefantes y todas las variedades de serpientes venenosas. Si cayéramos ahora no saldríamos nunca, por eso Laing vuela siempre muy alto, sin desviarse de un río o una carretera.
Ahora el avión se inclinaba aún más. Hodkins se mantenía muy derecho ante los mandos, buscando algo en tierra. Me quedé observándole con alarma. Cuando el avión estaba a unos veinte metros de los árboles más altos, volvió a enderezarlo. Se me hizo un nudo en el estómago. Miré hacia abajo, a los contornos imprecisos de las copas y la maleza, que pasaban como un relámpago bajo el lado derecho del tren de aterrizaje. Hodkins dejó caer un ala y miró hacia los árboles. Luego ladeó lentamente el aparato hacia la izquierda para observar la foresta por el otro lado de la cabina.
—Qué cantidad de árboles, ¿eh? —observó—. Nunca había visto tantos.
Asentí, mudo de angustia. Volvió a mirar hacia delante. En el horizonte, todavía lejano, se recortaba una sola colina cubierta de árboles. Volábamos derechos hacia ella. Hodkins volvió a desplegar el mapa para estudiarlo. La cima se acercaba cada vez más. Wilson esbozó una falsa sonrisa.
—Es todo un personaje, ¿verdad?
—¿Crees que ve la colina? —pregunté.
Hizo un gesto de indiferencia. Yo me debatía sin saber qué hacer. Si se trataba de una broma y señalaba a Hodkins la colina que se acercaba a pasos agigantados, quizás pensara que tenía miedo e hiciera un gesto aún más peligroso, pero si de verdad no la había visto, sería una estupidez callarse y jugarnos la vida. A cada segundo aumentaban mis nervios.
La colina estaba ya a unos kilómetros; aunque volábamos a poca velocidad, parecía imposible evitar el choque. Me incliné para tocar a Hodkins en el hombro.
—Ha visto la colina, ¿verdad? —dije en un tono que pretendía ser humorístico.
Levantó la mirada, fingiendo sorpresa.
—Oh, Dios mío —exclamó—. Muchas gracias, amigo.
Con una repentina elevación hacia la izquierda, evitó rozar las copas con el ala por unos cuantos metros. Los motores se esforzaban por mantenemos sobre la selva; habíamos dejado atrás la cima del montículo. Por el otro lado, la jungla yacía densa y llana. Habíamos subido unos cuantos metros cuando comprobé horrorizado que volvía a empujar las palancas. Aumentó la velocidad y caímos otra vez en picado. A la altura de las copas, Hodkins devolvió a las palancas su posición para recuperar la altura habitual.
—¡Menudas embestidas! —dijo con orgullo.
Asentí. No había nada que hacer. El capitán de la nave era él, no me quedaba más remedio que aguantar durante otras tres horas su aparente desprecio por la vida. Wilson se había dormido; sólo él habría podido reprender al piloto, pero era evidente que no estaba por la labor.
Pasamos sobre un claro, donde habían talado unos árboles gigantescos, que yacían como enormes mondadientes desparramados por la tierra abrasada. Después de pasar una aldea nativa en el límite extremo del claro, volvimos a sobrevolar la jungla a baja altura. Mantuve los ojos clavados en mis botas durante un buen rato, hasta que noté que el avión volvía a remontar. Entonces miré afuera. Delante de nosotros, a la izquierda, corría un río ancho, de color marrón. Me sentí algo mejor. Era evidente que Hodkins comenzaba a aburrirse del jueguecito. Ascendió sobre el río para recuperar la altura normal. Pero un momento después, el avión volvía a inclinarse y volábamos a pocos metros del agua turbia. La selva se elevaba por los dos flancos; al mirar hacia las solitarias orillas, vi la sombra del avión, que parecía empeñada en una carrera con nosotros. Ni rastro de vida, ni cocodrilos ni elefantes, sólo el agua marrón y la hojarasca de las riberas. El avión se ladeó, siguiendo una curva del río, y volvimos a enderezarnos sobre el agua. Wilson respiraba ruidosamente, con la boca abierta, la cabeza inclinada y la barbilla sobre el pecho. Cuando le toqué en un hombro, se despertó sobresaltado. Los árboles pasaban a la altura de su ventanilla, como si estuviera recorriendo la selva en un tren. Miró sorprendido las orillas del río; de repente, recuperó el aplomo.
—Está loco —dijo con una voz profunda, señalando hacia abajo—. Completamente loco, pero, por favor, no me despiertes a no ser que vayamos a estrellarnos. No querría perdérmelo.
Hodkins se volvió hacia nosotros.
—No hay mucho que ver allá abajo, ¿eh? —comentó, jovial. Negué con la cabeza. El río trazaba una curva cerrada a la izquierda. Hodkins ladeó en picado, derrapando a un palmo de los árboles.
—¡Ha estado a punto! —dijo, sonriendo—. ¡Por un pelo!
Estaba tan ocupado en mí mismo que ni siquiera podía odiarle. Cuando volvimos a enderezarnos, me agarré a los laterales metálicos del asiento. Luego, muy lentamente, ascendimos sobre el río y la selva. A una altura de unos cuatrocientos metros, volvimos a nivelarnos.
—Se acabó el espectáculo, amigos —dijo Hodkins en tono alegre—. Ahora hay que averiguar dónde estamos.
Por todos lados surgían montañas de nubes oscuras. Al atravesar la tormenta, la lluvia produjo un ruido de ametralladora contra la fábrica de las alas y el fuselaje. Hodkins sostenía los mandos con la espalda muy recta, luchando por recuperar altura. Después, durante un tiempo que me pareció eterno, vino un continuo subir y bajar, la sensación de ser un milano a merced de un ventarrón. Por fin, Hodkins se dirigió a mí.
—Dicen que un tío que salió con un Cub entró en una de estas corrientes ascendentes a quinientos metros y de pronto se encontró a más de nueve mil. Estuvo a punto de morir congelado, antes de perder altura.
Asentí. Su sonrisa era de lo más amistosa.
—Alec me habló de usted. Es de los que disfruta volando, ¿verdad?
—Era.
Se echó a reír.
—Se pasa bien, ¿verdad? Sobre todo cuando desciendes a echar un vistazo abajo. Si no, se hace monótono.
Abandonó el mapa que había desplegado y buscó otro. Luego, se puso el dedo en la boca pensativamente, aparentando morderse una uña.
—Vamos a ver, si he cogido la hoja adecuada, el río Congo debería estar a la derecha. Demos una ojeada.
Nos elevamos. La suerte quiso acompañamos, porque, a lo lejos, entre las oscuras copas de los árboles, serpenteaba una superficie lisa, cuya reluciente negrura destacaba contra el gris del cielo. Era inmensa, hinchada como una serpiente que hubiera comido en exceso. Hodkins viró para tomar esa dirección.
—Ahora es muy sencillo —dijo—, basta con seguir al viejo barquero hasta casa.
Dimos un giro y volamos en paralelo al río. Distinguí una piragua que navegaba contracorriente, con dos pequeños remeros a cada extremo.
—Una forma lenta de viajar —dijo Hodkins.
—Lenta, pero segura.
Ante nosotros se abría ahora una franja libre de árboles, un rectángulo largo recortado en medio de la selva.
—Bueno, lo encontramos —dijo Hodkins con satisfacción. Sobrevolamos una ciudad, cuyos edificios amarillos se alineaban a un lado del río. Había algunas calles pavimentadas. Debajo de nosotros corrían numerosos coches americanos. Wilson se estiró.
—¿Stanleyville? —preguntó, como el viajero que se acaba de despertar en su compartimento del tren.
Hice un gesto afirmativo. Pasamos la ciudad y dimos la vuelta. El sol apareció al aproximarnos al campo de aterrizaje. Hodkins depositó el aparato con toda suavidad sobre el cemento de la pista. Dos nativos en mono le indicaron dónde estacionarlo.
El asfixiante bochorno de la cabina aumentó cuando se pararon los motores. Fui hacia atrás, abrí la puerta y salté a la hierba sobre la que nos habíamos detenido. A pocos metros de los hangares, se distinguía una estructura blanca, con el aspecto de una estación de servicio abandonada que hubieran transformado en hotel. Desde la gran terraza cubierta llegaba una música que atronaba la jungla. Wilson y Hodkins salieron del avión. Los nativos comenzaron a descargar el equipaje. Permanecimos inmóviles, bajo el repentino calor.
—¡Vaya! ¿Dónde está René? —dijo, de pronto, Wilson.
—¿Quién? —pregunté.
—El tío que nos lleva a cazar. El guarda local.
Una gruesa figura, procedente de la terraza, se acercaba a nosotros en ese momento. Wilson echó a correr hacia su amigo.
—Si es cierto lo que ven mis ojos lleva una chaqueta de cuero; queda raro en un hipopótamo —dije a Hodkins.
Emitió una risa seca.
—Así es. Bueno, si se queda un rato guardando el equipaje, iré a ver qué información hay para mañana.
Se alisó los chafados pantalones, siguiendo a Wilson. Mientras los observaba a distancia, me sentía débil pero contento de haber sobrevivido. El gordo de la chaqueta de cuero se quitó el casco de fibra y estrechó la mano del piloto. Luego tomó a Wilson por el brazo, camino de la terraza. Hodkins se rascó la cabeza y volvió hacia el avión. Al aproximarse, sonreía contento, con la colilla pegada al enorme bigote. Se frotó la manos.
—Bien, adivine dónde vamos mañana.
—Río abajo, en una embarcación pequeña de las que hemos visto.
—No, señor —sonrió—. Lo primero será volver en avión a Tatsumu por la mañana.
—¿Qué?
No podía creerlo, aunque era exactamente lo que había predicho Alec Laing.
—Pero ¿por qué, Hod? ¿A santo de qué?
—Porque no se puede cazar en la selva. No se puede ni dar un puñetero paso… así que, volvemos a las praderas.
—¿Vamos a retroceder, otra vez por encima de los árboles?
—Me temo que sí, amigo. El gordo nos acompaña, naturalmente.
—Y esta noche, ¿qué pasa? ¿Dormimos en el avión?
—No, ahora vendrá un coche a recogernos con el equipaje. El hotel Sabena está aquí cerca, cruzando la calle.
Me miró con aire de burla.
—¿Se encuentra bien, Pete?
—Sí, ¿por qué?
—Por ese vuelo tan extravagante. ¿Le ha molestado?
—No, en absoluto —mentí, consciente de que me quedaba otra jornada en el aire.
Hodkins sonrió algo avergonzado.
—Fue idea de su jefe —confesó—. Le pareció una broma graciosa, una tomadura de pelo, ya me entiende.
Me quedé mirándole.
—¿Qué hubiera pasado si falla un motor? La broma habría sido completa, ¿verdad?
Hodkins hizo un gesto afirmativo.
—Estaba un poco preocupado, pero Wilson tenía mucho interés.
—Oh, claro, naturalmente. ¡Una broma tan divertida!
—¿Está enfadado?
—No, en absoluto —volví a mentir.
—Tenía que decírselo.
—Gracias. Ahora sé cómo devolvérsela, no lo comente.
Hodkins sonrió comprensivo.
—Me parece lo adecuado.
Se acercaba a nosotros un sedán grande. Por la mente, se me pasaron todas las cosas que podía hacer para nivelar la situación, pero comprendí que lo mejor era dejarlo correr. De otro modo, nunca acabaría la tortura mutua.
—Ahí está el coche —dijo Hodkins—. Como era de esperar no hay nadie que nos ayude a trasladar el equipaje. Así nos va a los pilotos aquí, somos amas de cría honrosas, putos mayordomos con alas.
—Júntese con los escritores.
—¿Es su oficio? Tenía curiosidad por saber qué pinta usted en esto. Yo tengo historias para llenar una enciclopedia. Cosas increíbles, como la vez que me mordió en Jartum un perro del escuadrón que creían que estaba rabioso.
—Luego me lo cuenta, cuando descarguemos el equipo.
—Se lo contaré.
Del sedán, que se había detenido delante de nosotros, descendió un hombre impecablemente vestido con un traje caqui almidonado.
—¿Son éstas las cosas de monsieur Wilson? —preguntó en francés.
—Sí, todos nosotros —respondí. Hodkins y yo comenzamos a descargar el equipo, mientras el belga iba en busca de un trabajador nativo.
Era como vivir una pesadilla dentro de un baño de vapor. Me acomodé en el asiento trasero del coche, clavándome en la espinilla el rifle de matar elefantes de Wilson.
—Bueno, si este hombre vuelve alguna vez —dijo Hodkins—, a lo mejor nos libramos del sofoco.