Al día siguiente, recibí una larga carta de Landau. De los errores, deduje que la había dictado precipitadamente, sin echarle un vistazo antes de depositarla en el correo. Le preocupaban Wilson y el guión. Hasta Londres había llegado la noticia de que bebía mucho y empezaba a mostrar sus mañas, lo que había provocado la pelea con el maître. Landau puntualizaba que tales exhibiciones, aparte de su mal gusto, ponían en peligro nuestro trabajo en África. Wilson tenía que comprenderlo cuanto antes para no repetir aquellas escenas. Desde luego, no iba a resultar fácil, pero Landau no ignoraba que yo era uno de sus amigos más antiguos, y el único capaz de apaciguarle. El trabajo que aún tenía en Londres impedía al propio Landau hacerse cargo de la situación, pero contaba conmigo. En el último párrafo repetía las súplicas del principio: «Sé que harás todo lo que puedas por devolver el juicio a John. Ten en cuenta que no existe en toda África un animal más peligroso, de modo que la próxima vez que se enzarce en una pelea con un pobre empleado del hotel o de la compañía, tienes mi permiso para atizarle por detrás». Seguían saludos, abrazos y una breve alusión a la amistad que nos había unido durante años. Firmaba la secretaria, en ausencia de Paul, que había salido hacia el continente aquella mañana con la señorita Gibson y los señores de Duncan.
Rompí la carta y salí en busca de Lockhart. Lo encontré en su habitación, elaborando un informe presupuestario.
—Buenos días —dijo animadamente al verme.
—Buenos días, Ralph.
—¿Le ayudo en algo?
—A mí no —respondí, sereno—, pero usted sí debería ayudarse.
Me miró sobresaltado.
—¿Qué pasa?
—Limítese a su trabajo, en vez de dedicarse a espiar a Wilson y mandar informes falsos.
—¿Espiar a Wilson? —dijo, poniéndose en pie y empalideciendo por debajo del bronceado—. ¿Qué quiere decir?
—Lo que he dicho. Ya que escribe a Landau para contarle lo que ocurre aquí, podría ser más preciso.
—¿He escrito algo que no fuera cierto?
—Sí. Ha dicho que Wilson provocó la pelea con Harry, y no fue exactamente así. Le desafió porque ese hijo de puta se comporta de un modo intolerable, y ya hace tiempo que alguien debería haberle dado su merecido.
—Sólo aludí brevemente a ese episodio, no me parecía imprescindible proporcionar más detalles.
—Entonces no tendría que haberlo mencionado. En todo caso, está apostando al caballo perdedor. Pase lo que pase, Wilson es el jefe y Landau no puede nada contra él; le teme, así que si yo estuviera en su lugar, cerraría la boca.
Le dejé masticándose las uñas con nerviosismo, para volver al guión. La tergiversación de la única cosa acertada que había hecho John constituía un fenómeno típico. Ahora, las noticias correrían rápidamente: «El ogro está dispuesto a armarla y va por ahí pegando a los camareros y maltratando a los nativos». Los listillos del Romanoff’s pronosticarían, con una sonrisa, la interrupción de la película.
A la hora de cenar, noté que Lockhart y Paget habían establecido un pacto. Paget hacía de portavoz de los rebeldes.
—¿Cuándo vuelve aquel tío alto? —preguntó con insolencia.
—¿Qué dice usted?
—Sí hombre, el que aprende a cazar en el libro.
—¿El señor Wilson?
—Ése; se llama así, ¿no?
—Sí. Debería usted apuntar el nombre y aprendérselo, puesto que va a trabajar para él.
—No trabajo para él. Trabajo para Owen y la compañía… como delineante.
—¿Ha renunciado a ser cazador blanco?
—Exactamente —dijo, agresivo—. No me apetece ir a ese puñetero safari de Hollywood.
—Entonces, supongo que Wilson contratará a uno auténtico —dije.
Paget se sonrojó.
—Soy todo lo auténtico que hace falta para cualquier cosa que pretenda cazar.
—¿Desde cuándo tiene la licencia?
—Desde hace seis meses, pero me he criado aquí; ya mataba leones a los quince años y no me hace falta consultar ningún puto libro para saber cómo hay que hacerlo.
Lockhart sonrió, satisfecho de su socio.
—¿Por qué no le dice todo esto a Wilson cuando vuelva?, en vez de calentarme a mí la cabeza.
—Se lo diré si vuelvo a verle.
—No se apure, le verá con salud.
—Puede que no —dijo Paget, sonriendo a Lockhart—. A lo mejor le dispara una flecha envenenada al sombrero un puto pigmeo del Congo, y se lo carga.
Parecíamos escolares discutiendo por el profesor a la salida del colegio. Abandoné la mesa para tomar el café con Morehead y su esposa.
Los días transcurrían con lentitud. Una vez corregidas las pruebas del guión, envié una copia para que la mimeografiaran, sabiendo que esperaban impacientes el manuscrito final.
Me encontraba en el campo de golf cuando vi el Rapide sobrevolar las colinas que rodeaban el lago. Volví corriendo al hotel.
Wilson y Laing ya estaban allí cuando llegué. Owen, Lockhart y Harrison se sentaban en la barra con ellos. Wilson vino hacia mí.
—Todo está organizado, chaval —me dijo con una rara intensidad en la voz—. Lo he resuelto, vamos a realizar el mejor safari que se ha visto.
—¿Dónde? —pregunté con reservas.
—En el Congo. Allí nos espera el guarda de caza de toda la zona.
—Pero ¿vamos a cazar en la selva?
—Donde él nos lleve. Es todo un tío, Pete. Saldremos de aquí el domingo a primera hora de la mañana.
—¿Por qué has vuelto?
—Porque no servía de nada esperar en Stanleyville, no había nada que hacer. Están organizando los exteriores; lo demás también se encuentra en orden, así que pensé volver con Alec por si había algún embrollo.
—¿Qué tal los exteriores, John?
—Estupendos. El poblado está acabado y listo en Masindi. Los chicos han trabajado bien, es exactamente como lo describimos en el guión; han empleado doscientos nativos en la construcción.
—¿Y los exteriores del Congo?
—El Congo, no puedes imaginarte. Nunca has visto nada parecido. Justo en medio de la selva, con mambas negras y verdes por todas partes y un montón de cocodrilos que harán las delicias de Paul.
Sonreí, porque Landau lo mencionaba en la carta. Siempre había querido una escena en la que apareciera un cocodrilo, pero Wilson y yo nos habíamos resistido.
Laing levantó la vista.
—¿Le has hablado de las enfermedades que hay allí?
—No, estaba a punto de hacerlo. Cuando preguntamos nos dijeron que había que andarse con ojo, porque parece que la tasa de sífilis es del cien por cien entre los nativos y que la de lepra alcanza el setenta por ciento. No se puede beber agua ni bañarse, y, la noche anterior a nuestra llegada, mataron un leopardo a menos de dos kilómetros del campamento.
—¿No hay elefantes?
—Claro que sí. La selva está llena de todos los animales que quieras, pero es tan espesa que no los ves, aunque se oyen de noche. Lo peor son los monos, que andan siempre discutiendo.
Se puso a hacer visajes.
—«Dame ese puto plátano», oyes que dice uno, y otro contesta: «Es mío; lo he visto antes que tú. Es mi plátano». Ya lo comprobarás por ti mismo.
Se volvió a los demás.
—Chicos, voy a darme un baño, cuando vuelva nos zambulliremos en el asunto.
Laing se acercó a mí en cuanto salió Wilson. Estaba preocupado.
—Se nos presenta un problema, Pete.
—¿Qué pasa?
Se apoyó, pensativo, contra la barra.
—Mientras estábamos en el Congo, John encontró a un guarda local de caza. Enseguida le planteó lo del safari y el tío se comprometió a guiarle.
—Ha dicho que estaba todo resuelto.
Laing negó con la cabeza.
—Es una locura recorrer esa distancia. Tendremos que volar un día entero para recoger al belga, pero estoy seguro de que habrá que desandar el camino para volar a cualquier sitio donde haya caza. No puedes internarte en la selva y disparar, sin más.
—¿Qué podemos hacer?
—Apóyeme esta noche cuando mencione el problema. El safari nos paralizará el avión una semana y el Rapide es el único aparato de dos motores que tengo disponible. Owen sostiene que lo necesita para transportar los suministros y el personal.
—Si es usted quien habla, escuchará. No confía en nadie más.
—Dudo de que me crea. Se puede cazar perfectamente a ciento cincuenta kilómetros de aquí, cerca de Masindi. Hay elefantes y búfalos para escoger. Recorrer la distancia hasta el Congo es un viaje inútil.
—¿Por eso le ha traído de vuelta?
Laing asintió.
—Él también quería volver, claro; pero traerlo aquí para convencerle entre los dos formaba parte de mi plan.
—No conviene urdir una conspiración, porque si nota que tramamos algo, porfiará más que nunca.
Laing se encogió de hombros.
—Tendremos que hacerlo lo mejor que sepamos.
Después de cenar, Laing y yo nos llevamos a Wilson al vestíbulo vacío de arriba. Aún no había comenzado la invasión de moscas del lago.
—¿Qué pasa, Alec? —preguntó Wilson, receloso. En ese preciso instante, supe que habíamos perdido.
—Es el viaje de la caza, John —dijo Laing.
Wilson parecía preocupado.
—¿No vas a volver, Alec?, ya está todo dispuesto para nosotros tres.
Laing tosió.
—No es tan fácil, John. Si tengo que llevaros a Pete y a ti hasta el Congo para recoger a ese tío y después retroceder a otro lugar para tu safari, inmovilizaré el Rapide; no sé si podré hacerlo.
—¿Por qué no? —preguntó Wilson, aún tranquilo.
—Porque Owen lo necesita para el equipo.
—Eso puede esperar.
Laing dudó.
—Yo también lo necesito hacia finales de la semana para un chárter que he prometido a unos tíos de Nairobi.
—Entonces, hazte con otro avión.
Para él todo resultaba completamente fácil.
—Sólo tenemos un Rapide. Un Lodestar no podría aterrizar en esos campos tan pequeños; no dispongo de más bimotores.
Wilson se frotó la parte alta de las piernas con sus enormes manos.
—¿Por qué no me lo has dicho antes. Alec?
La voz era aún afectuosa, pero se notaba que hacía esfuerzos por contenerse.
—No pensé que ibas en serio cuando dijiste que el belga te llevaría. Me parece una locura recorrer en avión toda esa distancia, cuando puedes cazar aquí con Paget.
—No tengo la intención de cazar con ese memo. Además, quedé con aquel tío en ir a buscarle. Ya lo sabes, Alec, tú estabas delante.
—¿Por qué recorrer toda esa distancia para nada? —se quejó Laing—. ¿Por qué inmovilizar un avión más de una semana, cuando podrías salir en un coche de caza desde Kampala?
—Porque aquel tío nos lo está organizando todo y porque aquí no hay nada arreglado y perderíamos tiempo. Sólo disponemos de esos días para cazar, así que no pienso dejar las cosas al azar. He venido a África para eso, Alec.
—Vas a volar miles de kilómetros inútilmente.
—¿Por qué dices eso?
—Porque nadie caza en aquella selva. Es imposible.
—El belga sí lo hace.
—Yo no le creo, John. Tendrás que retroceder hasta que encuentres campo abierto, lo cual significa novecientos kilómetros de más.
—Y allí necesitamos un coche de caza, que habrá que enviar con antelación —intervine yo—. Otro esfuerzo inútil.
Wilson se enderezó en el asiento.
—No sé nada de eso —dijo, con una ira creciente en la voz—. Puede que en el Congo no utilicen coches y se limiten a andar por la selva. En todo caso, le dije a ese tío que iría y mantendré mi palabra. Ahora bien, si tú no tienes avión, Alec, alquilaremos otro. O tomaremos el Beechcraft y haremos dos viajes.
—Sería una solución —dije—, Alec y tú tomáis el Beechcraft y recogéis al belga; yo me quedo aquí.
Wilson se volvió hacia mí.
—Tú vienes —dijo amenazadoramente—. Eso seguro; lo tengo planeado desde el principio. Vamos los dos, y no dejaremos a ese tío en Stanleyville.
—No me hace ninguna ilusión —dije.
—Muy bien, pues es igual porque vas a venir —repitió. Estaba pálido de ira.
—Pero es poco práctico —dijo Laing—. Cuesta una fortuna y no lograrás lo que te propones.
—¡Que te crees tú eso! —dijo Wilson, apretando los puños.
—John, Alec vive aquí, sabe lo que dice, ¿por qué no le escuchas?
—Me tomo en serio tus intereses —dijo Laing—. Quiero que te salgan bien las cosas.
—Idioteces. Queréis que me meta con ese tío raro que ha contratado Owen en una empresa desatinada que aún está sin organizar. Queréis que cambie lo que tengo organizado por eso. Ya os digo que no. Iremos al Congo, aunque sea en un Hillman Minx o andando. ¿Comprendido?
—Yo necesito el Rapide —dijo Laing en voz baja—. Lo necesita la compañía. ¿Qué te importa más? ¿Llevar el equipo hasta los exteriores o el safari?
—El safari —dijo John, sin dudarlo un momento—. En este momento no hay nada más importante en mi vida. Más que la película, que tus puñeteros aviones y que el resto. Prioridad absoluta, aunque empecemos la película con una semana de retraso.
—No lo dices en serio, John.
—Claro que sí, ¡coño! —dijo, furioso—. Yo lo veo así. Para eso he venido. Si se tratara sólo de una película me habría quedado en Hollywood ganando el doble. He venido aquí por una sola cosa: la caza. Lo he deseado toda mi vida, desde que era un niño, y ahora no voy a permitir que se interponga en mi camino ni un puto avión ni ninguna otra cosa. Voy al Congo, que es donde siempre he querido ir, y voy a cazar, y luego, cuando tenga lo que he venido a buscar, nos ocuparemos de la película. ¿Está claro, Alec?
—Supongo que sí.
—Si quieres, te lo repito —dijo Wilson, levantándose—. Hace años que lo espero y ahora está a mi alcance. No estoy dispuesto a permitir que se interponga nada, ni tu avión ni nada. Si quieres te lo escribo, así que, ¿dispongo del Rapide para la semana que viene o hago el negocio en otra parte?
Laing tamborileaba con sus manos pequeñas y nerviosas en la mesa baja que tenía delante.
—Está bien, John, si lo quieres así.
Wilson se levantó y abandonó la habitación, cerrando la puerta de golpe.
Lancé un suspiro. Conocía el final de antemano.
—No es hombre de fácil discusión, Alec.
—Es una locura, puedo probárselo. En el Congo no saben nada de caza; están empezando, mientras que aquí llevamos años. Nairobi ha sido punto de partida de miles de safaris.
—Yo estoy con usted, Alec. Tengo tantas ganas de matar elefantes en la selva como de cruzar a nado ese lago emponzoñado de ahí fuera.
Laing se encogió de hombros.
—Habrá muchos árboles para trepar, seguro que encuentra uno cerca.
—Siempre treparé tres ramas más que usted, amigo.
Laing movió la cabeza.
—No tendrá oportunidad, porque yo no voy. Me retiro.
—¿Me manda solo a la jungla? ¿Con él?
—Tengo que pensar en mi mujer y mis dos hijos. Ya les causo bastantes preocupaciones —se puso en pie—. ¿Usted cree que ha esperado durante tantos años para matar un elefante en el Congo?
—Lo dudo, pero creo que esta noche lo ve así.
Laing sacudió la cabeza.
—Le invito a una copa —dijo con una triste sonrisa—. Nos conviene a los dos.