Se oyó el chirrido de unos neumáticos y la choza de bambú quedó envuelta en una polvareda. Wilson tosió, con la cabeza inclinada entre los delgados hombros y el cuerpo completamente doblado como si experimentara un fuerte dolor. Le observé con preocupación. Por fin, logró levantarse, avanzando a trompicones hacia la puerta.
Cuando se desvaneció la polvareda, sonó una estrepitosa bocina y nos encontramos ante un De Soto polvoriento, cuyo conductor no parecía dispuesto a salir por nada del mundo. Se apreciaba enseguida que la relación entre el vehículo y su ocupante no era un asunto superficial. Aquel hombre pertenecía a su coche, como les ocurre a ciertos jinetes, que sólo existen encima de su montura. La piel morena y arrugada del rostro se tomaba de un blanco enrojecido en la base del cuello. El sombrero era del mismo color que el polvo. Las mangas cortas dejaban ver unos brazos gruesos, de apariencia fuerte. Lanzó una mirada burlona a Wilson cuando éste desplazó lentamente hacia el coche su larga osamenta, enfundada en polainas y pantalones de montar.
—¿Monsieur Lebeau?
La media hora de espera había desvanecido en Wilson la necesidad de recurrir a sus encantos.
El hombrón asintió sin intención de salir del coche, ni siquiera de abrir las puertas, sosteniendo con firmeza el volante, como si dijera: «El coche es mío. Mi propiedad favorita. Lo único que funciona en un radio de mil quinientos kilómetros cuadrados».
Wilson le tendió la mano. El belga alargó la suya despacio y le agarró los dedos, sin hablar. Luego, murmuró alguna frase incoherente en francés, tratando de sonreír.
—¿Cómo está usted, monsieur? —dijo Wilson, pronunciando con lentitud—. Soy John Wilson, ¿me recuerda? Estuve aquí con Alec Laing hace menos de una semana.
El belga sonrió de repente.
—Ah oui, Monsieur Laing, le pilote.
—Sí, yo estaba con él, ¿me recuerda?
Monsieur Lebeau asintió.
—¿Usted telefoneó? ¿Quieren ir a hotel?
Wilson torció la boca en una sonrisa.
—Sí, amigo[10]. Ésa es la idea, en términos generales.
Lebeau asentía aún cuando me aproximé, pero enseguida se dio la vuelta para pedirme que no cerrara de un portazo. Wilson ocupaba ya el asiento delantero.
—Pete, dile que queremos pasar la noche. Me parece que no entiende mi inglés.
Se lo expliqué en francés. Monsieur Lebeau, aprobando con un gruñido, tiró de la palanca de cambio y arrancamos con un exceso de potencia. Se dirigió hacia la pista de aterrizaje, girando con aquella media vuelta en U que producía los chirridos. Wilson y yo nos agarramos a los tiradores del coche al pasar a toda velocidad la choza de la aduana y volver a la horrible carretera de tierra rojiza. Monsieur Lebeau pertenecía, sin duda, a esa escuela de conductores de carreteras mugrientas, convencidos de que a ochenta kilómetros por hora se facilita el paseo. Pasábamos rugiendo por los charcos, salpicando de chorros de agua turbia la vegetación que limitaba la carretera. Los nativos se paraban a los dos lados, quitándose el sombrero para hacer una reverencia a nuestro paso. Dejamos atrás unas cuantas casas de ladrillo rojo, rodeadas de parcelas limpias, con porches grandes y cubiertos de mamparas, que daban a la carretera. De repente, giramos a la izquierda, por un paseo largo, bordeado de palmeras. Las enormes manos de monsieur Lebeau acariciaban la rueda del volante. De cuando en cuando, la izquierda se desplazaba perezosamente hacia el centro para apretar el claxon. Los nativos se quedaban prácticamente inmóviles, con las piernas negras en medio de los remolinos de polvo. A la mitad del imponente paseo giramos a la derecha, sin apenas disminuir la velocidad, hasta un camino corto y tortuoso, donde frenamos bruscamente delante de un caserón blanco.
—Éste es el hotel —dijo Wilson.
Monsieur Lebeau asintió en silencio y se adelantó para conducirnos por una puerta de mampara hasta una amplia habitación. Dentro, había una barra, con el frontal decorado de una piel de serpiente estirada, y varias sillas bajas de madera. A la derecha, un hueco para el comedor, con cinco mesas, dos de ellas ocupadas. En una, se sentaba un matrimonio con dos niños pequeños y un tercero de meses; todos estaban orondos, incluido el pequeñín, y comían sistemáticamente produciendo un gran ruido con los cubiertos en medio del silencio general. Cuando entramos, levantaron rápidamente la mirada, sin decir nada. En la otra mesa se sentaban dos funcionarios del gobierno belga, con camisa y pantalones cortos de color blanco y botas altas, atadas alrededor de unas piernas muy gruesas. Uno de ellos nos miró sin demasiado interés.
Por detrás de la barra apareció una mujer enorme; sin duda, la pareja de nuestro conductor, porque estaba configurada como él y recubierta de un pellejo idéntico. Observó en silencio cómo nos dirigíamos hacia ella, pero hasta que John le estrechó la mano no se aventuró a decir: «Bonjour».
Wilson preguntó qué se podía tomar, con su sonrisa encantadora.
—Cerveza —contestó la mujer agresivamente—, cerveza belga, y coca-cola.
Me decidí por lo segundo; Wilson prefirió investigar la cerveza. Mientras la mujer se ocupaba de abrir las botellas, recorrimos con la mirada el resto del salón. Dos jóvenes nativos con la camisa sucia y pantalones cortos de dril servían a los comensales, que les lanzaban miradas de aborrecimiento por la lentitud con que movían sus pies descalzos entre las silenciosas mesas.
—El sitio es como para dar saltos, ¿no te parece?
Wilson asintió llenando el vaso de aquella cerveza de extraño olor. Bebió un poco y se puso a hacer muecas.
—Pídele otra coca, ¿quieres, Pete?
—¿No le ha gustado la cerveza? —preguntó la mujer, contrariada.
—No está acostumbrado —expliqué—. Esperaba otra cosa.
La mujer agarró la botella por el cuello con la mano derecha lenta y maciza.
—La botella ya está abierta.
—No importa, cóbrela —dije—, pero tráiganos otra coca.
Se encogió de hombros, sacó otra botella y me preguntó si queríamos comer. Wilson dijo que sí con la cabeza.
—Sólo unos sándwiches. Oye, cuando vine con Alec encontramos a un tío que tenía aquí cerca una granja y me invitó a tirar en su casa, así que si logras sacarle a esta vieja zorra cómo se llega, nos largamos.
—¿Cómo se llamaba?
Cerró los ojos, haciendo un gran esfuerzo por recordar, porque siempre se le olvidaban los nombres.
—Berg o Berger, o algo así. Tiene una granja muy cerca. Madame lo sabrá.
Ella negó con la cabeza, encogiéndose de hombros. No había ningún monsieur Berg o Berger en la vecindad.
—Sé que vive cerca —dijo Wilson con irritación—. Pregúntale cómo se llamaba el hombre que comió aquí la otra vez que vine.
La mujer volvió a hacer un gesto negativo. Cuando llegó Lebeau con un plato de sándwiches de pan blanco, ella le planteó el problema.
—Bergère —dijo con una curiosa sonrisa—. Charles Bergère. Pero la granja está muy lejos.
—Pregúntale a qué distancia —me dijo Wilson de mal humor.
—A ocho kilómetros, para los pocos que tienen ocasión de ir.
—No está tan lejos, si él nos acerca en el coche.
Monsieur Lebeau negó con la cabeza. Era imposible llegar con el coche, explicó, había que cruzar un río y no existía carretera alguna.
—Entonces, ¿cómo llega Bergère al pueblo?
Monsieur Lebeau sonrió regocijado.
—El anda —explicó, aunque, al parecer, no venía a menudo, y, en todo caso, aquel día el calor no aconsejaba intentarlo.
—No hace tanto calor —dijo Wilson—. Pregúntale si puede enviar a alguien que nos muestre el camino.
Como era de esperar, a monsieur Lebeau no le hizo feliz la idea. Podría prestamos a sus dos mozos, dijo, poco convencido, pero no creía que fuéramos capaces de recorrer aquella distancia en el momento más caluroso del día. Wilson insistió en que sí. El belga hizo un gesto de indiferencia. Si nos empeñábamos en aquella locura, era cosa nuestra. Suspiró, dejándonos por imposibles, y se retiró.
Cuando acabamos los sándwiches cogimos nuestras pertenencias para subirlas a la habitación. Wilson tomó los Mannlichers, su mágnum y su bolsa abarrotada de munición.
—¿Estás seguro de poder, John? Ayer no te encontrabas bien.
—Ahora sí, chaval. Para eso hemos venido aquí, ¿no?
—Ocho kilómetros son unas cinco millas, lo que significa diez de ida y vuelta.
Wilson me contemplaba asombrado.
—Déjate de pretextos, Pete. Si no quieres venir, iré yo solo.
—Entonces, no tendrás quién te traiga.
—Necesitamos probar estas armas —respondió de mal humor—. ¿No comprendes que en un par de días podemos tener delante un elefante o un búfalo?
Los belgas de las dos mesas acababan de terminar sus platos de queso. Llamé a monsieur Lebeau, pero ni él ni su mujer aparecían por ninguna parte. Wilson quiso que preguntara a uno de los sirvientes nativos si nos podrían llevar en coche una parte del camino, pero el muchacho explicó que monsieur Lebeau se había ido con las llaves del coche y la camioneta.
—Ese hijo de puta está buscando que nos quedemos a comer aquí —dijo Wilson—. Se va a enterar.
Salimos al sol abrasador. Dos nativos esperaban agachados en la avenida de grava que conducía al hotel. El De Soto se encontraba al pie de la escalera, con las ventanillas subidas y las puertas cerradas.
—¿Le aflojamos los neumáticos, para que aprenda? —preguntó Wilson.
—Esperemos a mañana, cuando el avión venga a recogernos. No me gustaría quedarme aquí, en sus manos.
—Mañana quemaremos entero el condenado hotel —dijo Wilson.
Los nativos se levantaron; uno cogió la bolsa de viaje y el otro el mágnum. Wilson y yo llevábamos los Mannlichers del 256. Descendimos por el paseo y giramos para tomar la carretera bordeada de palmeras. A ambos lados de la calle había una larga hilera de casas de ladrillo rojo, pero no se apreciaban signos de vida. Pasamos junto a varios niños nativos.
—Jambo —decía Wilson.
Se quedaban mirándonos, antes de responder, con sus vocecitas agudas y asustadas: «Jambo, bwana».
El sudor me caía por la espalda; tenía la cara húmeda y enrojecida. Wilson vino y se rezagó para hablar conmigo.
—¿Qué problema tiene esta carretera —preguntó, fastidiado—, si es más lisa que Wilshire Boulevard?
—No sé. A lo mejor está minada. O puede que las leyes del país prohíban ayudar a los turistas.
Wilson sacudió la cabeza. La cara, congestionada, le brillaba bajo el enorme sombrero.
—Ese hijo de puta —murmuró—. Nos podía haber traído en el coche.
Caminamos durante más de una hora por la carretera de las palmeras. Pasamos varios huertos de plátanos entre las casas, hasta que, por fin, sólo se vieron matojos verdes a ambos lados. La carretera se elevaba ligeramente y luego volvía a descender. Al pasar junto a un largo muro de ladrillos, vi, a través de la pesada cancela de hierro, a unos nativos, con los pantalones cortos de dril azul hechos jirones, que clasificaban ladrillos en el patio. El capataz, igualmente nativo y con un rifle largo de aspecto anticuado en las manos, nos saludó.
—El presidio local —dije, señalándoselo a Wilson— y la fuente de los materiales de construcción. ¿Qué tendrá que hacer un tío para verse en chirona en esta parte del mundo?
Wilson ofrecía un aspecto hosco por debajo del ala de su sombrero.
—Imagínate que se le olvida hacer la reverencia cuando pasa el De Soto, dos meses en el rimero de los ladrillos. Si se emborracha, no menos de dos años; y si contesta a un blanco, toda la vida.
—Hay que construir las casas, John, tú no comprendes los problemas que tenemos aquí. Tenemos que mantener a esta gente a raya; son salvajes, porque el tamaño de su cerebro es sólo un milímetro cuadrado mayor que el del orangután.
—Así es, chaval. ¿Tú crees que estos negros de mierda saben jugar al fútbol?
La carretera se interrumpió de pronto y nos encontramos en un camino malo y estrecho que se perdía en la espesura. Wilson caminaba con dificultad, con la chaqueta colgada de los magros hombros. Anduvimos serpenteando hasta una meseta de arcilla, donde había otra prisión, esta vez con doble empalizada a ambos lados de la carretera. Unos cincuenta o sesenta nativos manejaban un horno, obviamente, para cocer los ladrillos. Me di cuenta de que algunos llevaban los tobillos encadenados. Nos miraban con odio mal disimulado.
—¿No te parece que serían unos exteriores estupendos para nosotros?
—Bastante buenos —dijo Wilson—. El espíritu del lugar es perfecto.
Hizo un gesto cortés con la cabeza hacia los prisioneros de nuestra izquierda al decir «Jambo», pero no recibió contestación. Como no esperaban el saludo de un hombre blanco, no estaban preparados para responder.
—Los blancos de África están en una terrible desventaja —dijo él—. Naturalmente los que vienen unas semanas no pueden entenderlo, por eso les dan pena los negros, lo mismo podrían sentirla por una reata de vacas.
—Me hago cargo, coronel. Es probable que las alambradas de espino y los grilletes parezcan inhumanos a primera vista, pero comprendo que, sin esas medidas, esto sería el caos.
Wilson asintió.
—Comienza usted a comprender los problemas del país. Por lo general, se tarda más.
El camino descendía por una pendiente muy marcada, flanqueada de matojos y hierbas altas. Se percibía el viscoso olor del agua estancada y aumentaba el calor. Súbitamente, desapareció el sotobosque a orillas de un río de aguas anaranjadas, donde vimos un embarcadero hecho de maderos y a su lado, en el agua, una canoa practicada en el hueco de un tronco. En el embarcadero había dos nativos sentados sobre sus talones, uno en camisa caqui y el otro con un grueso jersey, propiedad del Estado, demasiado grande incluso para aquellos brazos y aquella espalda enormes. Intercambiamos los Jambos de rigor y Wilson se subió a la piragua. Tuvo que agarrarme el remero cuando me escurrí en el fango de la orilla.
—Debería haberte pedido permiso para tocarte —comentó Wilson.
Los dos nativos saltaron a la canoa con delicadeza, y el remero la impulsó. La corriente era mayor de lo que parecía a simple vista, pero él ajustó los movimientos a la perfección, empujándola primero contracorriente, sirviéndose de la pértiga, para luego dejarla deslizarse hasta chocar suavemente contra el embarcadero del otro lado. Saltamos a la orilla, donde Wilson repartió dos cigarrillos a cada nativo.
—Bueno, aquí termina el pavimento —dijo Wilson.
La vegetación se hacía incluso más espesa que al otro lado: nos llegaba hasta los hombros e impedía la visión del paisaje circundante. Era el momento más caluroso del día, no soplaba brisa ni aire de ninguna clase. Continuamos adelante mientras el sol, ahora más bajo, nos quemaba la cara. Aparecieron unos árboles negros y altos, cuya densa sombra refrescó el ambiente. Al pasar una curva del camino, avistamos lejos, a la derecha, una gran construcción de ladrillo.
—Aquí debe de ser —dijo Wilson, apretando el paso.
Eché un vistazo a la casa, donde no se percibía ningún signo de vida. La yedra cubría prácticamente los muros y ascendía por el tejado de estaño. En la fachada había un gran porche cubierto, con las mamparas oxidadas y rotas por numerosas partes; sobre las hierbas, altas hasta las rodillas, que trepaban por los escalones de piedra, habían extendido más de una docena de pieles putrefactas, que ahora cubrían las moscas. Wilson se paró a mirarlas.
—Búfalos —dijo—, y grandes.
Ganó despacio los escalones y llamó a la desvencijada puerta de madera. Era un dibujo de Charles Addams: el hombre alto y delgado, con polainas y pantalones de montar, que, educadamente, llama a la puerta putrefacta de una casa abandonada en medio de un yermo. Sin embargo, contestaron en voz alta desde el interior, y un instante después apareció en el porche un hombre blanco.
Era flaco, de mediana estatura y vestía unos pantalones cortos y blancos muy sucios. Llevaba el torso y las piernas al descubierto; los pies, sin calcetines, estaban enfundados en unos zapatos negros de tipo Oxford, muy planos, cuyos cordones se habían roto y anudado cientos de veces. Noté que tenía las piernas cubiertas de verdugones y pequeñas costras negras de sangre seca procedente de picaduras. El rostro, fino, de expresión demente, estaba sin afeitar y el cabello oscuro caía en desorden por la frente.
—Oui. Qui est là?
Wilson abrió la puerta de mampara y entró. Nuestros dos nativos ya estaban agachados en una sombra próxima a la casa; yo permanecí a la espera, cerca de las pieles podridas.
—¿Monsieur Bergère? —preguntó Wilson.
—Oui? —respondió una voz recelosa.
—Soy John Wilson. ¿Me recuerda? Nos conocimos en Tatsumu, la semana pasada.
Se oyó un grito salvaje de reconocimiento, y el hombre dio un salto para agarrar la mano de Wilson.
—Pues, claro. Es usted el del cine, ya me acuerdo. Es estupendo que venga a verme.
Abrió la puerta.
—Pasen, no se queden ahí fuera con este sol.
Al entrar en la casa percibí un extraño olor a rancio, sin duda por falta de ventilación. Estreché la mano a monsieur Bergère, que enseguida comenzó a moverse con nerviosismo por el porche, rascándose las heridas de las piernas y metiéndose las manos entre el cabello.
—Perdonen el desorden, no sabía que iban a venir.
—Está todo bien. Esperamos no haberle importunado —dijo Wilson.
—Pues claro que no, mi querido señor Wilson. Estoy encantado de que haya venido.
Pasamos a la habitación principal, cuyos únicos muebles eran una mesa tosca de madera y un jergón de sábanas grisáceas que aún manifestaban las huellas de un cuerpo.
—Tendrán calor y sed, desde luego —dijo Bergère con gran excitación—. Les prepararé un zumo de naranja… de mis propios árboles.
A su llamada en suajili, apareció por la puerta una mujer negra, de baja estatura y aspecto atemorizado. Vestía unos andrajos descoloridos y llevaba a la cabeza un pañuelo sucio y viejo.
Cuando Bergère dio una palmada, hablando rápidamente en suajili, la mujer se retiró.
—Sólo tengo una sirvienta. Las demás han huido, porque se rumorea que me como a las nativas —soltó una estrepitosa carcajada, que me produjo una sensación incómoda porque parecía que nunca se iba a acabar—. Intentan echarme de aquí con esos rumores. Los negros tienen miedo de trabajar para mí, por eso está todo como lo ven. Aquí vivimos solos mi amigo y yo, como dos solteros —se volvió hacia la parte trasera de la casa—. Raúl —gritó. Se oyeron unos pasos y apareció otro blanco, mucho más joven que Bergère, de extremidades muy potentes y rostro agraciado.
—Es mi amigo Lescelle, vive conmigo y es pintor. Por desgracia, no habla inglés.
Le estrechamos la mano; él hizo una inclinación cortés, escudriñándonos con sus ojos oscuros y silenciosos.
—¿Así que pinta usted? —preguntó Wilson, interesado.
—Sí, sí —respondió Bergère por él—. Luego le enseñaremos lo último que ha hecho. Ahora irá por unas cuantas naranjas para su zumo.
—No se moleste —dije yo—. Podemos tomar agua.
—No, no, él lo traerá —el silencioso pintor salió de la habitación. Bergère sonrió a Wilson—. Así que ha venido usted desde tan lejos, tal como prometió. Es un detalle por su parte.
Wilson sonrió, paseando lentamente por la habitación.
—Tiene usted un sitio estupendo, monsieur Bergère, estupendo.
—Lo fue —añadió el belga con su voz sonora—, antes de que me robaran todo, los muebles… hasta los cristales de las ventanas. Me ausenté dos meses para solucionar algunos asuntos en mi país y le alquilé la casa a una viuda; naturalmente, desapareció llevándoselo todo. Ahora no puedo hacer nada, porque no quieren ayudarme. Pretenden obligarme a vender para que me vaya del país, pero el precio no cubre siquiera mis deudas. Yo resisto, aunque ellos continúan intentándolo; esparcen rumores entre los nativos, envían a la policía para que me interrogue; de todo. El mes pasado, cuando los elefantes me destrozaron el huerto, pedí ayuda al ejército y me enviaron diez hombres; diez reclutas que no mataron un solo elefante, porque no sabían ni disparar un rifle. Se limitaron a mirar el huerto y a encogerse de hombros. Cuando se lo enseñe, comprobarán ustedes que en su día fue un sitio extraordinario.
—¿Quiénes son ellos, monsieur Bergère? —preguntó Wilson.
—El gobierno —dijo, bajando la voz—. Quieren echarme del país. Yo deseo irme, pero no pienso abandonar mis posesiones así, sin más. No me iré hasta que me paguen lo que vale la granja.
—¿Por qué pretenden echarle?
Sacudió la cabeza.
—Por política. Ya se lo explicaré. Creen que los espío, que sé demasiado. Llegué aquí durante la guerra, sabe; en el 45 envié un informe a Bruselas contando lo que estaban haciendo, por eso sé que me quieren castigar expulsándome del país —estalló en una carcajada demente—. Pero yo resisto. Tengo un rifle, cazo para comer y dispongo de varios naranjos, puedo esperar —se rascó las ensangrentadas piernas—. Soy duro de pelar, sabe. No he engordado, como ellos; al contrario, puedo vivir como un nativo; mientras consiga municiones aquí y allá, sobreviviré muchos años —sonrió con timidez—. Pero no ha venido usted hasta aquí para oír mis historias, mi querido señor Wilson, sino a conocer mi casa; quizás le sirva para una película.
Wilson le devolvió la sonrisa.
—En realidad, hemos venido a probar las armas antes del safari.
Bergère mostró su sorpresa.
—Ah, vienen a practicar. Pero, eso está muy bien. Iremos dentro de una hora, cuando hayan tomado su zumo y refresque.
—¿Hay que ir muy lejos, monsieur Bergère? —pregunté—. Supongo que no se puede abrir fuego cerca de la casa.
—No, no está muy lejos, monsieur, en absoluto. A diez o veinte minutos tiene usted de todo. Antílopes, elefantes, búfalos, leopardos… lo que guste, a diez minutos de aquí. Esto es el paraíso para un cazador. No falta de nada. Por las noches, basta con tomar un arma y salir al jardín para encontrar todo tipo de caza, a diez minutos.
—¡No me diga! —exclamó Wilson, entusiasmado.
—¿Habrán traído las armas?
—Todo —dijo Wilson—. Armas y un montón de municiones.
—Estupendo, maravilloso —gritó Bergère. Salió de un salto al porche y volvió con un rifle—. Sólo tengo esto y un 22; no me quedan más que tres cartuchos y para el 22 una caja pequeña —añadió con una risa estrepitosa.
—Podemos dejarle algo —propuso Wilson.
—No creo que dispongan del tamaño adecuado —dijo Bergère con tristeza—. Seguro que traen rifles británicos, pero no importa —añadió enseguida—, lo que cuenta es que tienen suficiente para ustedes. Si cuando se vayan dejan algo que se coma, tant mieux, como decimos nosotros.
—Yo no contaría con ello —intervine—. Hasta ahora no hemos utilizado los rifles.
—Quizás estemos un poco oxidados —añadió Wilson—. Bueno, ¿qué vamos a hacer luego?, me gustaría saber qué armas debemos llevar.
—Llévelas todas. En África hay que estar siempre preparado para cualquier cosa. Aunque vaya en busca de un antílope, puede encontrarse un búfalo o un león. Anoche, en el huerto, vi dos machos, unos bichos enormes, pero sólo llevaba el 22, que no es adecuado.
—No lo es, desde luego —sonrió Wilson.
—¿Qué hacen esos pellejos delante de la casa? —pregunté.
—Los pongo para atraer a les hyènes por la noche. Hienas, ¿sabe usted?, o chacales. A Raúl le gusta cazarlos con una luz. Es su deporte —rio de nuevo.
El pintor entró en la habitación, traía una bandeja con dos vasos llenos de un líquido verde de sabor agrio aunque refrescante.
—¡Maravilloso! —exclamó Wilson, lleno de entusiasmo.
—¿Cabría la posibilidad de dar agua a nuestros chicos? —pregunté.
—Oh, nunca se preocupe por los nativos, monsieur, ellos se las apañan. Mi vieja criada se habrá ocupado hace tiempo.
Se acercó a Wilson, que examinaba la reseca cornamenta de un búfalo colgada de la pared, y le palmeó la espalda con jovialidad.
—Le gusta, ¿eh, señor Wilson?
—Es un sitio extraordinario, monsieur Bergère —respondió con un acento que me pareció sincero.
—No, la casa no vale nada. Ya verá cuando lleguemos a las llanuras, dentro de media hora. Esta tarde cazará usted su pieza, señor Wilson.
Luego se volvió a mí.
—¿Le apetece otro zumo de naranja? Hay muchas, muchas más en los árboles.