El sol había perdido parte de su fuerza cuando nos acomodamos en el porche de la casa vacía, en unas sillas de madera de factura casera. Wilson y Bergère hablaban de armas y caza. El belga se sentaba frente a nosotros, tamborileando con los dedos llenos de cicatrices en el rifle que descansaba sobre sus rodillas; se veía que le profesaba un gran afecto, pese a que apenas quedaban rastros de barniz en la culata y el cañón tenía un azul desvaído. El chasquido del suave acero del cerrojo, que el belga movía continuamente adelante y atrás, salpicaba su charla. Lescelle, excluido de la conversación en inglés, se movió todo el rato por el porche, fumando los cigarrillos de Wilson y contemplando el agreste jardín, hasta que se acercó a Bergère.
—Debemos salir —dijo en francés—. En este momento nos quedan menos de dos horas de luz.
Bergère asintió.
—Traigan sólo las armas y la munición. Lo demás pueden dejarlo aquí.
Nuestros dos nativos, que nos esperaban cerca de las putrefactas pieles, aceptaron sin chistar la carga. Bergère se había puesto una camisa caqui, pero aún llevaba los gastados zapatos de ciudad. Nos condujo por la parte trasera de la casa, a través de la maraña del jardín. Entreví a la nativa, que, de pie en la puerta de atrás, nos miraba alejarnos. Respondió con un breve saludo, en una jerga aflautada, al gesto de uno de los nativos.
Nada más cruzar el marchito jardín, nos rodeó la vegetación. El camino, aún más angosto que el anterior, aparecía cubierto de enredaderas que se enganchaban en la ropa y nos azotaban las piernas. La espesura nos sobrepasaba la cabeza. Bergère, sujetando entre los dientes manchados una pipa vieja, llevaba un bastón de madera tosca y el rifle colgado al hombro.
Lescelle venía detrás, con el 22. Ponía mucho cuidado en sus movimientos, aunque su rostro expresaba una gran agitación. Continuamente, se detenía para desviarse del camino en busca de un montículo que le permitiera ver el llano del otro lado. Luego, corría para alcanzarnos.
Anduvimos una media hora. Aunque había refrescado, la pesada atmósfera volvía a hacerme sudar. Pensaba en los miembros desarmados de la expedición, los dos nativos, ¿qué pasaría si surgiera de pronto un búfalo o un leopardo? Me inquietaba la idea de que Wilson pudiera herir a un animal salvaje, dejándolos por completo a su merced.
A medida que el sendero ascendía en una ligera pendiente, disminuía la vegetación. Ahora nos rodeaba una pradera, una especie de océano verde y profundo, en el que las colinas formaban olas enormes. Bergère se detuvo levantando la mano. Se inclinó y, poniéndose un dedo en la boca, giró antes de seguir adelante. Los demás le imitamos, agachándonos tras él.
Al volverme vi que Lescelle se había detenido para desviarse a nuestra izquierda, a través de la vegetación. Bergère, que también lo había notado, continuaba adelante, lenta y precavidamente. De pronto, Lescelle nos alcanzó corriendo.
—Charles —susurró—, ils sont là, juste là.
Bergère asintió y volvió a hacernos la señal de silencio. Le vi quitarse la pipa de la boca y dirigirse por la hierba hacia la izquierda. Le siguió la figura delgada y ansiosa de Wilson, que me hacía señas para que no me rezagara. Me acerqué, enderezándome muy lentamente para observar a través de la vegetación. La ligera brisa que movía sin descanso el mar de hierba me permitió ver hacia dónde apuntaba Wilson. Allí, paralizados como muertos, se recortaban contra el cielo los gráciles cuerpos marrones de una manada de antílopes. Uno de ellos, un macho enorme, nos contemplaba subido en un hormiguero. Estaban a unos ciento treinta metros. Sólo se oía el ligero susurro del viento en la hierba.
—¡Vamos! —susurró Wilson.
El viento soplaba de cara.
—Ve tú delante.
Negó firmemente.
—No, ¡vamos!
Mientras avanzábamos agachados en esa dirección, me di cuenta de que los dos nativos se quedaban atrás. Caminamos unos quince metros, pero, al enderezarnos, la manada cobró vida, se dio la vuelta y emprendió la huida al galope.
—Los han visto —susurró Bergère.
Wilson estaba contrariado.
—¡Quítate esa puñetera camisa, Pete, es demasiado clara!
Me até la camisa a la cintura. El terreno, cada vez más irregular, me hizo tropezar; Wilson se volvió irritado, luego volvió a avanzar a buen paso. El cansancio había desaparecido de aquel cuerpo flaco, que parecía encontrar nuevas fuerzas. Plegó el sombrero para introducírselo en la camisa. Las delgadas piernas sobresalían de la espesura a medida que alargaba la zancada.
La manada llegó a un alto escarpado. Observé que Wilson se acercaba a los antílopes parapetándose detrás de un hormiguero. Cuando lo alcanzó, accionó, nervioso, el seguro del rifle y, poniéndose en pie, disparó. Contuve el aliento. Tras un tiempo, que pareció muy largo, se oyó el estampido categórico del Mannlicher. La manada había echado a correr un instante antes de que yo oyera el disparo. Wilson volvió a disparar mientras se alejaban al galope a través de la espesura, dando unos saltos bruscos y potentes.
—Escapan —gritó Bergère—. ¡Vamos tras ellos!
Nos apresuramos por el terreno irregular. Tras recorrer varios cientos de metros casi a la carrera, Bergère se detuvo señalando hacia la derecha. Delante de nosotros había otra manada. Wilson me indicó que me aproximara. Bergère asintió con entusiasmo.
—Ve tú también, deprisa. Dos armas son mejor que una.
Wilson me observaba aproximarme.
—Mantente agachado —susurró—, que no te vean.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamé—, también pueden verte a ti.
Avanzamos manteniendo un hormiguero entre el antílope y nosotros. Wilson se detuvo a unos quince metros, a mi derecha. Le vi manipular de nuevo el rifle. «Menos mal que aún le queda sensatez para poner el seguro mientras corre», pensé. Noté la presencia de un animal a mi derecha y apunté; esperé a que él disparara primero, pero tardó tanto que apreté el gatillo. En ese mismo instante, comprendí que no había apuntado con precisión. Wilson disparó un segundo después y la manada se dispersó de nuevo.
—¡Coño! —dijo—. Estaban muy lejos.
—Hay más —gritó Bergère—. Hay más.
Perdida toda cautela, echamos a correr con todas nuestras fuerzas. Cuando apareció otra manada a mi derecha, me volví hacia ellos. Bergère me siguió.
De pronto, vi un enorme macho a menos de noventa metros delante de mí. El belga me señaló un hormiguero y yo asentí. Notaba los latidos del corazón en el pecho. Me acerqué al hormiguero y empujé el seguro. Apuntando con cuidado, apreté el gatillo, pero no pasó nada, había olvidado bombear otro cartucho en la cámara; solté una maldición, atacado de la fiebre del macho, la peor de todas. Empujé el cerrojo con las manos sudorosas y escurridizas. Un cartucho se deslizó dentro de la cámara. Levanté el rifle, pero se disparó antes de que hubiera tenido ocasión de ponérmelo en el hombro. Había rozado el pelo del gatillo. Se oyó el chasquido de la bala contra un hormiguero situado a unos noventa metros por detrás de los cuernos del antílope. El animal se volvió y emprendió la huida. Introduje otro cartucho y volví a disparar, pero fue inútil. Bergère vino hacia mí.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
Sacudí la cabeza.
—No estaba cargado; luego, se me disparó antes de tiempo.
Se echó a reír.
—Suele ocurrir la primera vez, pero es una pena, porque tenía una buena cabeza, todo un trofeo.
Me sentía como un idiota. Le alargué el rifle:
—Tenga, usted necesita la carne.
Lo apartó, haciendo un gesto negativo con su rostro bonachón.
—No, hoy la caza es suya. Usted es el invitado.
—Se morirá de hambre.
Volvimos hacia donde había quedado Wilson. Al acercarnos a la zona alta del terreno, le vimos a la izquierda, disparando contra otra manada que había frente a él. Bergère movió la cabeza.
—Raté.
—Menos mal que no hemos encontrado búfalos, con esta forma de disparar…
Bergère hizo ademán de quitarle importancia.
—Hay que perseverar. Nunca se sabe, a esta hora…
—Si continuamos, será peor. Los nativos están a más de tres kilómetros con el rifle grande.
Parecía contrariado.
—Ah, es cierto. No deberían estar allí. Pero queda mi rifle.
Seguimos adelante, pero no aparecieron más antílopes. Oímos otro disparo de Wilson, aunque no podíamos verle porque le ocultaba una línea de colinas.
—Espero que el señor Wilson acierte —dijo Bergère—. Debe cazar algo hoy, porque le importa mucho.
Yo empezaba a recuperar la noción del tiempo y del espacio. El sol se estaba poniendo y se había levantado aire. No tenía idea de dónde habíamos dejado a los nativos o en qué dirección se hallaba la casa. De repente, Bergère volvió a detenerse. Frente a nosotros pastaba una pequeña manada. Negué con la cabeza.
—No podemos disparar, John ha salido en esa dirección.
Bergère se encogió de hombros.
—No creo.
—Corremos el riesgo.
Bergère dudaba.
—Puede que tenga usted razón, pero debe estar preparado; a veces, cuando corren, vuelven en círculo y se les puede disparar.
Pero no ocurrió nada parecido, los antílopes se dispersaron a saltos frente a nosotros. Me encaramé al barro endurecido de un hormiguero para observarlos; corrían hacia la sutil línea del horizonte, brincando entre la hierba, desviándose bruscamente hacia atrás y hacia adelante.
—Espero que John sea capaz de encontrar el camino de vuelta —dije.
Bergère hizo un gesto de confianza.
—No hay problema. Estamos aún en el terreno de mi granja —hizo una pausa antes de continuar—. Todo este paraíso pertenece a la casa. He cazado hasta cuatro tipos distintos de animales en una sola noche, sin salir de mis tierras.
—Lástima que tenga que venderla.
Le quitó importancia con un ademán.
—Que voulez-vous? Cosas de la vida. Persigues algo durante años y años, y cuando ya lo has conseguido y te consideras satisfecho porque tienes un sitio donde envejecer y morir, de repente, ¡puf!… vuela por los aires, te quedas con las manos vacías y vuelves a empezar —se dio una palmada en la pierna, en un gesto de impotencia—. No importa. ¿Tiene usted fuego? Esta pipa vieja se me ha apagado.
Le ayudé a encenderla, resguardándola del viento con las manos. A lo lejos, las colinas se habían tornado de un azul oscuro y el cielo era de un rojo brillante. Delante de nosotros, a unos cien metros, surgían de la maleza unas rocas de color ocre oscuro.
—Allí están los nativos —señaló Bergère.
Fumaban, sentados en una de las rocas, observando cómo nos aproximábamos. También nosotros nos sentamos en otra piedra cercana a contemplar el paisaje. Estaba oscureciendo. Sólo una pequeña franja de cielo amarillo iluminaba la llanura.
—Me preocupa John —dije.
Bergère negó con un gesto.
—El señor Wilson es un cazador; se aprecia enseguida que lo siente con una pasión auténtica. No le ocurrirá nada.
Mientras esperábamos, creció la oscuridad y se levantó un viento frío. De pronto, uno de los nativos señaló, muy agitado, algo que se movía frente a nosotros. Oí la palabra bwana y enseguida vimos a un Wilson mugriento que caminaba hacia nosotros. Cada paso parecía costarle un esfuerzo supremo. Traía los hombros hundidos, y la mano derecha, que sostenía el rifle, colgaba con desmayo a un costado, arrastrando el cañón por el suelo.
—Hola, chicos —saludó con una voz muy débil.
—¿Ha tumbado algo? —preguntó Bergère, impaciente.
Wilson negó con la cabeza.
—Nada de nada. No he vuelto a dar un buen tiro después de los dos primeros —se le veía entristecido—. Pete, nos hemos lucido.
—Era el primer día.
—En África nunca se acierta como en el propio país —dijo Bergère—. Es el clima, el esfuerzo que representa esta caza… se fallan tiros incomprensibles.
Wilson se detuvo apoyándose en el rifle para recuperar el resuello.
—¿Estás muy cansado, John? —pregunté.
—No mucho —dijo, con buen ánimo—, pero sí disgustado.
Bergère se levantó bruscamente.
—Bueno, hay que volver a casa.
—¿Dónde está Raúl? —pregunté.
—Ha vuelto para preparar la cena —dijo Bergère—. Lleva horas en casa.
Cuando llegamos, Lescelle estaba sentado en el porche, con nuestros vasos de naranjada ya listos.
—Esto es estupendo —dijo John, instalándose en el suelo del porche, con la espalda apoyada en la pared de la casa. Yo permanecí de pie, consciente de que si me sentaba me costaría un gran esfuerzo volver a levantarme.
—Raúl les alumbrará el camino de vuelta.
—No es necesario.
—Oh, no importa. Le conviene un paseíto nocturno. A lo mejor se le presenta la oportunidad de tumbar un chacal —se rio, contento—. Es su pieza favorita, ya saben.
—Ha sido una tarde estupenda —dijo Wilson, agradecido.
—Siento que no hayan cazado nada. Pero es lo bueno de la caza… Aunque se vuelva con las manos vacías, se tiene la sensación de haberlo pasado bien. A veces ocurre. Por eso no me interesa otro deporte; en realidad, es lo único que me importa. Lo demás… —se encogió de hombros y extendió las manos—. Siempre estamos déçu. Desilusionados. Una vez que se satisfacen, las restantes pasiones ya no merecen la pena. Las mujeres, la bebida, el juego… te dejan sin nada… vacío, aunque tengas una buena racha, aunque el vino sea excelente, aunque las mujeres se te rindan o el juego se te dé bien. Cuando pasan, no tienes nada. Gastas el dinero, acabas el vino y se te olvida hasta el sabor. Las mujeres te traicionan. Pero la caza… es buena cuando está a punto de empezar, mientras ocurre y cuando ha terminado. Por ella lo he dejado todo: vida, amigos… Por ella vivo aquí como un animal, mi querido señor Wilson. Pero, de noche, cuando me siento aquí, me parece lo único que ha valido la pena. Puede que usted, señor Wilson, piense lo mismo de su trabajo, el arte. Pero no hay más. Son las únicas cosas que cuentan: la caza y el arte.
—Estoy de acuerdo —dijo Wilson—, pero no incluiría mi oficio. En tiempos mereció la pena; ahora, ya no.
Bergère se rio.
—No le creo, un gran maestro como usted…
—Me temo que ya no siento el tirón —dijo Wilson—. En todo caso, nada como esto —parecía sincero, aunque yo no sabía si adulaba a Bergère o se engañaba a sí mismo.
—El trabajo tiene sus momentos, John —dije yo.
—No como esto. Hoy no hemos hecho otra cosa que mantener una reunión inútil con un productor. Aunque, como dice monsieur Bergère, hemos vivido una maravillosa experiencia: ver a esos animales escurridizos correr entre la hierba… no hay nada parecido. Y luego, la vuelta cuando oscurecía —sacudió la cabeza—. Te lo aseguro, muchacho, nunca he experimentado nada igual.
—Yo sí.
—Usted es joven —observó Bergère con gravedad—, no todo le parece inútil; todavía cree que sus pasiones durarán siempre, pero no es verdad. Las perderá una a una por el camino. Las utilizará demasiado, abusará de sí mismo, y, de repente, un buen día, sentirá como nosotros, como el señor Wilson y como yo, que aún no somos viejos, pero hemos dejado de ser jóvenes y no nos queda más pasión que el deporte. Para la caza siempre se es joven, siempre se tienen las piernas fuertes, siempre se está vivo, hasta que matas. Es una pasión que jamás se pierde, una fiebre que nunca te consume del todo.
—Espero que no me ataque —dije.
—Ah, pero le atacará —dijo Bergère—. Ahora está en África, va de safari y puede que la contraiga. Todos la padecen: el cazador que le guía, el joven nativo que lleva el arma, el cocinero que se queda en el campamento. Todos. La contraerá, la padecerá el resto de su vida y nunca querrá curarse.
—Creo que tiene usted toda la razón, monsieur Bergère —dijo Wilson.
Bergère le sonrió.
—Lo sabemos los dos porque somos viejos y la padecemos —se levantó—. Voy por más zumo.
—Es todo un hombre, ¿no te parece? —dijo Wilson bajando la voz.
—Sí, todo un hombre completamente desquiciado.
—No lo sé, quizás no está tan loco. Su vida no es peor que la nuestra. Por lo menos, no tiene que comerse tantos sapos como tú y yo; no tiene que ir a nuestras fiestas o asistir a nuestras reuniones, a nuestras charlas interminables sobre el dinero y el éxito.
—Ya lo discutiremos en el Tatsumu Palace.
En lugar de responder, se alzó lentamente, empleando el rifle como bastón.
—Puede que me quede a pasar la noche. Si cazamos un par de horas por la mañana temprano, aún volveríamos a tiempo de tomar el avión.
—Yo vuelvo —dije con firmeza.
—Bueno, a tu gusto. Puedes regresar por la mañana a recogernos. Voy a preguntar a monsieur Bergère si hay sitio para mí —y entró en la casa.
Un momento después, volvía con expresión satisfecha.
—Resuelto. Raúl te llevará hasta el río; yo me quedo. Mañana vienes a buscarme a las cinco y media.
—¿Dónde vas a dormir?
—Tienen un catre para mí. Tú cuídate de estar aquí a las cinco y media. Después no hay nada que cazar.
Apareció Raúl, atándose la correa de una linterna negra a la frente. Wilson le ayudó.
—On part tout de suite? —me preguntó.
—Cuando usted quiera.
—Hasta mañana, a las cinco y media —dijo Wilson—. Asegúrate de traer a los chicos contigo y dile a Lebeau que disponga el camión para que nos espere a las diez en el río.
—Lo hará si le pagan —afirmó Bergère—, no es mala persona.
Estreché la mano de Bergère y salí por la puerta de mampara. Nuestros dos nativos se levantaron en la oscuridad y tomamos el camino de hierba quemada que había delante de la casa, pasando ante las pieles de búfalo. La luz de Raúl traspasaba la oscuridad ante nosotros.
—Es muy amable de su parte permitir que me quede, monsieur Bergère —le oí decir a Wilson.
—Un placer —respondió el belga—. Tener en casa un deportista como usted es siempre un placer.
Lentamente, nos adentramos en la oscuridad. Las hiedras que ascendían por los árboles, a ambos lados del camino, parecían serpientes enormes; entre las tinieblas, pululaban pequeños insectos fosforescentes, como miles de ojos que nos salían al paso entre la vegetación.