La ruptura de Wilson con Laing nos cambió la vida. Se acabaron las largas comidas, las partidas de póquer a última hora, y se acabó el interminable intercambio de anécdotas de la guerra. Wilson abandonó la compañía de su equipo para enfrascarse en la finalización del guión, como un amante que siente la súbita necesidad de prescindir de la compañía de unos amigos, cuyos rostros le recuerdan una pasión antigua e indigna. Yo era la única persona que aguantaba, por la sencilla razón de que me necesitaba para el trabajo y porque si no pasaba al menos una parte del día conmigo, no quedaría libre a tiempo de ir al Congo.
Tres días antes de la salida prevista para el país de la caza, fuimos a visitar los exteriores de Masindi. Cuando conocí el poblado nativo construido allí para nuestro proyecto me quedé impresionado. Constituía la primera prueba de que la película comenzaba a adquirir visos de realidad, de que era algo más que el revoltijo de páginas que había en nuestro caluroso cuarto. El poblado era también una prueba palpable de la eficacia del equipo. Resultaba real desde todos los ángulos, porque lo habían envejecido con mucho acierto. Parecía que las chozas, colocadas en un inmenso claro en medio de la selva, habían estado habitadas desde tiempo atrás. Por primera vez, pude visualizar toda la película. El traficante y su mujer habrían vivido en aquel poblado; los esclavos, en una inmensa estacada de madera, que se prolongaba cientos de metros, río abajo.
Pero, lejos de conformarse con eso, habían construido seis enormes bungalows para la compañía a menos de medio kilómetro del poblado, con duchas, mosquiteros en las ventanas e incluso un pequeño bar y una sala de reuniones. Wilson sonreía durante la inspección.
—Estupendo, ¿verdad? —repetía una y otra vez. Basil Owen tenía una sonrisa de orgullo.
—¿Una copa, John? —dijo, sacando una botella de un armario.
—Por Dios que sí, me voy a tomar una.
—¿Te parece que debes tomarla? —pregunté, porque hacía unos días que no se encontraba bien.
—No me cabe duda.
Por la tarde volvimos a Entebbe en el pequeño aeroplano para continuar el trabajo, que ahora, después de conocer el poblado, me resultaba mucho más sencillo; ahora visualizaba su destrucción como una gran secuencia física que el público no olvidaría fácilmente.
Al día siguiente, Wilson se encontraba peor. En vez de bajar a comer, prefirió dormir algo. Le hallé desmadejado en la cama, con el libro de caza abierto sobre el estómago. Se despertó con un sobresalto, como si le costara reconocerme, y sacudió la cabeza para aclarar sus ideas.
—Oye, Pete, ¿has tomado la medicina contra el paludismo? —me preguntó, ya completamente despejado.
—Con regularidad no. ¿Y tú?
—No, pero debería haberlo hecho. Estos días tengo una sensación muy rara, una especie de debilidad.
—Se deberá a la comida.
—No, no creo que se deba a eso. Lo habría notado antes.
—Puede que sea el resultado de tu bronca con Laing. Tendrás el alma dolorida.
Arrugó el ceño.
—No soy un mariquita, sabes. Alec se equivocaba; no creas que estoy malo por haberle dicho aquello.
—Entonces, será la malaria.
—No te alegres tanto. No te librará del safari, porque estoy dispuesto a ir aunque me quede tieso. De todas formas, la medicina me ayudará a recuperarme —se sentó—. Vamos a terminar ese puñetero guión, que ya estoy harto de verlo. Aquella tarde nos cundió el trabajo. Como las dos últimas secuencias eran en su mayoría de acción, no hubo que cambiar más que unas cuantas frases en beneficio del departamento artístico y el atrezo. Las diez últimas páginas quedaron en el nuevo guión exactamente igual que en su redacción original. Subrayé la palabra FUNDIDO y me desperecé.
—Qué gusto, ¿verdad?, haber acabado por fin esta puñeta.
—Desde luego —dijo Wilson, acercándose al sofá—. Por lo general, estos trabajos te dejan vacío, como una mujer después del parto. Yo lo siento también al acabar una película. En cuanto el último plano está en la lata, me encuentro perdido. Cuando se escribe ocurre lo mismo con las últimas palabras. Pero ahora es distinto; ahora sí que empezamos a vivir.
—¿Te parece bueno el guión, John?
—Sí, creo que sí —dijo despacio—. Está mucho mejor que antes, aunque nunca será una obra maestra, ni un prodigio de profundidad. Ya te dije por qué hace unas semanas. Pero creo que tendrá interés —se frotó la frente—. Dios mío, ¡qué mal me encuentro! Puede que haya cogido algún bacilo en el Congo, cuando probé los rifles pequeños con los monos, mientras esperábamos que nos recogiera el avión al día siguiente.
—¿Mataste alguno?
—Un par. A los nativos les gusta mucho comérselos. Quizás me haya picado algún anofeles en la selva —cerró los ojos—. ¿Qué has hecho con tu copia de las primeras cien páginas? —preguntó débilmente.
—Las he enviado a Londres para que las mimeografíen.
—Bien, entonces tendrás que enviar el resto del material.
—Espero que lo reciban antes de que salga la compañía.
—Lo recibirán. En cualquier caso, no rodaremos las últimas secuencias hasta dentro de cuatro o seis semanas —sacudió la cabeza como si quisiera librarse de un dolor—. ¡Coño!, ¡qué mal me encuentro! Tendría que haber tomado la medicina con mayor regularidad.
De repente, se sentó.
—Oye, coge los dos rifles pequeños del armario, acabo de recordar que no los hemos limpiado.
Encontré los rifles en sus fundas de lona impermeable.
—No deberíamos comenzar la excursión si te encuentras mal.
—Me recuperaré. Ya te he dicho que no estoy dispuesto a que me detenga un poco de fiebre.
Quité los cerrojos de las armas para mirar por los cañones. Estaban cubiertos de una capa de óxido. En cuanto le comuniqué la mala noticia, se incorporó; acababa de recuperar la salud.
—¡Dios mío, Pete, es una desgracia! Coge enseguida el aceite y las baquetas.
—Lo mejor es el agua caliente y el jabón, como nos decían en los marines.
La habitación, que había sido oficina, se transformó rápidamente en armería. Limpiamos febrilmente los cañones de los dos fusiles. Wilson extrajo de sus fundas las escopetas y el mágnum para limpiarlos también. Pero en el caso de los rifles pequeños no resultaba tan fácil, porque quedaban en el calibre diminutas islas de óxido que no desaparecían por mucho que repasáramos con las baquetas.
—Es tremendo, chaval —no paraba de decir Wilson. Hacía años que no le veía tan trastornado por algo. Se le olvidó la enfermedad, como si se hubiera curado de repente.
—A veces disparar un cartucho a través del calibre facilita el desprendimiento del óxido —dije.
—Sí, pero es una chapuza —me regañó—, porque los cañones pueden picarse para siempre.
Trabajaba con ahínco, las manos cubiertas de grasa y óxido. Nunca le había visto aplicarse con aquella intensidad a una tarea física. Quizás pensaba que había cometido una falta a los ojos de su silencioso mentor, el autor de su libro favorito sobre los rifles y la caza.
Continuamos hasta la hora de cenar, en el bochorno asfixiante de la habitación. El suelo estaba cubierto de trapos manchados de aceite y de las armas, y por todas partes había botes de agua jabonosa. A las siete apareció Lockhart.
—Teníamos una reunión, ¿verdad?
—Sí, ahora mismo —dijo Wilson.
Owen, Paget y Harrison esperaban en el vestíbulo.
—¿Dónde está Laing? —preguntó Wilson, cuando nos sentamos.
—Se ha ido a Nairobi con el Rapide, parece que quiere revisar otra vez el avión antes de salir hacia el Congo.
—Muy curioso. Ni siquiera se ha despedido. Bueno, no importa, le daremos las instrucciones mañana, cuando vuelva.
Pero Laing no volvió al día siguiente; envió el Beechcraft pilotado por un joven inglés, con una nota para Wilson y un segundo rifle grande que el propio Laing había alquilado en Nairobi. Estábamos sentados en el bar cuando Wilson lo recibió. Movió la cabeza al entregarme la carta.
«Querido John, siento no ir a tu safari, pero tengo asuntos muy urgentes aquí. He descuidado mucho tiempo mi trabajo, por eso creo que debo quedarme a terminarlo. Mike Looschen, el portador de estas tristes nuevas, volará contigo a Tatsumu en el Beechcraft, mañana por la mañana. Tendrás que quedarte allí a pasar la noche, porque en el Congo empeora el tiempo a última hora de la tarde y las zonas de aterrizaje de urgencia son pocas y están muy separadas. El Rapide os recogerá allí a la mañana siguiente. Buen viaje y buena caza».
Doblé la carta y se la devolví a Wilson.
—Se nos ha perdido un piloto en esta y otras misiones —dije.
Wilson movió la cabeza.
—Es un contratiempo. Creí que Alec estaba deseoso de acompañamos.
—¿Todavía quieren ir mañana? —preguntó Owen, preocupado.
—Desde luego —dijo Wilson, y, volviéndose, sonrió al joven inglés que permanecía junto a nuestra mesa, para preguntarle con su voz de encantador de serpientes—. ¿No quiere tomar algo con nosotros?
—Muchas gracias —dijo el nuevo piloto—. Me llamo Mike Looschen.
—Encantado de conocerle, Mike —nos presentó a todos—. ¿Hace mucho que trabaja con Alec?
—Sólo unos meses. Antes estaba en Birmania, pero vine a buscar trabajo cuando aquello terminó.
—¿Caza usted? —preguntó Wilson.
Looschen sonrió con astucia. Era evidente que le habían informado.
—No, lo siento. Tengo poco tiempo, pero no debe preocuparse, conozco bien el camino a Tatsumu.
—Nos preocupa mucho. Nunca vuelo con gente cuyas referencias no conozca —estaba a punto de comenzar una nueva conquista. Looschen, el recién llegado, se convertía en el blanco de sus encantos, como era de esperar. Cuando nos levantamos para la cena, le aparté a un lado.
—¿Le dio Alec algún recado para mí?
Sonrió.
—En realidad, no. Quería enviarle un juego de ganchos de teléfono, de esos que utilizan los empleados para escalar los postes, pero no se encuentran fácilmente en Nairobi con tan poco tiempo, así que me ha dicho que le salude.
—Ha sido todo un detalle por su parte haberlo intentado. Si le ve antes que yo, dígale que le enviaré su pluma blanca por correo.
Aquella noche, las nubes de moscas del lago fueron tan densas que apenas pudimos comer lo que nos sirvieron. Al día siguiente, todo el hotel presentaba una gruesa alfombra de diminutos cuerpos muertos. Wilson, que seguía a su chico hacia el coche situado en la entrada principal, tenía aspecto de haber trasnochado. Llevaba una chaqueta de monte, pantalones de montar y polainas, y unos maravillosos y relucientes zapatos de gran calidad, confeccionados en Inglaterra. Se había echado al hombro la bolsa de la BOAC, rebosante de cajas amarillas con los cartuchos del rifle.
—¿Cómo estás, John? —le pregunté.
Sacudió la cabeza aturdido.
—No muy bien, Pete, pero me alegro de salir de aquí. Esas puñeteras moscas me estaban matando. No se puede dormir de noche, ni siquiera dar la luz para leer. Hay que irse.
Mike, nervioso, echó una mirada al reloj y luego al cielo. En todas direcciones se veían nubes bajas y negras; se había levantado, además, una ligera brisa que llegaba de la orilla.
—Cuanto antes mejor, el tiempo no promete nada bueno.
Nos introdujimos en el coche. Había armas en una esquina del asiento trasero y dos cajones grandes de madera llenos de municiones en el suelo.
—No queda espacio para el conductor —observé.
—Conducirá Mike —informó Wilson.
Lockhart había salido del hotel. Su gesto de adiós consistió en morderse las uñas de la mano izquierda.
—¿Qué va a pasar con el coche? —protestó—, lo necesitamos esta mañana.
—Ya encontrarás alguien que te lleve al aeropuerto para recogerlo —dijo Wilson—, y si no lo encuentras, vas andando. Adiós, Ralph —añadió, agitando la mano, de buen humor.
Mike metió mal la marcha y maldijo en voz baja.
—No parece que se le den bien los motores —sonrió Wilson, cada vez de mejor humor.
Por fin, arrancamos. El coche dio un tirón, se caló y volvió a arrancar. Lockhart levantaba la mano en señal de despedida con gesto triste.
—Adiós, hijo de puta despreciable y malintencionado —dijo Wilson en voz baja, sonriendo hacia Lockhart—. Adiós perla del África centro-oriental. Adiós moscas, adiós damas de dientes saltones y pechos hundidos. Adiós para siempre.
De camino al aeropuerto, comenzó a llover. El firme del suelo se había convertido en un lodazal cuando comenzamos a cargar el equipo en el pequeño fuselaje enteramente metálico del Beechcraft. Wilson se acomodó en el asiento posterior derecho de la diminuta cabina; yo me situé junto a Mike y me ceñí el cinturón de seguridad al estómago. Dos jóvenes nativos quitaron las calzas y el motor se puso en marcha, mientras la hélice, delante de nosotros, se esforzaba por abrirse camino entre la lluvia.
Looschen estaba muy ocupado en lo suyo; aceleró el motor y comenzó a carretear hasta el final de la pista. Por el parabrisas se deslizaban torrentes de agua de una lluvia que arreciaba por momentos. Mientras esperábamos la luz verde de la torre, me coloqué los auriculares para oír las instrucciones a través de la estática. Mike apretó el acelerador y comenzamos a dar botes sobre una avenida de agua. El ruido de la lluvia contra el morro del avión parecía una ametralladora. El aparato tomó velocidad rápidamente y Looschen tiró de los mandos. Cruzamos la tormenta con rapidez, sin esfuerzo alguno. A medida que nos elevábamos en círculo, Entebbe quedaba abajo, a nuestra izquierda. Perdimos de vista el verde de la hierba y el blanco inmaculado de las casas que bordeaban el lago; volábamos ya sobre las macizas elevaciones del paisaje ugandés.
De pronto, estábamos bajo el sol; grandes masas de nubes negras y blancas se elevaban a ambos lados del avión. La mano de Looschen recorría las palancas del cuadro de mandos situado frente a mí, ajustando la mezcla para orientar el nivel de vuelo. Después, se quitó los auriculares y los depositó en la repisa que tenía delante.
—Aquí acaba la radio —dijo con toda tranquilidad—. No se capta siquiera la frecuencia que emplean para transmitir en el Congo.
—¿Qué pasa si tenemos que aterrizar? —pregunté.
—Ya he enviado a Tatsumu la hora de llegada estimada, si nos retrasáramos saldrían a buscarnos, siempre que dispongan de un avión.
Continuamos entre murallas de nubes. La lluvia paraba de repente y luego volvía a empezar.
—Siempre volamos muy alto cuando nos dirigimos a sitios como el Congo, porque nos proporciona tiempo para elegir un campo o un río en caso de que falle el motor.
Bajé la vista hacia las interminables colinas afelpadas. Looschen desplegó un mapa sobre su regazo. Me volví hacia Wilson y vi que estaba dormido.
Cuando llevábamos unas dos horas de vuelo, el cielo había clareado y pasábamos por encima de una pradera.
—Masindi y Butiaba, donde vinieron el otro día para ver el poblado, quedan ahora a la derecha —me informó Looschen.
Asentí; ahora sobrevolábamos un campo verde, de aspecto inocuo.
—Allí está el lago Alberto. Cruzaremos su extremo sur. El Congo empieza al otro lado.
Debajo de nosotros se veía el agua azul del lago, que reflejaba el brillo de la luz solar. La sombra del avión se dibujaba insignificante en la superficie rizada. Luego, aparecieron las interminables praderas, con pequeños grupos de árboles al fondo de los barrancos. Mike se inclinó y dio un rápido giro al avión, ladeándolo bruscamente.
—Antílopes —informó.
Parecían estatuillas marrones colocadas sobre el terreno verde, pero, al acercamos a ellos, se dispersaron velozmente en todas direcciones.
—¡Son preciosos! —dijo Wilson—. Este país es una maravilla —parecía un chiquillo enseñando una propiedad prodigiosa. Looschen enderezó el avión. Poco después, volvió a tomar el mapa y señaló a la derecha. A lo lejos, se veía un rectángulo de tierra de color ocre rojizo.
—Tatsumu —dijo Looschen. Rodeamos el campo de aterrizaje, donde se levantaba una choza de vástagos de bambú y unas cuantas casas repartidas por el verde extendido debajo de nosotros. Apenas se divisaba una andrajosa manga de viento, que se agitaba en un poste alto y torcido.
—Viento de costado —informó Looschen. Nos apretamos los cinturones porque comenzaba el descenso. Inmediatamente antes de que las ruedas tocaran tierra, una ráfaga repentina estuvo a punto de desviarnos, pero Looschen aceleró un poco para recuperar la franja de tierra. El avión aterrizó suavemente y la hélice se paró. El sol pegaba en el techo de plástico, sobre nuestras cabezas.
—Bueno —dijo Wilson—, aquí probaremos las armas. ¿Se queda con nosotros, Mike? —Me gustaría, pero debo volver a Masindi esta noche para recoger a otros miembros de su equipo.
Nos detuvimos cerca de la cabaña para descargar el aparato. Un joven negro que vestía un mono nos preguntó en un francés bastante aceptable si deseábamos combustible. Minutos después, llegaba el oficial de la aduana belga en una camioneta. Era un hombre más bien joven, en camisa y pantalones cortos, que se tocaba con un casco tropical. Hice de intérprete a Mike, que en pocos minutos estuvo listo para la vuelta. Con tristeza, seguí el despegue del pequeño avión plateado al final de la pista. De nuevo nos quedábamos solos, esta vez en la frontera del Congo. Wilson se sentó a la sombra de la choza, clasificando la munición en su bolsa azul de viaje.
—¿Quieren ir al hotel? —me preguntó el belga.
—Sí, ¿nos lleva usted?
Parecía indeciso. Nos explicó que no podía abandonar una hora el campo, porque estaba a punto de llegar otro avión, pero iba a telefonear. Quizás monsieur Lebeau viniera a recogernos con el coche.
—Dígale que tiene que venir —le dijo Wilson—. No vamos a estar aquí todo el día.
El belga dio vueltas a la manivela del teléfono. El ruido del avión de Looschen se había extinguido hacía tiempo y el sol calentaba el endeble techo de la choza. En medio de aquella soledad desértica, volví a preguntarme qué hacía allí.