21

Había abrigado la esperanza de que el primer encuentro de Wilson con la jungla enfriara su afán de enfrentarse a la caza mayor, pero demostró ser una idea absurda. Aunque se encontraba rígido y dolorido, al día siguiente no había perdido ni un ápice de su entusiasmo. Por lo visto, olvidados los apuros que nos hicieron pasar las gallinas de guinea, ya pensaba en la siguiente ocasión. Le encontré en su habitación, con los pies a remojo en una bañera de agua caliente y el famoso libro sobre las descamadas rodillas. Cuando entré, me dirigió una rápida mirada.

—Buenos días, Pete. ¿Qué tal estás?

—Muy bien, aún tengo las piernas rígidas, pero nada más.

—Estás en muy buena forma.

—No está mal.

Comenzó a hojear el libro:

—Escucha. Lo señalé anoche para leértelo.

Cuando encontró la señal, leyó: «Hasta donde llegan mis conocimientos, el búfalo herido es el único animal que, una vez que ha emprendido la embestida, nunca se desvía. El elefante, el rinoceronte, el león… pueden desviarse. Un elefante, aunque no se le haya derribado, y siempre que se esté empleando una bala del grosor adecuado, puede desviarse» siguió leyendo: «Un león que ataca, cuando se le ha derribado, puede aprovechar o no la carga. Depende en gran medida de la distancia que le separe del cazador; si está cerca, quizás lo intente, pero, por otra parte, también querrá escabullirse. Sin embargo, según mi experiencia y la de los cazadores con quienes lo he analizado, sólo hay una cosa que frene el ataque de un búfalo: la muerte… se trata de su vida o la nuestra»[9].

Levantó la mirada, con una risa satisfecha.

—Muy alentador —dije.

—Tienes que leer el libro, Pete.

—Lo leeré en cuanto acabes de empollarlo.

Continuó leyendo sin responder.

—John, quiero hacerte una pregunta. ¿Vamos a cazar en un territorio como el de ayer?

—No lo sé, Pete —dijo con un gesto de indiferencia—. Todo depende de adónde vayamos.

Cerró el libro.

—Bueno, ¿abordamos el final?

—Sí, dentro de un momento. Sólo quería decirte que quizás deberíamos buscar un terreno menos escabroso. No creo que ninguno de los dos esté en condiciones físicas de caminar durante horas por una espesura como la que atravesamos ayer.

—El terreno será nuestra menor preocupación —respondió con ingenio—. Ahora, al trabajo.

Me di cuenta de que mi insistencia había sido un error. Cuanto más le recordara los peligros que podrían asaltarnos, más se empeñaría en afrontar otros peores. Dejé correr el asunto y comenzamos a trabajar en las escenas próximas al final del guión. Por una vez, se mostraba sorprendentemente agradable. Nada de lo que yo decía provocaba conflictos. Cuando acabamos de discutir las escenas, comenzamos a elaborar el diálogo real. De pronto, me miró por encima de su ejemplar.

—Pete, ¿estás preocupado?

—¿Por el final?, no. Después de conocer África, me parece una conclusión bastante lógica.

—No, no me refiero al final. Ya sé que eso te da igual, cabrón. Lo único que te interesa es acabarlo, pero ¿te preocupa el safari?

—Un poco.

—¿Por qué?

—Bueno, conozco la fiebre de la caza. Ayer, después de matar la primera gallina, sufrí un acceso. Es como todas las pasiones: irracional y destructiva. Como el juego, el sexo… hasta el esquí. Te posee, de repente, y haces cosas que normalmente evitarías. Ya no empleas la razón, porque sólo te importa lo que persigues. En el juego, el dinero pierde su valor. En el sexo, tiras por la borda en un segundo tu criterio para valorar a las personas. La caza es peor aún, porque desprecias el peligro. Ya no piensas en lo que te puede ocurrir. Ayer, por ejemplo, caminábamos entre la vegetación sin pensar en las serpientes venenosas, en los insectos, los leopardos o cualquier cosa que no fueran las puñeteras gallinas. Podríamos habernos topado con una manada de búfalos o con un grupo de leones. Es absurdo, insensato, por eso me preocupa, porque a los dos nos asaltará la fiebre cuando persigamos la caza mayor.

—Nos asaltará, sin duda. Por eso vale la pena, porque la fiebre es, en el fondo, lo que perseguimos, como anhelamos el nirvana final que llega cuando has matado a la bestia. Lee lo que dice tu ídolo a propósito. Francis Macomber experimenta la sensación más intensa de su vida cuando mata su primer búfalo, porque ha superado el miedo. No me parece un asunto despreciable. Son las sensaciones que perseguimos, las cosas grandes. Cuando te enfrentas a un elefante que viene hacia ti… te encuentras en una situación completamente distinta de tu vida cotidiana. Mandas todo al carajo…, el mundo, la vida… y, si sobrevives, experimentas una intensa emoción al recordar que has desafiado a la vida y la has vencido.

—John, olvidas una cosa muy importante de la historia de Hemingway.

—¿Cuál?

—El cazador blanco le dice a Macomber que no se debe hablar de la maravillosa sensación que proporciona superar el miedo, ¿recuerdas?

Wilson sonrió tímidamente.

—Nosotros somos distintos. A nosotros nos parece bien hablar de todo. Vamos, ya hemos perdido el tiempo, ¡al trabajo!

—Sólo una cosa más, John, ten paciencia. He hojeado tu libro y sigue preocupándome la muerte del animal. Me ha desagradado casi hasta la náusea con sólo leerlo. Cuando pienso en la inmensa mole sin vida del elefante o de sabe Dios qué otra cosa que pueble las llanuras de África, no encuentro razones. Es un derroche inútil para reafirmar tu ego.

Sacudió la cabeza.

—¡Vaya, ya vuelve a entrometerse aquel dichoso pájaro de Oxnard! Olvídalo de una vez.

Volvimos al guión. Poco antes de la una oímos el ruido de un avión que pasaba a poca altura sobre el hotel. Wilson corrió a la ventana.

—¡Alec! Vamos a buscarle al aeródromo.

Encontramos a Laing y Harrison delante del edificio del aeropuerto. Se les veía cansados y más delgados. La siempre inmaculada guerrera de Laing estaba ahora arrugada y tiesa de barro. Tenía los ojos enrojecidos. Harrison, con los hombros caídos, nos miraba apático.

—¿Qué tal, chicos? —preguntó Wilson de buen humor—. Estáis como pasmados.

—Ya tenemos lo que quieres —dijo Laing lentamente—. Hemos encontrado los exteriores.

—¿Dónde? —preguntó, entusiasmado.

—En el Congo —respondió Laing—. Vamos a tomar una copa y te lo explico.

Caminé rezagado, junto a Harrison. Wilson y Laing, que iban delante, no podían oírnos.

—¿Cómo son, Dick? —le pregunté—. ¿Antibes o Beauvallon?

Intentó sonreír.

—Es horroroso, Pete. Todo el Congo es horroroso; allí no hay quien viva.

—¿Cómo son los exteriores?

—Selva; la más espesa que haya visto en su vida. Hay un río de aguas negras, como quería Wilson, y un grupo de chozas. Por la noche, mosquitos; durante el día, lluvia. Los árboles tienen casi cincuenta metros de altura. Espero no tener que regresar.

La descripción de Laing fue un poco más alegre. Nos sentamos en la terraza del hotel para comentarlo.

—Es un sitio sorprendente —dijo el piloto—. Las flores y la vegetación no se parecen a nada que yo conozca. He viajado mucho por África y nunca he visto un sitio que me llamara tanto la atención.

—¿Podrá vivir allí la compañía? —preguntó Wilson. Era la primera vez que expresaba una duda sobre lo que nos esperaba.

—Sí, claro —dijo Laing—. Ya está todo instalado. Hay una vía férrea que se introduce unos veinticinco kilómetros desde Pontiaville. Hemos encontrado un contratista que está dispuesto a levantar un campo y podemos hacernos con un barco o dos río abajo. Sólo falta tu aprobación, John.

—Estoy dispuesto a verlo cuando te parezca bien.

Laing asintió.

—Quizás mañana o pasado. Tenemos que llevar este avión a que lo revisen en Nairobi; luego, podemos salir.

—Suena bien.

—¿Cómo va el guión? —preguntó Harrison.

—Bien, muy bien —dijo Wilson, y, dirigiéndose a Laing—. No olvides el otro rifle grande cuando vayas a Nairobi. Si puedes, consigue dos.

Laing asintió.

—Hay mucho que hacer. No sé si tendréis tiempo para el safari.

—Claro que lo tendremos, Alec. Si es preciso, lo buscaremos. De camino al Congo, nos detendremos en los exteriores de Masindi a inspeccionar el poblado nativo que han construido. Así, ganaré un día o dos.

Laing volvió a mostrar su acuerdo.

—Eso es fácil; dos horas de avión. Si salimos pronto, claro está.

—¡Veréis cómo todo se arregla!

Aquella noche, Basil Owen volvió de Nairobi. Le acompañaba un joven alto, de cabello oscuro, que llevaba un enorme sombrero y un traje de safari muy desteñido. Se llamaba Víctor Paget y, según dijo, era cazador y delineante.

Calificar de amor a primera vista el encuentro entre Wilson y Paget no habría sido exacto. Paget era un tipo joven y despreocupado que nos contemplaba con un escepticismo parecido al que yo había observado entre los guías suizos el día que les presentaban el grupo de montañeros que iban a dirigir: «Así que éstos son los idiotas que van a compartir la cuerda conmigo», mientras la mirada añadía: «Qué asco de oficio». Paget escrutaba a Wilson de la misma forma.

—¿Han cazado mucho? —preguntó.

Wilson se enderezó lentamente en la barra.

—Un poco —dijo, indeciso—. Sin exagerar. Por eso queremos ir un par de días a cazar antílopes o gamos antes de meternos en profundidades.

—¿Cuánto tiempo tienen previsto dedicar al safari? —preguntó Paget.

—Unas dos semanas; diez días, como mínimo.

—No parece mucho para empezar. Nosotros nunca salimos para menos de un mes.

—No disponemos de tanto tiempo.

Paget se encogió de hombros.

—Entonces, no creo que merezca la pena.

Wilson frunció el ceño.

—Da igual, nosotros pensamos ir. Con usted o sin usted.

Paget se sonrojó.

—¿Qué espera cazar, señor Wilson?

—Un búfalo, y quizás un gran elefante. Cualquier cosa que nos dé tiempo.

Paget asintió, y se volvió a Owen.

—Tengo que pensarlo, Basil.

—No, no tiene usted que pensar nada —respondió Wilson, agresivo—. Lo que tiene que hacer es quedarse aquí y preparar con Harrison los bocetos del plató. Contrataremos a otro.

Paget volvió a asentir.

—Por mí, vale.

Wilson se apartó de la barra para sentarse en su mesa habitual. Le seguí.

—No me gusta ese hijo de puta —murmuró—. En primer lugar, porque no me parece un cazador blanco. ¿A santo de qué trabaja como delineante si tiene el otro oficio?

—No lo sé, John. Acabo de conocerle.

—Yo también, pero no me gusta.

Laing y Harrison se habían unido a Paget en la barra. Wilson hizo un ademán a Owen para que se acercara a nuestra mesa.

—¿Es lo mejor que se ha encontrado?

—¿Qué quiere decir, John?

Owen era un hombre frágil, de piel muy blanca y mirada siempre alerta.

—Me refiero a ese del sombrero grande, que se cree Gary Cooper.

Owen parecía preocupado.

—Es un magnífico delineante y, según dicen, un cazador blanco de primera. Estamos ahorrando dinero para contratarle.

—Yo creo que esconde algo.

—¿Cree que no lo hará bien? —preguntó Owen.

—No me gusta. No me gustan esos aires de grandeza.

—Es un crío.

Wilson asintió.

—Está bien —zanjó—. Ya veremos. Ahora vamos a organizar el asunto. Mañana salgo con Alec para ver los exteriores en el Congo. Tú te encargas de todo aquí; revisas el equipo y pones las cosas en marcha. La compañía llegará en un par de semanas, de modo que no disponemos de mucho tiempo.

Owen asintió.

—Creo que tendremos que empezar con algún retraso respecto a los planes iniciales —dijo, cauteloso—, pero empezaré a funcionar. Luego convendría que me reuniera allí con usted, ¿o prefiere que vaya Lockhart?

—Deja a Lockhart aquí. Él, Paget y Harrison serán la retaguardia, una vez que nos hayamos establecido en el Congo.

—Como usted diga, John. ¿Y Pete? Tenemos que arreglar su transporte.

—Pete vendrá después, cuando acabe aquí nuestro trabajo —se enderezó en el asiento—. ¿Qué, chicos, cenamos? Vamos a tener una noche ocupada.

Wilson y Laing partieron al día siguiente. Los acompañé hasta el avión para ayudarlos a transportar nuestro pequeño arsenal. Wilson llevaba pantalones de montar con polainas. Laing vestía un uniforme fresco, completado con los galones.

—¿Qué tipo de pájaro es éste, Alec? —pregunté.

—Un Rapide. No es un último modelo, pero me gusta llevar dos motores delante cuando sobrevuelo la selva.

—Dos motores bastan —dijo Wilson, aunque se veía que el avión no le robaba el pensamiento. Los aeroplanos eran para él como los taxis; entraba y salía sin reparar en ellos. Le vi subir a la cabina apoyándose en los puntales que parecían sostener las frágiles alas en su sitio. Laing le siguió.

Me retiré. Los motores tosieron antes de ponerse en marcha. Toda la estructura se estremeció, desde las alas al fuselaje, mientras el polvo fino y rojizo de Uganda se arremolinaba bajo la cola. Laing agitó la mano desde el extremo puntiagudo de la cabina. Wilson ya había abierto su libro. El avión rodó lentamente y enfiló la pista, moviéndose con torpeza. Me quedé allí, viéndole girar, oyendo el acelerón de los motores, hasta que pasó por delante de mí, dando botes, y, como un pájaro gordo y grisáceo, se elevó con lentitud en la atmósfera transparente.

Todo salía como estaba previsto. No había razón para el nerviosismo. En mi fuero interno pensé que quizás había exagerado de un modo absurdo mis temores. Volví al coche y conduje pasando nativos, hormigueros y campos de un verde exuberante. Desde el hotel, envié un telegrama a Landau, comunicándole que el guión estaba casi a punto. Luego, me fui a cenar. Harrison y Paget ya habían empezado, el último estaba maltratando a los camareros.

—¡Este imbécil de mierda! —decía con disgusto el cazador blanco—. ¿Por qué no nos sirve la comida?

—Quizás estaba esperando a que yo llegara —dije.

—Nadie le ha dicho que lo haga —dijo Paget—. ¿Sabe lo que haríamos con un chico así en el safari? Le daríamos diez azotes de los que escuecen, para que espabilara.

Me volví a Harrison.

—Hablemos del sur de Francia, Dick. ¿Qué tiempo estará haciendo en Jean-les-Pins?

Harrison sonrió.

—Imagino que será prácticamente perfecto, el calor justo para bañarse y las noches frescas. Aún no estará lleno, pero ya habrá suficientes criaturas deliciosas en la plage, y, naturalmente, una comida espléndida. ¿Qué daría ahora mismo por una salade Niçoise y una buena botella de vino blanco frío?

—Le daría Uganda, Tanganica y quince puntos de ventaja.

Nos quedamos un buen rato en la terraza del hotel, esperando a que refrescara. Harrison era el único del equipo que podía permitirse un descanso después de comer, porque acababa de llegar del Congo.

—¿No le gustaría haber terminado ya —preguntó, abriendo su tercera botella de cerveza fría—, y que todos estuviéramos sanos y salvos?

—Me encantaría.